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Cantares Blasfemos (1)

en Lésbicos

"Cantares Blasfemos (1)".

Por Reriva.

     Poco a poco el vapor se disipó, dejando una delgada película de minúsculas gotitas de agua. Con la palma extendida limpió el espejo y entonces pudo contemplar su reflejo. La imagen devuelta no era para nada agraciada, nunca lo fue, pero ahora con tantos años a cuestas, su marchito semblante le resultaba patético y repulsivo. Las múltiples arrugas se mezclaban con las innumerables cicatrices que había dejado en su rostro el acné que lo había afectado en su sufrida y ya casi olvidada adolescencia. El rechazo lo había marcado desde siempre, al grado tal que ya ni siquiera recordaba ni la primera ni la última vez que había intentado ligarse a una mujer. No, no podía recriminárselo a nadie, lo que tenía frente a sus ojos lo justificaba perfectamente. Si en sus años mozos resultaba repulsivo, ese efecto se incrementaba exponencialmente en la vejez. Esbozó una sonrisa, tan triste como desagradable, tenía escasos dientes y los pocos que le quedaban lucían un desagradable color amarillento y lucían tan endebles que parecía que se desprenderían de sus encías en cualquier momento. 

     Justamente hoy era su cumpleaños, el número 87. Después de su infancia era un día que había dejado de ser especial. Desde muy joven se había quedado marcado en su mente un número, “74”, los años que habría de vivir. Ahora, 13 años después de esa fecha seguía en este mundo, postergando su miseria, acumulando achaques, incrementando su soledad. Nunca fue muy sociable, y los contados amigos ya estaban muertos. ¿Los parientes?, los pocos con los que había mantenido algo de cercanía ya estaban tres metros bajo tierra también, los que sobrevivían le parecían más ajenos que los nuevos vecinos a los que había saludado un par de veces, desde lejos y con un simple ademán.

     El aviso del esfínter lo sacó de sus pensamientos, era momento de posar su rechoncha y desnuda humanidad en el inodoro. No, nunca fue una varita de nardo, pero ahora, podía comparar su cuerpo con el de ciertas arañas, con un vientre descomunal y las extremidades extremadamente flacas, casi en los puros huesos. Con dificultad logró sentarse para atender el llamado de la naturaleza, inició la odisea que le implicaba algo que para los demás era rutina. No era suficiente que tuviera que verse obligado a sentarse para descargar su vejiga, sino que este era uno de esos momentos en los que la orina era descargada a cuentagotas, acompañada de ese ardor que lo atormentaba como navajas que recorrían sus conductos, pasmada y cruelmente. El esfuerzo que tenía que hacer perló prontamente su frente de sudor, un par de minutos más y el resto de su cuerpo estaba en las mismas condiciones. Algunos minutos después, completamente agotado, dio por terminada su tarea. Intentó ponerse de pie pero su pierna derecha no pudo soportar y un agudo piquete en el costado derecho lo obligó a sentarse nuevamente. Las viejas heridas parecían refrescarse día con día. Tras unos instantes de reposo y con un nuevo esfuerzo a pesar del dolor logró ponerse de pie. 

     Abrió la llave del lavabo y humedeciendo sus manos trató de refrescar su sudada desnudez. Se daba cuenta que tenía pelos en lugares que nunca imaginó, no solamente eran pelos, eran largas canas que poblaban abundantemente su pecho, su panza y los genitales, pero que estos hubieran ya invadido sus hombros y su espalda era algo que ni él mismo podía concebir. Las manchas en su piel también se iban extendiendo, hacía años que llevaba a cuestas el mal del pinto. Apagó la luz para no verse más, luego, a paso lento y dificultoso se encaminó a su dormitorio, iba tomándose de las paredes, tanto para apoyarse como para guiarse en la oscuridad. Se dejó caer pesadamente sobre la cama, boca abajo, como abandonándose al ansiado descanso, con la vaga esperanza de ya no despertar jamás, que era la idea que se fijaba en su cabeza cada noche, antes de dormir, desde que había cumplido los 74. Sí, muchas veces había cruzado por su cabeza la idea de hacer algo por “acortar el camino”, pero nunca se atrevió...

