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Al interior. Tres.

en Grandes Series

Unas copas.

       No había por qué oponerse, cuando además Manuela lo aprobó con entusiasmo. Estaba claro que no querían dejarse ver mucho por la comunidad, en mi compañía y sobre todo a aquellas horas.

–Si os parece –propuse–, cruzo en un minuto a mi piso a por una botella de Cutty Sark y una de un exquisito licor de cereza del Jerte.

–Vale –dijo María Modesta–, pero no tardes…

–Eso, eso –la secundó Manuela–, no tardes.

       El tono de María Modesta sonó entre implorante y coqueto; el de Manuela sonó pícaro, o al menos eso me pareció a mí. Crucé el umbral de la puerta de mi piso y cerré la puerta tras de mí. Me detuve un momento y sentí un escalofrío. Era muy bueno en mi trabajo, en el que había que mostrarse seguro y no vacilar, pero las mujeres, algo para lo que había que mostrar casi el mismo tipo de capacidades, siempre habían sido mi asignatura pendiente. Modesta estaba en su justo punto de cocción para enrollármela, pero ahí estaba Manuela, ese incordio perpetuo que aparecía siempre ante una perspectiva favorable de relación sentimental. Cogí las botellas y, aunque luego no me sirviese de nada porque seguro que todo se iba al traste, cogí uno de esos condones que siempre guardaba por si acaso.

       Cuando regresé a su piso Modesta me esperaba tras la puerta, quería abrir y cerrar la puerta con sigilo para que otros vecinos del inmueble no se percatasen de nuestra inocente juerguecita de viernes noche. Al entrar en el pequeño comedor, encontré ya sentada en uno de los sofás a Manuela, junto a una pequeña mesita de cristal en la que habían depositado una bandeja con vasos, refrescos, hielo y algunos snaks. Era una estancia pequeña pero acogedora; la brisa entraba fresca y suave por el balcón entreabierto, moviendo ondulantemente las cortinas. También sonaba música con un tenue volumen; una de las dos mujeres la habría puesto, y no con mal gusto, sintonizando una de esas emisoras nocturnas de melodías almibaradas. Tomé asiento a un lado de un sofá y Modesta se sentó al otro. Nos servimos un cubata, aunque ambas admitieron que no estaban habituadas. Después, por un momento, nos sumimos en un breve silencio, hasta que quizá queriendo romper un poco el hielo Modesta propuso jugar a algo, a las cartas.

–Sí, claro –bromeó Manuela riendo tontamente–. Al Striptease Póker, ¿no?

       Me removí nervioso en mi interior por la ocurrencia, y Modesta atajó:

–¡Qué cosas tienes Manolita!

       Se me ocurrió que estando distendidos como estábamos tras la cena, bebiendo alcohol, a una hora golfa y que yo era “el invitado de honor” por decirlo de algún modo, podía proponer una charla procaz disfrazada de desahogo sincero sin que me tiraran ambas los vasos a la cara.

–¿Por qué no hablamos de nosotros? –les planteé–.

–¿No hemos hecho eso durante la cena? –cuestionó Manuela.

–Creo que H –salió Modesta a echarme un capote–quiere que seamos más…, que abordemos…

–¿Cuestiones más íntimas? –remató Manuela clavando la mirada en mí.

       Me atraganté un poco con el cubata y carraspeé. Aunque la serenidad de ambas me daba confianza para hablar más, para plantearlo de otra manera si fuese preciso.

–Bueno, sólo si os apetece, ya que somos amigos…

       A Modesta se le habían enrojecido las mejillas un minuto atrás, pero permanecía atenta a la propuesta.

–Si se trata de una especie de juego, estoy de acuerdo. Me gustan los juegos –dijo ciertamente animada Manuela–. ¿Quién empieza a contar su vida y milagros?

–Si te gustan los juegos empieza tú–le espetó Modesta–.

       Quizá se resistió Manuela a ser ella la que empezara, pero yo también la animé, sabedor por otro lado que era la más resuelta de los tres que estábamos allí y que eso contribuiría a sincerarnos en cuanto a nosotros.

–¿Cómo empiezo…? –planteó Manuela–. ¿O… qué queréis saber de mí?

       Otro silencio momentáneo invadió el pequeño comedor. Manuela, aunque se la intuía lenguaraz, respiró hondo no antes de pegar un sorbo largo a su cubata. Sabía que un desconocido conocería aspectos de su vida, pero entre amigas ciertas confesiones podrían derivar en shock y era evidente que ambas habrían de superar su vergüenza para abordar determinadas cuestiones que a aquellas horas no iban a ser desde luego acerca de qué marca de detergente empleábamos cada uno.

Manuela se sincera.

–Está bien –comenzó a decir Modesta­–, siempre he sentido curiosidad por saber hasta que punto echas de menos a tu marido cuando sale de viaje.

       Por un momento parecía que Modesta, por un gesto fugaz,  se hubiese arrepentido de plantearle aquello a su amiga. Pero la actitud que adoptó Manuela fue la de aquella que está totalmente dispuesta a responder. Se acomodó en el sofá de una plaza echándose hacia atrás y apoyándose en los reposabrazos a la vez que cruzaba sus piernas una sobre la otra y que pude evaluar gracias a que vestía una falda que le llegaba hasta las rodillas. Aprecié unas bonitas pantorrillas, a pesar de ser algo regordetas. Parecía tomar el diván en la consulta de un psicólogo.

