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Choque Térmico (Caliente).

en Sexo con maduros

CHOQUE TÉRMICO

(Caliente)

Por: Reriva.

    —¡Ya voy, ya voy!... —Grité ante la insistencia de los golpes a la puerta.

    Entreabrí un poco la puerta y me mantuve al resguardo de la misma. El que llamaba con tanta insistencia era mi hermano, amagó con entrar, pero yo lo contuve:

    —Estaba por meterme a bañar, no estoy vestida... ¿Qué pasa, tocas la puerta como si fueras cobrador!

    —Mujer, ¿dónde te metes? He estado tratando de localizarte como loco.

    —Estaba cansada y apagué el celular. ¿Por qué tanto apuro, hombre?, ¿sucedió algo malo?

    —Pues sí y no...

    —Explícate.

    —Hay una noticia buena y una mala, ¿cuál quieres escuchar primero?

    —La que tú quieras, me da igual.

    —Bueno, pues resulta que anoche, el Señor Pozos decidió que finalmente se va a retirar.

    —¿En serio?, no me dijo nada...

    —¿Pero cómo te lo iba a decir si tú ya te habías ido de la fiesta!

    —¡Oh, es cierto!, ¡qué tonta! —fingí demencia al respecto.

    —Sí, fue algo tremendo y muy emotivo, nos dio un discurso y toda la cosa, despidiéndose de uno por uno, muy paternal el hombre, ya sabes...

    —Sí, me imagino...

    —Parece ser que su conflicto contigo lo hizo recapacitar... Nos confesó que realmente solamente seguía apareciéndose por la oficina para sentir que tenía algo que hacer. Que se daba cuenta que en realidad le sería más útil a la empresa estando fuera de ella, que había que darle oportunidad a la sangre joven... ¿Quién se iba a imaginar que mi hermanita lograría en unos cuantos días lo que muchos no conseguimos por años!

    —Y, ¿cuál es la buena noticia?

    —¿Bromeas?, ¡esa era la buena noticia!

    —Ah...

    —Ahora va la mala: resulta que a petición directa de él y por la razón expuesta anteriormente: ya no vas a ser transferida...

    —¿En serio? —no cabía de gusto cuando escuché la noticia.

    —Claro, hermanita; por eso me interesaba tanto localizarte, para que frenaras las diligencias de la mudanza y todas esas cosas.

    —Ay, gracias; creo que no podía haber recibido una mejor noticia que esa.

    —Pero hay algo más que quiero decirte... —lo miré interrogante— Aparentemente el Señor Pozos no llegó a su casa anoche y no aparece por ningún lado. Estamos muy preocupados por él.

    —¡No!... —eso de fingir demencia se me estaba haciendo costumbre.

    —Me temo que algo le haya pasado, pues anoche cuando se fue iba algo pasadito de copas.

    —¿No sería posible que se hubiera ido por ahí a seguirla?, ¿que esté por ahí acompañado de alguna de sus amiguitas haciendo quién sabe qué cosas?

    —¡Ja, ja, ja..! ¡Qué ocurrente eres, hermanita! ¿A sus años y así como andaba de briago? ¡Ja, ja, ja! ¡Tienes mucha imaginación!

    —Tienes razón... suena muy loco. Aunque, quién sabe, como dices que andaba festejando su retiro...

    —Estamos temiendo que se haya extraviado o que le haya pasado algo malo... —Luego, mi hermano me miró de forma suspicaz e hizo como que buscaba algo a mis espaldas—. A menos que estés sugiriendo eso de la “amiguita” porque a lo mejor eres tú la que lo tiene escondido en su habitación, y que hayas estado sometiendo al pobrecillo a tus más bajos y depravados instintos durante toda la noche y en lo que va del día.

    —¡Ay, sí; brincos diera el viejo verde!... Con lo joven, guapo y apetecible que está... Y sobre todo por lo bien que nos caemos, ¿no?

    —¿Cómo crees? ¡Es broma, hermanita!

    —Pues no me hace ninguna gracia, ¿eh?

    —Sí, lo noté por esa cara de asco que pusiste... Fue una broma de muy mal gusto, lo admito y me disculpo por ello.

    —No, por esa no creas que te voy a disculpar muy fácil.

    —Está bien, te debo una... Bueno, no te entretengo más. Sigue con lo tuyo, chiquilla. Nos vemos en la oficina la semana que entra. Hasta luego.

    —Adiós, y gracias...

    —No me agradezcas a mí, agradécele al Señor Pozos... si es que algún día lo vuelves a ver.

    —Me lo voy a comer a besos en cuanto lo vea, ya verás... Que al cabo lo tengo amarrado en mi cama, descansando luego de las desenfrenadas sesiones de pasión a las que lo he estado sometiendo desde anoche... Y en cuanto te vayas, voy a seguir donde me quedé, sólo espero que no se me vaya a morir en el acto el pobrecillo.

    —¡Ja, ja, ja!... Ya, no seas asquerosa, hermanita... ¡Ja, ja, ja!... Me vas a hacer vomitar de sólo imaginarme eso... ¡Ja, ja, ja!... ¡Nos vemos!... ¡Guácala, por tu culpa no voy a poder comer a gusto por una semana!

    —¡Tú empezaste a bromear con esas asquerosidades, así que te aguantas!... ¡Ja, ja, ja!...

    Le hice un último ademán con la mano y en cuanto cerré la puerta me di cuenta de que estaba sudando frío. Me sorprendí a mí misma de mi audacia, de cómo estuve bromeando con ese asunto. Me sentía como si la policía me hubiera interrogado y yo tuviera escondido un cadáver en mi armario. Por supuesto que no tenía al Señor Pozos atado a mi cama, pero ahora mismo lo podía contemplar dormido plácidamente en el sofá de mi sala.

    Sacudí mi cabeza y me reí conmigo misma. Tomé las cosas que había dejado en uno de los sillones y proseguí mi camino rumbo al baño. En el trayecto me imaginaba el titular de un diario sensacionalista: “Lujuriosa jovencita secuestra y somete a aberrantes vejaciones a indefenso ancianito”.

    Mientras me preparaba para bañarme, recordé lo acontecido en la madrugada, cuando me quedé a la deriva a media calle, luego de ver que el taxi desaparecía de mi vista. Me había quedado ahí sintiendo el frío de la madrugada castigando mi otrora ardiente piel. Con la vista fija en el suelo, derrotada. Hasta que vi la punta de sus zapatos. Yo había dado por sentado que el Señor Pozos se había marchado en el taxi, pero en realidad ni siquiera lo había abordado.

