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Medio-hermanos / Medio-novios... (Parte II).

en Amor filial

 

“Medio-hermanos / Medio-novios”.

(Parte II)

Por: Reriva.

      La vida debe continuar, hice todo lo posible porque el tropezón que había tenido con Valentín no me afectara demasiado. No me fue posible disimularlo del todo, mi madre se dio cuenta de que algo me pasaba. Hizo lo posible por hablar conmigo al respecto, yo la dejé creer que me había afectado demasiado el funeral, ya que le conté los detalles de lo sucedido con Yolanda y lo desgarrador que me pareció todo.

      Sin embargo, sobre todo por las noches, en la soledad de mi habitación solía acometerme una suerte de cruda moral que me irremediablemente desembocaba en el llanto. La conciencia no me dejaba tranquila y en un primer momento me parecía que los demás estaban enterados de lo sucedido y que se lo guardaban sabedores de mi “pecado” y que en sus adentros sabían en realidad qué clase de persona era yo. Me sentía hipócrita, ya que todos me tenían por una buena muchacha, pero yo estaba plenamente conciente de que guardaba un secreto que me hacía sentir bastante sucia. Me llenaba de temor que dicho secreto se fuera a saber y que acabara por convertirme en una suerte de paria. Tardé un tiempo en asimilar las cosas, en aceptar que simplemente había cometido un error y que en adelante lo mejor era cuidarme de volver a caer en una situación semejante. Que tanto Valentín como yo guardaríamos celosamente lo sucedido entre nosotros y que nadie más tenía porque enterarse de ello.

      Con el paso del tiempo las cosas fueron siendo más llevaderas. Llegó el momento en que ya no me afectó tanto y fui enquistando aquello en algún lugar de mi mente. Eso sí, prácticamente tuve que romper relaciones con la familia de mi padre, evitándolos como a la peste. Pues algo en mi interior me decía que entrar en contacto con mi encantador hermano Juan o con el propio Valentín significaría un severo riesgo de recaída.

      Como parte de mi “tratamiento”, decidí que era tiempo de tener una relación formal, un noviazgo como el que casi todas mis amigas vivían ya por aquel tiempo. Para nada me faltaban pretendientes, pero yo a todos los había evadido al punto de crearme una fama de “creída”, ya que pareciera que todos ellos se me hacían poca cosa para mí. No era eso, simplemente no quería precipitarme como me parecía que algunas de mis amigas lo hacían, que daban el sí solamente por la prisa de tener novio. Sin embargo, llegó mi tiempo y el indicado hizo acto de presencia en mi vida.

“Entre el amor y el deseo”.

      Él era mi primer amor. Yo, como toda chica primeriza estaba profundamente enamorada. Lo conocí en la Pascua Juvenil, una especie de encierros espirituales en los que los jóvenes reflexionan sobre Jesucristo y toda esa horda de letanías y dogmas que pretenden convertir en evangelistas a los adolescentes que en realidad acuden ahí con el único fin de convivir con otros jóvenes y como en mi caso, tal vez llegar a conocer a un buen muchacho con quien iniciar una relación.

     Él, a diferencia de mí, era un ferviente creyente y tomaba muy a pecho las estipulaciones de la iglesia. Hacía un par de años que habíamos iniciado nuestro noviazgo y por supuesto que yo, espíritu libre y alocado, y mucho más fogosa que mi adorado, me moría de ganas de que lo nuestro fuera un paso más allá. Sin embargo, él había sido muy claro, conservar la castidad previa al matrimonio, cosa en la que ambos estuvimos de acuerdo desde un principio. Y cómo no estarlo si lo nuestro era un noviazgo de “manita sudada” como se dice coloquialmente, una relación sin malicia, a la que le bastaba como máxima manifestación de amor un beso en los labios.

     Pero cada vez me costaba más trabajo contenerme. Era un juego peligroso, pues por una parte, lo amaba con todo mi corazón y como parte natural de ese amor y esa atracción física, lo deseaba a morir; por otro lado, quería seguir siendo una buena muchacha, pues temía además, que si yo tomaba la iniciativa en ese asunto podía dar al traste con algo maravilloso.

