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Dick Pickering - Mamá, ven en coche-cama

en Grandes Relatos

Mamá, ven en coche-cama

Aquella noche, la RENFE se convirtió en un sutil afrodisíaco

Obtenido de la revista Macho

María Domenech no tuvo más remedio que sonreírse un poquitín para sus adentros –lo cual era muy pecaminoso, dadas las circunstancias– cuando se sorprendió a sí misma pidiendo arroz negre para comer, tardíamente, en el Siete Puertas. ¡Hombre, era tomarse el luto demasiado a pecho! Claro que una no enviuda todos los días, pero llevar las cosas a este extremo... Al fin y al cabo, ya se había puesto el abrigo negro, la rebeca negra y aquella antigua y no menos negra falda amplia, de tablillas, que hace años no se endosaba. Al fin y al cabo, llevaba medias negras –cogidas toscamente a los muslos por las ligas antiguas y prietas, ya que se había roto su único liguero con las prisas–, braga y sujetador negros, y hasta se puso la anacrónica enagua del mismo color, cortita y con puntillas, que tanto le gustara al difunto en otros tiempos, tiempos de esplendor.

Y la verdad es que ella no era dada a los lutos, ¡qué va!, aunque no resultaba menos cierto el hecho de que había actuado condicionada de antemano por los inevitables comentarios que, en caso contrario, hubiera tenido indefectiblemente que escuchar de la fiera de su cuñada Herminia al llegar a París.

¡Con el daño que le había hecho aquella gente...! Primero le abandonó el ahora difunto esposo, iba para seis años, so pretexto de que tenía que buscar en la Ciudad Luz su inspiración pictórica, inexistente que ella supiera. Luego, el artista se dejó comer el seso por Herminia, obsesionada por su presunta sangre azul (y forrada desde luego de dinero, eso sí) y se fue a vivir con ella a la casona familiar, situada muy cerca de las orillas del Sena y no lejos de Nôtre-Dame, y por último le habían arrebatado al niño, lo que más quería, so pretexto de que ellos podrían darle una educación refinada y europea. Claro que pasaba las vacaciones con ella, y la adoraba, pero no era lo mismo, no.

Habían pasado los años y consolidado, a lo tonto, aquel absurdo statu quo. Aquí estaba ella, sola como una tonta, sin otro incentivo que las vacaciones del hijo, haciendo una vida rutinaria de funcionaria proba (ahora, trabajaba en la Generalitat) y guardando para el niño las cantidades que recibía de ellos puntualmente, eso sí, las cosas como son. Sola, sin apenas amistades, salvo sus solteronas compañeras de trabajo, y tan decente que no había conocido varón desde que se marchara el idiota de su marido, que en paz descanse. De pronto, la noticia: un infarto se lo llevó. Y ahora a velarle, igual que si fuera imbécil, encima, y a escuchar las groserías de su cuñada. Bueno, al fin y al cabo, estaba el hijo, y ése sí que justificaba el viaje. Tendría que consolarle, pobre niño, huérfano tan pequeño, darle todo el cariño y el confort que necesitaba, y no podía en modo alguno inhibirse y permitir que se lo arrebatara la pérfida Herminia.

Pero le daba rabia, ¡qué caramba!, que le tuviesen tan comido el coco como para haberse vestido de luto riguroso sin vacilar; como para obligarle a pedir instintivamente arros negre para no delinquir con el color de la comida. Al fin y al cabo, ellos eran los causantes de sus seis años de esterilidad y abandono, que vino así, por las buenas, pero resultaba injusto, indignante: sólo treinta y tres primaveras y era aún una hermosa mujer, con un cuerpo casi nuevo y muy femenino, un cuerpo que hubiera podido hacer feliz a cualquier hombre. Y pretendientes no le habían faltado, no, pero ella era tan tonta, y tan decente...

Viajaba en primera, y era el suyo un antiguo y más bien rococó vagón, no sin reminiscencias de la Belle Epoque. La contrarió que solo fueran hombres en el compartimento y estuvo a punto de cambiarse al contiguo, donde al parecer viajaba únicamente una señora, pero se había vuelto tan tímida durante los años pasados de viudedad, aunque sólo ahora se muriese del todo su marido... Temía que pensaran que era un gesto de rechazo, porque al fin y al cabo no le habían hecho nada, y también que llegase el legítimo ocupante del asiento que vislumbró y tuviera que volver aquí con las orejas gachas... Bueno, esas cosas que tienen los tímidos.