    Me abracé a sus piernas, asiéndolo, como quien recupera algo que creía perdido. Mi piel que se sentía fría como el hielo ahora quería robarle algo de calor a él. Fui ascendiendo desde sus tobillos, como quien trepa por la rama de un árbol a gran altura, apretando fuerte para no caer. Lo hice hasta más allá de sus muslos, hasta que pude refugiar mi rostro en ese sitio tan añorado, donde me embriagué con ese intenso y excitante aroma, pude sentir en mis mejillas la fría humedad que lo despedía. Me hundí más en ese maravilloso lugar, restregando mi rostro entero para impregnarme de su esencia. Luego saqué mi lengua y lo lamí, tratando de disfrutarlo, de saborearlo. Metía la tela humedecida en mi boca y chupaba para extraer de ella todo resto que contuviera. Había perdido la cordura, estaba como poseída. Ardía nuevamente y esta vez era en serio. Sus manos acariciaron mi cabello.

    —Levántate, cariño; estamos en medio de la calle... —Me conminó a ponerme de pie, a regañadientes abandoné mi refugio y me dejé conducir de vuelta a la casa.

    Apenas entramos en la casa, cerré la puerta presurosa, la aseguré y arrinconé al Señor Pozos contra la pared. Mi mano se fue nuevamente allí abajo a acariciar ese tesoro que ahora flácido era resguardado por la tela humedecida. Lo miraba fijamente a los ojos mientras lo hacía, llevé mi mano libre a su nuca y lo atraje hacia mí para devorar su boca. Lo hacía con tal ansia que sentía que estaba por arrebatarle la poca vida que le quedaba.

    Los encuentros cercanos con la tercera edad no eran ninguna novedad para mí, pero nunca antes había besado a un hombre tan viejo como el Señor Pozos y debo confesarlo, eso me encantaba. Era como si estuviera rompiendo alguna especie de récord, como si cada año extra le agregara un porcentaje adicional de morbo a la situación y eso me excitaba sobremanera.

    Pasaron los minutos y yo seguía en lo mío, esmerándome en acariciar su miembro que cada vez daba mayores señales de vida y en comérmelo a besos. En un momento dado, el Señor Pozos me forzó a que le diera un respiro, frenando el ímpetu con que me lo devoraba, yo también necesitaba ese respiro; sin embargo, mi mano seguía como si tuviera vida propia, muy metida en lo suyo.

    —Estaba temiendo que se hubiera ido —le confesé.

    —No pude, quería hacerlo, de verdad; pero no pude.

    —Me hubiera puesto enferma si lo hubiera hecho.

    —Entonces agradécele al chofer, en realidad me quedé porque no quiso llevarme.

    —Seguramente no le gustó que le reclamara el llegar tan tarde...

    —Eso... Y tal vez le pareció demasiado bizarro ver a un viejito eyaculando en sus propios pantalones mientras le reclamaba por llegar tan tarde.

    —¿Y cómo pudo ser tan perspicaz como para notar algo como eso?

    —Quizás porque por azares del diseño automotriz su cara quedo justo frente a mi entrepierna.

    —Debió ser un espectáculo muy excitante... yo hubiera disfrutado mucho viéndolo.

    —Pues te tengo noticias... Si sigues haciendo eso no va a tardar mucho en volver a suceder.

    Yo sonreí maliciosa. Nuestras bocas volvieron a unirse con más pasión y esa pasión redoblada traté de imprimírsela a las caricias que le prodigaba. Unos minutos más y volvió a pedirme un respiro. Sabía que el momento estaba próximo. Me acuclillé, dejando mi rostro a la altura de su entrepierna y continué con mi labor masturbatoria. Solamente unos movimientos más y noté como se tensaba, mis movimientos se hicieron más lentos y marcados y comencé a sentir sus convulsiones. El espectáculo era excitante, ver la tela que se humedecía al contacto de los chorros que expulsaba, retenido en su mayoría, pero con una parte que alcanzaba a filtrarse por la delgada tela, el color del pantalón hacía bastante notorio el cambio de color al humedecerse. Seguí acariciándolo con pasmada lentitud hasta que acabó de derramarse por completo.

    —Esto se me va a volver una fijación —dije buscando su mirada.

    En seguida procedí a repetir el ritual que ya había puesto en práctica a media calle. Restregando mi rostro en su humedad excitante, con la diferencia de que ahora intenté hacerlo más de prisa, para poder disfrutarlo todavía caliente. Sentía sus dedos juguetear con mis cabellos mientras yo me esmeraba en robarle a la tela sus últimos restos de esencia masculina. Por supuesto que le estaba dedicando al acto mayor tiempo del requerido. Noté que sus piernas flaqueaban. Busqué su rostro con la mirada y noté que le costaba trabajo conservar el sentido.

    Consideré que ya había estado bueno de jugueteos. Me incorporé para brindarle algo de apoyo y acompañarlo hasta el sofá, le ayudé a quitarse el saco y luego los zapatos. Lo conminé a recostarse, me tendí encima de él y lo seguí besando mientras dormitaba, lo seguí haciendo hasta que ya no tuvo más fuerzas para corresponder a mis caricias. Entonces ya no supe si simplemente se había quedado dormido o si se había desmayado. Hubiera querido quitarle también el pantalón porque se lo había dejado demasiado empapado de saliva, pero algo en mi interior me dijo que no era correcto hacerlo, que sería como despojarlo de su dignidad, así que lo dejé en su lugar. Traje una manta y lo cubrí.

    A la mañana siguiente me levanté sintiéndome renovada, como si me hubiera quitado un enorme peso de encima.

    Me pregunté si sería capaz de repetir mi aventura nocturna, o incluso de llevarla más lejos. Contemplándolo dormir tomé conciencia de que ni siquiera me había quitado el vestido que había usado el día anterior, además, mi cuerpo me estaba pidiendo a gritos un buen baño. Fui a mi habitación por un par de cosas que necesitaba para bañarme y a quitarme finalmente el vestido, que ya estaba bastante maltratado. Pero se me había ocurrido algo mejor, traje mis cosas a la sala y las dejé sobre un sillón. Luego, como si el Señor Pozos fuese mi público, comencé a hacerle un strip-tease. No puse música, ni me puse a cantar nada, no quería perturbar su descanso aunque sí estaba deseando que se despertara sorprendiéndome a media función y con ello regalarle un agradable despertar. La función avanzó y el Señor Pozos no dio señales de volver en sí. Las pantaletas eran la última de las prendas que llevaba encima y justo cuando comenzaba a deslizarlas por mis piernas fue que mi hermano me interrumpió llamando a la puerta.