     Nunca pasó por mi mente el asunto de la infidelidad, pues yo nunca tuve ojos para otro que no fuera él. Como parte de ello fue que comencé a explorar mi cuerpo, acabé aficionándome a los tocamientos íntimos, mismos que me servían como paliativo. Aunque el deseo permanecía, por lo menos dicha actividad me hacía más llevadero el asunto.

     Mi familia lo adoraba y a mí la suya me tenía gran aprecio. De modo que era bastante frecuente su presencia en los eventos familiares de mi casa y la mía en los suyos. Ellos eran muy unidos y eran una familia numerosa ya que las reuniones giraban en torno a los abuelos, por lo que yo conocía a muchos de sus primos que tenían un rango de edad similar al nuestro y eran todos ellos muy simpáticos. De modo que nuestra relación tenía muchos puntos favorables en ambas direcciones, por lo que en mis adentros me convencía de que “valía la pena esperar”.

     Todas las piezas estaban en su lugar y yo era feliz en ese momento y tenía grandes expectativas del futuro y de la evolución natural de nuestra relación. Pero todavía éramos muy jóvenes, recuerdo que por aquel entonces yo estaba en el último semestre de bachillerato y nos habían encargado una tarea de la materia de orientación profesiográfica. A mi equipo le había tocado investigar acerca de la medicina y sus ramas. Como la mamá de una compañera trabajaba en una clínica de especialidades, se nos facilitó tener acceso a la misma para hacer nuestra tarea.

     Éramos tres compañeras en el equipo y nos repartimos las especialidades para que nuestro trabajo fuera más productivo. A mí me tocó comenzar con un consultorio de geriatría. La recepcionista resultó muy amable y fue muy accesible en todo lo que le preguntaba, incluso se pasaba porque hasta me cedió su lugar para que probara un poco la rutina del puesto que ocupaba.

     En eso me encontraba yo, probando la silla de la recepción, cuando se oyó la voz del médico a través de un aparatito parecido al radio/reloj/despertador que tenía yo en el buró de mi recámara.

     —Ese es el intercomunicador, cuando el doctor me necesita se comunica conmigo... y cuando yo necesito comunicarme con él hago lo mismo apretando este botoncito, pero yo lo hago nada más cuando es muy urgente, una nunca debe interrumpir la consulta... Ahora vuelvo.

     La mujer entró al consultorio, momentos después volvió diciéndome que regresaría en un momento, que tenía que pasar a farmacia por un medicamento, que yo atendiera la recepción en su ausencia. Yo me puse algo nerviosa a pesar de que se trataba de una especie de juego.

     Lo que me llamó la atención era que el intercomunicador se seguía escuchando, ya no con la intensidad de hace unos momentos, pero se notaba que se había quedado activado tal vez de forma accidental. Yo busqué la forma de desactivarlo, pero no me atrevía a tocar ningún botón ya que por el uso se habían borrado los letreros que indicaban las funciones. Además me daba cosa estar escuchando la consulta, pues me parecía que estaba invadiendo la privacidad médico/paciente. El dichoso aparatito tenía entrada para audífonos, yo traía los míos, de modo que se los coloqué para anular el altavoz, casi de manera automática me coloqué los audífonos y entonces pude escuchar mejor lo que acontecía del otro lado.

     Había una señora hipocondríaca que se quejaba de todos sus achaques, parecía que iba acompañada de su esposo, que por lo contrario parecía ser un mero espectador que ocasionalmente asentía o negaba lo que ella expresaba. Aparentemente, la mujer ya se había desahogado de su cúmulo de males, ya fueran reales o imaginarios; parecía que la consulta había llegado a su fin y el médico procedió a recetarle algunas medicinas adicionales a lo que ya le había prescrito.

     Fue entonces que sucedió lo que acabó marcándome de por vida.

     —Por cierto, doctor; y aprovechando la vuelta, ¿podría darle algo a este para que me deje en paz?

     —No entiendo, Señora... ¿para que la deje en paz?

     —Sí, doctor; es que... viera usted que todo el tiempo quiere estar a duro y duro... y yo a mis años, la verdad es que lo que menos quiero es... ya sabe usted...

     —Don Claudio, ¿es cierto eso?

     —Pues, ¿yo que culpa tengo de que a mi edad todavía tenga ganas?

