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Dama - Acto I Escena I

en Grandes Series

Seguro que hay una expresión más fina, pero la frase que mejor definía la situación de Raúl  es que estaba hasta los cojones: su trabajo era una mierda, el sueldo una miseria, y su novia... era la peor elección que podía haber hecho, Cinta lo único que le daba eran problemas y más problemas y de sexo poco, un sobe aquí, mucho morreo y un toquecito a las tetas, poco más. Ni le había tocado jamás el conejo ni le había dejado que le enseñara su maravillosa polla y así evidentemente el único sexo que se podía practicar era el de ciencia ficción. Total, ¿que le quedaba?; solo el alcohol. Se pegaba unos homenajes etílicos de puta madre. El trabajo no tenía solución pero lo de su novia sí. Lo normal es que se hubiera liado la manta a la cabeza y la hubiera mandado a tomar por culo, pero no se había atrevido, en el fondo era un jodido timorato y tenía poco de 'lanzado'.

Hoy era un día como otro cualquiera. Había dejado el apartamento con un cabreo de mil pares de cojones. Cinta se había ido hacía unas horas y él se había quedado viendo un partido por la tele, pero ¡le aburría tanto el fútbol! que prefirió bajar al bar de la esquina a tomarse un copazo. Estaba en la barra disfrutando de un cubata con la mirada perdida en el espejo de detrás de la barra cotilleando lo que ocurría en el local, pero apenas ocurría nada, todo el mundo estaba pendiente del partido de la tele. Entonces entró ella. Era una tía mayor, al menos para los veinticinco años de Raúl. Aquella piba seguro que ya no cumplía los cuarenta, pero ¡joder!, vieja o joven estaba buena la condenada, con un elegante traje de chaqueta que destacaba sus formas excitantes. Las piernas eran preciosas, largas y bien formadas. Se veía a la legua que era una tía con pasta, vestía de forma sencilla pero elegante. Todo su vestuario daba muestras de que debía haberle costado el sueldo de un mes de Raúl. Lo último que le miró fue la cara, con aquellas tetas, con aquel cuerpo, ya podía haberse tratado del mismísimo diablo que a él le bastaba, pero cuando le vio la cara se quedó asombrado, ¡era guapísima!, con unos ojos oscuros enormes que no le cabían en la cara. Tenía un gesto agradable y una boca que era la sensualidad misma, carnosa y apetitosa. Cuando habló con el camarero mostró una dentadura blanca, perfecta.

Raúl no pudo menos que pensar ¡qué coño podía hacía una tía como aquella en una puta mierda de bar como aquel! No podía quitar la vista de ella pero ella no pareció darse cuenta, estaba absorta mirando la copa que le habían puesto delante. Según fue consumiendo la copa su gesto pareció nublarse con una mirada de tristeza. Raúl estaba intrigado: ¡una tía como aquella no tenía derecho a estar triste! No era lógico, con pasta y aquel cuerpo nadie debería estar triste. Un ramalazo de cariño hacia ella le invadió. Inconscientemente se apiadó de ella. ¿Que le podía ocurrir? No se atrevió a abordarla, simplemente se quedó observándola. Cuando una lágrima nació en sus ojos y resbaló por su mejilla fue cuando se aventuró. 

— ¿Le ocurre algo?, ¿la puedo ayudar en algo?

Ella le miró. Por fin pareció darse cuenta de que no estaba sola en la barra. Una tímida sonrisa resplandeció en su rostro. Aquella tía era la hostia, hasta llorando era una belleza. Aquella dulce mirada que le echó le terminó de desarmar.

— No, no se preocupe... es que he tenido un disgusto. 

Quiso ofrecerse para solucionarlo, arreglar su vida, hacer lo que fuera para que aquella belleza no llorara más. No quería que la conversación acabara ahí. Tenía que ser ocurrente.

— ¿Disgusto?, joder con los disgustos — musitó y nada más decirlo se encontró ridículo. ¿Joder con los disgustos?, ¿con aquella expresión iba a poder entablar un dialogo?

— Si, nada grave. Lo grave es que me estoy acostumbrando a ellos –dijo con una triste sonrisa. 

— ¿Ellos? — Desde luego no estaba siendo muy ocurrente. Si no podía mostrarse algo más ocurrente más le valía dar por zanjado el tema. 

— Si, desgraciadamente ellos. Es mi marido, bueno a usted no le importa, pero... 

Casada. Lógico. Aquella medalla de oro no podía estar soltera, pero una lucecita de esperanza nació en el fondo de su interior. Podía tratarse de conflictos matrimoniales y su imaginación echó a volar antes de que ella pudiera continuar. Quiso añadir que si le importaban, que desde que había nacido estaba esperando una ocasión como aquella para escuchar las penas de una mujer como ella. Pero solo atinó a decir:  

— ¡Ah!, pero está usted casada —¡joder, parecía gilipollas!

