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Las vecinas de mi mujer 1

en Hetero: Infidelidad

Solo en el piso

Allí solo en el piso, con mi parienta de visita al pueblo atendiendo a la foca de su madre, no sabía qué hacer, me aburría, me aburría mortalmente y, para complicar más la cosa, mi polla me pedía guerra. Como la polla de uno hay que tenerla siempre contenta, me dispuse a complacerla viendo una de las pelis porno que guardábamos para situaciones de emergencia. Y en mi caso situaciones de emergencia había muchas, porque la jodía de Paca, mi señora, era algo mojigata para eso del sexo. Pese a que tenía unas estupendas tetas y una almeja jugosa y prieta, utilizaba sus armas peor que un torero manco la muleta y para echarse un polvo memorable me costaba meses de intentos. 

Pues ahí estábamos los dos, mi polla y yo, atentos a la pantalla de la televisión y, cuando aún no había metido la mano en la abierta bragueta del pijama, ya estaban las protagonistas tortilleando como locas.  Comencé a masturbarme frenéticamente, como un poseso, prepucio arriba, prepucio abajo. Necesitaba correrme rápido, no quería placer, quería aliviar la tensión y luego si había que recrearse en la faena, pues a ello porque tiempo tenía de sobra.

En la pantalla de la televisión una jodía negra, gorda como una vaca, se pajeaba sobre una blanca flacucha metiéndose un consolador doble mientras su jodida amiguita le comía una ridícula pollita a un caniche de pelo rizado blanco como la leche. De la mierda de película lo único que se salvaba eran las enormes tetas de la negra, con unos pezones enormes y erectos como piezas de ajedrez que pedían a gritos ser pellizcados y mordidos. Pero no los tenía a mano, lo único que tenía a mano era mi esplendorosa polla que se encontraba en su momento más álgido dispuesta a escupir toda su carga de salvas blancas y viscosas, y vaya que escupió, como que salpiqué no solo la chaqueta del pijama sino que también dejó su huella en el tapiz colgado detrás del sofá donde estaba sentado. 

Cuando estaba limpiándome la polla y me preguntaba apesumbrado cómo cojones iba a limpiar el tapiz de mi señora, sonó el timbre de la puerta. Con las prisas no le di importancia a que un tipo normalmente elegante, como yo, estuviera absolutamente impresentable. Fui a abrir con el semen aún resbalando por mi mano y me encontré con tres vecinas nuestras, todas ellas amigas de mi mujer. La Cándida, su hija Candi y Emilia, tres mujeres de armas tomar, tres calientapollas de órdago. Yo las conocía de vista a las tres y detrás de las tres se me iba la vista cuando las veía. 

Doña Cándida, la mayor, tendría cuarenta y cinco años, de poderosas caderas y pecho desbordante, no era gorda pero casi, aunque, eso sí, todo muy prieto, siempre vestida con trajes de una pieza, muy escotados y ajustados. Te ponía los pelos de punta — y lo que no son los pelos— con solo verla. A mí personalmente es la que más me gustaba de las tres, era una bigarda de armas tomar, en la cama debía ser un huracán, seguro que te exprimía los jugos hasta decir basta. Era la que llevaba la voz cantante. Siempre que se las veía a las tres juntas, ella iba delante y las otras dos la seguían en procesión a marchas forzadas.

Candi, su hija, era poquita cosa comparada con la madre, no en lo físico que con sus veinte añitos se gastaba unas tetas tan grandes como la madre y mucho mejor puestas pero era una mujer apocada, tímida que daba la sensación de que en la cama debía ser bastante sosa y, mientras que la madre te echaba unas miradas que parecían que te dejaban en pelotas, la hija apenas te miraba, siempre con la vista baja, siempre con aire de timidez.

Por último, Emilia, era la delgada del grupo lo que además hacía que resaltaran aún más sus enormes tetas. Debía andar por los treinta. Vestía siempre, como doña Cándida, vestidos de una pieza, pero mucho más recatados, sin escotes tan escandalosos ni hostias pero aquellas enormes tetas no precisaban de escote alguno para apetecerte darles un buen sobe. Eran dos masas de carne prieta que daban ganas de apretar y que producían efectos inmediatos en mi polla como el dejarme sin aliento (alguien debería estudiar el efecto que produce los ramalazos de la polla en los pulmones).