Además, parecían unos señores muy correctos, y tampoco podía quejarse de incomodidad, porque los dos asientos centrales iban vacíos. Ella ocupaba una ventanilla, de cara a la locomotora, y el caballero de enfrente era apuesto, que se decía antiguamente, y parecía inmerso en la lectura del Noticiero. En el asiento del otro lado contiguo al pasillo, iba un señor entrado en años, gordezuelo y calvo, tipo Mr. Pickwick, que no debía estar para muchos trotes y, opuesto a él -o sea, en su lado, pero con la separación de un asiento vacío- un moro con su chilaba. Si hubieran estado solos, la habría preocupado, pero como la protegían otros caballeros cristianos...

Cuando sonó el pito, bufó la locomotora, zarpó el tren, María Domenech se sentía casi feliz. Al fin y a la postre, la muerte del marido quebraba su rutina existencial y en ese sentido era, casi, casi, una aventura. Por si fuera poco, sentía el confort físico del arroz y la media botella de vino con que lo había trasegado.

– ¿Le molesta que fume, señora?

Eran muy educados y circunspectos, ya lo decía ella, ¡menudo ojo!, y concedió graciosamente el favor solicitado. Luego la pidieron permiso para abrir la ventanilla y también lo otorgó: había un exceso de calefacción y, aunque finalizaba febrero, venían ya esos días cálidos. Bien, esto iba a ser Versalles.

Pensando sobre todo en distraerse, pues no tenía demasiada gana, se apuntó al primer turno de cenas, y su compañero de enfrente también. Los otros dos lo hicieron para el segundo.

Al cabo de un rato estaba sentada en el coche-restaurante con ‘el apuesto’. No fueron juntos, pero él apareció casi inmediatamente, pidiéndole permiso para compartir su mesa. Era tan fino.... Pidió una botella de vino caro, con mucha seguridad, ofreciéndola. Ella, con el calor, tenía sed. A los camareros se les había olvidado el agua, y, dada su cortedad, no se atrevió a insistirles. El hombre le escanciaba sin cesar. Quizá de ahí derivó todo lo demás.

Empezaron conversando de temas banales, el tiempo y tal, pero no mucho después María se sorprendió a sí misma contándole su caso. ‘El apuesto’, que nunca llegaría a darle su nombre, puso una expresión muy compungida y se deshizo en pésames...

– No, si en realidad hace seis años que no vivíamos como marido y mujer.

– Mucho tiempo de vivir sola para mujer tan joven y preciosa como usted...

Ignoró el cumplido, pero pensando para sus adentros que seguramente estaba justificado. No en vano se había lavado su cabellera negra, larga y abundosa. Además, la temperatura ambiente debía haberle puesto aquellas habituales rosetas en los carrillos, confiriéndole un aspecto más juvenil. Y... bueno, ella estaba bien. Hubiera deseado quitarse la rebeca, pera la blusa era de manga corta, y muy ceñida, y con aquellos pechos que Dios le había dado... ¿Qué decía ahora ‘el apuesto’?

– ¿Y se ha puesto usted de luto riguroso a pesar de todo?

– Sí.

– ¡Qué buena es usted!

– Puede.

De pronto se le iluminó a él el rostro -y le notó mucho más apuesto aún- en una sonrisa pícara:

– Pero... ¿riguroso, riguroso?

– Sí, sí.

– ¿Hasta la última prenda?

– Sí.

– No puedo creerlo...

– Hombre...

– ¿Qué?

– No, nada, nada.

Y ahora le vino a María un calor que no tenía nada que ver con la calefacción: brotaba indiscutiblemente entre sus piernas, y con una fuerza... Hacía mucho tiempo que no le pasaba una cosa así. El 'apuesto' volvió a llenar su vaso, y era ya la segunda botella. Luego, tras los postres, se empeñó en invitarla a Cointreau con hielo, y eventualmente en pagar la cena. María estaba un poco piripi -como decían sus compañeras funcionarias- y momentos después, tras haberle dicho él que sabía leer la mano, se encontró con la suya cogida entre las de él, y le aumentó el calor.

