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Dos milagros en uno.

en Amor filial

Estas navidades pasadas he vivido algo milagroso, y no voy a entrar a valorar la veracidad o falsedad de los hechos, porque ¿de qué modo podría demostrarlo? Se entenderá por qué lo considero milagroso después de leerlo.

         Bien, Felicia, los chicos y yo nos dispusimos a pasar las fiestas navideñas enteras con mi suegra y mi cuñada. La una instalada en su impertérrita viudedad y la otra recién divorciada como quien dice. Llegamos al pueblo natal de mi mujer el sábado a mediodía y decidí llevar al extremo el espíritu navideño, eso sí, sin disfrazarme de Santa Claus, animando a las mujeres a salir a por un par de décimos de última hora para el sorteo extraordinario de lotería del día siguiente. Así, el domingo, sin levantarnos demasiado temprano, nos sentamos todos a la mesa del comedor a desayunar churros con chocolate y a ver en la tele si la suerte nos sonreía. A pesar de que me ponen enfermo esos niños cantores de números y premios, seguí con atención el programa. Después del desayuno mis adolescentes hijos se largaron en busca de sus amigos del pueblo; a esas edades casi no cuentas con ellos para nada y como habían sacado buenas calificaciones no había ni reproches ni restricciones para ellos, más cuando el pueblo es un lugar apacible donde no has de preocuparte de que anden por las calles a cualquier hora, y trasnochen incluso si les apetece.

         El sorteo continuaba en televisión. Mi mujer, su hermana y su madre deambulaban por la casa realizando diversas tareas domésticas, preguntándome de vez en cuando si nos había tocado algo. Yo respondía con desidia, viendo que teníamos la suerte de siempre. Pero a las 12:27 horas lo inesperado, lo milagroso… Los niños cantores pronunciaban con sus voces melodiosas el tercer premio, resultando que nosotros llevábamos dos décimos de esa cifra. Grité de alegría, como no podía se de otra manera. La primera en acudir frente a la televisión fue mi cuñada que me interrogaba sorprendida al respecto. Casi como yo no podía creer la noticia, pero al ver el número y comprobar por sí misma que por cada décimo nos llevábamos 50.000 €, se abrazó a mí. La estrujé fuerte contra mi pecho y besuqueé una de sus mejillas. En otras circunstancias algo así casi hubiera sido impensable. Nada más soltar su cintura acudieron mi mujer y mi suegra, a las que pusimos al corriente. Todo fue alegría y al cabo de los minutos el júbilo se extendió por el pueblo, pues muchos han sido los agraciados.

         El día discurrió feliz e los chicos fueron partícipes de ello, por lo que a la caída de la tarde se fueron a celebrarlo con los amigos, advirtiéndonos que su intención era no regresar a casa hasta altas horas de la madrugada. Por nuestra parte, tan agitado fue el día, que decidimos retirarnos temprano a cenar y como mucho sentarnos después a tomar un vino dulce y a hacer planes de cara a como gestionar el premio. En pijama y en batas de estar en casa, en el más puro ambiente hogareño, con la lumbre encendida y en la cómoda salita, nos sentamos los cuatro a conversar sobre cómo repartiríamos el dinero. Era una cuestión en principio simple: se repartiría en función del dinero que cada uno aportó al comprar los décimos. Y cada uno puso la misma cantidad, incluso mi mujer, por lo que habían de hacerse cuatro partes. El caso es que no se si medio en broma, medio en serio mi cuñada protesto graciosamente por el hecho de que ente mi mujer y yo nos embolsábamos la mitad del premio. Mi suegra sonrío, al igual que mi mujer, que con simulada solemnidad repitió las condiciones que a la mañana quedaron establecidas. En fin, fue pura diversión. En cierto modo a Felicia y a mi esa cantidad nos venía bien, por qué no decirlo, pero tampoco nos solucionaba la vida. Por otro lado la situación de Aurora, mi cuñada, tras el divorcio, no era desahogada desde luego. A mi suegra, con su corta pensión también le venía de maravilla, aunque la verdad no era persona de excesivos gastos.