     Las horas pasaban, los ojos cerrados, pero el sueño seguía ausente. Así habían sido las últimas semanas. No es fácil acostumbrarse, había trabajado algunos años como velador, pero ya no más, le habían comunicado que estaba oficialmente despedido, ¿la causa?, ya era demasiado viejo. Sus ahorros no eran muchos, y no tenía a quien recurrir. Estaba viejo, pero no quería sentirse inútil, bajo cualquier circunstancia siempre había encontrado la forma de llevar pan a su boca, “sin mendigar, ni delinquir” esa era su consigna y siempre la había cumplido. Cierto es que en los momentos difíciles solía elevar sus plegarias en busca de alguna ayuda divina, que también sabía que nunca llegaría, al menos no en forma milagrosa, pero siempre había una luz al final del túnel, fue entonces que elevó su mirada en busca del crucifijo que solía tener justo sobre la cabecera de la cama. Se sintió extrañado de ver la posición que tenía, estaba invertido. ¿Cómo se habría permitido tal descuido?, con toda la prisa que su maltrecho cuerpo le permitía se dispuso a colocarlo en su posición original. A veces cuando decía alguna plegaria solía tomarlo entre sus manos y luego lo devolvía a su sitio, ¿pero, ponerlo de cabeza?, ese no solamente era un descuido que no se podía permitir, era una verdadera herejía.

     Era de madrugada, las cuatro, tal vez. Se escucharon los ruidos que desde hacía un par de meses le parecían tan familiares, eran sus vecinas que volvían de trabajar. Escuchaba el ruido de los tacones resonando contra el metal de las escaleras. Si se apresuraba tal vez podría verlas llegar. Con el crucifijo en una mano se dirigió a la ventana, corrió un poco la cortina, apenas lo suficiente para que le permitiera asomarse con discreción. Su departamento y el de sus vecinas hacían escuadra al final del pasillo, de modo que desde su ventana podía ver perfectamente lo que sucedía frente a él.

     Venían subiendo, una de ellas al frente, con paso más apresurado, abrió la puerta y entro, dejando tras de sí la puerta a medio cerrar. Detrás viene la otra, caminando a paso lento, no puede evitar que se le escape un suspiro cuando la ve aparecer, es la mujer más bella que ha visto en toda su vida, luego siente una fuerte punzada en sus tripas, ella otra vez viene acompañada, tomada de la mano de una mujer madura, cuya edad oscila entre la quinta y la sexta década de vida. Las dos platican animadamente mientras suben los escalones. Al llegar frente a la puerta del departamento se detienen, tomadas de ambas manos se miran y sus semblantes se tornan serios, la hermosa joven se recarga en la pared a un costado de la puerta, la vieja recarga su robusta figura en el curvilíneo cuerpo de la chica, sus manos rodean su cintura mientras la otra pasa sus brazos por el dorso de su cuello. Faustino siente como se le revuelve el estomago al ver cómo se besan, lo hacen con una pasión inaudita, es un único beso, largo, profundo, interminable, que en cuanto parece que se va a terminar se reanuda con bríos. Las manos de la madura no permanecen para nada ociosas, recorren lujuriosamente la espalda de la joven, entreteniéndose especialmente en sus suculentas nalgas.

     Faustino no puede permanecer inmutable ante tal espectáculo, siente una extraña mezcla de rabia, celos, asco y excitación, ésta última alimentada por las primeras sensaciones. Una de sus manos se dirige inconscientemente hacia su entrepierna, sujeta su miembro con fuerza, comienza un lento masaje en él. Siente una respuesta inédita ante tal estímulo, de tal modo que termina masturbándose, sincronizando el vaivén de la mano en su miembro con los embates del espectáculo que está presenciando y acaba viniéndose ante su sorpresa, algo que no había experimentado desde su ya lejana adolescencia.

