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Dick Pickering - Muchachita para todo

en Hetero: Infidelidad

 

Transcripción exacta de un relato obtenido de viejos recortes de la revista Macho encontrados en el fondo de un armario.

Al salir de Filipinas, su mamá le había dicho: «Sé sumisa con tus patronos», y ella se limitó a obedecer. Era inevitable que se la tirase toda la familia. Bueno, la verdad es que a ella no le disgustó.

Poseía un bello y musical nombre filipino que significaba «Flor del Árbol de Frangipani[1]», y que no le había confesado a nadie en España, y otro nombre de faena, cristiano y español: Carmen. Tenía también 17 años y era una chica decente, con un solo desliz: la víspera de su venida para España se había dejado desvirgar por su novio, un chaval de la isla de Negros[2], único horizonte hasta el momento de su niñez y adolescencia. Y eso que durante los tres años anteriores de noviazgo observaron una difícil e impecable castidad, a pesar de sus sangres jóvenes y ardientes; del trópico, tan afrodisíaco; de aquellos grandes bosques que proporcionaban seguro cobijo a su pasión. Había que ofrecer el tesoro de la pureza, intacto, a la Virgen; conservarse inmaculada, como ella, hasta que el cura les diera las bendiciones en fecha ya próxima. Luego se precipitaron los acontecimientos: murió su padre de pronto y sin avisar, se arruinaron y tuvo que marcharse a la tierra que aún llamaban en casa «Madre Patria» para trabajar como «tata». Desesperados, ella y su novio consumaron «el pecado», una sola vez, antes de emigrar. Quiso él adelantarse, por si Europa se la devolvía desvirgada. Quiso ella darle una muestra definitiva de amor, inmolando su virginidad.

Su madre no lo sabía, claro. Dejó ir a aquella hija preciosa y para ella virgen con un cierto hieratismo oriental, diciéndole solo dos cosas: «Conserva tu pureza y sé sumisa y resignada con tus patronos.» Luego, cuando ya iba hacia la escalerilla del avión, añadió: «¡Cuidado con los hombres!»

Desde el principio comprobó Carmen que era difícil compaginar aquellos consejos maternos. La habían colocado en casa de unos señores que andaban cerca de la cincuentena, don Mariano y doña Arantxa. Se casaron «mayorcitos», que se dice, y tenían solo un fruto, Iñaki, un muchachito muy precoz para su edad. Resulta que don Mariano hacía una de cosas raras... Por ejemplo, mirarla furtivamente a los ojos, con cara de carnero degollado, mientras servía la comida. Pero eso era lo de menos, porque en seguida comenzó a mirarla furtivamente otras partes de su cuerpo. Todos los uniformes y batas que le dieron eran muy cortitos y le llegaban por arriba de la rodilla. Bueno, pues cada vez que fregaba, de hinojos –porque allí no había «fregonas», ni cosas de esas, que no en vano alardeaba doña Arantxa de estar chapada a la antigua y de hecho lo estaba... para ciertas cosas– la bata se le subía hasta las bragas al estirar el cuerpo hacia adelante para meter la bayeta bajo los muebles y don Mariano aparecía indefectiblemente a retaguardia de sus de sus muslos bien torneados, suavitos y lampiños y se los miraba como si quisiera meterle... otra cosa. Un día la llamó al despacho, con el pretexto del lumbago que le aquejaba de vez en cuando, y la hizo subirse hasta el final de la escalerilla para buscarle no sé qué libro. Se puso al pie de la escalera, y la miraba de un modo... Pronto las manos siguieron a la mirada y empezó a acariciarle las pantorrillas. Luego, escaló un par de peldaños, tras ella, y las manos se encaramaban por sus piernas, al mismo tiempo, hasta que llegaron a acariciar la braga. La niña no se había movido, que no en vano le dijo su madre que fuera sumisa con sus patronos (y, además, porque experimentaba un dulce chisporroteo de gusto en la entrepierna, las cosas como son), pero en última instancia se acordó de que también le había prevenido contra los hombres, así que se escapó, descendiendo por el otro lado de la escalera y dejándole con un cuarto de narices. Claro, que el sinvergüenza de él se vengó durante la cena: la miraba sin que se dieran cuenta ni su mujer ni su hijo, y se olía la mano con que la tocó, muy sonriente, como diciendo: «No disimules, que esta manita que se ha de comer la tierra ha llegado hasta tu braga y te ha gustado; un día de éstos llegará más hondo...»