– Veo un apartamento de tren, una ropa interior negra, una noche de amor y de locura... –declamaba él.

Volvieron hacia su vagón, y cuando pasaban por una de las pasarelas intermedias el tren dio un brinco y María sintió la mano del 'apuesto' en su culo. Él se disculpó, risueño, pero... ¿habría sido sin querer? Una cosa estaba clara: a su entrepierna no le había molestado nada el roce.

Los otros dos habían cerrado la ventana y, preparándose para dormir, bajado también todas las cortinillas. Las luces, sin embargo, seguían encendidas. Se levantaron, apenas los vieron regresar, para acudir a su turno de cena correspondiente. Cerraron la puerta tras de sí.

– ¡Qué calor! –dijo ahora ‘el apuesto’–. ¿Le importa que me quite la chaqueta y la corbata?

Y ella, claro, respondió que no. Le notó un bulto en el pantalón, apenas se hubo despojado de la americana, y supo que aquello era, era... Se estremeció.

– ¿No se quita usted nada? Porque no hay quien aguante este calor.

(Pero no dijo nada de abrir la ventanilla.)

María empezó a despojarse de la rebeca, sin comentarios, y él la contemplaba con interés. Aparecieron los brazos desnudos, tan bien torneados y blanquitos, y también, bajo la blusa, los rotundos pechos. Al aire, el escote refulgente.

– ¿Por qué será que lo negro hace tan sexy sobre la carne femenina? –preguntó ahora ‘el apuesto’, como si hablara consigo mismo–, yo creo que es porque resalta la blancura... o porque recuerda que el objetivo final es también negro...

Y en seguida, como si estuviera diciendo la cosa más banal del mundo:

– Vamos, usted lo tendrá bien negro, como es tan morena.... Y esa combinación de blancos y negros nos vuelve locos a los hombres. Por eso no se resiste a una mujer morena, en cueros y con medias negras, ¡madre mía!

El monólogo estaba sacando de quicio a María, pero no de quicio de indignación, sino de gusto. ¿Qué le estaba pasando hoy, Dios mío? En vez de estar acongojada por su viudedad... Sentía un enorme calor en las mejillas... y entre las piernas.

– ¿Se encuentra usted bien? –proseguía el soliloquio–, porque habrá que ponerse cómodo para pasar la noche. ¿Sabe usted que estos asientos se sacan hacia delante...?

(Se puso en pie y sacó el suyo.)

La agarró del brazo para ayudarla a levantarse, solícito, y ya no lo quitó de allí. Tiró del asiento con la otra mano y... quedaban juntos los dos bordes, sin solución de continuidad. A ella, sin poderlo evitar, se le llenó la mente de imágenes eróticas.

Decía él:

– Fíjese, si quisiéramos, podríamos hacer el amor aquí mismo sin que se enteraran nuestros compañeros de viaje, ¡hay que ver cómo está de libertina la RENFE! Bastaría con que dejásemos los asientos así y con que usted levantara las piernas, las abriese y pusiera un pie a cada lado mío. Y, entonces, ya estaba. Claro, que si a usted no le importara que se enterasen no haría falta, que también ellos pueden disfrutar después. Yo no soy celoso...

Seguía sin soltarla, de pie como estaban, y ella no había recuperado aún el uso de la voz. Mandaba lo de abajo. La agarró ahora del otro brazo, volviéndola hacia él, y la apretó contra sí sin que ella protestara. Había sentido aquello, después de tanto tiempo, y se derretía...

Notó que la mano derecha del 'apuesto' comenzaba a masajearle obscenamente el chocho, por encima de la falda, y no se resistió. ¡Ahora le estaba levantando las faldas, y se las subió, con la enagua, hasta la cintura! Aparecieron las medias negras, las ligas, las hermosas columnas de carne blanquísima y suave llamadas muslos, y allá arriba el hermoso coño, entrevisto por la braga trasparente, como un muerto solemne -pero en este caso vivísimo- en su urna de cristal, así como los exteriores pelos desparramándose por las ingles. Le echó mano nuevamente al chocho, e iba a empezar a quitarle las bragas cuando ella reaccionó al fin, gritando:

– ¡Nooooo!

Él se quedó parado, perplejo, sorprendido.