Se arremolinaban las tres en el hueco de la puerta mirándome descaradamente. Me hicieron un repaso de arriba abajo y evidentemente percibieron el lamparón cada vez mayor que se iba formando en la pernera de mi pijama.

Las muy jodidas, entre grandes risas y golpes de codos, me explicaron que venían a invitar a mi mujer a ir con ellas a la playa. Yo, irónico, les dije que mi parienta estaba en el pueblo de visita. 

— Lástima —dijo Cándida—, es la única de las cuatro que tiene coche. 

— Si, lástima —dije yo, ocultando mi mano a sus miradas—. Y donde pensaban ustedes ir a broncear esos cuerpos serranos.

— A la playa de Alquiles —contestó Cándida.

La miré sonriente.

— ¿La playa nudista? No sabía que Francisca fuera a esos sitios; en realidad, no pensaba que ninguna de ustedes fuera a esos sitios.

— Pues ya ve —me anunció irónica la Cándida—, fue su mujer precisamente la que nos llevó por primera vez. Sí, vamos a menudo.

Sorpresa, sorpresa, cuando Paca volviera habría que hablar de este tema. No sabía yo que mi mujer, que tan mojigata se mostraba en casa, que me ocultaba el coño como a un borracho el vino, fuera luego mostrando el mondongo al primer pasmao que le apeteciera.

Viendo a aquellas tres marrajas desconsoladas a la puerta de mi casa, yo, que soy un caballero, no pude resistirme a ofrecer llevarlas en mi nuevo coche. Les faltó tiempo para aceptar. 

— Pues, esperen ustedes, que me ponga algo presentable y en un segundo las acerco...

La señora Cándida, que de cándida tiene lo que yo de cura, miró por encima de mi hombro hacia el salón. 

— Pues mientras usted se arregla yo le podía poner un poco de orden en la casa, que si está usted solo la debe tener hecha un asquito... si ya sabemos cómo son los hombres cuando están solos. 

Yo, para que engañar, aquello de echar una mano me sonó a música celestial y por supuesto acepté encantado. Las otras dos, Candi y Emilia dijeron que ellas se ocuparían de preparar los bártulos de la playa y yo, inocente de mí, pensé que en una playa nudista pocos bártulos había que llevar, pero les dejé ir y quedé encerrado en mi propia casa con la puta cuarentona que me comía con los ojos. 

Cerré la puerta tras ella y con la tía admirando mi soberbio trasero nos fuimos al salón. Me había olvidado del puto vídeo, de la gorda negra y de la blanca chupa pollas de caniches y, claro, cuando llegamos allí seguían las dos tortilleras de mierda dale que te pego en la pequeña pantalla. Ahora se estaban comiendo la una a la otra como si fuera su última cena. Cándida impertérrita, miraba la escena como si fuera la cosa más habitual del mundo. Yo estaba algo cortado y cínicamente dije:

— Hay que ver qué cosas hecha la tele.

— Si —dijo ella— desde luego echan cada guarrada  —y no por guarra dejó de mirar la escena. 

Apagué la tele y la dejé aparentando que recogía el salón. Me fui al dormitorio a coger la ropa que me iba a poner, una bermuda y una camiseta y con todo ello me fui al baño a darme una ducha. Cuando ya estaba en pelota picada y esperando que el agua de la ducha se calentara la oí trasegar junto a la puerta. 

— Jacinto, me estoy preparando un café, ¿quiere que le prepare uno? —solícita estaba la condenada y yo en pelotas y trempando, como dios manda. 

— Muy amable, doña Cándida, ¿sabe donde está todo?

— No lo voy a saber, si paso más tiempo aquí que en mi propia casa —nuevo descubrimiento sobre la vida privada de mi Paca, ¿qué coño hacía la Cándida todo el día en mi casa y porque nunca me lo había comentado?

Entré en la ducha y eché mano al champú. Cuando me estaba enjabonando la cabeza, con el jabón resbalando sobre mis ojos y yo cagándome en todo lo cagable, la oí que entraba en el baño. 

