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El Cerdo en la noche solitaria

en No Consentido

Escucha el murmullo de la noche, se manifiesta sobre los moradores de la gran urbe quienes, temeroso de lo que mora en la oscuridad, se agolpan traes las puertas de sus hogares esperando no ser encontrados por la bestia que emerge del abismo.. Desconocen por completo que la negrura que los acecha no viene de fuera, de otro mundo, si no que nace en lo más profundo de sus mentes y de sus corazones, por eso el temor que sienten, tan grande y tan hondo, no se apacigua con nada, porque nace en ellos para consumirles

Se desborda desde los pozos más profundos y brota a chorros como lo hacen las marejadas de un géiser que ha estado dormido por miles de años, reclamando al fin su potestad sobre el mundo que duerme bajo la luna carmesí. Es deseo, es pecado, es condena, es la bestia que toma forma en sus más bajas pasiones.

 

Hablan los demonios el lenguaje perdido de los sediciosos y los herejes, hablan a través de los poros abiertos de los cuerpos desnudos, de los gemidos de placer, de las embestidas que los amantes se dan esta noche; hablan el lenguaje de lo impuro, de lo mórbido, porque esperan que así, su susurro penetre en todo el pueblo.

 

Los humores que emergen de los bajo puentes, suben a raudales en forma de vapores verdosos que nublan el juicio de los hombres convirtiéndolos en animales entregados a su instinto, rapaces, mordaces, violentos, sexuales. Todos cumpliendo su pequeño pero crucial papel en el intrincado engranaje de la condena.

 

Embiste la bestia furtiva a quien deambula en la calle solitaria, no repara en las consecuencias de sus perversiones, simplemente se deja envolver por ellas y sucumbe a sus pasiones. El viejo casi anciano, regordete y calvo, con ralos colgantes plateados que alguna vez hicieron una cabellera, con las manos grasientas por el trabajo y la ropa percudida y embarrada de aceite y mugre, camina temblando, tambaleándose colocando sus manos en las paredes graffiteadas por jóvenes vándalos, dejando en ellas parte de su gorda palma de dedos anchos; suda profusamente mientras salva por su boca que más se asemeja al hocico rabioso de un perro en brama que al de un hombre. Sus ojos enrojecidos van entrecerrados, producto de la migraña y de la agitación. Solo hay una cosa que le provoca, que lo invita en ese momento y esa es la pequeña jovencita que acaba de doblar la calle y que ahora camina unos cincuenta metros adelante de él. Avanza tal que si de una bestia herida se tratase, apurando el paso para darle alcance a la pequeña de cabellera rizada de tono ocre que camina medrosa sin forzar carrera.

 

Tiene buenas nalgas, él lo sabe, las puede saborear a la distancia mientras ese par de redondas carnes casi no se tambalea al compas de los pasos de la mujer, sus licras blancas no hacen si no aventura la majestuosidad des piernas y su trasero, se nota que la naturaleza ha sido gentil con ella para su edad.

 

El hombre, más transmutado en bestia, deja el temblor a un lado y el paso tambaleante se transforma en un trote pesado pero firme al ritmo del bufido de su nariz, le pesa la carrera, más le pesa no alcanzarla. 

 

La chica, de piel rosada, llena de vida, vuelve su vista hacia atrás, empujada por el miedo repentino que le da el bufido de su perseguidor y por la inminente presencia que se avecina; el pasmo la domina, no hace nada, se queda inmóvil ante la acometida de tal salvaje, tiembla, todo tiembla: sus piernas son apenas dos fideos bamboleándose, las fuerzas la abandonaron, ni siquiera le alcanza para un grito, nada. sujeta su bolsa al frente tratando de interponerla entre ella y el hombre, si es que aún se puede llamar hombre, que la asecha, traga saliva, suda, su cabello ya no luce tan pulcro ni su rostro tan perfecto, su respiración se agita, mucho, empieza a jadear mientras se aferra más y más a su bolsa y sus piernas se aflojan con una mayor rapidez. 

 

Es tanto el miedo que tiene dentro que incluso sin que la bestia le haya hecho nada aún, ella ya se ha orinado del susto, o al menos tiene esa sensación, porque claramente siente como su lacra se va empapando lentamente, como si un pequeño hilo corriera directamente desde su entrepierna, un hilo, de humedad.

 

Sus pezones se han puesto duro, sus senos que de tamaño no eran tan bastos, ahora parecen erguirse sin reparo alguno violentando la vista de quien sea que la hubiese contemplado en ese momento, como el hombre obeso, casi calvo que ahora estaba apenas a unos metros de ella.