Los sábados por la mañana, la señorita se iba de compras. El papá y el niño se quedaban en casa, sin oficina ni colegio, respectivamente. El niño se aburría, y ella, inocente, le sugirió que jugasen a la «gallina ciega», entretenimiento muy socorrido en la casta y nada susana[3] isla de Negros, donde se conservaban fielmente los decimonónicos entretenimientos de la «Madre Patria». El chaval aceptó encantado, y el padre, al que nadie había dado vela en aquel entierro, también. Dijo que le devolvía a la niñez... pero no era la suya una niñez blanca e impúber, pues, en cuanto le tocó quedarse, se las apañó con mucha habilidad para buscar a «la tata», y sus manos, descaradas, le proporcionaron un buen manoseo antes de decir, como está prescrito: «¡Eres Carmen!» Y, las veces siguientes, las manos se le fueron directas al chocho, y se lo sobó todo lo que quiso por encima del uniforme. Claro, es que rebuscándole bien ahí no quedaba duda de que era ella, que tenía coño (muy rico y peludito, si quieren ustedes saberlo), no como el bobo de Iñaki, que era niño y con pilila. Así podía estar bien seguro de no perder juego cuando proclamaba (con la voz cada vez más ronca): «¡Eres Carmen!» Cuando pusieron fin a la diversión y el niño se fue a su cuarto, el señorito, con la voz más ronca que nunca, dijo: «¡Un día de éstos tenemos que jugar tú y yo solos a la gallina ciega!» Y como ella no contestara, insistió: «¿No te gustaría?» A Carmen ya le estaba gustando (de «gusto», que lo sentía y bueno allá abajo) y además le había dicho su madre que fuera sumisa, así que respondió con un soplo de voz: «Síii...»

Los domingos, el papá se iba de caza, llevándose al niño, por lo que ambas mujeres quedaban solas todo el día.

A eso de las doce, la señorita ordenó a Carmen que le abriera los grifos del baño, y que la avisase por favor, cuando estuviera a rebosar y con el agua muy caliente. Por cierto, que se trataba de una bañera enorme, antigua, en la que la señorita solía quedarse sumergida siempre sus buenas dos horitas, pues afirmaba que le «descansaba el cuerpo».

Entró doña Arantxa en el cuarto de baño, y al cabo oyó Carmen que la llamaba y fue. «¡Pasa, hija, pasa, que no tengo echado el pestillo!» Entró, sigilosa, cerrando la puerta tras de sí. Vio a la señora completamente desnuda y sintió «una cosa rara». En su casa eran muy púdicos, y nunca había contemplado a una mujer púber en cueros. Estaba la señora vuelta de espaldas a la puerta, y la muchacha miró, un poco azorada, su carnoso culo. Aunque un poco desmoronado por la edad y la buena vida, doña Arantxa conservaba un cuerpo vistoso, y seguían marcándosele unas profundas y bien torneadas caderas...