    Tan metida estaba en mis pensamientos, con los ojos cerrados, sintiendo el agua tibia recorrer mi cuerpo, que me sacó totalmente de balance lo que vi al abrir los ojos.

    —¡Señor Pozos, qué hace usted ahí?

    —Nada que no hayas hecho tú antes, preciosa; eso tenlo por seguro... —Me respondió el Señor Pozos asomado por la ventila del baño.

    —Eso es muy peligroso, no se arriesgue así... Si gusta, lo puedo dejar ver más de cerca— le propuse sonriéndole con coquetería.

    Su sonrisa maliciosa me dijo que aceptaba mi proposición. Instantes después escuchaba que golpeaba la puerta del baño.

    —Señorita, ¿está usted bien? —preguntaba el Señor Pozos del otro lado de la puerta.

    —Sí, Señor Pozos; me encuentro mejor que nunca.

    —Podría darse prisa, por favor; necesito usar el baño.

    —En un momentito más estoy lista.

    —En serio, señorita; es urgente, le juro que si no se da prisa me va a ganar.

    —Espéreme tantito, Señor; ya mero termino, un momentito nada más.

    —Por lo que más quiera, se lo suplico, señorita; ábrame que ya siento que me escurren las primeras gotas.

    —No tardo mucho, se lo juro, solamente estoy reflexionando frente al espejo... Ja, ja, ja...

    —Ja, ja, ja... Eres cruel, me invitas a verte más de cerca pero dejas la puerta asegurada por dentro.

    —¿En serio?... Discúlpeme, Señor Pozos; creí que la había dejado abierta y que usted solamente estaba bromeando.

    —¡Ja, ja, ja!... No, nena; en verdad la dejaste cerrada.

    —En ese caso, no se desespere, en un momentito le abro.

    —Te agradecería que te dieras prisa porque es en serio eso de que tengo ganas de orinar, eh.

    —Ya voy, ya voy; no desespere... —Me encantaba hacer desatinar a este hombre, así que lo hice esperar todavía más.

    Envuelta en una toalla, finalmente abrí. El Señor Pozos entró apresuradamente y casi me atropella. Mientras era víctima del consabido bailecillo a que obliga la proximidad de la micción, luchaba contra el cierre de su pantalón, sus movimientos eran poco certeros y estaba tardando más de lo debido en abrir la bragueta.

    —¡Oh, no; no puede ser!... —maldijo mientras sentía que el chorrito traicionero estaba haciendo de las suyas comenzando a humedecer su pantalón.

    Yo no pude evitar reír divertida ante tal situación. Ello parecía complicar más las cosas para él.

    —Por favor, muchacha; no me mires, me pones nervioso...

    —Está bien, Señor Pozos; como usted ordene.

    Decidí respetar su intimidad y salí cerrando la puerta. Por supuesto que el espectáculo no me lo iba a perder, por lo que me apresuré en ubicarme en ese rincón privilegiado que ofrecía la escalera junto a la ventila. Ya ubicada en ese lugar pude ver que el Señor Pozos ya era dueño de la situación y orinaba tranquilamente. Después, como la noche anterior procedió a enjuagarse en el lavabo luego de la respectiva sacudida.

    —¡Dios, nunca me cansaré de este espectáculo!

    —Ahí estás de nuevo, chiquilla fisgona... No sé porque no me extraña... Tan seriecita que te miras y tan pervertida que me resultaste... ¿Quién en su sano juicio tiene una escalera fija en la ventana del baño para poder espiar a los que lo usan?

    —Ya invité a todos los de la oficina a orinar a mi casa... Usted era el único que me faltaba...

    —¿Y qué te ha parecido?

    —Valió la pena esperar, Señor Pozos, en verdad valió la pena. De haber sabido que ofrece un espectáculo tan bueno lo hubiera invitado desde hace mucho tiempo. ¡Ja, ja, ja!...

    —¡Chiquilla loca, y encima te burlas de este pobre viejo!...

    —No, en serio me encanta verlo “reflexionando” frente al espejo, ¡ja, ja ja!

    —¡Anda, si quieres puedes venir a ver más de cerca!

    No tenía que pedírmelo dos veces. Bajé de mi sitio y regresé al baño, pero al llegar, el Señor Pozos ya había guardado sus miserias en su lugar.

    —Es usted muy malo, me dijo que me iba a dejar ver de cerca... —le reclamé fingiendo un puchero y viendo anhelante su entrepierna que lucía una mediana mancha de la humedad dejada por un chorrito traicionero de orina.

    —¡Ah, sí? Déjame recordar un poco... Tú igual, solamente me prometiste que me dejarías ver más de cerca... y nada... Es más, yo te he dejado ver más que tú a mí, ni siquiera te pude ver cuando te estuve espiando por la ventana, todo el tiempo te cubriste los pechos y además te estabas bañando con las pantaletas puestas.

    —Viéndolo de ese modo, tiene usted toda la razón, Señor Pozos... —me fui acercando lentamente a él, tomando el borde superior de la toalla con que cubría mi cuerpo— Pero, ¿ya vio usted dónde están ahora las pantaletas de las que habla?

    El Señor Pozos siguió la dirección de mi mirada y entonces las descubrió tendidas sobre el tubo que sostenía la cortina de la ducha. Luego devolvió la mirada hacia mí mientras mis manos deshacían lentamente el nudo que sujetaba la toalla a mi anatomía. Sus ojos se iluminaron ante la promesa de lo que se avecinaba.

    —Es justo entonces que yo le devuelva un poco de lo que usted me ha obsequiado, ¿no cree?

    Él movía su cabeza afirmativamente mientras yo deslizaba la toalla lentamente, tragó saliva cuando la retiré completamente de mi cuerpo pero siempre ocultándome detrás de ella, la sostenía con ambas manos frente a mí, a la altura de mis hombros, usándola como una cortina que nos separaban a él y a mi desnudez.

    —Lo que está a punto de ver, nadie ha tenido el gusto de presenciarlo, sus ojos serán los primeros en tener ese privilegio, ¿está listo?

    Su cabeza se movió afirmativamente. Su rostro reflejaba una ansiedad enorme. Se limpiaba el sudor de las manos en sus pantalones, muy cerca de su entrepierna.

    —Además, si logra atraparme, le voy a hacer el mejor regalo de su vida...

    Lo escuché emitir algo que no supe descifrar si era un suspiro o un jadeo. Acto seguido, acorté la distancia entre ambos y con un rápido movimiento le cubrí la cabeza con la toalla para luego echarme a correr rumbo a mi habitación.