 

El rostro se le iba transmutando, el miedo se había trastocado, la noche, los vapores de la noche lo habían hecho, de la misma forma que corrompieron al hombre que se avasallaba sobre la chica. el rostro temeroso ahora era un amasijo de miedo y lujuria, locura desbordada, una hembra bramando sabedora que será poseída en breve y eso, le hacia palpitar el coño y los senos, que ya se encontraban ávidos por ser usados.

 

El maquillaje pastel se había corrido, el labial le había manchado media mejilla, los botones de la blusa habían saltado de lo desbordante que sus senos se asomaban y en efecto, tenía las licras mojadas, pero no de miedo, si no de deseo.

 

El bolso ha caído lejos cuando la bestia se lo arrancó de la mano de un golpe y la azotó contra la pared.

 

No quedó un pedazo de tela puesta en el cuerpo de la chica; los senos saltaron libres hacía la boca del hombre mayor que no se detuvo en comerlos y morderlos, en chupar los pezones rozados y mordisquearlos hasta que sangraron y su dentadura imperfecta quedó marcada del todo en ambas tetas de la chica que para entonces, ya no era la virginal niña que andaba por la calle camino a su casa, si no una vulgar puta cualquiera abierta de piernas, con la licra rota, hambrienta de ser poseída y deseosa también de poseer.

 

Él la azota contra la pared sujetándola con una mano del cuello y ella gime de placer abriendo más y más el compas. Él la desnuda de un empellón y ella usa sus largas y afiladas uñas para rasgarle la piel y bajarle los pantalones.

 

El falo que queda expuesto es una masa de carne negra con venas decorando por todas partes, no es muy grande pero es exageradamente ancho, por lo que le hace estallar en un bramido a la chica cuando de un golpe lo introduce sin mediar las consecuencias de sus actos.

 

La embiste como puede mientras los vecinos observan desde las ventanas, contemplando los gritos de auxilio de una joven que es violentada sexualmente por un hombre de unos cincuenta años.

 

Inmutables, observan horrorizados pero absortos, embrujados, desean ayudarle a la chica pero algo no les permite moverse.

 

Ella forcejea, lo golpea, se resiste, usa todas sus fuerzas pero las embestidas no terminan, ella escurre mientras llora de culpa y vergüenza, de dolor, pero pide más, se aferra a la espalda de aquel cerdo que ahora que la tiene en cuatro, en plena calle nocturna, no deja de montarla como un animal salvaje, la muerde, le muerde el rostro, la hace sangrar, los senos igual yella en los violentos movimientos para defenderse se saca al fin el falo duro y rojizo por la sangre virginal de la chica. Se traga la sangre, respira agitada, se toca el vientre, llora desesperada, lo araña, le corta el pecho con sus uñas largas que ahora son garras filosas y se aferra a él ensartándose ella misma el bulto venoso del hombre, moviéndosela frenéticamente.

 

Él grita y chilla como un cerdo, ella grita y gime como una puta, ambos han sido violentados, ambos están a punto de llegar al orgasmo, al matadero.

 

Ella se tensa toda.y pone los ojos en blanco, él lanza un bramido trepidante mientras chorrea su semen en el interior de ella; ella se convulsiona contrayendo sus músculos vaginales a tal grado que parecería que quisiera exprimirlo a él.

 

Él grita, ella también, el brama, ella gime, él termina, ella lo termina a él.

 

Los vapores de la noche siguen avanzando lentamente cubriéndolo todo, cobrando a su paso su cuota de desolación. En una calle, un hombre yace muerto, es un tipo obeso de unos cincuenta años, desnudo y cortado por todas partes, con una feroz mordida en su cuello que lo hizo desangrar, mientras que a lo lejos, una mujer camina tambaleante, poniendo sus manos en una pared graffiteada por algunos vándalos. Camina semidesnuda, bañada en sangre y semen. Se detiene en una esquina, vomita de un golpe todo el líquido que ingirió del cerdo que yace muerto a unos cincuenta metros de ella. 

 

Finalmente las luces rojas y azules de una patrulla aparecen iluminando su cara.

 

Ella quiere pedir ayuda pero no salen palabras de su boca, solo levanta el rostro y las manos al ver a los oficiales apuntándole a la cabeza con las pistolas.

Ella no sabe que acaba de pasar, solo entiende que estuvo mal, que no debió suceder, que ella era la víctima y que por alguna razón que desconoce, muy en el fondo, todo eso se sintió muy bien.