– ¿Por qué?

– Me da vergüenza quitármelas aquí.

Era un hombre de mundo, comprensivo y se tranquilizó en el acto. Si era solo eso... Dijo, condescendiente:

– Pues vete al retrete, quítatelas, y vuelves. De paso, puedes quitarte también la combinación, si nos va a molestar...

Ella le estaba contestando, automáticamente:

– No creo, es muy ancha...

O sea, que estaba aceptando sus proposiciones deshonestas en forma tácita.

Necesitaba pensar un poco, reponerse un poco. Se llevó su necessaire, para pintarse y esas cosas, pero estaba demasiado temblorosa para ello y, una vez allí, renunció. No sabía muy bien lo que hacía. Se sentó sobre la tabla para hacer pís y cuando terminó, sin secarse la gota ni nada, púsose en pie, con la falda y la enagua remangadas, y se estuvo contemplando en el espejo el vientre suave, el chocho bronco y poderoso y las bragas arriadas por medio muslo, justo en el límite septentrional de las medias. Sí, éste debía ser un espectáculo muy agradable para los guarros de los hombres. Lentamente, se quitó las bragas del todo, guardándolas en el necessaire. La suerte estaba echada. Volvió rauda al compartimento.

Todo en la cara del 'apuesto' denotaba una interrogante expectación:

– ¿Te las has quitado?

No contestó, y él se acercó a María, remangándole otra vez todo hasta la cintura. Le oyó exclamar, encantado, no sé qué palabras de placer cuando comprobó que venía con el chocho al aire. ¡Cómo se lo miraba! Y en seguida empezó a mesárselo con una mano. Luego la hizo girar sobre sí, y contemplaba el gordo y blanco culo como sin dar crédito a sus ojos. Le metió el brazo por entre las piernas -que ella entreabría sin poderse contener- desde detrás, y volvió a aferrárselo, apoderándose de toda la pelambrera anterior. Al mismo tiempo María notaba el antebrazo desnudo, pues él se había remangado, oprimiéndole a lo largo de la mojada raja.

El ruido del picaporte, al ser hurgado desde fuera, les hizo separarse violentamente. Volvieron las faldas a su sitio, y aparentemente todo quedó en orden. Eran los otros dos. Les miraron con extrañeza, viéndoles de pie, sobresaltados, y allá al final los dos asientos vacíos y juntos, pero no dijeron nada. Estaban llegando a Port Bou y ‘el apuesto’ colocó bien su asiento, imitándole María. Todos pusieron mucha cara de buenos para la inspección de pasaporte y aduanera, y la aprobaron con nota. Cuando el tren ya marchaba por la presuntamente dulce Francia, el viejo pidiópermiso para apagar, diciendo:

– En las próximas seis horas, no nos molestará nadie.

Extinguió la luz y echó el pestillo.

No se había apagado el fuego entre las piernas de María, cuya oquedad precisaba devorar algo rápidamente. Notó que ‘el apuesto’ sacaba su asiento y que las piernas quedaban incrustadas entre las suyas. Luego, empezó a empujarla hacia los lados con sus rodillas, haciéndole abrir los muslos. Los otros parecían dormidos. Le oyó cuchichearla:

– Remángate la falda y la combinación y siéntate con el culo encima del asiento.

Y al cabo de un rato:

– ¿Ya?

– Sí

Le había obedecido, y su culo, o culos, reposaban, desnudos y entreabiertos, sobre el asiento. Por encima, sin embargo, la falda cómplice lo cubría todo, llegándole hasta las rodillas en una apariencia de irreprochable castidad.

– Sube un pie a cada lado de mi culo.

Lo hizo, y la raja le quedó, bien abierta, en el borde mismo de su butaca, dispuesta a todo, ansiosa. Él se había puesto la chaqueta sobre el regazo, y parecía estar sacándosela. Luego, sacó el asiento de ella de un tirón. Los otros no rechistaban. O se habían dormido o se lo hacían. Era igual. Ahora fue él quien metió los pies por debajo de sus muslos. La chaqueta cubría el borde de la falda, y todo era muy decente por encima.

– Saca más el culo y ponlo encima de mis muslos.