     —Cierto, doña Diana; usted debería sentirse afortunada, otras mujeres se quejan de lo contrario, de que sus maridos, siendo incluso mucho más jóvenes que Don Claudio, ya no las atienden como debe ser.

     —Pues eso debe ser a otras, porque lo que es a mí, ya tuve muchos años de eso y a estas alturas, lo que menos quiero es seguir sirviéndole a este para sus cochinadas. Además, no tiene llenadera y como lo tengo todo el día en la casa, pues todo el tiempo anda atrás de mí.

     —Yo creo que más bien debería darle algo a ella para que se le quite lo frígida.

     —Tú bien sabes que desde que se “cerró la fábrica” yo ya no he estado de acuerdo en que hagamos esas cosas, pero no, quesque yo “debería seguir cumpliendo mi deber de esposa”... Ya me tiene hasta la coronilla; yo, a estas alturas lo que quiero es estar tranquila, ya estamos muy viejos y como tales hay que portarnos. Esas cosas son para los que están jóvenes y quieren tener hijos, nosotros ya para qué. Por eso quiero que le dé algo que le quite lo ganoso y haga que se porte como corresponde a un hombre de su edad...

     La consulta me estaba resultando muy interesante y con un trasfondo divertido, en el que se notaba que hasta el médico hacía grandes esfuerzos por no reírse. A mí por supuesto que me pasaba lo mismo, pero en ese preciso instante vi que ya volvía la recepcionista. Lo único que atiné a hacer fue desconectar el aparato y apresuradamente oculté mis audífonos para que no sospechara que había estado escuchado, sobre todo, por el giro tan íntimo que tomó la consulta. Yo estaba verdaderamente nerviosa y me sentía culpable. La recepcionista me agradeció la ayuda y cuando pretendía comunicarse con el médico se dio cuenta de que el intercomunicador estaba desconectado.

     —Lo desconecté porque se seguía escuchando y no supe con cual botón se apagaba.

     —Sí, es que a veces se atora, pero es el del doctor el que se queda pegado... si vieras de las cosas que se entera una sin querer por ese detalle...

     —Sí, me imagino...

     Total, que conectó el aparato y le comunicó al doctor que ya tenía el medicamento que le había encargado. Cuando la consulta concluyó y los pacientes aparecieron ante mí, mi sorpresa fue mayúscula y pedí que la tierra me tragara. Eran los abuelos de mi novio, yo giré la cara para que no me reconocieran, ellos estaban tan contrariados que no repararon en mi presencia.

     —No debiste haberle dicho eso al doctor... —le recriminaba entre dientes don Claudio a su mujer.

     —¿Ah, no?, ¿y entonces a quién quieres que se lo diga?, ¿a ella? —la señora me señaló y yo sabiendo de qué se trataba el asunto, me puse colorada como un tomate.

     Cuando se alejaban del consultorio pude ver que don Claudio tenía un semblante raro, había en él una mezcla de enojo y vergüenza que yo consideraba perfectamente justificable.

     Y así fue como me enteré de la vida íntima de los abuelos de mi novio. Era una pareja que a las primeras de cambio se veía feliz, parecían llevarse de lo mejor; pero en el fondo, tenían ese detallito de su vida sexual con apetitos tan dispares.

     En un principio me pareció algo divertido. No podía evitarlo, cada vez que me los encontraba venía a mi cabeza la imagen de don Claudio intentando convencer a doña Diana de hacer “cositas” y a esta rechazándolo siempre diciéndole cosas como “estate sosiego, viejo calenturiento”. Luego reflexionaba sobre mi propia situación, que en realidad no era muy distinta a la que estaba viviendo don Claudio, yo que me moría de ganas de hacerlo, pero mi novio seguía firme en su (nuestra) decisión de permanecer castos previo al matrimonio. De modo que cada vez me fui identificando más con don Claudio, y lo que al principio me parecía divertido se transformó y empecé a sentir algo de lástima por él.

     Luego sucedería una suerte de encuentro que se dio de manera fortuita, pero cuyas consecuencias las sigo padeciendo hasta la fecha.