«Dígame, señora» –musitó la muchacha–. «Mira, Carmen, dime que tengo ahí». «¿Donde, señora?» «Ahí... ¡pero acércate, mujer. Ahí, ¡ahí!» La tomó de la mano, llevándosela hacia el hermoso culo. Luego seleccionó el índice, transportándolo hacia un punto cercano al ojete. Lo oprimió contra su carne desnuda: «Ahí, es que me pica muchísimo y no sé qué tengo.» «No veo nada, señora.» «Pero agáchate, mujer.» «Se puso de rodillas –para algo le habían dicho que fuera sumisa– y miró de cerca.» «No veo nada.» «¡Sepárame un poco la carne!» Obediente, separó las nalgas y vio cómo, a escasos centímetros de sus narices, se abría el ojete. Se acentuó muchísimo la «cosa rara» sentida al entrar y ver a la señora en pelotas. Ella no sabía que con las mujeres podían experimentarse cosas así, y dijo, con la voz también rara: «No veo nada, señora.» Esta respondió: «¿Seguro?» Y al mismo tiempo se volvió. Su pubis gordete estaba algo pelado por los años y la vida, de modo que la raja quedaba perfectamente visible. Seguía arrodillada la niña, y empezó a temblar. «Bueno –dijo la señora–, pues mírame la ingle a ver si me notas algo, que también me pica...» Y en seguida: «Espera, que así no puedes vérmela bien.» Aproximó la silla, puso la parte delantera del asiento ante las mismas narices de la niña, se sentó, abrió las piernas, situando el pie derecho sobre el borde de la bañera y el izquierdo sobre el bidet, e insistió: «¡Mírame ahora!» Vio la niña la raja abierta, abierta hasta el colorado forro del útero, y sintió al mismo tiempo las manos de doña Arantxa acariciándole las mejillas y el pelo y atrayendo su rostro hacia el impúdico boquete. Al final del corto recorrido, su nariz chocó contra el húmedo clítoris, captando el olor, y sintió en su propio chochito una explosión de gusto a la que ya no pudo definir como «cosa rara». Sabía lo que se precisaba de ella, le habían mandado que fuera sumisa... así que comenzó a chuparle dulcemente la raja a doña Arantxa, aproximándose al orifico más grande. La señora, allá arriba, se retorcía y gemía. La hizo levantarse ahora, le desabrochó el delantal y se lo quitó en un periquete. Gimió aún más al descubrir su precioso cuerpo adolescente, y cuando le bajó las bragas, contemplando el juvenil e hirsuto chochito, sus gemidos se convirtieron casi en aullidos. La dejó sin nada, la sentó en la silla y correspondió plenamente a la mamada con que Carmen le había obsequiado. Gritaba: «¡Preciosa, preciosa, abre más las piernas; cómo te huele el chocho, cómo te sabe, preciosa!» Locuras. Se la llevó a la cama, a la de Carmen y allí pasaron el día, dándose el lote y coleccionando orgasmos.

Como no le habían prevenido contra las señoras...

Después del tremendo «bollo» inicial con la señora, las cosas volvieron a su cauce en el hogar cristiano de los Bernaola. Un cauce un poco húmedo, eso sí –aunque para eso está los cauces, ¿no? – y decididamente erótico, porque doña Arantxa pasaba a la acción apenas se encontraba a solas con la chica, y a veces no podía contenerse ni siquiera cuando su marido y su hijo estaban en casa.

Cierto día estaba la señora enseñándole a hacer croquetas, que les entusiasmaban, sobre todo a Iñaki, y la niña, ya un poco calentona, apoyó el pubis sobre la torneada esquina de mármol de la alta mesa. Necesitaba rozarlo con algo. Inmediatamente, la comprensiva mano de la señora vino a su encuentro y empezó a acariciárselo por encima de la bata. Era muy expeditiva, doña Arantxa, y, al cabo de un momento, la pecadora mano se había introducido por la larga abertura, entre dos botones de la bata, y manoseaba firmemente el chocho, ahora a través de la tela de la braga. Carmen sentía un gran alivio, una cálida dulzura desparramándose por su raja, húmeda e implorante, y su cerebro cantaba: «¡Más, más!» La señora se acercó a la puerta, llevándola cogida del coño, y echó el pestillo. Carmen preguntó, con un hilo de voz:

– ¿Y si vienen?

Y doña Arantxa respondió, algo trémula:

– Les diremos que nos hemos encerrado para prepararles una sorpresa...

La desabrochó ahora todos los botones, desde abajo a la cintura, y a dos manos bajó las bragas, susurrando:

– A partir de ahora, ven siempre a la cocina sin nada debajo. ¿Para qué vamos a perder el tiempo?

