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Medio-hermanos / Medio-novios.

en Amor filial

“Medio-hermanos / Medio-novios”.

Por: Reriva.

      —Ni te quejes, que no te queda, hija. Yo no escuché que lo hicieras cuando ellos fueron a tus XV, ahí sí que estabas feliz de verlos en tu fiesta y mucho más feliz te pusiste al recibir sus regalos. Pues ahora te toca pagar el favor, niña; bien que lo disfrutaste en la buenas, pero también hay que corresponder en las malas, y discúlpame, criatura, pero tú eres la indicada para representar a la familia en este amargo momento.

      A mi madre no le faltaba razón, por más injusto que me pareciera, no tenía argumentos para contradecirla y no me quedó de otra que “apechugar”, como solía decir ella. No podía creerlo, me sentía como un corderito enviado al matadero. Mientras el resto de la familia se encontraba de viaje, yo había sido designada para representarla en el más triste de los eventos sociales. En realidad nunca había asistido a un funeral, a pesar de que mi padre había fallecido cuando yo tenía cinco años, francamente no tenía un claro recuerdo de su sepelio.

      Y es que la familia que había dejado mi padre era todo, menos pequeña. Se había casado tres veces, además de que estuvo viviendo y procreó con una cuarta mujer con la que nunca se casó porque su esposa en turno le negó el divorcio. Yo era fruto del último matrimonio de mi padre y era el último eslabón en su larga cadena reproductiva. Sobra decir que mi madre nunca fue muy bien vista por el resto de la familia, que no la bajaban de puta e interesada, pues durante muchos años había trabajado con él como secretaria y deducían que la relación llevaba mucho más tiempo que el “oficial”. Por si fuera poco, la relación se distinguía porque mi padre le llevaba más de cuarenta años a mi madre, por lo que los rumores aseguraban que se estaba “sacrificando” esperando ser recompensada tras la muerte de su anciano esposo. Pese a que mi madre renunció a su parte de la herencia, la actitud de los demás con respecto a ella no cambió demasiado. Por ende, yo intuía que tampoco a mí me tenían en muy buen concepto. Sabía que me apodaban “la Reina”, en parte porque mi padre siempre me llamó así, debido a que fui la única mujer que procreó y en parte porque la intención de mi padre era nombrarme así: Reyna. Agradezco profundamente a mi madre que no se lo haya permitido, ya que hubiera sonado ridículo llamarme Reyna Reyes. Afortunadamente el nombre que llevo es Rebeca Carolina.

      Pues ahí estaba yo, sin saber de bien a bien cómo comportarme, haciendo acto de presencia en el funeral de mi hermano Francisco, él era el hijo mayor del segundo matrimonio de mi padre y acababa de morir en un accidente a los 48 años de edad. Francamente nunca lo traté, de modo que a pesar de que se trataba de mi hermano, en los hechos, estaba asistiendo al funeral de un desconocido. Me topé con la no tan inesperada sorpresa de que no estábamos ahí todos los hermanos. En realidad los demás habían hecho lo mismo que en mi caso, habían designado un representante por casa para asistir al evento. La mayoría de los asistentes eran los familiares directos y los amigos, por supuesto que estaban presentes Daniel y Lorenzo, los hermanos del difunto, al igual que su madre, Yolanda, quien odiaba fervientemente a la mía, pues mi padre se había divorciado de ella para casarse con mi mamá.

      Con una actitud semejante a la mía me encontré a los otros medio-hermanos. En un rincón, como tratando de pasar inadvertido estaba Valentín, el hijo menor del primer matrimonio de mi padre, tenía cuatro hermanos mayores que él, pero no se veían por ninguna parte, por lo que deduje que igual que a mí, él había sido el comisionado para presentar las condolencias. Más allá, en un plan un poco más sociable estaba Juan, al que todos llamaban cariñosamente Juancho, el hijo mayor de Federica, la mujer que no se pudo casar con mi padre. Todos le tenían gran estima debido a su sangre liviana, cosa rara, ya que Alejandro, su hermano menor, era totalmente lo contrario.

      Y ahí estaba yo, perdida, sin atinar de bien a bien qué hacer. Finalmente, noté una presencia conocida a mi lado.

      —Pareces una criatura extraviada, atravesada a media calle en pleno desfile.

      Era Valentín, quien viendo mi actitud se había acercado a auxiliarme.

      —Hola... Me mandó mi mamá representando a la familia... Pero no sé qué hacer... —Sentí la necesidad de darle alguna explicación.

      —Lo primero que debes hacer es buscar a los dolientes y presentar tus condolencias. Ven, te acompaño.

      —G-gracias... —seguí sus pasos un tanto aliviada de contar con un guía.