     Era la celebración de un Aniversario de Bodas de los abuelos y como se trataba de un evento grande estaban todos los nietos presentes, por supuesto que la mayoría de los que estaban en nuestra edad iban acompañados por su pareja. Yo, naturalmente, estaba presente en dicho evento. La fiesta estuvo muy agradable, la pareja todo el tiempo fue el centro de atención. Don Claudio estuvo bailando toda la noche con sus hijas, nueras y nietas y por supuesto con alguna que otra colada como en mi caso.

     No era la primera vez que bailábamos, pero en esta ocasión lo veía de manera diferente a causa del “secreto” del que me había enterado. Siempre lo había visto como una figura ancestral, simpática y bonachona. Pero esta vez, estaba más conciente de su presencia como persona y como hombre con apetitos.

     —Hubo un tiempo en que lucíamos como tú y mi nieto, creo que de todos los que están aquí ninguna pareja se puede comparar mejor con nosotros, que ustedes. Claro, que tú eres un poquitín más bella que mi Diana, y modestia aparte, yo era mucho más guapo que mi nieto, sé que no quedan rastros de ello, pero te juro que te digo la verdad.

     —Como cree, don Claudio; si su nieto se va a ver aunque sea una cuarta parte de lo guapo que se ve usted a sus años, me doy por bien servida.

     —Ja, ja, ja... ¿Entonces, ustedes van en serio, eh?

     —Claro, aunque todavía somos muy jóvenes como para pensar en matrimonio... Pero al verlos a ustedes, después de tantos años, juntos y tan felices... Créame que es un aliciente para tomarlos de ejemplo, nada me gustaría más que llegar a la plenitud de la vida en una compañía así, como la que ustedes se hacen.

     Don Claudio volteó a ver a doña Diana, que a diferencia de él no parecía disfrutar tanto del baile, noté como sus ojos se ponían vidriosos.

     —Créeme, hija; todos los sacrificios que hemos hecho y los que seguimos haciendo han valido la pena. Cuando tú aceptas compartir tu vida por entero con otra persona, la aceptas como es en ese momento y estás dispuesto a aceptarla con el paso del tiempo en las diferentes etapas de su vida. Te puedo decir que es lo máximo haber disfrutado todos estos años en compañía de una mujer tan divina como mi Diana. Cada arruga y cada cana las hemos ido sumando juntos a través de los años y eso no lo cambio por nada del mundo.

     No pude más que sentirme enternecida por lo que me acababa de decir, de modo que me abracé a él y así continuamos bailando el resto de la pieza, nuestros cuerpos estaban completamente unidos, nuestros pubis coincidían exactamente, de tal modo que, a sabiendas de la abstinencia a que lo tenía condenado su esposa, se me ocurrió hacer una “travesura” y como quien no quiere la cosa fui pegando poco a poco mi pubis a su entrepierna, hasta lograr un roce que me producía una agradable calidez, no tardé en sentir la respuesta de su parte, pues mi pubis ahora se restregaba contra un creciente bulto.

     La pieza llegó a su fin y el contacto entre ambos se rompió. Nos separamos sin atrevernos a mirarnos a la cara. Aunque hubo ocasión de repetir el baile, preferimos no hacerlo. Cada quien por su lado siguió departiendo con los invitados, nos evitamos estratégicamente el resto de la velada, aunque podía intuir que él me buscaba cuando estaba seguro de que nuestras miradas no se cruzarían, lo sé, porque extrañamente yo hacía lo mismo.

     Al principio lo había hecho con un afán meramente investigativo, por mera curiosidad o si ustedes quieren, por traviesa. Sin embargo, el hecho de sentir su “hombría” en contacto con mi intimidad, aunque fuera con las ropas de por medio, me había hecho descubridora de una sensación novedosa, agradable, aunque pecaminosa, porque se trataba del abuelo de mi novio.

     Las horas transcurrieron y llegó el inevitable momento de las despedidas. Yo pretendía que nos marcháramos sin tener que verle la cara a don Claudio, pero mi novio me arrastró hasta ellos “para despedirnos como es debido de los festejados”. A medida que nos acercábamos a ellos yo sentía que mi corazón se aceleraba y me daba la impresión de que incrementaba su tamaño dificultándome la respiración. Se me caía la cara de vergüenza cuando finalmente estuvimos frente a ellos, seguía sin atreverme a mirarlo a la cara. Yo me despedía de doña Diana cuando escuché a don Claudio comentándole a mi novio.