–Bien…, espero que esto no salga de aquí –nos expresó, a lo que asentimos con firmeza y tras una breve pausa continuó–. Cuando me casé, sabía que lo hacía con un hombre que pasaría mucho tiempo fuera de casa y eso me preocupaba porque la atención más directa de la familia recaía sobre mí. Él aportaría el dinero, pero a mi me tocaría educar a mis hijos, estar pendiente del hogar… Han sido años muy duros en los que a veces me pregunto si ha valido la pena luchar tanto y contra tantas vicisitudes…

–¿A qué te refieres? –quiso saber Modesta.

–Tú sabes –respondió la otra.

–Sí, pero H no.

–Bueno…, mi marido ha sido tan trabajador como mal marido y mal padre. Ha despilfarrado más dinero del que ha traído a casa. ¿Cómo si no estamos viviendo en este miserable lugar habiendo ganado el dinero a espuertas cómo lo ha hecho?

–¿Vicios? –quise saber–.

­–Y de todo tipo, puedes estar seguro. Juego, prostitutas a decenas y puede que hasta drogas. Es verdad que solo ha sido eso. En realidad nunca me ha maltratado ni nada semejante; simplemente nos dio la espalda a nivel emocional, pero ¿no es todo eso suficiente para despreciarle?

–Por supuesto –la apoyó Modesta.     

Rellené el vaso de Manuela sin tan siquiera preguntar si le apetecía más whiskey y se lo tendí para que volviese a echar un sorbo.

–Podemos dejarlo Manuela ­–dije–, puede que no haya sido una buena idea. Os pido disculpas.

–No, que va…, no tienes que disculparte. Creo que es bueno desahogarse –dijo dirigiéndose a mí. 

       Después de mirarla y convencerme de que en efecto hablar era lo que deseaba, fui yo el que pregunté lo más obvio.

–¿Y por qué no…–empecé–.

–…me divorcié? – atajó ella–. Ni lo sé. No sé por qué aguanté al principio, quizá por los niños. Pero finalmente se han hecho mayores, ya no lo necesitan ni la una ni el otro. Han pasado los años y me hice cómoda a la situación, me daba miedo tener que empezar a buscarme la vida yo que no sabía hacer otra cosa que las tareas del hogar. Os pareceré estúpida.

–En absoluto –dije yo mientras también veía a Modesta negar con la cabeza–. Para eso estamos aquí, para escucharte, entenderte, no para juzgarte.

–Gracias a los dos –nos dijo–. Fui egoísta. Tu pregunta era si lo echaba de menos ¿no? Empecé a no echarlo, a desear que no viniese nunca sino a dejar algo de dinero con el que vivir.

       Desde luego yo quería ir por la parte lasciva cuando propuse lo de sincerarnos, pero aquello de verdad parecía tornar a terrenos más emocionales y dramáticos.

–No te preocupes. Quiero hablar de ello. No estoy borracha ni nada por el estilo, lo hago muy conscientemente; nunca he hablado de ello con nadie y sin duda me ayudará hacerlo con vosotros. Solo quiero deciros que no por aquello he sido una reprimida¸ el sexo ha tenido presencia constante en mi vida, lo que no creo que sea algo excepcional en una persona. ¿Qué queréis saber… si yo le he sido infiel a él? ¿Sí he pedido por catálogo algún consolador?

       Nos quedamos en silencio otra vez. Manuela se incorporó del sofá y suspiró hondo, para salir después a respirar el aire fresco de la noche al balcón. Modesta y yo nos quedamos mirando el uno al otro algo preocupados y al cabo Manuela volvió a entrar. Nos pidió disculpas y se dirigió al aseo, quizá a refrescarse la cara, quizá a orinar, regresando pasados unos minutos. Entre tanto Modesta y yo también nos asomamos al balcón, manteniendo el silencio y comprobando que esa noche lucía una espléndida luna llena, de la que ninguno subrayamos su belleza con palabras; sólo nos limitamos a observarla obnubilados. Fue precisamente cuando Modesta se decidió a ir a buscar a su amiga a ver si se encontraba bien, cuando ésta apareció nuevamente en el comedor para volver a ocupar justo el mismo lugar en el que estuvo sentada, recuperando incluso la misma posición que mantuvo durante su confesión.

–Sentaos–nos pidió–, deseo continuar. Esta vez os prometo que no habrá ni una lágrima, ni una palabra con rabia; ha sido estúpido por mi parte. ¿Por dónde me he quedado?

       La verdad es que Manuela parecía otra y parecía estar preparada para hablar, por lo que yo mismo le dije:

–Un amante, un consolador… Fue lo que mencionaste.

–Espera –nos detuvo Modesta, a mi pesar inoportuna–, me parecería justo que Manuela detuviese su relato en ese punto. Os puedo asegurar que durante la noche podrá retomarlo. Lo equitativo sería que tú, H, y yo, contásemos nuestra parte correspondiente.

       Manuela y yo callamos al comprenderla. Siempre habría lugar de intimidad y accedimos. Hice un gesto inequívoco con la barbilla hacia Modesta. Ella empezaba.