      —Se te nota que eres nueva en estos asuntos, niña; no entiendo por qué te mandaron a tí y no a tu hermano que es un poco más grandecito. Que tu madre no se aparezca es comprensible, Yolanda le sacaría los ojos en cuanto la viera.

      —Mi mamá dijo que lo debería hacer en agradecimiento porque casi todos asistieron a lo de mis XV.

      —Ah, sí; algo supe de eso... Estos canallas solamente me comprometen cuando se trata de cosas como esta, pero cuando se trata de divertirse... para eso sí tienen tiempo los muy... de mis hermanos, ¿quienes fueron a tu fiesta?

      —Pues, nada más faltaron tú y Fernando.

      —Como de costumbre, mi hermanito mayor, siempre tan ocupado. Mientras que los otros papanatas... ¿eh?, ¿de qué te ríes?

      —Es que ellos así te dicen a tí.

      —¿Papanatas?

      —Sí...

      —Bueno, guarda tus risitas para otro momento. Aquí debes comportarte muy seria, ¿entendiste? Recuerda, presentas tus condolencias a Yolanda, a la viuda, a Daniel y a Lorenzo. Trata de ser breve y de no parecer muy fingida.

      Pero era imposible fingir ante el evidente sufrimiento que sentían los dolientes, sobre todo la viuda y la pobre de Yolanda, que estaba destrozada. El cuadro era conmovedor, y la escena me provocó un nudo en la garganta que me impedía pronunciar palabra. Me quedé inmóvil mientras la voz de Valentín me parecía lejana y confusa. Un empellón de su parte me llevó hasta donde estaba la viuda, no pude decir palabra alguna pero cumplí mi cometido de darle el pésame murmurando algo que ni yo misma entendí y con un gesto que resultó algo a medias entre una palmada en el hombro y un abrazo; luego hice lo propio con Lorenzo y después con Daniel. Finalmente me acerqué a Yolanda que era la única que permanecía sentada, yo temblaba porque esa mujer me intimidaba por partida doble, en primera porque la pérdida de su hijo la tenía destrozada y en segunda, por el enconado odio que le profesaba a mi madre. Cuando estreché su mano, ella me sujetó con gran fuerza y se me quedó mirando fijamente a los ojos, con esa expresión interrogante que se tiene ante lo familiar pero que de momento nos resulta desconocido. Como su memoria no le daba suficiente claridad sobre mi identidad, recurrió a uno de sus hijos.

      —No, mamá; no es Amalia —me confundía con una de sus nietas—... Es Carolina, la hija más chica de mi papá.

       “Dios mío”, me dije a mi misma. Estaba temiendo lo peor, mi mano seguía firmemente aprisionada entre las suyas, sus ojos se volvieron aún más llorosos cuando supo quién era yo. Luego, ante la sorpresa de todos me atrajo hacia ella y me abrazó con todas sus fuerzas mientras sollozaba, luego sus sollozos se fueron intensificando hasta convertirse en alaridos. Esa pobre mujer se sentía verdaderamente desgarrada por el dolor. Los demás, al igual que yo estábamos alarmados por el estado de la mujer.

      —Ay, ay, ay... Cómo duele, como duele... Ay, ay, ay... Como duele que se te muera un hijo... —gritaba la mujer mientras me apretaba con todas sus fuerzas, era desgarrador, podía sentir el propio dolor de la mujer trasmitirse directo a mi cuerpo. Yo ya estaba llorando a mares.

      —¿Sabes algo, mi niña? Yo no conocía el dolor, no conocía el dolor de verdad... Cuando a ese desgraciado de Rodolfo me lo quitó primero esa tal Federica, no me dolió; me dio mucho coraje, me puse furiosa; pero no me dolió... Pero luego, cuando tu madre me lo quitó definitivamente, eso si me enfureció mucho más. Porque sabía que esta vez ya no iba a poder recuperar a mi Rodolfo... Eso me enojó muchísimo, y por eso odié a tu mamá como a nadie en el mundo. Pero te juro que yo no conocía el dolor, no conocía el dolor de verdad, esto sí que duele, mi niña; perder un hijo no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Se me hace que Dios me quitó a mi hijo como castigo por no saber perdonar a tu madre.

      —No, no diga eso... —fue lo único que atiné a decir. La mujer me soltó de su abrazo, sostuvo mi cabeza entre sus manos y mirándome fijamente prosiguió.

      —Sí, mi niña; y lo tengo bien merecido, porque yo creía que el dolor me provocaba el odio, pero no, no era dolor, era puro coraje, pura furia, pura bilis. Y lo sé hasta ahora, porque esto que siento, esto sí es dolor, dolor de verdad... Dile a tu madre que me perdone por haberla odiado tanto, y que voy a rogar porque ella nunca sienta esto que estoy sintiendo yo, ¡Ay, ningún padre debería de enterrar a un hijo, esa no es la ley de la vida!...