     —Cuídala mucho, hijo; tienes un tesoro de mujer a tu lado. Ten por seguro que si yo tuviera tu edad te la bajaba sin compasión... Pero, desgraciadamente, a mi edad sólo puedo soñar con cosas como esa. Sin embargo, allá afuera hay muchos pelafustanes que no vacilarán en intentarlo... Cuídala mucho, hijo, cuídala.

     Al escucharlo decir eso de mí, de algún modo sentí que “mi travesura” no había tenido un efecto tan negativo en don Claudio, el enorme peso que llevaba encima de pronto se hizo más ligero. A pesar de ello seguí sin atreverme a verlo a la cara.

     —¿No te despides del abuelo?

     —Ya me había despedido de él, solamente me faltaba despedirme de tu abuela.

     Esa noche, cuando mi novio me dejó en casa, fue evidente que la fogosidad que le imprimí al beso de despedida fue mucho más intensa que de costumbre, él tuvo que romperlo porque amenazaba con hacerse eterno además de que pude notar su respuesta viril en ciernes rozarse contra mi entrepierna. No le di demasiada importancia al hecho, eso sucedía con más frecuencia de la que quisiera. Y el adiós llegaba para los dos, que estoicos, nos despedíamos manteniendo intacta nuestra promesa.

     Esa noche en la cama, no pude conciliar el sueño. Estaba demasiado inquieta, y mi inquietud no tenía otra causa que la calentura que llevaba encima. Jamás en la vida me había sentido tan excitada. Tenía que aliviarme o no podría descansar, de modo que procedí a explorar mi cuerpo en busca de placer. A pesar de que conscientemente trataba de pensar en mi novio mientras intentaba aliviar mi excitación, el inconsciente me traicionaba y me llevaba al momento del abrazo y el roce con don Claudio... Algo en mi me decía que eso estaba mal y me forzaba a pensar en mi novio, pero no lograba ni la concentración, ni el efecto deseados... Me empecé a sentir frustrada y quise dejarlo por la paz. Me levanté y decidí dar un paseo por la casa para despejar mi mente y tal vez para disipar mi excitación. Rato después terminé en mi habitación viendo televisión, comprobando la triste realidad, tantos canales y nada bueno en la programación.

     Miré el reloj/despertador de mi buró, el tiempo había avanzado muy lentamente. Desvié mi mirada un poco y me concentré en el teléfono. Una idea me iba dominando, varias veces había marcado ese número, aunque ahora no estaba segura de la secuencia. El nerviosismo me invadía, un golpeteo en mi pecho se incrementaba a medida que me decidía e iba marcando muy lentamente... Me dije que solamente dejaría que sonara un par de veces y colgaría... Finalmente escuché que sonaba una vez y para mi sorpresa, descolgaron al otro lado... No hay voz, nada dice quién levantó el auricular, pero me parecía escuchar una respiración lenta y profunda. Finalmente intenté hacer mi mejor imitación de cobrador bancario o de encuestador.

     —Buenas noches; disculpe por molestar a estas horas... ¿Se encuentra la señora de la casa?

     —Ella se encuentra profundamente dormida en su cama...

     —¿Y usted por qué no está haciendo lo mismo?

     —En primera, porque hace tiempo que no compartimos habitación y en segunda, porque estoy demasiado turbado como para poder hacerlo.

     —Es una pena escuchar eso, pero... ¿se puede saber a qué se debe su turbación?

     —No lo sé a ciencia cierta... Puede ser porque hoy festejé un aniversario de bodas más... y me di cuenta de lo viejo que soy, de lo viejos que somos mi esposa y yo...

     —¿Eso es lo que lo tiene turbado?

     —Eso y tener que cargar con el peso de lo distinta que ella es ahora...

     —Eso le sucede también a las parejas jóvenes, sé que a usted lo frustra que su mujer no tenga los mismos intereses que usted a pesar de que en algún momento ambos los tuvieron.

     —¿A qué se refiere exactamente?

     —A que posiblemente a su mujer ya no le guste bailar, por ejemplo y a usted le sigue gustando tanto o más que antes, pero lo frustra que ella ya no quiera “bailar”...