    —¡Si me atrapa tiene su regalo, Señor Pozos! —Le grité antes de entrar en mi dormitorio, mientras cerraba la puerta vi que el pobrecillo apenas había conseguido dar un par de pasos fuera del baño.

    —Vaya que si eres cruel, muchacha... ¿Te estás divirtiendo?

    —Un poco, sí... ¡Ja, ja, ja!...

    Iniciamos una conversación teniendo la puerta de mi habitación como barrera. Trató de convencerme de que le abriera y volvió a apelar a lo injusta que estaba siendo con él. Después de algunos minutos, convencida de que tenía la razón en lo que me decía, le abrí la puerta. Sin embargo, no le hizo ninguna gracia verme ya completamente vestida y lista para salir.

    —¿Y ahora a dónde vas?, ¿me vas a dejar así?

    —Ande, Señor Pozos, no sea usted enojón. Acompáñeme, lo invito a almorzar.

    Se mostró bastante reticente ante mi propuesta, evidentemente él tenía hambre de otra cosa y lo frustraba el tener que postergar ese apetito para satisfacer otro.

    —No sea malito, Señor Pozos, recuerde que lo bueno, si se hace esperar resultará doblemente bueno —susurré a su oído mientras una de mis manos se deslizaba entre sus piernas, acariciando su incipiente erección—. Además, en el camino se le terminará de secar esa humedad.

    A regañadientes y ante la incierta promesa de que volviendo le obsequiaría algo inolvidable, me llevé al Señor Pozos a almorzar a una fonda que quedaba a unas cuantas cuadras de distancia. Solía frecuentarla por su limpieza y por el buen sazón de la dueña que además era de lo más simpática.

    —¿Y quién es este joven tan guapo que la acompaña hoy, señorita? —Preguntaba divertida la dueña de la fonda— No me diga que es su novio...

    —Ay, hágamela buena, doña... Para nada, este joven tan guapo es mi abuelito que vino a visitarme por las vacaciones de Navidad.

    Apoyé mi aseveración dándole un beso en la mejilla al Señor Pozos y aprovechando que el mantel de la mesa nos mantenía a salvo de miradas extrañas, comencé a acariciar su muslo, peligrosamente cerca de su entrepierna.

    —Fíjese que mi abuelo se pasó un poco de copas anoche y ahorita trae una resaca que no puede ni con su alma... ¿Tiene algo que le pueda ayudar a curársela?

    —Claro que sí... Señor, le recomiendo que se coma un caldito de camarón... Le aseguro que con eso se va a alivianar...

    —Pues que sean dos, señora.

    El semblante del Señor Pozos fue cambiando mientras saboreábamos nuestro caldo de camarón.

    —Este caldo está delicioso, y no solamente me va a curar la cruda, mucho me temo que también me va a poner un tanto “venenosillo”...

    —Eso lo tengo que comprobar —dije coqueta al tiempo que mi mano traviesa se aventuraba más allá de sus muslos, tratando de constatar la aseveración del Señor Pozos, quien miraba vigilante al rededor, esperando que nadie se diera cuenta de mi “travesurilla”.

    —¿Y bien? —preguntaba por el resultado de mi exploración.

    —Pues, “venenosillo” no me consta; pero “venosillo” si que se siente.

    El resto del almuerzo seguimos enfrascados en una charla intrascendente que giraba en torno a indirectas de lo que esperábamos que sucediera un poco más tarde. Por supuesto que yo estuve todo el tiempo de “tentona”, hasta que él me dijo al oído:

    —Ya estate quieta, querida nietecita; no quiero venirme otra vez en los pantalones.

    —¡Ay, abuelito; no sea usted así!... —Reclamé con voz aniñada, a sabiendas que la dueña de la fonda se acercaba a la mesa.

    —Señor, no la regañe; es buena muchacha...

    —Es que ese es el problema, es una nieta demasiado “cariñosa”...

    —Usted déjese querer, déjese consentir... Ya quisiéramos muchos que nuestros nietos nos pusieran siquiera un poquito de atención.

    —Es que ya terminamos y ya nos tenemos que ir, señora —el Señor Pozos intentaba levantarse mientras yo lo sujetaba de un brazo para que no lo hiciera.

    —Todavía no, abuelito; todavía nos falta el postre.

    —¿Lo ve, señor? Ella lo quiere consentir, usted déjese querer disfrutando del postre... Hoy hay unas fresas con crema, deliciosas.

    —Ay, qué más quisiera yo, señora... Pero mi diabetes no me deja...

    —Pero yo sí quiero postre, doña; démelo para llevar...

    Salimos del lugar muy en nuestro papel de abuelo/nieta, yo haciendo las veces de nieta juguetona con un comportamiento más infantil del que debiera, tomada del brazo de mi abuelo postizo y colocándome estratégicamente delante de él tratando de ayudarle un poco a ocultar esa erección que se cargaba.

    —Abuelito, si usted usara calzones le sería más fácil disimular lo “venenosillo” que anda.

    —Si tuviera una nieta menos traviesa, no me haría pasar estas vergüenzas en público.

    —Pero admítalo, abuelito; le encanta que su nieta sea así de traviesa.

    —La verdad, me gustaría que fuera menos traviesa en público, pero mucho más traviesa en privado.

    —Lo siento, abuelito; no siempre se le puede dar gusto a toda la gente. Mira, vamos a ese jardincito, me gusta mucho, es muy bonito y muy tranquilo. Ahí nos podemos comer el postre con toda calma.

    Seguí metida en mi papel de nieta inquieta, llevando de la mano al Señor Pozos hasta aquel apacible parquecito público, con bellos jardines y bancas para poder disfrutarlo. Yo solía ir de vez en cuando a leer o simplemente a relajarme. Tenía mi propio rincón, una banca alejada del paso de la gente. Ambos nos sentamos sintiéndonos bastante cómodos y relajados.

    Procedí a abrir el recipiente desechable en que llevábamos las fresas con crema y empecé a disfrutarlas delante del Señor Pozos, saboreándolas exageradamente.

    —¿Acaso no piensas convidarme, come-sola?

    —Claro que no, abuelito; esto es veneno puro para usted, acuérdese que debe controlar sus niveles de azúcar.

    —Eso de la diabetes es puro cuento, se lo dije a la vieja esa nada más para poder irnos pronto de ahí...