— Si, estoy casada. Soy la mujer más casada del mundo — añadió sin desdibujar de la cara su triste sonrisa — creo que llevo toda mi vida casada. 

— Y ¿como es eso? — comentó Raúl intentando parecer simpático, total ya todo le daba igual, era evidente que la tía ya se había tenido que dar cuenta de que era un auténtico estúpido. 

— Bueno son cosas mías, no creo que deba contarte mis cuitas, no se... no le conozco de nada. 

Ganas le dieron a Raúl de confesarle que a él sus cuitas, como las llamaba ella, le importaban un carajo, que a él lo que le atraía eran sus ojos, su boca, sus dientes inmaculados, sus tetas, su culo, todo. Todo en ella le atraía. Curiosamente ni se le pasó por la cabeza que pudiera darse un revolcón con ella, la veía tan distante como la luna en una noche clara, tan bella y tan inalcanzable. Simplemente le gustaba estar ahí, junto a ella, admirándola y escuchándola. Nada más. 

Ella entró en un monologo triste. Le hablaba a él pero parecía que se dirigía a otra persona. Por un momento pensó que se estaba dirigiendo a sí misma, como si estuviera pensando en voz alta. 

— Ricardo, mi marido, es un hombre muy ocupado, bueno, yo creía que era un hombre muy ocupado, siempre de reuniones, de comidas de trabajo, cenas con clientes, yo que se cuantas cosas, siempre fuera de casa, siempre lejos de mí. 

— El trabajo, siempre nos jode el trabajo.

Ella le miró con extrañeza.

— ¿Trabajo?, ¡Ojala, fuera el trabajo el que nos jode... como dice usted!

Raúl prestó atención. La ínfima lucecita de esperanza pareció crecer un poco más. Parecía imposible que alguien en su sano juicio hiciera cornuda a aquel monumento con patas. Nadie podía ser tan estúpido de no apreciar a aquella mujer, pero bueno, Carlos de Inglaterra existían muchos y si era así existía la posibilidad de que el despecho la llevara a cometer una locura. 

— ¿No es el trabajo?, no entiendo —estupendo Raúl, así había que atacar, ser sutil, mostrar inocencia, no saber de que le hablaba.

— Pues me refiero a... me refiero… —pareció titubear pero al fin se lanzó. Casi como un lamento añadió—, bueno, me refiero que me engaña con otra —estalló en un sollozo— bueno lo de otra es un decir, otras u otras.

Por fin lo había dicho. Raúl quiso consolarla para luego contraatacar pero, ¡que cojones! estaba tan buena...

— Mire, yo no soy quién para darla consejos, pero lo que usted debe hacer es tratarle con la misma moneda.

Le miró. Había curiosidad en su mirada.

— ¿A que se refiere?

— Pues muy sencillo, señora. Se busca un chaval que le guste y le pone a su marido los mismos cuernos o más que él le ha puesto a usted —no pudo refrenarse, temió haber sido demasiado directo; la estaba llamando cornuda así por las buenas, sin apenas conocerla.

— No se, no creo que esa sea la solución, yo jamás le he engañado con nadie.

— Pues ahí está el problema, él está seguro de usted. Busque un tío y póngale los cuernos.

— ¿Usted cree?, pero ¿quién va a querer estar conmigo?

Aquella tía estaba loca o en su casa no tenía espejos.

— Mujer, si es por hacerle un favor, yo estaría dispuesto –dijo intentar sonar a broma.

Ella le miró con el entrecejo fruncido "uy, uy, se estaba sospechando algo", su táctica empezó a resquebrajarse. Ella le miró de arriba abajo, parecía estar sopesando si él era el objetivo deseable. Raúl no la dejó terminar el escrutinio. Se acercó aún más si cabe a ella.

— Veamos, ¿usted no ha besado jamás a otro tío que no sea su marido?

— No, jamás.

— Pues empiece por ahí. Un pequeño beso. Siempre le queda la posibilidad de que si no le gusta, diga "hasta aquí hemos llegado" y se acabó —imperceptiblemente ofreció sus labios a la estupenda dama.

Ella le miró tímida pero acercó su cara a la de él hasta que sus bocas estuvieron apenas unos centímetros. Raúl, como el cazador que se acerca silencioso a su presa para no espantarla, se calló y esperó. No quería que un movimiento brusco asustara a la mujer. La impaciencia le dominaba pero aguantó. Tras una pequeña vacilación, ella apoyó sus labios con los suyos. El paso estaba dado. Ahora era importante no mostrarse precipitado. Durante unos instantes se rozaron con los labios. A Raúl le llegaban desde los cojones chispazos de placer. Un simple roce con los labios y aquella tía le había puesto la polla más dura que el pedernal.