Llevó la húmeda y olorosa prenda a la lavadora y la arrojó dentro, volviendo inmediatamente a la carga. Separó los dos lados del delantal, y miraba con ansia el chochito peludo y anheloso, tan sumiso, tan suyo... La hizo volverse de espaldas, y contemplaba el culín, con las gordezuelas nalgas y en medio aquella raja profunda y nítida, que empezó a recorrer con ambas manos, mientras decía otra vez: «¡Preciosa, preciosa!» Iba la señora desnuda, bajo la bata de casa, y ahora se la quitó febrilmente. Volvió a la niña hacia sí, y Carmen pudo contemplar de nuevo el coño gordote y algo pelado, con la descarada raja bien visible, dirigiendo la mano hacia ella como si fuese un imán. La despojó ahora de la bata doña Arantxa, arrojándola lejos, y quedó la niña tan sólo con el breve sujetador. La estrechó entre sus brazos, y sentía Carmen sobre su cuerpo el coño, restregándose nervioso contra el suyo, y las grandes y blandas tetas, aunque no demasiado fláccidas, contra su propio pecho. Gemían ambas, y la niña la aferró, sin poderse contener, por las nalgas opulentas, apretándola aún más fuerte contra su ardiente pubis...

El desenlace resultó algo extraño: La señora la hizo sentarse sobre la mesa, despatarrarse, con los pies apartadísimos, sobre el borde –¡qué frío estaba el mármol bajo su culo! – y se puso entre las piernas el rodillo de amasar, pretendiendo introducírselo por el abierto útero. ¡No le cabía...!, pero notaba la roma punta haciendo presión sobre sus labios, veía a la señora moviéndose como si fuera un macho follándola... y con el gusto de toda esta «mise-en-scéne» le salieron del chumino churretes de líquido... con lo que la punta del rodillo comenzó a penetrarla. ¡Qué daño, qué escozor! Pero qué gusto también, qué barbaridad. Empezó a chillar... ¡ayyyyy, ayyyy!, y la señora le acompañó en sus gritos un instante después. Tuvieron un orgasmo horrible y simultáneo.

Nadie había venido a interrumpirlas.

Estuvo la niña, irremediablemente, con una gran consciencia de su coño toda la jornada. Es que le escocía, caray, sin permitirle olvidarse de él ni un instante, pero además... un cierto chisporroteo de placer seguía hormigueándole ahí abajo. Su corrida había sido tumultuosa, ya lo sabemos, pero en algún modo se sentía frustrada: al fin y al cabo, un rodillo de cocina no es lo mismo que una buena polla; un buen polvo la hubiera dejado ahora hecha una reina. Pobre.

Y resulta, lo que son las cosas, que aquella tarde doña Arantxa tenía que ir a comprarle ropa al niño. ¡Menudo estirón había dado Iñaki el verano pasado! Lo tenía «desnudito» por lo que se refiere a ropa de abrigo. Aparte, ¡se había adelantado tanto el invierno este año!... Por Dios, si a mediados de noviembre parecía ya enero, con las Portillas del Padornelo[5] ésas cerradas y media España cubierta de nieve. Encima, el Suárez[4], el Abril y todos esos gafes hablaban de restringir la calefacción, la gasolina, todo. ¡Qué país! Por lo menos, había que abrigarse...

Eran como las seis y media, y la niña trataba de olvidarse de su lacerado chochito leyendo un «comic», cuando se presentó en el cuarto de estar don Mariano, el señor, con su sonrisa más angelical. Carmen había encendido ya las luces y echado a cal y canto las persianas:

– ¡Hola, Carmencita! ¿Te acuerdas de tu promesa de jugar a la gallina ciega a solas conmigo?