      Los demás tuvieron que intervenir para separarme de aquella mujer que estaba siendo desgarrada por el sufrimiento. Cuando ya estuve “a salvo”, pude ubicar a mi socorrista, era Juancho quien estaba a mi lado.  Yo estaba temblorosa después de lo acontecido, jamás me hubiera esperado una reacción como esa en la mujer. Juancho pronunciaba palabras con las que intentaba tranquilizarme, pero yo estaba como ida, las escuchaba, pero no entendía lo que me decía. No supe en qué momento, ni cómo sucedió pero un rato después ya no vi a Juancho por ninguna parte, y quien estaba a mi lado ahora era Valentín, quien había vuelto a mi lado como reclamando mi custodia.

      Yo hubiera preferido que Juancho siguiera a mi lado, me sentía más cómoda con él, pues le tenía más confianza, además de que era más joven y simpático que Valentín. Es más sencillo que una adolescente vea como a un hermano a alguien que le lleva veinte años que a alguien que es cuarenta años mayor. Poco a poco me fui tranquilizando, lo que me dijo Valentín me dejó claro que no había disimulado muy bien mi incomodidad.

      —Estamos igual, yo tampoco conozco a muchos de los presentes y no soy tan sociable como el señor simpatía. Míralo, va de un lado para otro, queriendo quedar bien con todos...

      Era por demás evidente que a Valentín no le caía nada bien Juan. Algo me decía que eso se debía a alguna clase de envidia. Eran polos opuestos, Valentín era seco y no muy agraciado físicamente, además de que tenía fama de problemático.

      —La parte difícil ya pasó, lo que queda es puro tedio, solamente hay que aguantar la misa y luego la ida al cementerio. Yo te puedo acompañar todo el tiempo que dure esto.

      —Gracias... —dije sin poder sostenerle la mirada.

      —Es mejor que piensen que vienes acompañada de tu papá. Créeme, hasta en los funerales se aparecen los galancillos impertinentes. No me gustaría dejarte sola a su merced. Aunque con ese aspecto que te quedó, dudo que alguien quiera acercarse a importunarte.

      Por reflejo me llevé una mano a la cara, sabiendo que el maquillaje seguramente se me había estropeado.

      —Anda, te acompaño; los sanitarios están por acá.

      Vaya que me hacía falta hacer escala en el “tocador”, los lagrimones y los estrujones de Yolanda me habían arruinado el maquillaje y prácticamente tuve que lavarme la cara.

      —No entiendo para qué te maquillas tanto si así al natural luces muy bonita —el comentario de Valentín hacía evidente el cambio que sufría mi apariencia sin el maquillaje.

      —Es que no quería verme bonita, quería verme seria. Pero ni modo, ahora tendré que andar con mi cara de chiste al descubierto.

      —Ja, ja, ja... No entiendo a las mujeres. Cuando son jovencitas se maquillan para verse más grandes, y cuando son mayores se maquillan intentando verse más jóvenes.

      A partir de ese momento, Valentín cambió su actitud. Quería hacerse el simpático y continuamente volteaba a ver mi “cara de chiste” y hacía como que se reía con ella. Yo me sonrojaba cada que hacía eso. La verdad hubiera preferido la actitud de gente grande que tenía al inicio.

      —Ahora entiendo por qué don Rodolfo cambió a Yolanda por tu madre. Te pareces mucho a ella, tienes su misma “cara de chiste”, y es un chiste muy bonito.

      La nueva actitud de Valentín me incomodaba y me recordaba a la que deberían tener los galancillos impertinentes de los que según él me estaba protegiendo. En una de esas fingió un ataque de tos y se fue a un rincón un tanto alejado. Sospechando que fingía, lo seguí. Pude verlo que de uno de sus bolsillos sacó una anforita metálica y disimuladamente le dio un trago. Eso lo explicaba todo.

      —¿Estás borracho?

      —No, ¿cómo crees? Es un poquito de vodka, nada más para calmar los nervios... Pero ya que estás aquí, mira; ven conmigo que quiero platicar contigo de una cosa... —Me tomó del brazo conminándome a seguirlo.

      Intenté resistirme, pero él insistió. Volteé hacia donde estaban los demás como buscando ayuda, porque el asunto no me daba buena espina.

      —Anda, ven; es que no quiero que los demás escuchen lo que te voy a decir...

      —Pues dímelo aquí, no hay nadie que pueda escucharnos.

      —Ven conmigo, es que necesito un poco de aire fresco, adentro está muy sofocado.

      La verdad era que yo también necesitaba alejarme un poco del asfixiante ambiente que había dentro del velatorio, así que lo seguí. No nos alejamos mucho, fuimos a un área verde contigua al lugar, donde se podía respirar a gusto.

