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Más vale tarde... (1)

en Grandes Series

No soy una santa y nunca he pretendido serlo pero tampoco me considero una mujer pecaminosa.

Ahora que soy viuda y tengo sesenta años, me he decidido a contar mis pecados como justificación y como una forma de pedir perdón.

No espero que nadie lo tome como una advertencia para subsanar sus errores pero quién sabe,

puede servir de lección para muchas mujeres en mi situación.

Lucas

1

Me casé muy joven, apenas acababa de dejar de ser niña y pasé, con diecinueve años, a ser esposa. Mi marido era once años mayor que yo y su dinero nos deslumbró a mi familia y a mí. Fue un error fatal porque con él nunca conocí la felicidad. No voy a entrar en detalles del matrimonio pero resumiendo puedo decir que la noche de bodas consistió en él, borracho, encima mío quitándome la virginidad sin ninguna delicadeza. Lo hizo de forma tan egoísta que más parecía que se estaba cobrando una deuda insatisfecha.

Y así me quedé yo, insatisfecha. Desde entonces siempre fue así, yo no había tenido experiencias sexuales de ningún tipo y no tenía con qué comparar. Las pocas amigas que tenía eran igual de inocentes que yo así que poco me pudieron aportar como experiencia y asumí que la vida marital era eso: abrirse de piernas para que él metiera su tosca polla y se corriera dentro de mí. Cuando nació nuestra segunda hija, él pasó de tener interés por mi persona y se dedicó, a partir de entonces, a follar con putas y empleadas de su empresa. La infidelidad en este caso para mí fue una salvación porque me liberó de follar con él.

Mi vida sexual pasó de ser nada a estar vacía.

Un día cuando yo tendría los cuarenta, ocurrió algo que cambiaría mi vida y que me llevaría a pensar con nostalgia en toda la vida anterior que había desperdiciado.

Nos habíamos ido las niñas y yo a pasar el mes de vacaciones escolares a la casita que tenemos en la playa. Casilda, mi hija mayor de dieciocho años, tenía la costumbre de tomar el sol en la piscina de casa con el pecho al aire. Costumbre que yo le recriminaba porque no me parecía correcto pero ella insistía en que lo hacían todas las chicas de su edad. Cuando su hermana pequeña, Laura, mucho más seria y formal que la mayor, también tomó esa fea costumbre me avine a pensar que, a lo mejor, era una costumbre entre las chicas jóvenes y no dije nunca nada más.

El día en cuestión estaba yo arreglando cosas de una de las habitaciones de arriba cuando vi en la casa de enfrente a nuestro vecino Lucas observando nuestra piscina pero intentando esconderse. No me hizo falta pensar mucho para adivinar que aquel pilluelo estaba observando a mi hija con las tetas al aire. El joven que tendría unos quince años, la edad de Laurita, mi hija menor, observaba a mi otra hija tomar el sol. No me gustó ver que Casilda se había convertido en una estrella pornográfica para ese degenerado. Y me repugnó aún más ver que se metía la mano dentro del bañador y se empezaba a frotar sin dejar de observar a mi hija.

Ahora fui yo la que procuró no ser vista y me dediqué a observar sus tejemanejes obscenos. Estaba pensando en tomar cartas en el asunto y hacer algo al respecto cuando me descubrí impaciente por comprobar en qué acababa todo aquello. En realidad no quería reconocer que ver a aquel muchacho acariciándose me produjo una extraña excitación. Era la primera vez en que algo relacionado con el sexo me excitada y me encontré impaciente por ver si el chaval se sacaría la polla de una puta vez porque me moría de ganas por verla. Una extraña y placentera sensación de placer me llegó directamente del centro de mi entrepierna que pocas veces había sentido y nunca, desde luego, viéndole la polla a mi marido. Nerviosa y excitada vi como se bajaba la prenda y agarraba una polla que podía fácilmente ser el doble que la poco atractiva de mi marido. Yo le miraba fascinada y, de forma totalmente inconsciente, me empecé a frotar el coño por encima de la falda. Me temblaban las piernas y me faltaba el aire y cuando vi que el chaval aceleraba el frotamiento sobre su polla no pude evitar levantarme las faldas y acariciarme el coño ahora sobre la braga y al instante, haciéndola a un lado, directamente sobre el clítoris. Cuando se corrió lanzando un largo chorro de esperma sobre las plantas detrás de las cuales se escondía, me taladró una especie de rayo y sentí que moría de placer: había alcanzado por primera vez el orgasmo.