Estaba contento como unas Pascuas, y a Carmen le entró una cosa por el chocho... Pero, muy sobria, se limitó a contestar que sí, y en seguida pusieron manos a la obra. Le tocó quedarse al señor, y empezó a perseguirla con mucha astucia, aguzando el oído, hasta que posó las manos sobre sus hombros. La niña recordó ahora, por cierto, que estaba sin bragas. Bajaron las manos hasta sus pechos, y empezó a oprimírselos con mucha ternura «ambos a dos»; le oyó proferir no sé qué comentario satisfecho e ininteligible. Ella estaba ya estremecida de deseo, y le dejó hacer. Continuaron las manos su descenso, y un tierno dedo contorneó amistosamente el escueto círculo de su ombliguito antes de seguir vientre abajo. Se lo palparon apreciativamente –!era tan terso y juvenil...!– y un momento después se apoderaron del trémulo chocho, que en el acto «rompió aguas» de nuevo. Carmen sintió primero como un arroyo de lava, y en seguida un frescor reconfortante. Un dedo de don Mariano se había introducido, cauto, por la abertura del delantal... ¡pero se le fue toda la cautela al descubrir que no llevaba bragas! Las dos manos entraron a saco en las húmedas posesiones de la niña, y dicha humedad fue una confirmación más, si es que hacía falta, de que ella también se moría de ganas. Sintió Carmen como un «comando» se apoderaba de su culo mientras el otro establecía una «cabeza de puente» sobre la empapada raja principal, en plena selva... Le oyó gemir, y en seguida los dedos aquellos empezaron a desabrocharla todo, quedándose, una vez más, tan solo con el sujetador. Luego le vio quitarse la venda de los ojos y contemplar su cuerpo con tal expresión de éxtasis... que si no hubiera estado tan caliente se habría muerto de risa. El señor le alargó ahora la venda, sin decir palabra, y ella se la puso sobre los ojos, también en silencio. Fue hacia él, siguiendo el juego, y oía ruido de ropa al caer... No tuvo que buscar mucho, porque una mano salió a su encuentro y, agarrándola del brazo, condujo la suya al destino inevitable, una tiesa y gorda polla. Apenas recordaba ella la de su novio–en aquel polvo de despedida, casi místico–, pero ésta le pareció más contundente, y deseó ser penetrada. Antes, él la hizo acariciarle los cojones, el culo, el ojete... Luego, se sentó en una silla y la volvió de espaldas. «¡Qué rica!» –decía, contemplándole su desnudo trasero– y ella pensó: «Soy preciosa para doña Arantxa y rica para él; ¡no está mal!». La hizo don Mariano agacharse, lentamente, y notó ella como sus dedos le abrían la raja, y luego la cosa tremebunda penetrándole. Le dolía. Estaba tan escocida... Y entraba mal. Hasta que, exasperado, tiró de ella hacia abajo, aferrándola de las caderas, y se la metió hasta dentro. Carmen gritó de dolor... y él se puso hecho un bestia. ¡Debía de creer que la había desvirgado! Comenzó a moverla sobre él, de arriba abajo, a su guisa, según las exigencias de su polla, y ella le dejó hacer. ¡Con tal de que aquello siguiera subiendo y bajado dentro de sí...! Porque la estaba destrozando, pero, al mismo tiempo, un enorme gusto la embargaba. Hasta que le oyó gritar, aullar, y ella también aulló y gritó: le venía un enorme orgasmo. Se cayeron al suelo, de rodillas, y en esta posición compartieron los últimos y más exquisitos estertores...

Nada más despertarse don Mariano a la mañana siguiente, se lanzó de la cama en tromba. Y fue en busca de Carmen –que preparaba el desayuno de Iñaki en la cocina– preguntándole, jadeante:

– Oye, ¿tú tomas precauciones?

Y ella, que era ingenua aún para algunas cosas, la pobrecita, a pesar de los pesares:

– ¿Precauciones?

– Sí, mujer, píldoras o algo.

– ¿Píldoras?