      —Maldito viejo... Hizo con las mujeres lo mismo que hacía con los carros... Las fue cambiando por una mejor y más nueva... Y mira nada más, eres el vivo retrato de tu madre, la mejor de todas las que tuvo.

      No me gustaba por donde iba esto.

      —Y pensar que el maldito ya tenía un pie en la tumba cuando se casó con ella... ¿Con cuantos años le ganaba?

      —Con cuarenta y tantos...

      —Cierto... Ni siquiera yo te llevo tantos años a tí...

      Definitivamente, esto no me estaba gustando nada.

      —Y dime, ¿tienes novio?

      —No, todavía no.

      —¿Te gustaría ser mi novia?

      —¿Está loco? —deliberadamente dejé de tutearlo—, usted es mi hermano...

      —“Medio hermano”, que es muy distinto.

      —¡Y por qué es muy distinto? Somos hermanos y entre hermanos no se puede ser novios.

      —Te lo digo porque, si somos medio-hermanos, podemos ser “medio novios”...

      —¿Medio novios?, ¿cómo está eso?

      —Bueno... no es que quiera acostarme contigo, eso sí está muy feo y podemos dejarlo de lado, además todavía estás muy chica... Esa es la mitad que como hermanos no vamos a hacer... Pero siendo "medio novios", la mitad de nosotros que no tiene parentezco alguno sí nos permite, no sé... Acariciarnos... Besarnos...

      —¡Ja, ja, ja!... —Me reí apartándolo—. Sigo diciendo que usted está loco, además de que es mi hermano, usted está muy viejo y no me gusta ni tantito... Es un degenerado por decirme esas cosas, debería darle vergüenza... Eso, ni siquiera andando borracho lo debería de decir.

      Indignada me alejé a toda prisa y él siguió mis pasos, me encaminé al velatorio porque me parecía que sería el lugar más seguro estando al resguardo de la gente.

      —Ja, ja, ja... ¿Medio novios? ¡Tenga! —Le dije haciéndole cuernos con los dedos, luego me alejé carcajeándome eran carcajadas fingidas y muy fuertes. Había perdido totalmente la dimensión del lugar y el ambiente de duelo que se vivía en él.

      Me quedé helada cuando me vi rodeada de gente y era el centro donde confluían una multitud de miradas fulminantes.

      —Perdón, es que mi hermano me contó un chiste muy bueno, él tiene la culpa —me justifiqué deseando que la tierra me tragara y me alejé totalmente avergonzada.

      El resto de la ceremonia me la pasé como una apestada, apartada del resto de la familia pero también intentando permanecer lo más alejada posible de Valentín, quien de vez en cuando intentaba acercarse a mí, pero yo le rehuía.

      Luego de mucho rato, Juancho se acercó a mí. Cuando lo vi hacer esto, creí que me iba a regañar por mi conducta irrespetuosa. Sin embargo, no dijo nada. Permaneció en silencio a mi lado sin decir palabra alguna, solamente me dedicó una sonrisa y un gesto amable como tratando de reconfortarme. Me estaba haciendo compañía para tratar de hacerme sentir un poco menos mal por el desfiguro que acababa de cometer en un momento tan triste como ese.

      De alguna manera me sentía resguardada, a los demás les daba la impresión de que Juan me acompañaba para evitar más desfiguros de mi parte. Él también era mucho mayor que yo, pero mucho más joven y atractivo que Valentín, además su presencia me daba cierta seguridad. De vez en cuando intercambiábamos miradas esbozando luego una sonrisa discreta. “De este sí que me gustaría ser medio-novia”, me sorprendí a mi misma con ese pensamiento que me hizo ponerme colorada. Él lo notó.

      —Tranquila, chiquilla... Me gustó cómo te lo quitaste de encima. Tiene fama de pervertido, pero jamás creí que llegara a tanto.

      —Por favor, no le vayas a contar a nadie.

      —Por supuesto que no, esto queda entre nosotros. Y no te preocupes, yo me encargo de que no te vuelva a molestar.

      —Gracias. —Me sentí protegida por este apuesto caballero de brillante armadura y la pesadumbre que me invadía se hizo más llevadera.

      El cuerpo fue trasladado al Templo y tras la misa de cuerpo presente partimos en cortejo fúnebre hasta el cementerio. No pude evitar el llanto cuando sepultaban el cuerpo, la reacción de Yolanda fue verdaderamente desgarradora. Aquello me dejó impactada. Los brazos de Juancho me ayudaron a mantener la entereza ante lo que presenciaba. Nos alejamos del tumulto, yo seguía temblando por la impresión. A lo lejos se escuchaban las notas del mariachi que tocaba “las golondrinas” y “la barca de oro” alternadamente. Estuvimos en silencio hasta que me fui tranquilizando, ya quedaba poca gente cuando decidimos acudir a la tumba de nuestro hermano a presentar nuestros respetos.

