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Encuentro en el metro

en Hetero: Infidelidad

El Metro, de la Ciudad de México es una gran serpiente naranja que devora y escupe millones y millones de hombres y mujeres cada día. Al menos cinco millones cada día, y cada día sus usuarios viven miles de historias distintas, nacen personas en sus entrañan y mueren personas en sus entrañas. Ahí abajo se agolpan la mar de personajes extravagantes. Un mar de soledades envuelta en un marasmo amasijo multitudinario.

Pero sin duda conforme pasan las horas, el trayecto se vuelve aún más pesado, los icores de los hombres que vuelven de la jornada laboral, sudorosos, cansinos, al igual que su rostro cetrino y enjuto, cargan el ambiente con un dejo de miseria y una peste que hiede a pesadumbre y soledad.

Esa tarde, Él subió en la estación de San Lázaro al primer vagón que pudo, ya habían pasado cuatro cuando menos, los primeros tres iban tan llenos que simplemente no los pudo abordar, el último simplemente lo pillo desprevenido viéndole las nalgas a una chica que había pasado hacia la zona exclusiva de mujeres. Pero era natural, al menos para Él que diario tomaba ese transporte para volver a su casa.

La línea B siempre se atasca, en la mañana en dirección hacía Buenavista y en la tarde hacia Ciudad Azteca. Para millones de personas era la única forma de ir de las orillas al centro del Distrito Federal, así que cada día es una batalla interminable.

Cuando al fin pudo subirse, extrañamente el vagón iba semivacío. Afortunado pensó Él, no tanto como para encontrar lugar, pero lo suficiente como para no tener que viajar soportando la pestilencia de un fulano que habría pasado nueve o diez hora en la fabrica cuando menos.

En las dos estaciones siguientes (Flores Magón y Romero Rubio) no subieron muchas personas, así que aprovechó ese trayecto, donde el convoy viaja por lo alto de la ciudad para contemplar el atardecer que de pronto se opacaba por las nubes de polución que emborrascaban el clima. Pero la siguiente estación era distinta. Oceanía es un entronque entre dos líneas, esa donde Él viajaba y otra que iba dese Pantitlan, la estación más grande y concurrida de la Ciudad, que alberga la terminal de tres líneas de metro, hacía el Instituto Politécnico Nacional, la segunda universidad más grande e importante de la Capital más grande del mundo.

Subió una marea de gente toda desesperada por un espacio dentro del tren. No le dio tiempo a percatarse quien subía cuando le sobrevinieron los empujones y algunos improperios soltados al aire. Sin embargo pocos segundos después de que cerrara la puerta, sintió como alguien se le recargaba en su espalda; esa sensación era inequívoca, sentía la redondez y suavidad de un par de senos de buen tamaño, firmes, deliciosos. Fueron golpeteos provocados por el movimiento del metro los que le alertaron de lo que estaba viviendo e inmediatamente se dejó llevar.

Él llevaba una camisa negra de tela ligera por lo que inmediatamente sintió el encaje del sostén acariciar su espalda la tela de la blusa debía ser muy delgada, sí, lo era. Sus senos lo hechizaron.

Pronto dejaron de ser golpeteos casuales y sintió de lleno como se apretaban contra su espalda, supuso que debía ser por la cantidad de personas que se amontonaban, pero algo en sus adentros le decía que esa no era la razón, no podía ser, y es que luego de tantos años de ser un pervertido, inmoral y básicamente un caliente que siempre esta cogiendo o disfrutando del sexo, había aprendido a identificar esas sutiles señales que delatan cuando una mujer busca algo aunque lo niegue.

Era morena, de cabellera teñida en un tono cobrizo, pulcramente maquillada, nada exagerada, nada vulgar. Tenía treinta y tantos, quizá poco más sus rasgos faciales aún conservaban cierta inocencia pero su mirada era una clara muestra de insolencia y descaro. Ella,  que venía seguramente del trabajo por su vestimenta formal, blusa azul marino con un sostén negro y falda también negra, iba cómodamente platicando con dos de sus amigas mientras se le recargaba. No dijo nada, pero quería más.

Debía encontrar una razón para voltearse, quería verla de frente, sentir sus senos en su pecho o mejor aún, entre sus manos.

Aprovechó que un hombre se bajó en la siguiente estación de una forma poco brusca y exageró el empujón quedando de lado, justo de frente a ella, en medio de las puertas y apretados por la cantidad de personas que seguía entrando.

Le sonrío apurado y ella le devolvió la sonrisa, no supo sí fue por cortesía o por complicidad, tampoco le importó, ahí podía verla de lleno, no debía rebasar el metro y sesenta. Lo único que le vio con absoluta calma fue su par de tetas que saltaban y querían salirse del escote.

Quedaron en medio del vagón, sin poder agarrarse de nada, afortunadamente en la siguiente estación bajó algo de gente y pudieron acomodarse cerca de uno de los tubos; el espacio que quedó entre ellos se evaporó casi de inmediato pues ella fue empujada (o no) hacía Él, quedando de nuevo pegada, de frente, con sus senos en su pecho. Él se sorprendió al notar que ella no pasó las manos al frente para cubrirse los pechos del contacto con aquel desconocido, de hecho con una sostenía su bolsa y la otra simplemente la dejaba colgar. Cuando el metro de nuevo echó a andar, el empujón la sacó de balance, ahí aprovechó, era entonces o nunca: la tomó del brazo con el pretexto de que no se callera, ella lo miró y de nuevo sonrió, y se pegó a Él y Él pasó su mano por la espalda de ella de forma descarada para cubrirla. No pensó la acción, no debía pensarla, lo peor que podría pasar sería que ella se molestara en cuyo caso Él se disculparía y quitaría la mano, pero no fue así, ella simplemente abrió los ojos de par en par, tan grandes como pudo, sorprendida de su descaro, pero se dejó hacer, aceptó la mano de Él en su espalda y sintió por primera vez el dorso de la fina mano de ella acercándose a su sexo que estaba palpitando debajo de su pantalón.