Parecía tonta –pensó don Mariano, exasperado– si no tuviera ese chochito delicioso, ese culo perfecto, esas tetas, olores, piel, «zumos», juventud... Menos mal que este pensamiento le dulcificó... y empezó a ponérsele un poco gorda. Miró hacia el pasillo por si venían Arantxa o Iñaki y, en vista de que no, le metió la mano por entre los dos botones del delantal, conectando directamente con el chocho. ¿Qué adorable y matutino chochín! La niña había decidido no molestarse más poniéndose bragas. ¡Para que anduvieran quitándoselas a cada momento!... Mientras se lo sobaba dulcemente, mirando de reojo al pasillo, y crecía su emburramiento, don Mariano le habló como un padre –un padre laico, se entiende– del riesgo que corrían de tener un bebé, del funcionamiento de las píldoras «antibaby» ... ¡Ojalá estuvieran aún a tiempo! La voz se le iba entrecortando más y más, a medida que la mano se hundía en su exploración, raja atrás, raja adentro..., pero, en seguida tuvo que contenerse. Iñaki llamaba a Carmen desde el comedor, reclamando el desayuno. Mientras ella estremecida, atendía su petición, don Mariano se lavó someramente, vistiéndose en un periquete. Dijo al niño que iba a acompañarle al colegio, que nunca tenían tiempo de hablar acerca de sus estudios... a la vuelta fue a la farmacia (estaban levantando aún los cierres) y compró Ovopausine[5]. Cruzó a casa, le dio la caja a la niña, le explicó cómo se tomaba... y en ésas estaba cuando oyeron la voz de doña Arantxa, recién despierta, reclamando a su muchachita para todo.

–¡Avísame cuando te venga el mes! –susurró don Mariano antes de desaparecer de su vista.

Maldita la falta que hacía la advertencia, porque aquél se había convertido ya en un chocho público y notorio, y sus alternativas no podían pasar desapercibidas, por lo menos para «el señor» y «la señora».

Pronto se ampliaría el círculo...

La cosa comenzó un sábado por la mañana, mientras Mariano y Arantxa tomaban el aperitivo. Iñaki y Carmen se quedaron sentados en el mirador donde penetraba con fuerza el sol invernal del mediodía, disputando una partida de ese juego ingenuo y blanco llamado «La Oca». «De oca en oca, y tiro porque me toca...» De pronto, al levantar la vista del tablero para invitar mudamente al niño a tirar, vio Carmen el tieso miembro de Iñaki emergiendo como un periscopio por la bragueta de los pantalones del pijama, que no tenía botón alguno guardián del pudor. Comprobó él la dirección de su mirada, y no hizo nada por guardársela. La muchacha comenzó a sentir el conocido chisporroteo de gusto por la entrepierna. ¡Qué bonita era aquella «pilila», qué dulce emoción le producía!... El sol pegaba de plano, sobre ella, como un foco o «cañón» teatral que realzase la presencia del protagonista. Era pequeña y blanquita, pero impecablemente tiesa. No tenía «escamas», ni venas, salvo una, azul, recorriéndola centralmente, y no «descapullaba»: el pellejo de la funda rodeaba todo el glande, y sólo allá arriba aparecía un pedacito –rosado y jugoso– de éste. Con la voz imprecisa y como afónica de su juventud, ahora desorbitada, dijo Iñaki[6]:

– Si tiras porque te toca... ¡tócamela!

Ya avanzaba ella la mano, como siempre sumisa, cuando oyeron la puerta de la calle. Regresaban los padres, Iñaki se la guardó precipitadamente, arrimándose más a la mesa «para ocultar su deshonra» y prosiguieron el evangélico juego de «La Oca». Ambos se encontraban turbadísimos.

No volvieron a tener oportunidades de regodeo mutuo hasta el lunes, día de la semana en que los cónyuges iban indefectiblemente al teatro e Iñaki, indefectiblemente, se bañaba. Antes de partir, doña Arantxa ordenó en forma vaga a Carmen que se ocupara de que el niño se lavase bien, que estaba hecho un guarro esta temporada...