— Joder, Jacinto —me dijo desde el otro lado de la cortina de ducha— no encuentro la leche. 

¿La leche? ¿Es que esperaba encontrar el tetrabrik en el baño? Que yo supiera la única leche que podía encontrar, y no precisamente en tetrabrick, era en el fondo de mis huevos. 

Ella debió de llegar a la misma conclusión que yo porque antes de lo que tardo en contarlo estaba agarrada a mi polla dale que te pego al manubrio intentando exprimirle para sacar la leche que tanto ansiaba y allí estaba yo, con el jodido champú metiéndose en mis ojos, sin ver nada, notando como me ordeñaba la vaca aquella. Antes de que me hubiera enjuagado el jabón de la cabeza, estaba ella arrodillada por fuera de la ducha haciéndome una mamada de padre y muy señor mío sin importarle que el pelo se le mojara con el agua de la ducha. Yo no estaba para muchos remilgos y si lo que iba a buscar era leche... se iba a encontrar con ríos. Me corrí dentro y fuera de su boca pero daba igual porque el agua la dejó limpia como una patena. A mí hasta las piernas se me doblaban. Encontrado lo que había ido a buscar me dejó otra vez solo con el puto jabón en los ojos, saliendo espuma por los pelos y esperma por el cipote. Como pude, salí de la ducha, me sequé el cuerpo con una toalla, me vestí y fui presuroso al salón. 

Allí estaba ella, como si no hubiera pasado nada, secándose el pelo con una toalla. Sentada en el sofá, perniabierta y sin bragas, mostrándome un chocho con una mata de pelo negro como un tizón y espeso como un plato de espinacas. Me recibió con una sonrisa de lo más sugerente. No sé para qué coño me había vestido porque allí estaba yo, otra vez, en medio del salón, con el pantalón por las rodillas y una polla que, en su humildad, hubiera dado envidia al propio caballo del General Varela. 

La cándida doña Cándida no se cortó un pelo. Atrapó como pudo en toda su extensión aquella joya de la naturaleza y comenzó nuevamente a ordeñarla. 

— Chico, eres incansable —me decía interrumpiendo la mamada pero retomándola presurosa en cuanto no tenía más que decir.

— ¿Incansable?, joder tía, me parece que no soy yo el incansable... usted más bien... 

— ¿Yo?, pobre de mí —decía con voz inocente la muy puta sopesando el manubrio que tenía en las manos. 

Y la verdad es que mi polla estaba dura como la farola de la esquina.

— Tía vamos a tener que echar un polvo, a esta no hay quién la dome. 

Mi vecina solícita se puso en pie y cuando me quise dar cuenta ya estaba apoyada en el respaldo del sofá, con la falda arremangada alrededor de sus caderas y mi polla entrando y saliendo de su chorreante coño. Aquello era el paraíso.

Se quedó apoyada en una única mano y con la otra se dedicó a masajearme los huevos que era un primor. Me apretaba con tanta fuerza que me quedé sin ganas de correrme. Yo apenas me movía, no hacía falta, la hija de puta se lanzaba contra mi aparato como si le fuera en ello la vida. Se la metía hasta que no quedaba un centímetro fuera y se la sacaba hasta que no quedaba un centímetro dentro. Yo me sentía morir... de gusto. La muy cabrona sabía cómo exprimir una polla con las contracciones de su vagina. Me estaba explotando sin dejarme correr. 

Yo no podía más y ella seguía ensartándose como una posesa. De repente ralentizó sus movimientos y yo casi se lo agradecí. No fue más que un espejismo, simplemente quería cambiar de abertura de ataque. Cogió la polla con su mano y se la sacó despacio y despacio la enfiló hacia la entrada de su ano. Lentamente se la fue introduciendo. Yo era un hombre objeto, no hacía nada, simplemente estaba ahí, con la polla como un bate de béisbol viendo como la cincuentona se iba ensartando mi polla por el culo. Echó la cabeza atrás y dejó salir un suspiro que provocó mis propios gemidos.

Lo que empezó despacio, al instante estaba nuevamente en veloz movimiento y la cabrona se lanzaba frenética a follarse el culo con mi polla. Se corrió entre grandes aspavientos  y gritos. Yo estaba a puntito de hacerlo pero, sin aviso, me sacó fuera y se dedicó a normalizar la respiración mirando con lascivia mi polla insatisfecha. 