Con una horrible sensación de culpabilidad me alejé de la ventana y me dejé caer sobre la primera silla que encontré. Llevaba aún la falda remangada y mis dedos seguían frotando ahora con más calma mi coño húmedo. Con curiosidad me olí mis dedos y lamí el fruto de un placer desconocido para mí.

2

Al día siguiente, en cuanto mi hija anunció a gritos, como era su costumbre, que se bajaba a la piscina a tomar el sol, no pude evitar correr a mi punto de observación del día anterior y me dispuse a esperar la llegada de Lucas. Este no se hizo esperar y, antes de que él siquiera se hubiera bajado el bañador, ya estaba yo con la falda remangada y, esta vez sí, me bajé las bragas a medio muslo para facilitar mi masturbación. En esta ocasión no tuve que esperar a que el chaval se corriera y yo alcancé el orgasmo en dos ocasiones antes de que el niño hiciera otro tanto.

Aquella escena repetida del día anterior fue un tormento para mí durante todo el día. Seguía tan excitada que nuevamente me levanté las faldas y me bajé las bragas para dar libertad a mis dedos a masturbarme el coño con furia. Cuando me recuperé del desvanecimiento de placer en que había caído, corrí hasta mi habitación, me desnudé por completo salvo la braguita mojada y me dejé caer en la cama donde me masturbé una vez más furiosamente mientras pellizcaba mis pezones queriéndolos arrancar de cuajo.

Más relajada me acerqué al espejo que hay en un frontal de uno de los armarios y pude verme totalmente desnuda en una desnudez pecaminosa y obscena con los pezones aún enhiestos y la pelambrera de mi vagina como un foco de atención atrayente por el contraste entre su negrura salvaje y la palidez de mi cuerpo. Me quedé sorprendida mirando a la mujer que se mostraba frente a mí porque no me parecía yo, era una nueva mujer que acababa de descubrir los mecanismos de alcanzar el placer por medio de su propio cuerpo. 

Apresuradamente me vestí llevando aún la sucia braguita y salí a la calle. Quería que la gente pudiera ver a una mujer sexualmente satisfecha. Estuve tomando copas toda la tarde tonteando con unos y con otros pero sin atreverme a más pese a que algún gañan se ofreció a trasportarme al paraíso. Ni se me pasó por la cabeza poner los cuernos al hijo de puta de mi marido.

Volví a casa más excitada aún de lo que salí, una especie de desenfreno insatisfecho me asfixiaba. Cuando estaba aparcando el coche a la puerta de casa, se cruzó en mi camino Lucas y el destino me puso en el brete de tomar una decisión que podía cambiar mi vida. Sin dudarlo un minuto me puse a hablar con él que educadamente no me rehuyó. En un momento le ofrecí tomar un refresco en casa y, dado que aún eran las nueve de la noche y en casa no le esperaban hasta más tarde, aceptó intrigado por mi insólita atención. Os juro que no tenía la más mínima intención de hacer nada pecaminoso con él pero solo sentirle cerca mío me producía una excitación que no sabría describir -ahora mismo, mientras escribo estas líneas recordando el momento siento la necesidad de parar para calmar mi excitación-. Sonreía tontamente a aquel niño, vanagloriándome, como si solo yo conociera el secreto de que tenía una polla magnífica.