La inmensa y vieja bañera se encontraba llena a rebosar de agua muy caliente, según costumbre inmemorial en aquella casa, cuando Carmen, que estaba agachada poniendo una alfombrilla limpia, oyó llegar a Iñaki, desnudo ya bajo aquel precioso albornoz amarillo comprado orgullosamente por mamá para su tesoro. En seguida detectó Carmen la «tienda de campaña» formada por la verguilla muy tiesa esforzándose por horadar la felpa, y su coño se puso a cantar conocidas melodías de deseo. Se desató él el cinturón, y la bravucona pollita saltó a la palestra. Contrastaba con el cuerpo feble, aún de niño, y no menos el manojo de fuertes pelos negros, avanzada del pubis, que ya crecía en torno a la base de la polla, ni los cojoncillos, apretados y sonrosado. Era como un poema a la naturaleza y Carmen quizá no tuviera luces para pensarlo así, pero sí para sentirlo: notábase conmovida y temblorosa. Se había quedado de rodillas, la mano apoyada sobre el borde de la bañera, y el chaval[9] se acercó, con su pequeña lanza en ristre:

– Tócamela... –repitió, como la otra vez.

Ahora sí que podía obedecerle. Se la agarró con gran dulzura, mientras la otra mano se hacía nido para acoger la dulce carga de los testículos. Los sintió moverse dentro del hueco de su palma como si estuvieran habitados por pajarillos a punto de romper el cascarón, y al mismo tiempo aproximaba los labios al glande rosadito. Antes de que llegaran, detectó el olor a polla adolescente, estremeciéndose toda. Sus labios se posaron por fin sobre el tierno cachito de capullo visible, y lo besó, empezando en seguida a chupársela. Él había dejado caer el albornoz y la otra mano de la niña le buscó el culo, introduciéndole el dedo índice por el ojete. En el mismo instante, él se corrió imparablemente dentro de su boca, y ella bebió ávidamente. Le oía profiriendo unos aullidos raros allá arriba, como un animalito extraño. A Carmen, todo el chocho y sus aledaños se le habían vuelto gusto. Estaba al borde del orgasmo, pero sin haber traspasado sus umbrales. Se incorporó ahora, quitándose con rabia el delantal. Iba desnuda debajo, pues había decidido ya que también era absurdo llevar sujetador. Para que estuvieran todo el día quitándoselo... Vio los ojos del chaval posándose como gorriones locos por todas las partes de su cuerpo, el éxtasis de la mirada hundiéndose en su sexo... y se tumbó, despatarrada, sobre la alfombrilla. A él no se le había bajado ni un ápice, ¡oh, gloriosa adolescencia!, y sus ojos quedaron ahora soldados a su abierta raja. Se tumbó sobre ella, y Carmen se apoderó de la enhiesta pollita, introduciéndosela, mientras él, desmañadamente, la manipulaba el pubis. Los olores de ambos, juntos, ascendieron hacia el techo. El niño se movía mal. Se puso ella encima y empezó a menearse... bien, como una perra, como una culebra, hasta que le arrancó un segundo orgasmo, coincidente con el primero de ella. Gritaron igual que gatos...

La bañera, una vez más, quedó olvidada.

FIN



[1] Su nombre común es Frangipani, es un bello árbol, cuyo nombre científico es Plumeria rubra L. o Plumeria rubra acutifolia y pertenece a la familia Apocynaceae.

[2] Negros es una isla y región filipina perteneciente al archipiélago de las Bisayas, en el centro de Filipinas.

[3] Palabra sin sentido dentro del contexto. Desconozco donde está el error tipográfico, si lo hay, o que busca decir Pickering. Es probable que sea: «en la casta y nada insana isla de Negro»

[4] El puerto de Padornelo, también denominado portilla de Padornelo o portela de Padornelo, es un paso de montaña situado a 1381 metros de altitud en la comarca de Sanabria, en la zona noroeste de la provincia de Zamora (Castilla y León, España). (Wilkipedia)

[5] Adolfo Suárez González, político español, presidente del Gobierno de España entre 1976 y 1981.

     Fernando Abril Martorell, político español. Hombre de confianza de Adolfo Suárez, del que era amigo personal, durante la presidencia de éste fue nombrado ministro.

[6] Anticonceptivo hormonal sistémico, inexistente en la actualidad.