     —Así es... Me gustaría tener de regreso a mi mujer cuando era alguien a quien le gustaba “bailar” tanto como a mí.

     —A mí me pasa algo parecido a usted... A mí me gustaría mucho “bailar”, pero mi pareja no quiere hacerlo... Me gustaría viajar en el tiempo y encontrarme con él en un futuro lejano en el que ambos podamos “bailar” la noche entera.

     —Comprendo, hoy tuve un atisbo de ese sueño y viví un instante de cielo en el que en la realidad tuve entre mis brazos ese ser tan anhelado, que transpira deseo por todos sus poros y sentí que de algún modo nos complementábamos... Hubiera querido mantenerme aferrado a ella toda la noche, pero eso no era posible, o tal vez era posible, pero no correcto.

     No hacía falta hablar más, el único sonido que emitía era mi respiración, agitada y profunda como la suya que me acompañaba en sincronía. Finalmente un suspiro, hondo y prolongado igual que el mío... Luego, silencio... que amenazaba con ser eterno...

     —Gracias, hija... descansa... —Musita finalmente, antes de colgar el teléfono.

      Yo no soy capaz de articular palabra alguna porque lo intenso y prolongado de mi orgasmo me lo impiden. Además, la bocina se me ha escapado de las manos tras sus últimas palabras.

     —Fue un placer, don Claudio... —Contesto entrecortadamente al aire.

     Quedaban pocas horas para el amanecer, pero ahora podría disfrutar de ellas a pierna suelta y en total quietud, aunque sabía que no despertaría con la conciencia tranquila.

“Entre el ímpetu y la prudencia”.

      Había dado un paso definitivo, aunque discreto, dentro de un terreno pantanoso del cual no habría marcha atrás. Y no sólo eso, sino que algo dentro de mí me impulsaba a querer internarme más allá. La tentación la tenía a un costado de mi cama y cada noche me hormigueaban las manos.

      Ahí estaba el teléfono. Me bastaba girar un poco el cuerpo, estirar mi brazo y tomarlo para marcar el número que revoloteaba en algún oscuro rincón de mi mente, porque a estas alturas no me atrevía a pronunciarlo en voz alta, ni siquiera me sentía capaz poder escribirlo si surgiera la necesidad de hacerlo. Era como si una parte de mí quisiera olvidarlo... bloquearlo... ¡prohibírmelo!

      Pero, como ya dije, el número estaba tan presente que mis dedos lo digitaban con una habilidad que me asustaba. Era como si adquirieran vida propia movidos por la ansiedad que me invadía. Lo marcaba cada noche, muchas veces; como un ejercicio mecánico al que me empujada el cuerpo con un deseo creciente. Como una boca que saliva a la espera de un delicioso bocado que sabe cercano, así sentía mi entrepierna humedecerse a medida que marcaba para inmediatamente después colgar, sin dar tiempo a que sonara el timbre del otro lado de la línea. Marcaba y colgaba continuamente, imaginándome que del otro lado de la línea aguardaba él, expectante, con una mano semi-tirante y entreabierta para tomar el aparato presuroso. Tal vez estuviera sentado en su sillón de descanso con el aparato en su regazo, acariciándolo como un gatito, a la espera del ansiado ronroneo. Pero el ronroneo nunca llegaba, porque yo siempre colgaba antes.

      “Si te vas a poner a hablar con tus amigas, al menos ten la precaución de colgar el teléfono antes de que te quedes dormida”. Varias veces me llamaron la atención en casa porque alguien había intentado comunicarse y no podía. Casi cada noche, luego de que mis dedos se cansaban de marcar el número prohibido, se entretenían marcando mi piel con suaves caricias, en una ruta bien establecida que comenzaba en mi cuello, continuaba con mis hombros para luego hacer su primer parada importante en mis senos, donde perdían algo de delicadeza para apretarlos y estrujarlos, a veces con suavidad, a veces con cierta rudeza y me concentraba en mis sensibles pezones, haciendo ligeras cosquillitas, casi sin tocarlos, luego los apretujaba suavemente, cuando el calor era insoportable y la humedad entre mis piernas era más que abundante, emprendía un lento camino hacia la gloria, entreteniéndome en mi vientre y en mis caderas, luego pasaba un poco a mis muslos para emprender el camino de regreso y entonces me concentraba con ahínco en mi pubis, en mis labios vaginales, en mi clítoris, donde jugaba a marcar nuevamente ese número maldito mientras el auricular era sostenido por mi otra mano como si realmente estuviera haciendo una llamada, no había palabras, pero sí suspiros y una respiración agitada bastante elocuente, aunque trataba de hacerlo bajito, discreta, casi de manera imperceptible.