— Date prisa, criatura, que están al llegar la niña y Emilita.

Al llegar, lo que estaba al llegar era mi propio río de leche... pero no podía, de excitado que estaba, no podía correrme. Y cuando sonó el timbre de la puerta tuve que desistir... había disfrutado como un enano pero no pude acabar y me quedé con la polla tan tiesa como al principio, pero Cándida no se compadeció de mí:

— Venga, vamos a la playa y luego arreglamos esto —y me dio un golpecito cariñoso en mi pobre cola insatisfecha.

 

Cabreado

Con un cabreo de mil pares de cojones, embarqué a todo el personal en mi flamante 806 descapotable. Delante, junto a mí, se sentó Candi, la niña como le llamaba su madre y detrás bien despatarradas y melena al viento doña Cándida y Emilia. Doña Cándida pasó su brazo por los hombros de la amiga y su mano caía desmadejada, como quien no quiere la cosa, encima de las enormes tetas de Emilita que protestar, no protestaba nada de nada.

Durante el trayecto yo las veía por el retrovisor como se cuchicheaban al oído entre grandes aspavientos y risas. La puta debía estar contándole el polvo que habíamos echado en el salón de casa y que me había dejado sin concluir. Pero no me preocupaba, tenía absoluta confianza en el poderío sexual del menda y estas tortilleras de mierda no iban a ser las que me achantaran... no había aún nacido tía capaz de hacerlo.

Apenas hablamos, disfrutamos del aire en nuestras mejillas, del sol calentándonos y de todo lo que se disfruta cuando se va en un día de puta madre en un coche de puta madre con unas tías de puta madre y una madre puta. Las picaronas de atrás se las veía cada vez más... compenetradas. Manipulé el retrovisor hasta que pude comprobar con gran riesgo para la conducción como la Cándida le metía mano por debajo de la camiseta a la Emilia y como le hacía un magreo de tetas que hacía que sus pezones destacaran desvergonzados sobre la fina camiseta de playa. Posicionando aún mejor el retrovisor, llegué a ver como Emilia se fue abriendo de piernas y su corta minifalda dejaba a la vista un coño afeitado por mano experta, porque desde luego, desde donde estaba, parecía la calva del Camilo José Cela después de una ducha. Cándida me tapó la visión cuando su mano tomó posesión de aquellos lares y sus dedos se dedicaron a abrir nuevas vías de placer a la mamona de Emilita. Esta se repantigó en el asiento y clavó su mirada en el retrovisor. Vi en la mirada que nos cruzamos como el orgasmo le iba llegando de lo más hondo de su ser (¡Joder!, me estaré volviendo poeta). Cuando la mano de Cándida me lo permitía, podía ver rojo, insultante, un enorme clítoris excitado sobresalir como una alarma en un atraco. 

No sé cómo cojones me las apañé, pero conseguí llevar el puto coche sin accidente hasta el cruce que nos llevaría a la jodida playa de Alquiles. Para cuando entramos en la carretera secundaria mi polla sobresalía por encima de nuestras cabezas, menos mal que no llevábamos capota. Hacía tiempo que me había abierto la cremallera de la bermuda y sacado la polla porque corría el riesgo de que se me quebrara allá dentro. Mi copilota, la cándida veinteañera, miraba divertida el tamaño magnífico que había tomado mi aparato y relamiéndose de gusto se lanzó bajo el volante a comérmela desde el prepucio hasta los huevos, desde los huevos hasta el prepucio. Me hizo una mamada digna de su madre. No se andaba con chiquitas y cuando mi polla no estaba hundida en su boca me masturbaba con su pequeña mano; desde luego no se parecía en nada a esa niña tímida que yo me había imaginado.

Debíamos ir a veinte kilómetros por hora, si no menos, y es que no me llegaba el pie al pedal, me estaba retorciendo de placer... y de dolor, porque la hija de puta, de vez en cuando, me lanzaba una dentellada que me hacía ver las estrellas.  Hubo un momento que no pude conducir más con riesgo de estamparnos contra la primera palmera. Así que, cómo pude, aparqué el descapotable en un lateral y me abrí de piernas cuan largo era para disfrutar del trabajo de fondos que me estaba haciendo la niña. Supongo que por ahí abajo apestaría a coño de mamá y empezaba a sospechar que aquellos olores no le serían extraños a la hija.