     En cuanto termina toma conciencia de que en su otra mano sostiene el crucifijo, su pudor hace que su mano flaqueé, y el crucifijo se le resbala. El estruendo contra el suelo es enorme, exagerado por el silencio nocturno. Se alarma, todavía no acaba de asimilar lo que acaba de suceder cuando escucha que llaman a la puerta con fuerza. Siente verdadero terror, disimula, se hace el occiso, se queda inmóvil, petrificado por la vergüenza de sentirse sorprendido espiando. Escucha cuchicheo afuera, son voces femeninas. Se toca el pene nuevamente y constata que está tan muerto como siempre, que los sucesos de su respuesta corporal habían ocurrido únicamente en su cabeza. Con muchísimo cuidado corre la cortina, logra ver que es la acompañante de su vecina quien toca. Su vecina le pide que ya no insista, que va despertar al resto de los vecinos. Ella insiste, pero su vecina la disuade buscando su boca y ahora es en su propia puerta donde reanudan la sesión de besos salvajes.

     Se siente inquieto, lleva sus manos a sus genitales nuevamente, pero no hay sensibilidad total en ellos, incluso su temperatura es más fría que la del resto de su cuerpo, se siente totalmente frustrado, “se había sentido tan real”... Esos sonidos que están en su propia puerta en vez de excitarlo ahora parecen atormentarlo, los escucha incluso más fuerte de lo normal, toma su almohada y trata de ahogar los sonidos que provenían quedamente del exterior, pero al entrar en su cabeza parecían rebotar e incrementarse dentro de su cráneo.

     No tuvo la certeza de lo sucedido después, ¿lo habría vencido el sueño?, ¿o simplemente había perdido el sentido? Lo cierto era que despertaba ahora, algunas horas después, ya era de día. En su habitación no había demasiada luz, sus cortinas eran oscuras y gruesas; con ellas cerradas era fácil confundir el día con la noche. Con suma dificultad se incorpora, se arrastra hasta la orilla de la cama y se sienta en el borde.

     —Vaya, al fin despiertas... —susurró una voz ubicada en el más oscuro rincón de su habitación.

     Faustino se estremeció al escucharla, ¿era real o formaba parte de su imaginación?; no, tal vez seguía dormido y esto era parte de un sueño.

     —No, no estás soñando... —repuso la voz. Se escucharon unos cuantos pasos y apareció ante él una figura femenina. Era ella, la mujer que anoche había llamado insistentemente a su puerta. Dio un par de pasos más, luego se sentó junto a Faustino que permanecía congelado ante tal presencia.

     —¿Qué te pareció el espectáculo de anoche?, ¿Te gustó?

     Faustino permaneció mudo.

     —Bien, tu elocuente silencio me dice que te gustó... Fue tan bueno que aparentemente tu amiguito volvió a la vida... Al menos en tu cabeza, ¿no?

     La coloración del rostro de Faustino oscilaba entre la palidez y el rubor, sus manos pretendían ocultar la desnudez de su entrepierna.

     —¡Ja, ja, ja, ja..! —la mujer se puso de pie mientras sus carcajadas resonaban por la habitación y hacían un eco especialmente molesto en los oídos de Faustino. Ella se puso de pie, se paró justo frente a él, con sus rodillas le separó las piernas, doblegando la inútil resistencia del anciano, que ahora temblaba. Las manos de la mujer se apoyaron en sus hombros, le produjeron escalofríos. La carcajada volvió a hacer acto de presencia. Sintió que las manos de la mujer se deslizaban lentamente hacia abajo, recorriendo sus brazos, luego sus muslos, dejando siempre un rastro helado que le adormeció las rodillas cuando aquellas manos finalizaron su recorrido apoyándose en ellas, ella se había arrodillado y lo miraba fijamente a los ojos. El vértigo lo invadió, le faltaba aire, su sofocación le provocaba un extraño mareo.