      —¿Y ahora qué?

      —Pues en otras circunstancias restaría solamente despedirnos de los deudos. Pero parece que Yolanda se puso muy mal y no veo a nadie más cerca.

      —¿Entonces ya nos podemos ir?

      —Si la pregunta es si ya cumpliste con el compromiso... Ya lo hiciste.

      Él notó que me relajé aliviada. Había salido avante del compromiso, aunque sentía que con esa última metida de pata había echado a perder todo lo ganado previamente. Juancho intentó tranquilizarme cuando se lo dije.

      —Tú tranquila, ambos sabemos la causa de esa metida de pata. Que eso mantenga tu conciencia tranquila aunque los demás estén pensando pestes.

      —Oye, tengo curiosidad... ¿Cómo te diste cuenta?

      —No se lo vayas a decir a nadie, hermanita; pero... —Se puso demasiado serio—. Antes de morir, mi papá me encomendó que vigilara a toda la familia. Todos tienen implantado un chip y por medio de él es que yo me entero...

      —¿En serio?

      —Sí, suena loco; pero cuando alguien tiene los recursos puede llega a hacer cosas que parecen irreales. Además de que en la última etapa de su vida, mi papá no estaba muy bien que digamos.

      —Pero vigilarnos, ¿para qué? Si a final de cuentas él ya no iba a estar...

      —Es que tú no lo sabes.

      —¿Saber qué?

      —No, no debí hablarte de esto, ya te dije mucho... No preguntes más...

      —¿Por qué no? Tengo tanto derecho como tú a saberlo.

      Estuve insistiendo que me contara sobre ese secreto que guardaba tan celosamente sobre mi padre.

      —Está bien, te lo diré... Es que en realidad, nuestro padre no está muerto...

      —¡No es cierto! —Por supuesto que me resultaba increíble lo que Juancho me contaba. Me estaba cayendo un balde de agua congelada sobre uno previo de agua fría.

      —No, no murió... Solamente regresó a su planeta... —En este punto ya fue imposible para él contener la risa y estalló en una sonora carcajada que yo secundé.

      —¡Maldito, solamente me estabas cotorreando! —Lo golpeé en el brazo al descubrirme víctima de una broma—... Ya hasta estaba sintiendo comezón en las muñecas y en la nuca, tratando de adivinar dónde estaba implantado el mentado chip.

      En eso sonó su teléfono, se apartó un poco para contestar.

      —Muy bien, vamos para allá...

      Había una reservación en un restaurante donde nos reuniríamos a comer algunos de los asistentes al sepelio de nuestro hermano. No quedaba muy lejos, así que nos fuimos caminando. En el camino se disculpó por la broma y después me estuvo explicando sobre lo que le había preguntado inicialmente, me dijo que ese lugar había sido construido con una acústica especial, que el sonido se comunicaba perfectamente de un lugar a otro mediante el diseño de la bóveda. Que esa comunicación sucedía especialmente entre varios puntos estratégicos y casualmente él estaba en ese momento en un lugar que se comunicaba con el lugar en el que nosotros estábamos hablando. Me alegré de que no hubiera chips implantados ni nada por el estilo, aunque muy en el fondo me sentí un poquitín decepcionaba, porque ya me estaba sintiendo parte del elenco de una película.

      Llegamos al lugar, no era un sitio lujoso, pero era muy bonito. Entre los asistentes estaba Valentín, quien por encargo de Fernando, nuestro hermano mayor, había hecho la reservación y correría con los gastos. Por supuesto que seguí evitándolo y permanecí como una lapa al lado de Juancho. Entre los comensales estábamos básicamente los que habíamos llegado de fuera y algunos de los lugareños más allegados a la familia. Nos acompañaban la viuda y mi hermano Daniel, aparentemente Lorenzo se había quedado a hacerle compañía a Yolanda que la seguía pasando muy mal.

      En un momento dado tuve que ir al baño, cuando regresé el lugar de Juan estaba vacío, alguien comentó que aparentemente él también había acudido a atender el llamado de la naturaleza.

      —Vaya, veo que nadie sabe para quién trabaja... —Escuché una voz conocida y luego lo sentí sentarse en el lugar de Juancho.

      —¿De qué habla usted? —Lo miré con cara de extrañamiento.

      —¿Acaso crees que no me he dado cuenta?

      —¿De qué?

      —Veo que te estás pensando eso de ser “medio novios”, pero no precisamente conmigo.

      —Usted de verdad que está enfermo, no sé como puede pensar esas cosas tan sucias.

      —Esos advenedizos siempre han tenido muy buena suerte —. Notaba en su expresión un profundo resentimiento y se le notaba todavía afectado por la bebida.