Sutilmente abrió los labios. Ella también. Lentamente dejó que su lengua llegara hasta el borde de la boca. Era el paso crucial, si ella notaba su lengua en sus labios, con lo mojigata que parecía, seguro que se espantaba y recogía velas. Despacio introdujo su lengua en el interior de la boca de ella que mantenía los ojos cerrados. Raúl no, estudiaba una y cada una  de sus reacciones. Habría que plegar velas al menor gesto de rechazo, pero ella no se quejó sino que también ella empezó a jugar con la de él. Para entonces la polla de Raúl parecía que quería explotar en la pernera de su pantalón. Como pudo se la colocó porque empezaba a dolerle.

Después de un rato entremezclando las lenguas, Raúl se separó y la miró con detenimiento. Pese a que el movimiento no había sido brusco, ella quedó en la misma posición, con la cara levemente dirigida a él. Pareció que no había notado su separación y su lengua se mostró entre sus labios buscando la de Raúl. Cuando no la encontró, pareció despertar de un sueño y abrió lentamente los ojos. Se encontró a un sonriente Raúl que la miraba fijamente, el sentirse sometida a ésta observación hizo que se ruborizara ligeramente.

— ¿Ha sido difícil? —preguntó él.

— No, no mucho —contestó con voz queda.

— Pues esto solo es el empezose. A partir de ahora tú marido tendrá que tener cuidado contigo.

— Pero, entonces, ¿ya hemos acabado? —en su voz se notaba un cierto deje de desilusión.

— ¿Acabar?, no, ya te digo que no hemos hecho más que empezar —las manos de Raúl atraparon a la mujer por la cintura y la atrajeron hacia él entre sus piernas abiertas. Iba a notar su polla empalmada pero ¡que coño importaba ya!. Antes de besarla le preguntó:

— Por cierto, ¿como te llamas?

— Adela, Adela Cienfuegos.

Sus bocas se volvieron a unir en un largo beso. Raúl perdió todo sentido de la prudencia y comenzó a acariciar con sus manos la espalda de Adela. Recorrieron su contorno hacia arriba y cuando retornaron a la cintura no se detuvieron allí sino que continuaron hasta unas nalgas prietas y maravillosas. Su polla le dolía de lo dura que estaba. Ella tenía que estar notando su rigidez y su dureza pero no hacía nada por alejarle ni él tenía tiempo para abochornarse. Raúl siguió tomando posesión de las nalgas de Adela, las pellizcaba y apretaba unas veces con delicadeza otras con energía.

Adela vestía, muy de acorde a su manera de ser, un traje de chaqueta de fina tela ligeramente ajustado a su cuerpo y una discreta blusa blanca abotonada hasta el cuello. La falda le llegaba ligeramente por encima de las rodillas. Adela no protestó cuando notó como las manos de él buscaron el pliegue de su falda y como le subía la falda a lo largo de sus muslos con su mano acariciando el interior de sus piernas. Supo que todo el mundo le estaría viendo las bragas y quiso protestar pero no pudo, desde su sexo le llegaban chisporroteos que desde hacía tiempo no sentía.

Raúl no podía más. Sentía la polla a punto de explotar y el puto vaquero presionándola hasta  a impedir que la sangre circulara.

— ¿Has visto como me has puesto la polla?

Adela abrió los ojos desorbitados, aquello no se lo esperaba, no estaba acostumbrada a un dialogo tan franco.

— Bueno, no se que decir, ¿que quieres que haga?

— ¿Hacer?, vamos ahí detrás y te digo lo que tienes que hacer.

Adela se puso a sus órdenes y se dejó llevar hasta el fondo del local, a una mesa prácticamente oculta por una columna que parecía colocada estratégicamente para dejar el lugar casi oculto a la vista de la concurrencia. Tomaron asiento sin apenas soltar el abrazo y la mujer volvió a ofrecer sus labios para retomar el beso donde lo habían dejado. Nuevamente Raúl hundió su lengua en el interior de la boca de ella. A tientas buscó con su mano libre la cremallera de su pantalón y a duras penas consiguió abrirla. Como pudo extrajo su aparato al aire y cuando éste estuvo libre de su prisión, buscó una de las manos de Adela.

— Hazme una paja

Ella le miró abochornada.

— ¿Aquí?

— ¿Conoces algún lugar mejor?

Adela recorrió con la vista el local. Nadie parecía prestarles atención. Bajó la mirada hacia la entrepierna de Raúl y vio una polla enorme, rígida, ligeramente humedecida por la punta circuncidada.