     —Me envidias, ¿verdad? —susurró la mujer acercándose lo suficiente para que él sintiera su aliento, que era como el vaho que se desprende del hielo y su voz parecía lejana, irreal, con un ligero eco que retumbaba en sus adentros.

     —¿Cuánto la deseas?, ¿lo suficiente? —ahora sus manos avanzan, dejan las rodillas y se acercan peligrosamente a su entrepierna—. Sé que te doy asco, pero también sé que con gusto besarías mi boca sólo porque sabes que ha estado en contacto con la boca de ella, lo harías con la esperanza de encontrar en ella aunque sea un resabio de la saliva que su lengua deja cuando se mete a jugar aquí adentro. ¿Sabes qué es lo que más me gusta?, ofrecerle mi lengua para que la chupe, lo hace magistralmente, como si quisiera arrancarla, tardé algo de tiempo en acostumbrarme a sus “mamadas”, al principio duele, después es solamente placer. Por eso me gusta hacerle lo mismo a ella, aunque yo sé que no lo hago tan bien como ella; intento devolverle un poco de lo que ella me ofrece, el placer debe ser recíproco, ¿sabes?

     Ella tomó las manos de Faustino, las mismas que intentaban ocultar sus “vergüenzas”, ella las apartó y ante los ojos de Faustino apareció su miembro flácido. Ella lo tomó entre sus manos frías y comenzó a masturbarlo lentamente.

     —Apenas y puedo aguantar la tentación de llevármelo a la boca, pero, ¿no te gustaría que lo hiciera ella misma? Si su boca se pone a jugar con tu amiguito, de la misma forma en que juega con mi lengua, te va a hacer el mortal más dichoso sobre la faz de la tierra. Te aseguro que no solamente volvería a la vida, sino que no tardarías ni un minuto en venirte, ¿te imaginas viniéndote dentro de su boca?, ¿y ella golosamente, saboreando y comiéndose todo lo que escupa tu amiguito?, ¿te lo imaginas?, ¿no sería grandioso?

     —¿P-por qué m-me está ha-haciendo esto? —finalmente atinó a decir el atormentado Faustino.

     —Porque quiero que disfrutes el poco tiempo que te queda, y porque puedo hacer realidad todos tus deseos...

     —...¿así nada más? —preguntó Faustino luego de un prolongado silencio.

     —Claro que no... tú sabes que todo tiene un precio, y lo que te estoy ofreciendo no es una bagatela... lo sabes bien...

     —...¿y, cómo..?

     —A su debido tiempo, ancianito... a su debido tiempo... —los ojos de Faustino eran dos enormes interrogantes. La mujer dejó por la paz el miembro de Faustino, se llevó una mano al seno y sacó una tarjeta que depositó sobre el muslo derecho del anciano—. Como prueba de mi buena voluntad comenzaré por llevar algo de pan a tu boca... Ahora me tengo que ir.

      Faustino intentaba impedir que se marchara, exigía respuestas, pero su boca era incapaz de pronunciar palabra. Resonaron otra vez las carcajadas de la mujer como única respuesta ante la inquietud de Faustino, que impávido vio como la mujer se incorporaba.

     —Por cierto, acomodé en su lugar algo que anoche dejaste tirado por ahí. Y déjalo así como está, me gusta cómo se ve.

     Faustino volteó sus espaldas, justo al sitio donde la mirada de la mujer apuntaba; ahí estaba el crucifijo, colocado justo sobre la cabecera de su cama, pero estaba de cabeza nuevamente, justo como él no quería que estuviera. Volteó molesto en busca de la mujer para reclamarle tan ofensivo atrevimiento, pero ya no encontró nada, ella parecía haberse esfumado.

Continuará...