      En cuanto Juancho volvió a mi lado, Valentín se esfumó cobardemente.

      —¿Te ha vuelto a molestar?

      —No, déjalo, no fue nada.

      La comida terminó y entonces ya nos pudimos despedir de los deudos como Dios manda. La tarde estaba muy avanzada y Juan se ofreció a acompañarme a una plaza cercana donde había un sitio de taxis, ahí podría tomar uno que me llevara hasta la terminal camionera. Todavía faltaban un par de horas para la salida de mi autobús de regreso. Juancho estaba en una situación similar, su mujer había quedado en pasar por él y aún quedaba tiempo para la hora acordada. Así que decidimos dar un paseo y hacernos compañía para matar el tiempo.

      —¿Por qué decías que Valentín tiene fama de pervertido?

      —Desgraciadamente no eres la primera mujer de la familia a la que acosa...

      —¿Tu mujer...?

      —Así es, por eso no nos podemos ver.

      —Seguramente también andaba borracho.

      —Probablemente, aunque eso no lo disculpa... Pero hay que reconocerle una cosa, el muy desgraciado sí que tiene buen gusto para las mujeres.

      —... —Iba a darle las gracias por la flor, pero preferí guardar silencio. La temperatura de mis mejillas y hasta la de mis orejas eran síntoma inequívoco de que sus palabras me habían sonrojado.

      Estábamos en la plaza, sentados en una jardinera que hacía las veces de banca.

      —Si no fueras mi hermana y si yo no fuera tan viejo, si que te pediría que fueras mi medio novia.

      —Cállate —le dije dándole un codazo —, además si quitamos esos dos defectos todavía te queda uno peor...

      —¿Acaso estoy bizco?

      —Ja, ja, ja... No, tonto... ¡Eres casado!

      —¡Oh, cierto!

      —Aunque irónicamente ese es el único defecto que tiene remedio...

      —Pero los otros dos no lo tienen. Así que siendo como son las cosas, ni siquiera podemos aspirar a ser "medio novios", ni modo —remató su frase con un profundo suspiro que yo secundé.

      Él contemplaba el cielo y disfrutaba de la suave brisa nocturna, yo me sentía como en un sueño, tomada de su brazo recargué mi cabeza en su pecho. Y cerré los ojos por un momento aspirando su delicioso aroma. Cuando los volví a abrir me topé con su mirada enternecedora, la manera en que me contemplaba distaba mucho de ser la de un hermano protector. Me perdí en la profundidad de esos ojos brillantes y me estremecí. Fueron unos instantes que me parecieron eternos, ahí estaba él tan cerca de mí que podía respirar su aliento.

       “Por Dios, ¿qué te pasa?, es tu hermano, no debes verlo con esos ojos”, me recriminaba una vocecilla en la cabeza. Pero estaba tan a gusto y él me parecía tan encantador que inmediatamente otra voz resonaba más fuerte que la anterior: “Anda, aprovecha; bésalo... bésalo...” Él, haciéndose el gracioso me apretó la nariz con los nudillos imitando el sonido de un claxon. Había roto el encanto del momento, yo deduje que se trataba de un mecanismo de defensa, porque de algún modo estaba segura que a él le estaba pasando lo mismo que a mí.

      El sonido de un claxon de verdad terminó por sacarnos a ambos de nuestro letargo. Habíamos perdido completamente la noción del tiempo. El sonido provenía de un auto detenido del lado opuesto de la plaza. De él descendió una mujer, su esposa. Como en un ensueño la veía acercarse hasta donde estábamos sentados. Él se levantó y se encaminó a su encuentro, yo lo acompañé arrastrada por la inercia de sus movimientos.

      Ella era una mujer en todo su esplendor, bella, madura, inteligente... Me sentí tan poca cosa a su lado, yo era una mocosa escuálida haciendose ilusiones con un príncipe que le pertenecía a una verdadera Diosa. No eran celos exactamente lo que sentía, sino un choque repentino con la realidad.

      —Alma, amor; te presento a mi hermanita —le dijo luego de recibirla con un beso en los labios, no era un rutinario beso de saludo, se adivinaba en él la carga de pasión que solamente se pude ver en los recién casados, pero que en ellos se conservaba intacta tras años de matrimonio.

      —Hola, mucho gusto... —recibí su mano como autómata y ni siquiera pude corresponder al beso en la mejilla que complementaba su saludo.

      —Así que tú eres la famosa Catalina... —iba a corregirla, cuando mi autoestima recibió un nuevo golpe—: ¡Pero que bonita estás!

      Viniendo de ella, ese halago sonaba desoladoramente condescendiente. Y lo dijo de tal forma que solamente le faltó acompañar su frase con el clásico apretón de cachetes que los adultos suelen hacer a los niños. Los escuché intercambiando un par de frases haciendo alusión a mí, pero era como si estuvieran dentro de una burbuja y yo no los pudiera escuchar del todo.

