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Al interior. Dos.

en Grandes Series

La invitación.

       El caso es que fui alguna vez más a por sus hijos al colegio y la vida pese a todo transcurría con normalidad. Empezaba a apetecerme verla más a menudo, intentando por todos los medios coincidir con ella. Hasta me sorprendía a mí mismo observando por la mirilla de la puerta de mi casa cuando escuchaba que la suya se abría o cerraba.

       Sonó el timbre de mi casa. Era una tarde de un miércoles de junio. Por la mirilla comprobé que se trataba de María Modesta y me extrañé. Era la primera vez en casi seis meses que llamaba a mi puerta. Abrí con el corazón empezando a acelerárseme.

—¡Ah, hola María Modesta!—dije—. ¿Qué tal?

—¡Hola H!—respondió—. Mira…, esto…, quizá te parezca raro, pero he pensado que podría invitarte a cenar por el favor que me haces recogiendo a veces a mis hijos. Claro, si tú aceptas.

—Sí, por qué no—le dije—. Aunque no tienes que sentirte comprometida por eso.

—En absoluto, lo hago encantada. ¿Qué me dices?

—Bueno, sí, eso estaría bien—dije finalmente.

—¡Estupendo!—exclamó—. Otra cosa…, por aquello del decoro, ya que pienso organizar la cena en mi casa, ¿te importaría compartir mesa con una persona más?

—No, claro ¿de quién se trata?—quise saber.

—De Manuela —me aclaró—, le debo tanto…. Una cena entre amigos si no te parece mal.

—Perfecto, Manuela me parece simpática—respondí.

       Si me había hecho ilusiones de una cena romántica a solas con ella, estas se desvanecieron. María Modesta se quedaba sola ya que su ex marido se llevaba a los niños y también Manuela lo estaba ese fin de semana.

La cena

 

       La propia María Modesta, con algo de ayuda de su amiga y vecina, preparó la cena. Compré un Rioja como se suele hacer para estas ocasiones y acudí a su puerta puntual y con intención de colaborar si fuera preciso aunque fuese en poner la mesa, pero ya lo habían hecho. Me abrió la puerta Manuela, bien vestida para la cena. Y al preguntar por María Modesta me dijo que andaba en su dormitorio terminándose de arreglar. Podía ser que se estuviese poniendo guapa para que yo lo apreciase y eso me gustó. La amiga me invitó a tomar asiento y tomar un Martini a modo de aperitivo, entretanto hablábamos de alguna banalidad. Finalmente salió y pude admirar su discreta belleza. Nos saludamos y no me hallé corto en halagarla, a lo que ella sonrió con timidez.

—¿Nos sentamos a la mesa? –propuso ella misma.

       No soy un experto en gastronomía, pero la cena me gustó; un menú que consistió en un primero de sopa de picadillo, algo de marisco y un asado de carne de ternera; todo regado con el rioja, y de postre una macedonia de frutas y un sorbete. Alabé la mesa educadamente, pero sin aspavientos exagerados, por lo que creo que ambas amigas se sintieron confortadas. Durante la comida conversamos de diversos temas; en cuanto a mí no podía hablar extensamente, pero conté sobre mi trabajo y traslados ocasionales. Ellas hablaron de sus hijos, de sus tareas…, en fin, lo normal en el transcurso de una comida entre amigos que se conocen desde poco, al menos por lo que a mi respectaba. Finalmente, y antes de recoger la mesa entre los tres, con muchas objeciones por parte de ellas a que el invitado colaborase, me comprometí a invitarlas a ambas a cenar en otra ocasión en cualquier restaurante decente de la ciudad. Propuesta que animadas por la cordial situación aceptaron.

–Bueno–dije–, creo que es la hora de retirarse.

–¿Ya te vas? –me preguntó Manuela–. No son ni las once y mañana seguro que no madrugarás mucho. María Modesta asentió apoyándola.

–¿Por qué no tomamos unas copas? –propuso mi atractiva vecina de enfrente–.

–Podemos ir a…–comencé a decir–.

–No, no –me interrumpió–. Mejor nos quedamos aquí.