    —Ahora no me venga con cuentos, abuelito... No quiero ser yo la responsable de que vaya a tener un problema que acabe matándolo... —Y seguí disfrutando de mi postre de manera provocadora— ¡Hummm!... ¡Esto es una delicia!

    El pobrecillo no perdía detalle y se le notaba a leguas que se le hacía agua la boca. Yo, además procuraba darle al espectáculo un toque de sensualidad que estaba surtiendo efecto en mi abuelito postizo. En algún momento, un poco de crema cayó en mi escote y casi suelto la carcajada al notar que estaba embelesado viendo cómo la recuperaba con un dedo para luego llevarla a mi boca.

    —Aunque... —le dediqué la mirada más coqueta que era capaz de producir— Si esto es veneno puro para usted, tal vez pueda ayudarle a sentirse un poco más “venenosillo”, ¿no cree?

    Me puse de pie y me senté en su regazo, a él le brillaron los ojos ante mi acción. Tomé la cucharilla y le ofrecí un bocado que se apresuró a engullir. Luego otro y otro más.

    —¿Tú ya no vas a comer?

    —No, abuelito; yo ya me comí mi parte, disfrute usted de la suya.

    Le ofrecí otro bocado y a propósito hice como que había tenido mala puntería, embarrándolo un poco entre boca y nariz. De inmediato se llevó la mano al rostro con intención de limpiarse, pero se lo impedí.

    —No, abuelito; déjeme a mí...

    Lo sentí estremecerse al sentir el contacto de mi lengua en su cara para recoger la crema.

    —No olvides que ya me comí mi mitad, esto es tuyo...

    Le ofrecí los restos de crema contenidos en la punta de mi lengua y él la chupó ansioso mucho más tiempo del necesario para comerse lo que le ofrecía. Luego volví a llenar la cucharilla, pero en lugar de dársela a él la metí en mi boca. Cuando la entreabrí ofreciéndole su contenido se perdió en ella devorándome con pasión. El postre ya se había terminado, pero el Señor Pozos siguió devorándome con desesperación. Mientras lo hacía, me apretaba entre sus brazos, yo desde donde estaba sentada, podía sentir su erección en pleno. Como pude contuve el frenesí en que estaba sumergido y del cual yo no me encontraba demasiado ajena.

    —Espere un poco, Señor Pozos... Déjeme tirar esto a la basura, no vaya a ser que hagamos un batidero... —me refería al recipiente del postre el cual ya solamente contenía restos de crema.

    Ambos teníamos la respiración entrecortada y el pulso acelerado. Fui en busca de un cesto de basura donde depositar el recipiente. Instantes después ya estaba de regreso junto al Señor Pozos.

    —¿No ibas a deshacerte de eso? —Preguntó el Señor Pozos al verme de regreso con el recipiente todavía en mis manos.

    —Es que tuve una mejor idea...

    Me acerqué hasta él, abrió sus piernas y yo me detuve justo entre ellas. Estiró sus brazos como invitándome a que me sentara a horcajadas sobre él. Pero antes de hacerlo y ante su sorpresa, derramé los restos de crema sobre su pantalón, justo en su entrepierna.

    —¡¿Pero qué haces, muchacha?! Si este pantalón de por sí ya era un asco... ¿De qué te ríes?

    Como única respuesta, me puse de cuclillas entre sus piernas y comencé a acariciar su miembro por encima del pantalón embadurnado de crema.

    —No su preocupe, abuelito... Ya verá como su nieta favorita va a dejar completamente limpio ese bonito pantalón.

    El Señor Pozos relajó su cuerpo recargando su espalda completamente y elevando su mirada hacía las ramas de los árboles mientras yo me esmeraba en limpiar su pantalón con mi lengua y además lo masturbaba por encima de la delgada tela. La labor me tomó bastante tiempo, pues había que esmerarse mucho. Había momentos en los que parecía ya haber terminado, pero resultaba otra manchita que había pasado por alto.

    Cuando finalmente estuve satisfecha con el resultado se lo comuniqué a mi abuelito postizo.

    —Listo, abuelito; ya terminé... Quedó como nuevo.

    Pero el Señor Pozos, estaba demasiado tenso... Se le notaba que algo me quería decir, pero se le notaba que sufría enormidades tratando de hilar las palabras.

    —S-sigue, por favor... No pares, te lo suplico...

    —Ya no es necesario, abuelito... Ya terminé, mira; está completamente limpio...

    —P-por favor... e-es que... e-es que... e-estoy... m-muy...

    —Muy... ¿venenosillo?

    El Señor Pozos asintió suplicante. Jamás en la vida había visto una expresión tan conmovedora. No pude más que acatar sus ruegos. Ahora ya no usé las manos, me esmeré en lamer, chupar, mordisquear su miembro a lo largo y a lo ancho por encima de la tela. No tuve que hacerlo por mucho tiempo, un par de minutos tal vez. Cuando comencé a sentir sus espasmos me apresuré a engullir la cabeza de su pene envuelta en tela. Succioné con fuerza y entonces pude disfrutar por primera vez en mi vida de ese maravilloso jugo de hombre brotando directamente de su fuente, o casi, porque estaba siendo filtrado por una delgada tela. Permanecí prendida ahí, mucho tiempo después de que los últimos restos dejaron de manar. Sentí como la erección quedaba atrás y muy a mi pesar ya no fui capaz de sostener el miembro en mi boca.

    —Ningún postre de la doña se puede comparar, usted tiene mucho mejor sazón, abuelito...

    El Señor Pozos sonrió ante mi cumplido. Me senté a horcajadas sobre él, me abracé a su cuello y me dediqué a besarlo, mientras él recorría mi espalda entera. A medida que mis besos aumentaban su intensidad, sus manos se aventuraban a explorar más allá de la espalda, concentrándose en mis nalgas, acariciando con suavidad primero, como quién da el suave acabado a una escultura, pero luego incrementaban su intensidad como amasando nuevamente la arcilla, como queriendo destruir la obra que recién terminara. Sus dedos huesudos hurgaban en la hendidura que dividía mis nalgas y pugnaban por perforar la tela que la cubría. Yo me sentía enloquecer y no atinaba si dedicarme a disfrutar de sus caricias o seguir prodigándole las mías.