      Se ofrecieron a acompañarme a la terminal, pero me negué arguyendo que todavía faltaba mucho tiempo para la salida de mi autobús y que prefería matar el tiempo aquí que allá. Insistieron, pero permanecí firme en mi decisión.

      Me entristecí al verlo alejarse, feliz, en compañía de ese monumento que tenía por esposa. En cuanto ella había aparecido se había olvidado por entero de mí. Era claro que ella era su mundo y que él en realidad no tenía ojos para nadie más. Sentía un extraño hueco en el estómago, como si su partida me dejara una insoportable sensación de soledad. Ahí estaba yo; sola, enmedio de esa enorme plancha de concreto. Me invadió un inexplicable pesar en el pecho que se hizo insoportable y no pude contener las ganas de llorar. A lo lejos ellos voltearon agitando la mano. Mis lágrimas brotaron a raudales mientras correspondía con un ademán apenas perceptible. No hice el más mínimo intento de enjugar mis lágrimas, mis hombros se derrumbaron, sentía que mis manos estaban pesadas y casi las sentía arrastrar por el suelo mientras andaba en busca de un rincón donde poder desahogarme.

      Encontré un lugar apartado, detrás de unos árboles. Quién lo dijera, finalmente estaba llorando en un fúneral, pero no eran lágrimas derramadas por el difunto. Sentía que había experimentado más sensaciones en un día de las que había experimentado a lo largo de toda mi existencia. Un momento estaba feliz, en compañía de un ser amado y al otro estaba llorando su pérdida. Comprendí que me había negado a que me acompañaran porque no soportaba verlos juntos. Eso me hacía morir de envidia.

      —Veo que no estaba muy equivocado en mi apreciación...

      Ahí estaba el culpable de todo, el que me había enmarañado la cabeza con esos razonamientos pervertidos que ahora me tenían aquí sintiéndome miserable. Dio un par de pasos hacia mí y toda mi frustración y dolor se transformaron en rabia que tenía que sacar de alguna manera, se acercó otro poco y yo me levanté convertida en un energúmeno. Le lancé un golpe con la mano derecha y él lo interceptó, intenté lo mismo con la izquierda y corrió la misma suerte. Así, con ambas manos sujetas por las muñecas, intenté darle un rodillazo en los bajos pero él giró la cadera esquivándolo, eso sí, el rodillazo le dio en pleno muslo y le causé un dolor que rematé con un pisotón en su pie de apoyo. Ello provocó que su cuerpo se derrumbara, aunque yo intenté permanecer de pie, me fue imposible y me arrastró con él al suelo.

      —Tranquila, niña; tranquila... Nada de lo que te decía era en serio...

      Yo forcejeaba con él, tratando de liberar mis manos para agredirlo como fuera.

      —No creí que lo fueras a tomar tan a pecho. No soy ningún santo, pero de eso a querer ser tu novio, para eso sí que se debe estar bastante enfermo.

      —No te creo, me lo estás diciendo para que no te saque los ojos.

      —Mira, estoy tan acostumbrado a que me rechacen que se me hace fácil echarle los perros a cualquier cosa con faldas. Esa manía se me ha hecho peor ahora que soy viejo. Lo hago porque sé que no me van a tomar en serio, pero contigo no consideré el hecho de lo jovencita que eres, jamás había intentado ligarme a una chica tan tiernita y que encima fuera mi hermana... bueno mi media hermana.

      Yo seguía montada en él, amenazante, sin poder liberar mis manos. Sus justificaciones lejos de consolarme me herían el orgullo. Estaba frustrada y no estaba dispuesta a que mi autoestima descendiera más allá del suelo. Ante la imposibilidad de usar las manos, opté por usar la única arma que tenía disponible. Intenté morderlo en una mejilla, pero sin mucho éxito, lo intenté un par de veces más sin conseguirlo del todo. Él seguía moviéndose y tratando de justificarse. De modo que por alguna razón inexplicable se me ocurrió interrumpir su retahíla de palabrería sellando su boca con mis labios. Al principio, la sorpresa lo dejó perplejo, impávido y se quedó quieto.

      —Además, soy puto... Hermanita...

      Volví a besarlo. No estaba segura, pero sentía la necesidad de demostrar algo. En el fondo, después de la triste realidad contra la que me hizo topar el asunto de Juan, quería que al menos Valentín admitiera que se sentía atraído por mí. Tal vez lo que estaba haciendo era un simple acto de vanidad, ni siquiera de despecho.

      —¿Habías besado a alguien antes?