Aprovechando que mis hijas no volverían hasta altas horas de la madrugada, sentí que estaba deseando excitar a aquel crío, devolverle los placeres que su sola presencia me provocaban. Sin pensármelo le dejé en el porche de la piscina tomando una Coca-cola y me disculpé avisándole que me iba a poner algo más cómodo. A él se le veía incómodo y lanzando miradas fugaces a mi cuerpo cuando creía que yo no lo veía. Eso me excitó aún más porque me maravillaba que pudiera atraer la atención de un crío.

Cuando bajé, mi atuendo debió lograr su objetivo porque Lucas no me quitó la vista de encima y sus ojos se iban sin pudor al provocador escote de mi vestido. Es verdad que más que un vestido era un atuendo playero pero para la ocasión la elección era la apropiada. Se quedó como obnubilado mirando mis pezones que se delataban libres sin sujetador que les oprimiera y que con la excitación estaban duros dispuestos a provocar. Se dejó de disimulos y me miraba como si fuera en pelotas y aquello me ponía a cien por lo que me dediqué por mi parte a observar lo que mi cuerpo provocaba en el frontal del pantalón del niño y ¡por dios! que no podía disimularlo.

Decidí empezar a jugar sin tapujos y le señalé la polla.

— ¿Que te pasa?

Me miró como si no supiera de qué hablaba y sonrió tontamente sin decir nada.

— ¿Te excita verme? —insistí aunque no tenía mucha idea de donde quería llegar.

— ¿Me estás intentando seducir?

Su pregunta me tomó desprevenida y me sonrojé como una cría.

— ¿Eso crees? —logré balbucear.

Sonrío abiertamente mientras se desabrochaba el pantalón y levantaba el culo del asiento para bajárselo. El muy cabrón no llevaba calzoncillos y me quedé embobada mirando su polla. Vista de tan cerca era el doble, que digo el doble, el triple de bella. El desvergonzado no parecía sentir el menor apuro y me tomó la mano y me forzó a tomar su aparato en la mano. Yo absorta en manipular aquella gloriosa polla apenas sentí como sus manos se metían subrepticiamente bajo mi falda y empezaba a acariciar mis muslos. Lo hizo lentamente y fue ascendiendo de forma tan firme como su polla se iba poniendo rígida.

No me opuse a que empezara a acariciar mi coño por encima de las bragas, es más, me abrí ligeramente de piernas para facilitarle la tarea. Sin preguntar mi opinión tomó la goma de las bragas y de un tirón me las bajó hasta las rodillas. Yo me mordía los labios para no gritar porque entre el tacto de su miembro vigoroso y su caricia en mi coño me estaba volviendo loca. Me corrí como una posesa y él abrió los ojos asombrado por la cantidad de flujo que empapó sus dedos.

— Enséñame las tetas —ordenó sin dejar de masturbarme.

No me hice de rogar y, sin soltar su polla, con una sola mano corrí los tirantes y dejé caer el vestido hasta el suelo. No se si sería la visión de mi cuerpo desnudo o el frotamiento al que sometía a su polla pero de repente me miró fijamente y empezó a correrse de forma tal que su leche casi llegó hasta su propio pecho. En ningún momento me dejó de frotar el coño metiendo dos o tres dedos y al instante le seguí deseando explotar mi propio placer junto al suyo.

— Límpiame —ordenó señalando el semen de su cuerpo, de su polla y el que yo tenía en la mano.

Le solté para ir a buscar un trapo pero él me detuvo.

— Con la boca.

Les puedo jurar que jamás en mi vida había chupado la polla de mi marido porque me hubiera muerto de repugnancia pero con Lucas no sé que me pasaba que descubrí que lo estaba deseando. Volví a tomar su polla en mi mano y me arrodillé entre sus piernas. Empecé a lamer la leche de su cuerpo, de su polla, de mi mano. Todo lo que atrapé en la boca me lo tragué mostrándole sin disimulo como lo hacía porque, no sé cómo, sabía que eso era lo que él estaba deseando.