De esta guisa, quedaba perniabierta sobre el regazo de él, y pronto notó sus manos hurgándole en la raja, abriéndosela, y a poco un duro cilindro de carne golpeándole en el orificio, como un superdedo. Empezó a gemir bajito, sin poderse contener, y a maniobrar en el asiento para hacerle más asequible la penetración, hasta que quedó casi tumbada del todo, con el abierto chocho encima de la bragueta. La tenía tan tiesa ‘el apuesto’ que no conseguía doblársela hacia abajo para metérsela de esta extraña guisa, pero poco a poco fue consiguiéndolo con la ayuda de las manos y de los movimientos de la propia María, hasta que ésta la notó toda -o un cacho sustancial- dentro. En seguida empezó él a moverse. "Bueno, a joderme" –según se rectificó ella, enardecida. ¡Y era la primera vez en seis años! Qué gozo, y cómo se lo llenaba en tan forzadísima posición. Empezaron a jadear los dos... y al cabo de un momento comprobó que el viejo se instalaba en el asiento vacío contiguo al suyo, uniéndose a la fiesta. Le estaba metiendo la mano por el escote, sin pedirle permiso, el guarro de él, y en cuanto comprobó que allí nadie protestaba, se fue en busca de partes más jugosas, desbaratándoles la coartada. Sí, porque cogió el viso de la falda, subió ésta, y ahora ya estaba sobre la media, y ahora ascendía sobre el muslo desnudo y un momento después ponía al descubierto, en penumbras, todo el desafuero de allá abajo. Le empezó a explorar el chocho y tenía que estar tocando también el miembro que salía y entraba, salía y entraba, pero no parecía darle asco ninguno. Debía ir a pelo y pluma. Cuchicheó:

– ¡Estáis muy incómodos! ¿Por qué no lo hacéis de otra manera?

Oyó María cuchichear al 'apuesto':

– ¿Y el moro?

– Bah, está dormido como un ceporro. Además, a los moros les gustan mucho estas cosas. No pasa nada.

Y, en seguida:

– Además, vamos a desnudarla, ¡qué caray!, que también hay que alegrar los ojillos.

Empezó a desabrocharle la blusa, mientras ellos seguían jodiendo, por si acaso, y en seguida le bajó las hombreras de la dichosa enagua, dejándola solo con el sujetador. Se notaba bien, en la penumbra, el contraste de las prendas negras y las carnes blancas. Luego se puso a forcejear sin éxito con la cremallera y los corchetes de la falda, y ante lo infructuoso de la tentativa exclamó a poco, algo cabreado:

– Deja de follar un momento y ponte de pie en el asiento, chica.

Ella lo hizo, sacándose el ariete momentáneamente, y ahora sí la despojó el viejo, en un momento, de la falda. Quedaba la enagua, y ambos hombres -con los ojos acostumbrados a las penumbras- la contemplaron un momento de esta guisa. Les gustaba, sí, pero había guisas mejores. El viejo le sacó la enagua por la cabeza, y ahora ya estaba María en una guisa mejor. Sin encomendarse a Dios ni al diablo, el buen señor levantó la cortina de la ventana exterior. Llegaban en aquel momento a una estación desierta y bien iluminada, y ambos hombres pudieron ver a sus anchas a la mujer. Las medias negras y toda la blancura de su cuerpo -hasta el nítido azabache del sujetador- con la excepción del coño, otra mancha de negrura. María echó cuerpo a tierra, practicamente ante el temor de ser vista desde la estación, y se quedó sentada sobre el regazo del 'apuesto', a quien la rápida acción del viejo había dejado inmóvil durante aquel tiempo. Es decir, que aún tenía las piernas estiradas sobre el asiento de María... y la polla enhiesta. Sobre ella aterrizó la mujer, y notó cómo le entraba, con mayor facilidad ahora y rellenándola hasta el techo. Empezó a saltar sobre él, y a gemir 'el apuesto'. Tampoco estaban cómodos del todo, así que se la extrajo y la hizo ponerse a cuatro patas ante él, sobre los asientos unidos, situándose de rodillas a su retaguardia. María bajó la cabeza sobre el asiento de su ex butaca, para colocar chocho y culo a su disposición y terminar de una vez aquello, y se encontró con el miembro viril del viejo, que, sentado en su asiento, éste acababa de extraer de la pretina. Era pequeño pero duro, y empezó a chupárselo, agradecida hacia él por haberla librado de su ropa. Sintió a la vez cómo la penetraba el otro miembro por su sitio, ya sin problemas, y se dejó ir en el delirio de un polvo fastuoso. ¡Qué barbaridad, qué gritos dio al correrse junto con 'el apuesto'! Como que empezaron a llamar a la puerta, desmintiendo la tregua de seis horas que había garantizado el viejo.