En la posición en que estaba me fui doblando hasta conseguir alcanzar con mi mano el trasero de la niña y parsimoniosamente le fui introduciendo un dedo en el prieto ojete. Cuando conquisté el terreno anal me dediqué, con otro dedo a llegar a terrenos más frontales y, pese a mi posición incómoda y forzada, la pude masturbar el clítoris mientras bañaba mi dedo en su mierda. De vez en cuando sacaba la mano de aquellos terrenos y me daba una panzada de olores a mierda y chumino que me estaban poniendo loco de gusto. Con la otra mano fui tanteando el asiento posterior y sin mucha dificultad comencé a acariciar muslos que no sabía de quién eran, ¡ni coño que me importaba! Sin moverme del sitio noté que el muslo se movía hasta que puso al alcance de mis dedos un chocho peludo y viscoso que yo ya bien conocía. El chocho aquél parecía tener vida propia y se comenzó a restregar contra mí como perro con pulgas. 

Debía ser un cuadro de lo más erótico. La niñita comiéndome la polla, yo dándole al dedo a la hija y la madre y ésta metiéndole el puño hasta el codo a la puta de la Emilita. 

No sé quién se corrió primero, pero yo lo hice como si fuera la primera vez en meses. La pobre niña recibió en la boca litros de esperma que, dada la pequeña cabida bucal de la hija puta y su poca capacidad de trague, cayó sobre la tapicería de mi maravilloso 806 descapotable. Pero ni me cagué en su puta madre, porque en ese momento estaba en el cielo. Y la jodida polla seguía, erre que erre, como un mástil. Hasta yo estaba asombrado. A mi mente vino la historia de un amigo que padeció priapismo durante una época y algo de eso debía estar yo padeciendo. Salté al asiento de atrás y busqué el culo de la Cándida. 

— Deja cabrona que te la meta por el culo, que si no a ésta hoy no la rendimos.

Y la cabrona no puso ningún reparo, es más, se puso a cuatro patas en el asiento y se amorró al pelado coño de su amiga al que dedicó lengüetazos que llegaban de la tapicería hasta el bajo de las tetas. Mientras, yo le entraba mi polla por el ano hasta que los huevos chocaban contra ella. Emilita trepó como pudo hasta comerme la boca. Me metía la lengua hasta las entrañas. Y Candi, desocupada, también se pasó al asiento trasero y se abrazaba a mi espalda. Uno de sus dedos juguetones buscó mi ano y me masturbó con delicadeza. Y me corrí, ¡Dios! que si me corrí, un auténtico manantial de leche anegó el culo de la Cándida y le desbordó espectacularmente, pero esta vez no llegó a manchar la tapicería porque su hija y su amiga lo limpiaron todo y lo dejaron como un primor. 

Mi polla, al fin, humilló su orgullosa cabeza.

Maravilloso polvo

"Joder, que polvo habíamos echado, la hostia, tú", pensaba yo derrengado sobre el asiento trasero de mi maravilloso descapotable. Cerré los ojos para disfrutar del cálido sol que nos calentaba a mí y a mi magnifica polla, que tan buen papel acababa de representar y que, por fin, había entrado en un estado de letargo de bien ganado reposo. Mi bienestar era total, había cumplido como un hombre con aquellas tres putas... aunque, bien pensado, solo me había follado a la Cándida porque a Candi y a Emilita apenas las había tocado. Me encontraba tan bien, tan satisfecho conmigo mismo, que ni eso me importaba. Era el macho dominante que protegía a sus hembras. Abrí los ojos, sonriente, pleno de satisfacción y vi como las tres putas seguían dale que te pego. No parecía que el macho dominante las hubiera satisfecho mucho. La sonrisa se me fue a tomar por culo.

— Pero, tías, ¿no tenéis bastante?

La Cándida sacó la cabeza de los bajos de su hija a la que estaba comiendo el coño con grandes lametazos.