      En mi loca imaginación, él estaba del otro lado de la línea haciendo algo muy parecido y eso me excitaba sobremanera porque de algún modo sabía que juntos llegábamos al éxtasis. Tras ello, las fuerzas me abandonaban y tan solo susurraba un lacónico “buenas noches” para luego colgar y devolver el teléfono a su lugar, aunque muchas veces no lo lograba y el sueño acababa por doblegarme.

      Esta nueva rutina que había adquirido mi vida tuvo un efecto positivo en la relación con mi novio. Podía dedicarme más a “quererlo” y a convivir con él en un plan más ameno para ambos, ya no me sentía atosigada por ese apetito carnal que antes de ello me hacía querer “comérmelo” a cada rato. Ahora tenía un “pequeño secreto” que le daba salida a esa otra parte de mí que otrora me consumía. Debía admitirlo: era feliz. Y en el fondo esperaba que esta felicidad que yo experimentaba trascendiera más allá de la relación entre mi novio y yo.

      Pero, por otro lado, no dejaba de haber un lado oscuro en este asunto. Me sentía protagonista de una especie de sueño en el que mi novio era ese chico atractivo y sencillo que tanto adoraba, pero que en cuanto nos despedíamos se transformaba en un hombre muchos años más grande, lleno de sabiduría y de esa pasión que tanto me entusiasmaba. Incluso cuando estaba con él entre besos y arrumacos me quedaba contemplándolo durante largo rato intentando adivinar dónde quedarían las marcas del tiempo sobre su rostro lozano y terso, y las puntas de mis dedos jugaban a dibujarle los surcos que formarían sus líneas de expresión y que intuía que empatarían perfectamente con las arrugas que ahora cruzaban el rostro de su abuelo. Entonces lo besaba con más pasión y le murmuraba al oído que quería estar con él por muchos años, que entre más años tuviera más lo amaría. Él sonreía ante lo que consideraba ocurrencias de atolondrados.

      Los meses se sucedieron en ese entorno en el que las cosas se habían acomodado, en que yo estaba conforme y no quería nada más. No hubo otra llamada, no era necesaria. Incluso un par de veces llegamos a coincidir con sus abuelos, una en casa de mi novio y otra en un centro comercial; los encuentros fueron de lo más cordiales. Pude notar en ellos “el cambio”, era evidente que lucían más felices y se les notaba la naturalidad en ello, no era una pose forzada como la había notado en anteriores ocasiones. Me dio gusto por ellos y ellos debieron haber notado algo parecido en nosotros, pues ella hizo algún comentario al respecto. Ni mi novio, ni su abuela pudieron percibir alguna sonrisilla cómplice, apenas perceptible entre su abuelo y yo. Eso sí, las piernas me temblaron cuando me ví en la necesidad de darle el besito de saludo y despedida. Esas dos noches estuve a punto de hacer que entrara la llamada durante mi ritual nocturno, incluso en una de las ocasiones me armé de valor y dejé que entrara una vez, pero por fortuna, sonó ocupado. Me hacía ilusiones de que estaba ocupado porque del otro lado de la línea él habría levantado el auricular para llamarme a mí. Esa noche me masturbé con más fuerza que de costumbre y el orgasmo resultante fue especialmente intenso y prolongado.

      —Ay, don Claudio —me sorprendí musitando entre suspiros...