    Una de sus manos se había quedado de planta hurgando en mi retaguardia, mientras que la otra comenzó a explorar mis senos que flotaban libres bajo mi blusa. Suspendí mis besos y eché mi cabeza para atrás, en aras de facilitarle la tarea. Su mano tiró de mi escote, lo flexible de la tela le permitió dejar uno de mis senos al descubierto, inmediatamente su boca se adueñó de mi pezón succionándolo hambriento. Tras unos minutos buscó mi otro seno y le dio el mismo trato que al anterior pero por encima de la ropa. Yo estaba disfrutando de lo lindo mientras el Señor Pozos jugaba con mis pezones que no recordaba haberlos sentido tan hinchados y sensibles. Era un morbo espectacular, ya que no dejábamos de estar en un lugar público, abracé su cabeza apretándolo más contra mis pechos y empecé a besuquear su calva, elevé un poco mi cabeza superando un poco los arbustos que nos servían de barrera y pude contemplar el mundo desde ahí, los demás paseaban, descansaban o jugaban totalmente ajenos a lo que estaba pasando entre nosotros, o casi... Porque el Señor Pozos había suspendido sus caricias, cuando traté de averiguar lo que sucedía, me di cuenta que el Señor Pozos tenía la mirada clavada a un costado, donde a unos metros un niño nos miraba fijamente sosteniendo una pelota entre sus manos. Sus ojos estaban llenos de asombro, no alcanzaba a concebir lo que estábamos haciendo.

    —¡Hijo, dónde te metes? —escuchamos la voz de una mujer mayor que no tardó en aparecer en escena.

    A pesar de que rápidamente intentamos recomponernos la ropa, la mujer se nos quedó mirando con ojos de pocos amigos. Le sonreímos amablemente, pero algo que flotaba en el aire parecía delatarnos como culpables de algo indefinido, pero que seguramente era malo. La mujer tomó al niño de la mano y se apresuró a llevárselo.

    Decidimos que era tiempo de marcharnos llevando nuestra calentura a cuestas, lo hicimos a toda prisa, aunque tuve que regresarme por el recipiente del postre para depositarlo en la basura. Cuando nos alejábamos veíamos cómo la señora hablaba con otros en tono quejoso y señalaba reiteradamente el lugar donde estuvimos jugando. Mientras el niño nos señalaba a nosotros sin que los adultos lo atendieran.

    —¿Cuánto tiempo nos habrá estado mirando el pobre niño?

    —No lo sé, pero probablemente ya lo dejamos traumatizado para toda la vida.

    —No creo, me parece demasiado pequeño como para tener idea de lo que vio.

    —¡Diablos, tan bien que la estábamos pasando!

    —¿Conoces algún otro parquecito a donde podamos ir a continuar?

    —¡Ja, ja, ja!... Veo que le está tomando gustillo a eso de “hacer travesuras” en lugares públicos.

    —El contacto con la naturaleza y el aire fresco siempre son estimulantes. Aunque lo que más cuenta es la compañía...

    —Yo me quedé con ganas de seguirle, ¿usted no?

    —Por supuesto, chiquilla... Pero debes tenerme algo de consideración, a mi edad ya no se puede “recargar” tan rápido.

    —Será que necesita otro caldo de camarón para volver a ponerse “venenosillo”.

    —Tal vez, o quizás sea suficiente con dejar pasar un poco de tiempo... Alguien me dijo que lo bueno, si se deja esperar resulta doblemente bueno.

    —Siendo así, tómese su tiempo... Pero le advierto que mientras tanto, estaré revisando el termostato con mucha frecuencia —Reforcé mis palabras con un ligero apapacho entre sus piernas. Él se dejó hacer con una sonrisa, me rodeó con su brazo y seguimos paseando con tranquilidad.

    En el fondo me sentía algo decepcionada. Claramente era él quien no me tenía consideración, porque yo seguía hirviendo y él no perecía tener intención alguna de atender la calentura que se me había estado acumulando desde la noche anterior. Pero decidí no hacer evidente mi malestar, con la esperanza de que llegada la ocasión lo disfrutaría doblemente.

    Seguimos paseando por un par de horas, aprovechando cualquier rincón que nos asegurara un poco de privacidad para besarnos y manosearnos, siempre tratando de que las cosas no subieran demasiado de tono, manteniéndonos dentro de ambiente meloso y romántico que estábamos disfrutando mucho. Pero no podía evitarlo, mi calentura iba en ascenso, mi entrepierna estaba empapada y no dejaba de chorrear.

    Nos sorprendió la hora de la comida y decidimos darnos “un baño de pueblo” y comer en un mercado.

    —Vamos a comer aquí, abuelito... —Dije en voz alta, en un puesto de mariscos donde recordaba haber consumido alguna vez.

    —¿Estás segura, hija? —Otra vez estábamos metido en nuestro juego de abuelo/nieta.

    —Claro que sí, abuelito; ya he comido varias veces aquí y está muy rico, ya lo verá...

    La comida fue deliciosa, y yo terminé antes. Estaba claro que el Señor Pozos pretendía ponerse “venenosillo” disfrutando de su cóctel jumbo de mariscos. Yo, mientras esperaba a que terminara, de vez en vez, deslizaba furtivamente mi mano entre sus piernas para constatar que ya estaba otra vez listo para la batalla.

    —Con cuidado, chiquilla...

    —No se preocupe, no lo quiero dejar sin parque antes de llegar al frente de batalla.

    —¿Crees que debería pedir otro de estos para tener reserva suficiente de municiones?

    —No creo que haya suficientes mariscos como para poder abastecerlo de todas las municiones que va a necesitar. Le aseguro que la batalla va a ser muy larga y bastante cruel.

    —Esas amenazas me ponen a temblar, pero no sé si es de temor o de ansiedad por que llegue el momento...

    Sus palabras me llevaron a besarlo de manera espontánea, ahí en ese lugar tan concurrido. Me pareció tan excitante que lo repetí un par de veces. Luego recorrí la expresión de los demás que iban desde el asombro hasta la total desaprobación.

    —¡Es que quiero mucho a mi abuelito!... —Fue la explicación no pedida que le dí al atónito dependiente del lugar.

    —Vaya, veo que te estás volviendo exhibicionista.

    —Sí, y a usted le encanta que lo sea...

    —¡Ja, ja, ja!... Nunca antes me habían volteado a ver con tanta envidia.

    —¡Voy al baño, abuelito! ¿Me alcanzas?

    —Creo que yo también voy a ir, te alcanzo en un momento...

    Rematé la exhibición con un nuevo beso y mientras él liquidaba la cuenta yo me adelanté para pasar al sanitario. Ahí pude comprobar mi real estado de excitación, mis pantaletas estaban totalmente mojadas, por lo que decidí quitármelas y enredármelas en la muñeca a modo de pulsera. Me refresqué la cara y me recompuse un poco el cabello. Cuando salí, el Señor Pozos ya me esperaba en la puerta.