Los dos hombres se guardaron sus respectivos pitos, como pudieron, poniéndola a ella, sobre su desnudez, la gabardina del viejo. Era el sistema más rápido. María y 'el apuesto' ocuparon los asientos vacíos, y el maniobrero Mr. Pickwick abrió la puerta. Era el revisor, que dio todas las luces.

– ¿Qué pasa aquí?

No habían disimulado muy bien, la verdad. Sobre el asiento de la mujer estaban su falda y su enagua... y un chorreón de semen reciente.

– ¡Caramba, qué olor a coño tan delicioso! –comentó el interventor.

No había podido ella abrocharse la gabardina. Avanzó el interventor con paso ominoso hacia ella, y se la abrió de par en par. Le vio en seguida el hermoso y peludo coño, y lo demás:

– ¡Jajá, jajáaa! ¿Saben lo que les digo? Que... "parte quiero o si no, me chivo", como decíamos en estos casos en el colegio.

Cerró el pestillo y quitó a María la gabardina, sin apagar las luces, dejándola expuesta a la mirada de todos, en pie, en el centro mismo del compartimento. Empezó a manosearla, y gradualmente, su tono de autoridad fue cediendo el paso a otro más cariñoso.

– Vamos, vamos, pequeña, ¿te están jodiendo bien estos señores?

Le estaba tocando ya el chocho.

– ¡Huy!, ¡qué pringosita está la nena, buen palo te han echado!

La giraba para mirarle el culo y sus manos se engolfaban en él. Todos disfrutaban por igual del espectáculo, menos el moro, que parecía aún dormido en medio de esta fiesta.

– ¿Y las tetitas, es que no les gustan las tetitas a los señores? Vamos a ver lo que tienes ahí...

Le quitó el sujetador, y aparecieron los hermosos pechos.

– No están mal, ¿eh?

Le sopesaba una teta, y el viejo, sumándose al juego, le tomó la otra. Las manos de los dos revoloteaban por entre sus piernas, se la metían por la viscosa raja, abríanse paso por entre la maleza...

Se quitó la chaqueta, se desabrochó el cinturón y los pantalones cayeron al suelo. No llevaba calzoncillos, se ve que era un hombre preparado para la vida moderna. Una enhiesta picha con un inflamado capullo apareció a la vista del respetable.

– ¡Ven, nena...!

La hizo tumbarse en el suelo, boca arriba, con la cabeza bajo la marquesina que formaban los asientos juntos, los del extremo, y las abiertas piernas reposando arriba sobre los mullidos asientos, una a cada lado. Todos vieron su abierta raja anhelante y cómo se la metía el empleado, y con qué eficacia se la follaba. Esta vez, no protestó ante los gritos proferidos por María en su segunda corrida... con él. Como todo quedaba en casa...

Y cuando acabó de joderla, hizo un saludo casi militar dirigido a la comunidad -tras subirse los pantalones y guardarse el pringoso nabo, claro-, y abandonó el escenario de su hazaña con paso marcial, dejándoles con la luz encendida y a María, refollada y expuesta otra vez a las miradas de todos. Había perdido una media y una liga en esta refriega, e iba a levantarse trabajosamente, porque estaba ya algo grogy, cuando notó que el moro comenzaba a acariciarle, el desnudo pie que reposaba junto a él. Al mismo tiempo, Mr. Pickwick parecía empujarla para que no se incorporase. Le hizo modificar su postura, o mejor dicho la postura de sus piernas, obligándola a doblar más las rodillas.

– ¡Más, más!

Al 'apuesto' pareció gustarle este juego y le ayudó a plegarle las piernas hasta que quedó con ambas corvas a los lados de la cara y el abierto coño hacia arriba, paralelo con el techo. De esta guisa, María notaba incluso cómo se le abría el ojete, apuntando hacia la puerta, y pensó: "¡Pero qué cochina soy, cómo me lo tienen que estar viendo ahora!" Sin embargo, le daba más gusto pensar estas cosas.