–Podíamos hacerle ese favor a tu hermana–dije a mi mujer en presencia de mi cuñada y mi suegra–.

–¿Qué dices?¿Estás loco? –dijo mi mujer fingidamente ofendida–.

         Se estaba tan bien con ellas allí, hablando de en qué gastar el dinero, planeando algún viaje, distendidos, tomando un trago… Mi mujer estaba sentada en mi mismo sofá. Yo la abrazaba y en un sofá contiguo se sentaban su hermana y su madre.

–¡Qué suerte has tenido con tu marido! –dijo Aurora a Felicia–. Es un hombre ideal que ya quisiéramos muchas.

         Vi a mi suegra retorcerse las manos como muestra de nerviosismo y la vi apurar una copita de coñac. Eso iba a hacer que su cuerpo entrase en calor sin duda. Pero mi esposa se giró para besarme en los labios. Siempre había existido entre ambas hermanas una especie de juego de envidias entre malsana y simpáticas. Felicia empezó a acariciarme el paquete cosa que no pasó desapercibida a las otras dos mujeres.

–¿Qué haces? –le inquirí no del todo alarmado–.

–Vamos a celebrar lo del premio, ¿no te parece? –dio por respuesta Felicia.

–Pero ¿aquí? ¿Delante de ellas?

–¿Es que acaso no han sido agraciadas también?

         Cuando pregunté esto mi polla ya había sido extraída del pantalón. Pero me dejé hacer. Y por supuesto dejé mirar, y lo hacían con atención, a Aurora y doña Petra.

–¡Por Dios! –exclamó mi suegra–.

         Y en principio no supe si su exclamación era por nuestra impudicia o por las dimensiones de mi verga. Me sacó de dudas su petición.

–¿Puedo tocarla? –quiso saber mi señora suegra–.

–¡Mamaaá! –exclamó Aurora–.

–¡Joder hija, no vamos a estar aquí únicamente de espectadoras!

–Bueno –aclaró Felicia sin dejar de menearme la polla–, a Aurora siempre le ha ido el rollito voyeur, ¿verdad hermanita?

         Aurora enrojeció, pero no contradijo a mi mujer. Todo sonó a algo que ambas hermanas sabían y no querían contar.

–Ya me contaréis hijas, pero vuelvo a preguntar, ¿puedo tocar? –cuestionó mi suegra–.

–No sé si permitírtelo mamá –le dijo maliciosamente mi mujer–.

–Eso debería decidirlo el dueño de semejante aparato, ¿no crees hermanita?–soltó Aurora en lo que era ya un pique entre ambas–.

–Estoy de acuerdo querida cuñada –dije yo alborozado–. Amada suegra, cómo no permitirle que si gusta no pueda coger mi miembro.

         Tras la carcajada de mi mujer, mi suegra vino a sentarse a mi otro lado libre y no sin cierta timidez fue acercando su mano diestra a mi pene, el cual al sentir el contacto con la palma abierta de la madura mujer por poco estalla orgasmalmente en un reguero de semen. Sin embargo me contuve, sabiendo que en ello podía residir el placer que de ese momento en adelante experimentase aquella noche. Felicia dejó ocupar a su madre en el menester de masturbarme, y así mi mujer me pudo acercar la copa de la que apuré un buen trago de vodka. Después Felicia se puso en pie y se desnudó arguyendo que hacía cierto calor; y así era, paradójicamente al frío de la calle nevada.

         Mi suegra me la meneaba fenomenal, pero yo me quedé mirando a los ojos de mi cuñada, la mirona, recordando el abrazo y los besos de la mañana al celebrar el premio. Sentí el impulso de empujar de la nuca a mi suegra para que se inclinase a chuparme la polla. Probé a ver que sucedía. Mi cuñada calló y mi mujer emitió una débil protesta.

–¡Joder Felicia, me habéis puesto a cien! –dije–.

Continuará…