    —Mire, abuelito; ¿le gusta mi pulsera nueva?

    —Yo no sé de esas cosas, pero se ve bonita... —Sus palabras eran por mera cortesía, pues ni siquiera le prestó atención.

    —Y está perfumada, huela...

    Al aspirar, logró captar mi intimidad y supo de lo que se trataba realmente; lo que ahora sí que lo hizo reaccionar y lo noté evidentemente en la rigidez que se frotaba contra mi cadera.

    —¿Quiere que volvamos a casa ya, abuelito?

    —Es más que necesario, querida nietecita. Pero tenemos que tomar taxi porque no pienso irme caminando de regreso.

    Era cierto, no tendríamos paciencia suficiente como para volver a pie. La urgencia era ya demasiada como para postergar tanto lo que nuestros cuerpos nos pedían a gritos desde hacía buen rato. Decidimos pasear algunos minutos, tomados de la mano, para hacer digestión. Cuando lo consideramos prudente y se dio la ocasión tomamos un taxi.

    —Está muy bonita tu pulsera, hija... Y huele muy rico...

    Repetía de vez en vez el Señor Pozos durante el trayecto de vuelta, llevando mi muñeca hasta su nariz para aspirar profundamente. Luego, cuando soltaba mi mano, yo disimuladamente la depositaba en su regazo y le hacía muy leves cosquillitas que lo enervaban. Constantemente, el chofer nos miraba con curiosidad por el retrovisor, adivinaba algo de complicidad entre nosotros, pero le costaba trabajo adivinar la real naturaleza de lo que traíamos entre manos.

    Entramos en la casa atropelladamente, besándonos y prodigándonos caricias de forma caótica por encima de nuestras ropas, unas veces, otras intentando hurgar dentro de ellas, sin demasiado éxito, por cierto. Así, a trompicones, acabamos derribándonos en la cama de mi dormitorio, yo encima del Señor Pozos devorándomelo a besos, mientras restregaba mi entrepierna directamente contra su miembro erecto, todavía cubierto por su pantalón; a diferencia de mí, que bajo la falda lo frotaba con mi piel totalmente desnuda.

    Él intentaba abrir la bragueta mientras yo desabrochaba su cinturón. En un movimiento casi violento le deslicé los pantalones hasta los tobillos, pretendía quitárselos por completo, pero se quedaron enredados en los zapatos, de tal forma que requerían invertir bastante tiempo para desatorarlos; mi urgencia no me permitía perder el tiempo, de modo que los dejé ahí.

    Como ya sabía, el Señor Pozos no usaba calzones, por lo que pude contemplar su miembro directamente, en plena erección, surgiendo desafiante entre su abundante mata blanca. Quería tocarlo, pero no me atrevía, como cuando observas algún insecto de colores atrayentes, pero que intuyes que puede ser peligroso. No sabía si salivaba más mi boca o mi entrepierna.

    El Señor Pozos me miraba intrigado, como tratando de adivinar mis pensamientos. Finalmente me tendí sobre él para seguir besándolo, luego descendí con mis caricias a su cuello y conforme fui desnudando su torso también lo fui llenando de caricias entreteniéndome buen rato en sus tetillas y luego conforme fui descendiendo hice lo propio en su ombligo, incluso un poco más abajo, pero no me atreví a bajar más allá, aunque por dentro me estaba muriendo de ganas de hacerlo. Cuando volví a adueñarme de su boca, él me conminó a girar los cuerpos, de modo que él quedó encima de mí. Yo con las rodillas ligeramente dobladas y las piernas abiertas, entregada a su voluntad. Me miró fijamente a los ojos como pidiendo mi venia, yo lo miraba fijamente también, tal vez rogándole que procediera. Y finalmente lo pude sentir, con una lentitud pasmada, como quien saborea un postre que pretende que le dure una eternidad. Así, fue invadiéndome su vetusto instrumento, milímetro a milímetro, en un recorrido que no parecía tener fin y que yo disfrutaba como loca conforme se adentraba en mi intimidad. Su áspera vellosidad llegó finalmente a colisionar contra mi piel hipersensibilizada, como un colofón de tan gloriosa penetración. Y entonces lo aprisioné en un abrazo doble, con toda la fuerza que era capaz de producir, al grado de intuir que le estaba haciendo daño. Lo atenazaba con brazos y piernas intentando que nuestro contacto fuera más intenso.

    Luego lo fui sintiendo, como un balanceo que venía de la nada y que con la misma lentitud con que me había penetrado, así comenzó a embestirme con un vaivén delicioso y mientras lo hacía yo intentaba hacer lo propio, acompasándome a sus movimientos.

    Yo suspiraba, jadeaba. Sentía la necesidad de expresar de algún modo el enorme placer que experimentaba, pero no había forma alguna de hacerlo. Estaba tan ocupada en tratar de respirar que intuía que cualquier intento por expresar palabras habría resultado fatal.

    Y entonces se tensó, como víctima de un calambre, y entre espasmos lo sentí derramarse en mis adentros. Trató de combinar sus movimientos involuntarios con otros totalmente voluntarios, era claro que había terminado de eyacular, pero se esforzaba en continuar con sus movimientos puesto que yo todavía no alcanzaba el orgasmo, sin embargo, estaba demasiado próximo, sabía que si se esforzaba un poquito más me haría terminar a mí también. Con mis movimientos lo conminaba a continuar con sus movimientos. Sin embargo, parece ser que había rebasado el limite de sus fuerzas, poco a poco dejó de moverse y a perder la erección. Pero yo lo seguía abrazando e intentaba moverme para ver si lograba alcanzar mi orgasmo, pero fue inútil. Se había quedado dormido.

    Las horas pasaron. Era de noche. El Señor Pozos seguía profundamente dormido. Yo estaba agotada, pero muy tensa. Por supuesto que lo había disfrutado. Pero tanta calentura acumulada me estaba cobrando factura, yo había pretendido dormir, sin realmente poder hacerlo. Mientras a mi lado el Señor Pozos dormía como un bebé.

    Necesitaba aliviarme o acabaría no solamente enferma, sino volviéndome loca. No hay nada más triste que estando acompañada una tenga que recurrir a hacerse justicia por propia mano. No quería hacerlo en la cama, en compañía de un amante fuera de combate.

    Me levanté y me fui al baño donde comencé a masturbarme con no muy buenos resultados, luego de un buen rato de hacerlo, empecé a llorar de frustración, por más que lo intentaba, no podía llegar al orgasmo. Finalmente me di por vencida y me quedé rabiando mirándome en el espejo.