— Cariño, bastante se tiene cuando se ha tenido bastante.

"Jodida filosofa de mierda", pensé.

— Bueno, ¿no queríais ir a la playa? — les dije cabreado y frustrado hasta la médula.

— Déjate de playas y llévanos a casa que es donde mejor se está —la voz cantante la llevaba, como siempre, doña Cándida, que seguía, erre que erre, en los bajos de la niña y es que su hija y Emilita no abrían la boca si no era para comerme el rabo o el conejo a las otras jodidas putas.

Con el bienestar a tomar por culo, solo me quedaba obedecer y, eso sí, primero me puse las bermudas que no era cosa de ir con la polla al aire por en medio de la ciudad. Me senté frente al volante y arranqué el motor de —no sé si ya lo he dicho— mi magnífico descapotable nuevo y me dirigí a la ciudad. Si la ida se me hizo corta la vuelta aún más. Por el retrovisor vi, en miniatura eso sí, una escena del porno californiano más puro. Aquellas tres putas no les preocupó lo más mínimo la media docena de accidentes que estuvieron a punto de provocar entre conductores atónitos por lo que veían.

En todo el viaje de regreso, no me hicieron ni puto caso y cuando llegamos a la puerta de su casa, casi las tengo que separar a hostias.

— ¡Tías!, que hemos llegado, ¡dejarlo ya!

Miraron a la fachada de su casa —nuestra casa— como si fuera la primera vez que la veían. Se miraron entre ellas divertidas y satisfechas. Doña Cándida me invitó amablemente:

 — Ven cariño, sube con nosotras y nos tomamos una copa los cuatro.

Yo no estaba para muchas copas pero las perspectivas hicieron que olvidara mi frustración y me apunté a la copa con la esperanza de beber otro tipo de esencias. Subimos tonteando, bien apretados con la excusa de la estrechez del ascensor. Doña Cándida nos introdujo a todos en su casa. Yo nunca antes había estado allí y miré todo con curiosidad. 

— Y su marido, doña Cándida, ¿no está en casa a estas horas? —pregunté por cortesía.

— Mi marido, cariño, a estas horas, y a cualquier otra, estará buscando una buena polla que llevarse a la boca.

Le miré sin demostrar asombro. Yo era un hombre de mundo, a mi esas cosas me dejan frío.

— ¡Ah!, no sabía que fuera gay.

— ¿Gay?, ¡que cojones va a ser gay!, es un maricón de mierda que me tiene a palo seco desde hace cinco años.

— ¡Cinco años! ¡Joder, muchos años!

— Y tú que lo digas, cariño, pero una tiene sus artimañas para dulcificar la pérdida.

Irónico miré a sus dos artimañas: su hija Candi y Emilita.

— Y tú, Emilita, ¿también tienes al marido en el olvido?

Emilia, para no perder la costumbre, no dijo nada, simplemente se encogió de hombros con una sonrisa. "¿Sería la tía gilipollas? o ¿es que se lo hacía? Yo también me encogí de hombros y me dejé caer en un sofá. 

— Bueno, ¿qué?, ¿y esa copa que prometió, doña Cándida?

¿Copa?, nos tomamos miles, yo desde luego a la quinta, perdí la cuenta. Nos reíamos a carcajadas por cualquier cosa y a cualquier cosa le sacábamos punta para reírnos a carcajadas. Candi se abrazaba a mí con cualquier excusa y Emilita no se despegaba de doña Cándida. Yo me dejaba hacer y ¡joder, si hacía! La hija puta de la niña era cada vez más descarada. Hablar, hablaba poco, pero sobar era como un pulpo. Unas veces tanteaba mi pecho, otras, la pernera de mi pantalón y muchas me hacía unos masajes con las uñas de sus dedos en la nuca que, poco a poco, me estaba poniendo en un estado de latente cachondez. La polla bajo la bermuda era cada vez más evidente y los toques a esa parte de mi cuerpo eran cada vez más frecuentes. Yo no me quedé manco, ¡pobre de mí! —como dirían en San Fermín—, yo le atrapaba una teta aquí, una teta allá, si se levantaba por lo que fuera, ya estaba mi mano pegada a su terso culo y ¿ella?: ella encantada, se dejaba meter mano como una posesa. Su postura en el sofá era cada vez más incomoda y no paró hasta que mi mano buscó el pliegue de su braga y se dedicó a acariciar su ya prominente clítoris. 