      Negué con la cabeza y lo besé por tercera vez. Finalmente correspondió al beso, lo hizo de forma ardiente y entonces supe lo que era un beso de verdad. Cerré mis ojos y me dejé llevar por las sensaciones, olvidándome de la culpa e incluso de la persona con quien estaba. Rato después ya rodábamos en el suelo, yo abrazada a su cuello, nuestras piernas enredadas y sus manos recorriendo todo mi cuerpo. Nos estuvimos besando con muchas ganas y no era para menos, pues se trataba de un momento que yo había ansiado desde que tenía memoria, siempre había pensado que sería con una persona muy especial, pero ahora que lo vivía, me daba cuenta que ese detalle no me importaba tanto, al menos no mientras lo estaba viviendo.

      Él era el adulto y de él vinieron los primeros signos de cordura después de esta locura en la nos habíamos enfrascado.

      —Esto es una locura, niña; una locura muy rica, pero una locura al fin.

      Estuve de acuerdo, aunque mi cuerpo me estaba pidiendo continuar. Después de todo estábamos en un lugar público y no podíamos seguir haciendo esto. Comenzamos a andar en busca de otro lugar más apartado. Encontramos un callejón cercano. Todavía no habíamos dado tres pasos dentro cuando ya lo tenía arrinconado otra vez devorándole la boca. Descubridora de esta nueva forma de placer quería seguir probando una y otra vez. Estuvimos buen rato besándonos, él acariciaba todo mi cuerpo por encima de la ropa y yo me dejaba hacer. Sus manos parecían tener una fascinación especial por mis nalgas donde concentraban gran parte de sus caricias, atrayéndome hacia él, haciendo que nuestros pubis entraran en contacto. Podía sentir su miembro erecto frotándose contra mi entrepierna, intentando una suerte de coito que era impedido por nuestras ropas.

      —Si quieres nos vamos a un hotel para poder estar a gusto.

      —No...

      —¿Cómo de que no?

      —Si nos vamos a un hotel tú vas a querer otra cosa, y no; quedamos que esto de ser tu “medio novia”, consistía solamente en hacer lo que hemos hecho hasta ahorita y nada más. Si estás de acuerdo, bueno... Si no, pues...

      —Si no pues, ¿qué?

      —Pues te buscas una puta y ya está...

      —¿Tú crees que voy a cogerme una puta teniendo la oportunidad de?...

      —La oportunidad de cogerte a tu hermana.

      —No, no quise decir eso...

      —De verdad crees que soy tan puta como algunos de ustedes piensan que lo es mi madre, ¿no es cierto?

      Su silencio lo explicaba todo.

      —¿Qué dijiste? Voy a intentar cogerme a esta escuincla. Total, debe ser igual de puta que la madre a la que no le importó meterse por dinero con un anciano que le llevaba más de cuarenta años de edad.

      Su expresión me decía que le estaba leyendo la mente.

      —Pues te tengo noticias, no vas a obtener de mí nada más de lo que ya tuviste hoy. Y espero que te aproveche y que te dure el recuerdo por mucho tiempo para que te hagas muchas puñetas en mi honor, maldito pervertido.

      —¿Ahora yo soy el pervertido? ¡Tú fuiste la que se me echó encima, yo no te obligué a nada!

      —Pero fuiste tú el que me llenó la cabeza de mierda... Por tu culpa acabé viendo con otros ojos al “Señor simpatías”, como tú le dices... Y no te sientas especial, si me metí contigo fue solamente por despecho, creo que igual lo hubiera hecho con una escoba o con un poste, si te agarré a tí fue solamente porque estabas a la mano.

      —¡Ja, ja, ja!... No me vengas con pretextos absurdos, eres una piruja que se quiere dar golpes de pecho. Estoy seguro de que si el simpatías te lo hubiera propuesto, con él sí te hubieras metido al hotel.

      —¡Tienes toda la razón!... Con él sí, pero contigo, ¡ni muerta!...

      Mientras me alejaba del callejón alcancé a escuchar que murmuraba “pinche puta, calienta-vergas”. Ya no quise responder y aceleré el paso de regreso a la plaza. Tomé el primer taxi disponible en el sitio y partí rumbo a la terminal. El taxista, muy atento, quiso hacerme plática, pero mis respuestas secas le hicieron entender que no quería ser molestada.

      El viaje de regreso sería muy largo. El autobús iba prácticamente vacío. Lloré amargamente todo el trayecto, sintiéndome sucia, mancillada; no sabía si con razón o sin ella. Le había dado mi primer beso a mi medio hermano. Sentía que había desperdiciado algo que en otras circunstancias hubiera sido hermoso y un digno recuerdo para toda la vida, en lugar de un sucio secreto que me taladraría la conciencia constantemente. Lo que acababa de hacer no era sino apenas un asomo de lo que vendría después, había abierto la caja de Pandora y estaba muy lejos de dimensionar los alcances de este hecho.