3

Luego de obligarme a hacer algo que nunca pensé que me atreviera, me pidió que le llevara hasta mi habitación. Me deshice de las bragas que aún seguían por mis rodillas y le mostré el camino arrastrándole de la mano. Me sentía feliz caminando un paso delante suyo, totalmente desvergonzada en mi completa desnudez. Él en ningún momento dejó de mirar mis nalgas temblando a cada paso que daba. Cuando subíamos las escaleras hacia el piso superior, puso su dedo entre mis nalgas y empezó a acariciar mi ano. Me detuve en medio de la escalera, dos o tres escalones por encima de él y saqué la grupa ofreciéndole mi culo para que hiciera lo que quisiera y eso que en ningún momento pensé que alguien pudiera ser tan depravado como para que le excitara el ano de alguien. Pero a Lucas si que pareciera que le diera placer acariciarme el ano y hasta meter uno y dos dedos en mi negro agujero.

Luego me dio una cachetada en la nalga y me ordenó seguir subiendo.  

Cuando entramos en la habitación me hizo tumbarme en la cama y levantar las piernas hasta tener los pies a ambos lados de la cabeza. Era una posición ridícula para una persona de cuarenta años pero entonces descubrí otra forma de paraíso que ni en el mejor de mis sueños pudiera pensar que existía. Su lengua me atacó el clítoris con delicadeza y firmeza a la vez de forma tal que en dos o tres lamidas me hizo conocer placeres que mi propia mano no había conseguido en las frenéticas masturbaciones al que había sometido mi coño en las últimas horas.

Cuando me tuvo al borde de un nuevo orgasmo se separó de mí y se me quedó mirando con una sonrisa burlona en la cara. No sé que coño le pasaba por la cabeza pero yo solo quería que hiciera una cosa.

— Fóllame, cariño, haz conmigo lo que quieras —me atreví a implorar sin ningún rubor.

Me dejó padecer durante unos segundos. Parecía disfrutar viéndome tan necesitada de su polla, tan frenética por alcanzar el placer. Poco debía saber que para mí, hasta ese momento, follar no era sinónimo de placer. Luego lentamente se puso sobre mí y jugó con su polla, que en ningún momento había perdido la rigidez, en la entrada de mi vagina. Jugaba con ella haciéndola resbalar por mis labios vaginales y golpeando ligeramente mi clítoris. Luego, de golpe, la introdujo de forma tan violenta y deliciosa que hasta me quedé sin aire en los pulmones y boqueaba intentado respirar. En algún momento pensé que introducir aquella enormidad de polla en mi chocho iba a ser una tarea ímproba pero, para mi sorpresa, aquello fue como meter un palo en mantequilla y mi coño se adaptó a su pene como si hubiéramos estado toda la puta vida follando.

No sé el tiempo que estuvimos haciéndolo ni las veces que me corrí como una puta pero puedo asegurar que solo ese momento compensó la ausencia de placer en casi veinte años de matrimonio. Me hubiera gustado que el cabrón de mi marido estuviera allí viendo como me corría de gusto una y otra vez.

Cuando se vació en mi interior sin que yo hiciera nada por evitarlo se dejó caer en la cama al lado mío. Ahora también a él le costaba respirar prueba del esfuerzo que había realizado.

Sin decirme nada, se volvió hacia la mesilla donde estaba el teléfono y marcó un número.

— Mamá —le oí decir mientras yo volvía a acariciar su polla—, no me esperes para dormir, me quedo en casa de Sergio.

Se puede decir que estuvimos toda la noche con su polla dentro de mí y, pese a todo, se me hizo la noche más corta de mi vida.

A partir de entonces... pero esa es otra historia y, solo pensar en ella, me están dando unas ganas tremendas de masturbarme, ¿quiere acompañarme?