Dejó caer su cabeza en el hueco de mi hombro. De vez en cuando me lamía el cuello, la oreja y su interior. Yo no necesitaba aliciente ninguno pero es que además, en el sofá de enfrente, doña Cándida había echado mano del chocho de Emilita que, agradecida, le comía la boca con grandes sorbetones. Cuando no pude más, hice ponerse en pie a la niña y, como pude, le bajé la braga. No me quité la bermuda, solo abrí la bragueta para dejar salir a mi esplendorosa polla. No me dio tiempo ni a intentar controlar la situación, en cuanto Candi vio aquella maravilla de la naturaleza se sentó sobre ella ensartándose hasta que no quedó ni un trocito de mi polla fuera. Daba unos botes tan descontrolados que la polla muchas veces quedaba fuera de su apetitoso coño, entonces ella caía sobre mi duro aparato aplastándolo, doblándolo pese a su dureza y me hacía ver las estrellas. 

— ¡Candi, cabrona!, me estás jodiendo la polla —decía yo incongruentemente, que otra cosa iba a joder la pobre que no fuera mi polla.

Arto de sus agresiones a mi indefenso aparato, me decidí por tomar la iniciativa. La empujé lejos de mí y la hice caer en el sofá con el culo en pompa. Presuroso, antes de que pudiera reaccionar, me dirigí donde ella y le ensarté de un golpe la polla en su delicioso agujero. En esa posición podía ver como su ano se abría y cerraba tímidamente en cada embestida y, lubricando mi dedo gordo con mi propia saliva, se lo introduje salvajemente hasta donde mi posición me lo permitió. Ella dio un pequeño brinco intentando protegerse contra el ataque dedil pero en su postura le fue imposible y seguí follándola el ano con el dedo. Aquella intromisión cular hacía que la presión de su coño sobre mi pene fuera más prieto y yo creí morir... me iba a correr... pero no ahí, se la saqué presuroso y apunté con cuidado al ano. Sin prisas pero sin pausa se la fui metiendo hasta donde pude. La cabrona no dijo ni este ano es mío y en un par de arremetidas noté como vaciaba toda mi leche en sus entrañas calientes.

Dejé pasar unos segundos y luego saqué mi polla con cautela. La muy jodida me la dejó llena de leche y mierda.

— ¡Jodía niña!, ¿Has visto como me has puesto? —atrapándome la polla con mimo me acerqué donde su madre y la Emilia que seguían, erre que erre —que son muchas erres— comiéndose el conejo la una a la otra.

— Mire doña Cándida, mire como me ha dejado su hija el carajo.

Por unos momentos pensé que estaba hablando con dos estatuas, ni puto caso me hicieron. Luego doña Cándida se separó de su amiga y le dijo a ésta:

— Anda, Emilita, se buena y límpiale a Jacinto el rabo no sea que se le infecte.

Y la Emilia, obediente ella, se arrodilló frente a mí y metiéndose mi polla en la boca, se comió toda la mierda y la leche que encontró. Me la dejó limpia y rutilante... y nuevamente en posición de echar otro polvo. "Me cago en la mar —pensé asustado— esta puta polla, me va a matar". Yo no sabía lo que era pero debía tener un priapismo galopante, así que, puestas así la cosa, tuve que volver a encular, esta vez a Emilita, para poder alcanzar el reposo pollil, del que estaba tan necesitado. Yo sé que soy la hostia, pero jamás de los jamases, había echado tantos polvos seguidos y mi aparato empezaba a tener claros síntomas de irritación (no lo entiendan como cabreo, sino como irritación de la piel).

Y claro también esta vez salió del culo de Emilita con mierda y leche y nuevamente, tras ordenárselo así la diligente doña Cándida, Emilita volvió a comerse leche y mierda y, aunque esta vez fuera suya la mierda, no dejaba de ser un asco.

Al fin mi polla alcanzó la paz y con ello el reposo que tan merecido tenía.