— ¡Caray! — solo atinó a decir mientras su mano abarcó todo el ancho del cilindro. Ricardo, su marido, no tenía ni de lejos una polla como aquella y no tenía mucha experiencia en masturbar a un hombre, pero suponía que tampoco importaba mucho la experiencia. Con su mano trabajando aquel aparato enorme, su boca volvió a reclamar un beso de Raúl. Este se dejó hacer, ahora era ella la que invadía su boca mientras su mano le masturbaba con delicadeza, quizás con demasiada delicadeza, Raúl tomó con su mano la mano de la mujer y le fue indicando la presión y la cadencia en el vaivén de arriba abajo. Ella aprendió rápido y en un momento estaba su mano nuevamente sola masturbando su polla.

— Tía, me voy a correr —le espetó Raúl. Temía poner su pantalón perdido de leche y quería que la mujer le bebiera el esperma, pero ella no pareció entenderle

— Hazlo, si hazlo

— Pero, el pantalón, me lo voy a poner perdido

Ella le miró sin entender.

— ¡Joder!, ¡cómete mi polla!

Adela no pudo impedir un gesto de repulsa. Jamás a Ricardo le había 'comido' la polla ni, por supuesto, a ningún otro. Pero aquel era un día diferente, tampoco jamás nadie le había tocado el culo en público ni ella había masturbado a un desconocido en un bar. Como pudo hizo hueco entre sus cuerpos y se inclinó buscando con su boca el pene de Raúl. En cuanto Raúl notó la boca de la mujer rodeando su miembro se dejó llevar y de lo más hondo de sus bolas una riada de esperma buscó la salida. Como si de un géiser se tratara su lefa explotó en el interior de la boca de ella. Adela jamás había sentido algo similar. Creyó que iba a morir de asco pero se obligó a seguir recibiendo en su boca el líquido caliente. Cuando notó que éste superaba la cavidad de su boca, se obligó a tragarlo no quería que el pantalón se manchara. Notó como el hombre se relajaba en el asiento "¿ya está todo?", pensó, la experiencia había sido tan frustrante como cuando hacía el amor con su marido, que se quedaba con una sensación de vacío, de que algo la faltaba. Aquella noche parecía que iba a ser diferente pero a la postre andaba por el mismo camino.

— ¡Joder, tía!, ha sido fantástico. La mejor mamada de mi vida.

— ¿Te ha gustado?

— ¿Gustarme?, tú estás loca, ha sido fantástico.

Ella le miraba algo azorada. Su mano no había dejado de manipular el miembro de Raúl y poco a poco fue notando como volvía a tomar vida. El la sonrió abiertamente.

— Bueno ahora habrá que dar gusto a la reina.

Adela intentó controlar un gesto de alegría. No quería que se la notara mucho que estaba deseándolo desde hace tiempo. Dejaría que aquel hombre la penetrara con aquel falo enorme y le diera a conocer placeres que solo conocía por conversaciones con sus amigas. No le importaba ni el sitio en que se encontraba ni que les viera todo el mundo, necesitaba sentirse penetrada. Anhelante esperó sus instrucciones. El la besó en la boca y con su mano buscó la abertura entre sus piernas mientras le susurraba:

— Veamos que tiene la nena aquí.

La mano de Raúl penetró bajo su falda y se adentró en su interior. Sin apenas detenerse en acariciar los muslos fue directamente en busca del tesoro oculto bajo la braga. Cuando Adela sintió como apartaba la braga y sus dedos se posesionaban de su clítoris, lanzó un suave gemido. Al fin le había llegado su hora. Como entre sueños vio como algunos parroquianos del lugar se volvían hacia ellos posiblemente extrañados por los inequívocos sonidos que llegaban desde su esquina, pero no le importó, se encontraba a las puertas del cielo y no quería que nada la distrajera de entrar en el paraíso.

La masturbó como nadie lo había hecho hasta ahora, la masturbó hasta que el orgasmo le estalló como un carrusel de fuegos artificiales y sus flujos vaginales le empaparon como si se estuviera meando. ¡Era increíble! Ella, modosa y discreta, estaba disfrutando de uno de los mejores orgasmos que recordaba y encima en un bar público con un desconocido. Cuando abrió los ojos, despertó como de un sueño. Frente a ellos dos tipos mal encarados estaban de pie observándoles sin ningún recato. Ni Raúl ni Adela les había visto aproximarse. Eran dos hombres grandes y mal arreglados que sonreían estúpidamente. Cuando vieron que se habían percatado de su presencia se rieron abiertamente y uno de ellos comentó:

— ¿Viste Manuel como el chaval le aporreaba el chumino a la guarra ésta?

— No la llames guarra, Eladio, se ve a la legua que esta zorra es una dama.