    —¿Te encuentras bien? —Escuché la voz del Señor Pozos, preocupado al otro lado de la puerta.

    —Sí, no se preocupe... —Dije tratando de recomponerme y de limpiarme las lágrimas—. Solamente me levanté a usar el baño...

    —Adelante —. Salí del baño dándole paso al Señor Pozos.

    Volví a mi cama y me tendí sobre ella con los brazos extendidos, mirando fijamente al techo. Las luces estaban apagadas, la única iluminación era la que se filtraba por las ventanas. La puerta estaba abierta y al fondo del pasillo, luego de que se apagara la luz del baño, vi la silueta del Señor Pozos que venía de regreso, reparé en su curioso andar, aparentemente no había podido deshacerse de los pantalones enredados en sus zapatos y avanzaba con esos mini pasitos que lo hacían demorar en su regreso. Un cosquilleo en mi entrepierna me recordó que en mi interior ahora mismo nadaban unos cuantos millones de los “espermatosaurios” de ese viejecito. Finalmente llegó a la cama, recogí uno de mis brazos para que se tendiera a mi lado.

    —Perdóname, chiquilla...

    —¿Perdonarlo?

    —Sí, ahora que ya pasó la calentura seguramente estarás arrepentida de lo que pasó entre nosotros.

    —¿Por qué piensa eso?

    —No pude evitar escuchar que llorabas en el baño... ¿o me equivoco?

    —Bueno... Tiene razón... Estaba llorando, pero no precisamente de arrepentimiento...

    —¿Entonces?... —Él se giró hacia mí para verme directo a los ojos.

    —Si las cosas suceden como usted lo dice, primero habría que esperar a que me pase la calentura...

    Él me miró fijamente, intuía lo que me estaba pasando y yo adivinaba en su simple mirada como si lo estuviera preguntando con todas sus letras. Moví lenta, casi imperceptiblemente mi cabeza como una respuesta afirmativa a lo que sus ojos me preguntaban. Se inclinó hacia mi depositando un suave beso en mi frente, luego otro en cada párpado y finalmente se adueño de mi boca, primero con mucha suavidad y después con mucha pasión. Luego bajó por mi cuello, besando, chupando y lamiendo. Sus manos apretujaban mis senos por encima de mi ropa y luego llevo su boca a ellos llenándolos de besos y chupetones, pero siempre por encima de mi blusa. No pude más y yo misma estiré de ella intentando desgarrarla para dejarle el camino libre de obstáculos. No podía hacerlo sola, unimos esfuerzos y la tela cedió finalmente dejando mis pechos al aire, cosa que él aprovechó para saborearlos a su antojo.

    Había recobrado el rumbo que tanto ansiaba. Tratando de corresponder un poco al placer que me estaba prodigando llevé mi mano a su entrepierna y acaricié su miembro flácido. La dejé ahí, quieta, sosteniéndolo mientras él se movía rítmicamente como si estuviera copulando con ella.

    Sus manos no permanecían ociosas, me recorrían entera, no tenía el tacto de un masajista, pero resultaba por demás excitante que se esmerara en sus caricias, en querer hacerme sentir placer. En un momento dado, su mano se estacionó entre mis piernas y comenzó a masturbarme. Su boca era dueña de la mía y nos chupábamos ya los labios, ya la lengua, por turnos, mientras nos masturbábamos mutuamente. En cuanto sentí que su pene se había puesto lo suficientemente rígido, lo invité a que me penetrara llevándolo hasta mi entrada. Él no se hizo del rogar y esta vez, a diferencia de la anterior, me penetró con urgencia y comenzó a moverse con rapidez. Cuando sentí que eyaculaba débilmente en mi adentros, no pude evitar recordar la velocidad con que los gallos cumplen su deber en el gallinero.

    Ya me estaba preparando para volver a mi estado de frustración. Había dejado de besarme. Veía cómo el Señor Pozos luchaba por no perder el sentido. Se fue deslizando hacia abajo dándome besitos suaves hasta llegar a mi ombligo. Él buscó mi mirada y pudo adivinar mi ansiedad y mi frustración. No me sentía con calidad moral para dedicarle un reproche.

    —Discúlpame, pero es que nunca he hecho esto...

    Descendió un poco más y hundió su cara entre mis piernas intentando hacerme sexo oral. Era más que evidente que nunca lo había hecho, se le notaba bastante reticente. Me parecía que le daba asco esa práctica, incluso se me apagó el calentón que ya llevaba encima. Sin embargo, pareció irle agarrando el modo y el gusto. Mucho tuvo que ver en ello la forma en que yo reaccionaba mientras su lengua me recorría o sus labios me besaban o chupaban. Unos minutos más y ya estábamos sumergidos en una dinámica muy placentera en la que daba la impresión de que ya había aprendido a dominar el arte de prodigarme placer. Era la primera vez que me lo hacían, de modo que no tenía puntos de comparación. Lo estaba disfrutando y eso era lo que realmente importaba. Y entonces llegó... Toda la tensión acumulada pareció reventar. A mi mente vinieron cientos de imágenes de choques de autos y bolsas de aire desplegándose. Y yo dentro de ellos estrellándome contra el placer.

    Mi cuerpo temblaba, fruto de la intensidad del orgasmo, cuyos coletazos seguían castigándome. Mientras tanto, el Señor Pozos seguía con su cabeza metida entre mis piernas, sabía que me acababa de venir, se había dado cuenta de la intensidad con que lo había hecho. Sin embargo, no parecía dispuesto a abandonar el manjar recién descubierto, al menos no todavía. Me costó trabajo distinguir donde terminaban los coletazos del orgasmo recién experimentado y los que anunciaban uno nuevo que se avecinaba. Yo palpaba la calva del Señor Pozos, como esos luchadores que le anuncian su rendición al oponente. Pero él no estaba dispuesto a darme misericordia. Se siguió esmerando en los suyo, como una sanguijuela prendida a su presa. El nuevo orgasmo se adivinaba más intenso que el anterior y cuando llegó al fin aprisioné la cabeza del Señor Pozos con todas mis fuerzas empujándolo con ambas manos y apretando mis muslos hasta acalambrarme. Porque él no me tenía piedad y me seguía castigando y yo ya no pude distinguir si se trataba de un orgasmo demasiado duradero o de la sucesión de otros más cortos. Sentía que estaba padeciendo una suerte de castigo infernal, condenada a sufrir un orgasmo eterno. Con esa sensación dominándome en cuerpo y alma, me desvanecí sin tener la certeza de volver a despertar.