      Haciendo recuento de dichos encuentros, que fueron muy breves; me daba cuenta que yo lo miraba con insistencia, como intentando grabarme su imagen en cada detalle, su rostro marcado por arrugas, cada manchita, cada lunar, sus ojos, sus cejas, la nariz, su boca, su barbilla, sus orejas, su cabello... Su rostro entero me dedicaba a memorizarlo para después compararlo, empatarlo y en una operación tan insensata como fantástica, sustituirlo usando como base el juvenil rostro de mi novio. Algo parecido sucedía con sus manos, que me parecían descomunales, fuertes, toscas y huesudas, amén de su piel curtida y llena de esas manchitas como pecas que tiene mucha gente grande, que lejos de parecerme desagradables, descubría que me resultaban algo atrayente. Tampoco voy a negar que durante dichos estudios visuales también prestaba algo de atención a otra región de su cuerpo, donde podía adivinar que se estaba agolpando la sangre en ciertas cantidades, suficientes para hacer perceptible un abultamiento en sus pantalones. Me sentía halagada al saber que tenía ese efecto en él y entonces volvían a mi memoria las sensaciones tan placenteras que ese bulto me habían producido en aquella ocasión en la que bailamos.

      Me preguntaba si yo provocaba en él siquiera un ápice de las sensaciones que él había despertado en mí. Definitivamente, me movía el tapete encontrármelo en vivo y en directo. Ese resabio de inquietud me duraba un tiempo, hasta que las aguas volvían a su cauce natural y retomaba la rutina que me hacía feliz en compañía de mi novio.

      Pero la vida sigue y hay eventos que tarde o temprano tienen que llegar. Eran finales de febrero cuando sucedió. Doña Diana, la abuela de mi novio falleció y don Claudio quedó deshecho. Era natural, ella era el amor de su vida y llevaban más de 60 años juntos, jamás hubo otra mujer en su vida; ella había sido su primero y único amor. Me conmovía demasiado verlo destrozado. Yo quería abrazarlo, intentar darle consuelo, reconfortarlo enjugando sus lágrimas, pero mi papel en la familia me relegaba a un papel de mera espectadora. Yo era simplemente la novia de uno de sus muchos nietos y eso no me daba derecho a nada. Incluso la conciencia me remordía por haber hecho “mi travesura”, que posiblemente constituía la única intrusión que aquel matrimonio ejemplar habría sufrido a lo largo de su existencia. Eso me pareció evidente cuando nuestras miradas se cruzaron una sola vez durante todo el proceso fúnebre y su reacción fue apartar la mirada, un tanto avergonzado. Me sentí realmente mal al confirmar que yo era una especie de mancha que de último momento había mancillado tan bonita relación.

      Sobra decir que me fue imposible continuar con mi ritual nocturno. Alguna vez lo intenté, pero el remordimiento no es precisamente algo excitante, terminé frustrada y llorando a mares. Esa pérdida acabó por afectar la relación con mi novio también, a pesar de los esfuerzos que hice y del mucho cariño que le tenía, tuve que aceptar que lo nuestro ya no era igual, en su rostro veía el rostro de su abuelo y eso en el fondo me hacía avergonzarme, porque nuestra relación se había desvirtuado tanto que esa chispa la estaba poniendo un elemento fantasioso que se había derrumbado ya. El final de cursos y mi próxima entrada a la Universidad movieron tanto las cosas que acabamos por distanciarnos, así por las buenas y guardando un bonito recuerdo de nuestra relación. Él fue mi primer novio y yo su primera novia. Así que, se diga lo que se diga, y venga lo que venga; el primer amor nunca se olvida.

      Respecto a don Claudio, jamás me atreví a preguntar y me conformé con lo poco que mi novio me llegó a contar por su propia iniciativa. La muerte de doña Diana le afectó demasiado, uno de sus hijos se lo llevó a vivir a su casa para que no estuviera solo. Sin embargo, a menos de un año, a finales de Octubre, me entristeció demasiado enterarme de que don Claudio se había reunido con su adorada esposa.

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Supongo que más de uno lo habrá notado, pero el presente es un relato que ya había publicado con anterioridad con otro seudónimo en una cuenta que ha sido eliminada. Pero decidí volver a publicarlo porque tiene relación esta serie que irá creciendo.

Agradezco a todos aquellos que se han puesto en contacto conmigo vía e-mail, aunque me agradaría que también comentaran en la página y que además valoraran los relatos, no importa la calificación que pongan, pero sí me gustaría más que valoraran no sólo mis relatos sino a todos en general. Agradezco incluso hasta a los que me han obsequiado con uno que otro “Malo” en su valoración, aunque de ellos, se los juro, me encantaría saber el “por qué”, no me molesta, pero sí me mata la curiosidad.