El viejo se puso de rodillas, se sacó otra vez la polla, apuntando a su culo... y empezó a metérsela por el ojete, en esta postura. 'El apuesto', aún divertido al parecer con el invento, le sujetaba las corvas dobladas, y ahora le metió un dedo por la abierta vagina y empezó a masturbarla.

– ¡Ay, ay, ayyyy!

La hizo polvo el maldito viejo al metérsela en el culo hasta la empuñadura, y le estaba dando por él cuando María vio una sombra que tapaba la luz y abrió los entrecerrados ojos para averiguar de qué se trataba. ¡Era el moro en acción! Se había alzado la chilaba hasta la altura del pubis, y no necesitaba sujetarla con las manos porque el miembro, inmenso, ya la mantenía levantada. María nunca había visto una cosa así, ni unos huevos como los que contemplaba ahora desde el suelo. Y... ¡como la miraba! Se distrajo y alarmó tanto que cuando Mr. Pickwick empezó a dar grititos y extraños saltos, no le acompañó en su orgasmo, y eso, aunque 'el apuesto' la masturbaba frenéticamente al mismo tiempo. Pero estaba en los dinteles, en los dinteles...

Ya calmado, el viejo descubrió la verga del moro, y la miraba con admiración e indudables buenos ojos. Todos parecían de todos modos un poco asustados por aquello, pero María aparte, estaba deseando que se la metiera, y los otros aparentemente también, quizá para comprobar si le cabía o no. Unieron todos los asientos para la impresionante apoteosis y la tumbaron sobre ellos. El viejo le mantenía una pierna abierta y levantada sobre uno de los respaldos, y 'el apuesto', sobre otro. El moro se quitó la chilaba del todo, poniéndose de hinojos entre sus abiertos muslos, y María se acordó de lo del camello y el ojo de la aguja, porque esto venía siendo lo mismo. De todos modos, antes de morir merecía la pena ser penetrada por una cosa así. Se puso el moro sus corvas sobre los hombros, como un chal, y con eso a los otros les quedaron las manos libres. ¿Qué crees que hizo el viejo? Separarle los labios de abajo y ayudar a introducirle todo aquello, como un mamporrero. Bueno, todo... Penetró el capullo y algo así como la mitad, y ya la notaba golpeándole en el techo rompiéndola, desgarrándola...

– ¡Esperad! –dijo el viejo–; y agarró la empuñadura del instrumento con ambas manos, fabricando así un eficaz tope para que no la degollara.

De esta forma, comenzó a desarrollarse el impresionante coito, que llegó incluso a su culminación. Fue terrible: como las cataratas del Niágara desplomándose dentro de ella. Y su orgasmo, que lo tuvo, como un pozo sin fondo. Cuando el moro acabó con ella, estaba extenuada. 'El apuesto' se había puesto otra vez a cien con el espectáculo, y quiso metérsela, pero no le cabía ni a la de tres. Era como si se lo hubiese cauterizado. Tuvo que obsequiarle con una mamada extra.

Cuando estuvieron más tranquilos, sus compañeros de viaje, nunca mejor dicho, comenzaron a repartirse como trofeos su ropa interior: el viejo se quedó con las enaguas y una media; el moro, con las dos ligas, otra media y el sujetador; 'el apuesto', con las bragas. Tenía el coño destrozadito, y el viejo estuvo dándole cremitas en todas las rajas, hecho un padre. Les dio su teléfono en París, por si querían verla aquella noche, y todos dijeron que sí y que , además, iban a llevar cada uno unos cuantos amiguitos, para que disfrutaran con ella.

Llegó a París desnuda bajo sus haldas(1) de viuda, dolorida y medio coja, triunfante, pringosísima. Herminia la esperaba en la estación. Cayó en sus brazos y, con el encontronazo, notó que le salía un chorreón de lefa de la raja y como bajaba, poderoso, por sus muslos. Le dio pena de su cuñada. ¡Nunca se había comido una rosca en su vida! Sintió cómo el semen, ya helado, llegaba hasta su pie y le hacía un charquito dentro del zapato.

(1) Así escrito en el texto original. Significa en lenguaje corriente: falda.

FIN