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Dama - Acto I Escena III

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Aquella noche Raúl durmió satisfecho y poco antes de cerrar los ojos decidió que lo primero que haría por la mañana sería llamar a su novia para decirle que o se abría de patas de una puta vez o que lo suyo se había acabado porque él lo que necesitaba era una mujer como la del bar que había conocido y no una novia que lo único que le abría era la boca para darle sermones.

Los presidiarios por su parte volvieron a la pensión tan satisfechos en lo sexual que esa noche Manuel no necesitó hacerse una paja antes de dormir, ni Eladio tuvo que pasar por la habitación de la dueña de la pensión, una vieja de sesenta años, que a cambio de que la follara todas las noches, les hacía una rebaja en el precio de la habitación que ambos hombres compartían. Pero, lo que son las cosas, aunque él no necesitó desfogar sus calenturas en la vieja, la vieja si necesitaba que el presidiario apagara las suyas así que, ni corta ni perezosa, fue a buscarle a su alcoba. Quiso saber por qué esa noche no había pasado por su alcoba a pagar el alquiler y los dos hombres le miraron con cansancio. Para ella no había excusa y sí una necesidad imperiosa de que alguien le satisficiera así que sin importarle que estuviera el amigo delante, se arrodilló junto a la cama de Eladio y sin pudor alguno le buscó la polla y le empezó a masturbar. Manuel miraba cansado la escena pero poco a poco la excitación le fue ganando y aquella noche la buena señora recibió partida doble porque Manuel y Eladio terminaron emulando sus proezas con la dama sin cobrar un plus extra.

El camarero fue al único que la follada del bar le pareció poco. Cuando llegó a casa agarró a la parienta por el culo y se deshizo en besitos por el cuello. ‘¡Uy, uy!, pensó ella, este cabrón viene caliente’ pero no le hizo ascos a la oportunidad: jamás ella había puesto pegas a su Jacinto en cuanto este venía morcillón y les puedo asegurar que eran muchas las ocasiones en las que aparecía en tal estado. Por eso, allí mismo, en la cocina donde ella estaba preparando la sopa que se iban a cenar, dejó que su marido le subiera la falda, le bajara un poco las bragas y de un empellón le metiera la polla hasta la empuñadura. Su culo cincuentón vibraba a cada arremetida de él y ella misma forzaba la penetración saliendo a su encuentro. Como era lo habitual en estas ocasiones, cuando él sintió que la parienta estaba satisfecha, enfiló su grueso mandoble a la entrada de su ano y lentamente se lo fue introduciendo. La mujer sintió que la rompía porque nunca se había llegado a acostumbrar a la envergadura de su marido pero le gustaba que le forzara el culo.

Cuando acabaron, se tomaron la sopa en la propia cocina y juntitos y satisfechos se fueron a la cama.

Antes de llegar a la alcoba, Jacinto ya la había despelotado por completo y estaba de nuevo tanteando con sus dedos los agujeros de  la parienta. Antes de apagar la luz y cuando ya Jacinto se subía sobre la mujer dispuesto a follarla de nuevo, le dijo.

— Hoy he conocido a una dama.