La verga gruesa de Él clamaba salir a sentir el roce de esa piel, la humedad de su coño.

La mano de Él mano seguía en la espalda de ella, sujetándola firme.

Él le sonreía y ella impávida simplemente le devolvió el gesto.

La mano de Él bajó entonces, poco a poco, durante el trayecto de las dos siguientes estaciones hasta quedar justo en sus nalgas, no supo si alguien lo había notado entonces, pero ya a esas alturas no le importaba, simplemente la sujetaba y acariciaba su redondez con todo el descaro y morbo que le cabía en la mente. Y ella, luego de salir del shock, puso su mano en el pantalón de Él y empezó a masajear su falo por encima de la tela.

Ella sentía la dureza del miembro de Él, grueso, caliente, palpitando de ganas, ella lo recorría con la punta de sus dedos; Él sentía la suavidad y redondez de sus nalgas con la palma abierta de su mano y la magreaba como si fuera una masa de hojaldre.

Duraron así el resto del viaje hasta el final de la línea, hasta que el vagón quedó casi vacío. Para entonces ella sonreía nerviosa y respiraba agitada y Él solo pensaba en cogerla a toda costa.

En el trayecto, ella se acomodaba para acariciar mejor el pene de Él, pasó su bolsa a la otra mano y haciendo como que se sujetaba del mismo tubo del que Él estaba recargado se acercó más y lo masturbó por encima de la ropa. Él a cambio masajeaba ambas nalgas de forma alternada, cambiando el ritmo: lento primero, luego más fuerte, luego la izquierda, de nuevo la derecha. Se detenía en medio de ellas para sentir la raja que estaba deseando sodomizar.

Cuando al fin bajaron, en la última estación, ambos iban caminando a la par aunque guardando la distancia, así hasta una plaza comercial, subieron las escaleras eléctricas que no estaban operando y ahí se dio cuenta que no había nadie ni arriba ni de tras de ellos así que en un acto de total salvajismo y llevado únicamente por sus deseos le metió mano de forma descarada: aprovechó que ella subió un escalón para meter su mano entre sus piernas, de un apretón sintió su muslo y su coño mojado, el dorso de su mano se empapó aún y por encima de su ropa interior y ella lanzó un gemido.

Volteó, lo miró, sus labios temblaban, respiraba agitada, muy agitada, se podía ver claramente como su hermoso par de tetas bailaban en su blusa. Él se quedó impávido, no supo que hacer, su excitación era mucha pero temió haberse excedido con ella. De cualquier forma no había marcha atrás.

Entonces sobrevino lo natural, sin pensarlo, sin esperarlo, la mujer lo abofeteó tan fuerte como pudo. Él quitó la mano inmediatamente, fue un momento increíblemente tenso e incomodo, pero ninguno de los dos se movió.

De píe, ahí, en medio de las escaleras, seguros de que de cualquier momento a otro llegaría un puñado de personas caminando a toda prisa rumbo a ninguna parte. Y ellos en medio de las escaleras, pero, pero sí Él no daba un paso atrás, ella no se movía tampoco, ni un ápice.

Lo único seguro en ese momento es que ambos seguían excitados; la bofetada solo había intensificado la dureza del miembro de Él, quien deseaba masturbarse en ese instante, hubiese dado la vida por sacarse el miembro y sobarlo hasta eyacular en sus piernas, en su falda.

De nuevo vino un instante de tensa calma donde ella permanecía desconcertada e inmóvil. El tiempo pasó de largo sin que ambos se detuvieran a meditar en cuanto había pasado, un par de segundos, un par de minutos, no sabían, no importaban.

Y fue entonces que Él subió un escalón y quedando a la altura de ella, le pidió perdón. Se disculpó por haber sido tan atrevido, por haber sido tan idiota.

Pero ella lo calló con un beso, agarrándole la verga y llevando las manos de Él a sus tetas.

—Mi marido me espera afuera – le dijo agitada, entre gemidos, entre besos, – viene cada tarde por mi y me espera en la entrada de la plaza.

Lo volvió a besar y metió la mano por debajo del pantalón de contestase tendo culo y las tetas de la mujer. n barreno sin control.e, hubiese dado la vida por sacarse el miembro y sobarlo Él, ahí sintió ese pedazo de carne queriendo penetrarla como un barreno sin control.

– No está bien, no sé que estoy haciendo — interpuso de improviso alejándose un paso hacía arriba —, no sé por qué me estoy portando así – decía mientras se sacudía la mano con la que segundos antes había sostenido el falo del extraño.

La gente empezaba a pasar y los miraba, algunos, la mayoría, atraídos más por el tremendo culo y las tetas de la mujer.

— Me tengo que ir — y diciendo esto se alejó le gritó su número telefónico. Así, sin más, sin pensar, sin darle tiempo de anotarlo.

La sorpresa fue tal que Él quedé como un estúpido de píe sin hacer nada.

— Llámame mañana a las 2:30, estaré comiendo. Si me marcas antes o después no te contestaré.

Y así se fue.

En cuanto Él pudo anotó el número en su móvil y se devolvió al metro para ir a su destino original. Esperanzado en que al siguiente día, ella le contestase la llamada.