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Choque Térmico (Frío)

en Sexo con maduros

 CHOQUE TÉRMICO

(Frío)

Por: Reriva.

     Mi difunto padre lo había dejado bien claro. A todos y cada uno de sus hijos le correspondería una parte de la empresa. Eso sí, cada uno de nosotros nos la deberíamos ganar a pulso trabajando en ella, desde abajo, de ser posible. Y ahí estaba yo, recién graduada y trabajando como una de las asistentes de mi hermano mayor, que había quedado como patriarca de la familia en ausencia de mi padre. En realidad éramos medios hermanos, ya que mi padre tuvo varios matrimonios, de modo que la diferencia de edades entre mi hermano mayor y yo era bastante grande.

     Habíamos acordado que nadie sabría nuestro parentesco dentro de la empresa y que me presentaría como una chica que estaba llevando a cabo sus prácticas profesionales y que de acuerdo a mi desempeño se me daría oportunidad de trabajar de planta o darme las gracias. O sea que no se me regalaría nada, estaba en un periodo de prueba y tendría que ganarme un puesto.

     Rápidamente me fui integrando e hice buenas migas con varias compañeras, especialmente con una de ellas con la que trabajaba muy cerca y con la que solía ir al comedor. A esa hora casi siempre coincidíamos con un ancianito cuyo puesto concreto nunca pude precisar, pero todos lo veían con mucho respeto. A mí desde un principio me había caído mal, sobre todo por su actitud de viejo verde, pues se la pasaba echando flores a diestra y siniestra. Afortunadamente a mí nunca me había dicho nada, y qué bueno, porque en ese asunto suelo tener muy pocas pulgas. Pero todo cambió un día cuando esperábamos turno para que nos sirvieran la comida.

     —Qué dicha le regala su presencia a estos ojos que muy pronto se comerán los gusanos. Quiero decirle que es usted una muchachita muy guapa...

     —¡Ay, muchas gracias, señor; qué lindo!... —le agradecí con una sonrisa por demás fingida, luego me giré hacía mi amiga y le susurré—: ¡Felicidades, usted acaba de descubrir el hilo negro!... ¡Viejo verde!... Ni que no tuviera espejos en mi casa.

     Obviamente, el viejo alcanzó a escuchar lo que había dicho, por lo que su semblante alegre se transformó, mostrando una rara mezcla entre vergüenza y enfado.

     Mi amiga y yo proseguimos nuestro camino rumbo al comedor, mientras el galante caballero del cretácico y su acompañante se quedaron rezagados, como haciendo tiempo para separarse de nosotras. Mientras transcurría la comida, mi amiga y yo charlábamos animadamente, yo de vez en vez miraba de reojo y me daba cuenta que los individuos en cuestión estaban muy serios, se diría que hasta molestos y pude notar que de vez en cuando el viejito me dirigía miradas de pocos amigos. Yo, sabiéndome observada exageraba mis ademanes y reía más de la cuenta, eso parecía molestarle mucho al viejito.

     Cuando terminamos de comer, recogimos nuestras charolas y caminamos rumbo a la zona destinada a depositarlas. A propósito pasamos cerca de la mesa donde los dos hombres todavía estaban sentados.

     —Así es, Robles; como te decía... “Fíjate que acabo de descubrir el hilo negro”... —la indirecta iba dirigida a mí, por supuesto y el comentario no hizo otra cosa que hacernos soltar una carcajada.

     El resto del día transcurrió sin novedad. Estaba a punto de marcharme cuando mi hermano volvió de una reunión. Me pidió que pasara a su oficina antes de irme y así lo hice. Al entrar lo vi con cara de pocos amigos.

     —¿Sucede algo malo? —le pregunté.

     —No sé, tú dime...

     —... —me encogí de hombros, extrañada.

     —Entonces, según tú, todo está bien, ¿cierto?

     —¿He hecho algo malo?, ¿no te gusta cómo hago las cosas? Porque tampoco es que tenga muchas responsabilidades a mi cargo...

     —No, hasta eso; lo que se te ha encomendado lo has hecho bien.

     —¿Entonces?

     —El problema es tu actitud.

     —... —Yo seguía sin entender y nuevamente me encogí de hombros.

     —Supongo que ya conoces al Señor Pozos, ¿verdad?

     Ahora comprendía de qué se trataba el asunto.

     —Mira, ese Señor... aunque su posición en la empresa es algo meramente simbólico, ya que lleva años negándose a retirarse... Lo que sí, es que la empresa le debe mucho y por sobre todas las cosas, le tenemos mucho respeto. Nos reímos de sus chistes aunque no sean graciosos y cosas por el estilo... Entonces, lo que te pido encarecidamente es que trates de hacer lo mismo...

     Yo guardé absoluto silencio. Estaba claro que el mentado Señor Pozos le había dado la queja de lo sucedido en el comedor.

—Entonces, quieres que apechugue cualquier cosa que me diga y que sea más condescendiente con él.

—Algo así...

—Bueno... Lo intentaré...

—Eso era todo, hermanita... Que descanses.

     Traté de permanecer ecuánime mientras estuve a la vista de mi hermano. Pero al salir de su oficina exploté. No podía creer que mi hermano se pusiera del lado de ese viejo rabo verde. En vez de defenderme, me estaba pidiendo que aguantara sus “galanteos”. Así como ellos se reían de sus malos chistes quería que yo fingiera sentirme halagada por sus piropos y que encima se los agradeciera. El resto del día lo pasé malhumorada por la reprimenda de mi hermano.

     Al día siguiente todo transcurría con normalidad, casi se me había olvidado el regaño de la tarde anterior, hasta que como a eso de las once del día vi llegar al Señor Pozos. Encima, además de inútil, el viejito llegaba a la hora que se le daba la gana y se marchaba de igual modo. No esperé demasiado tiempo, aproveché la ausencia momentánea de su secretaria y el que él apenas se estuviera instalando en su oficina. Fui a toda prisa y golpeé la puerta a pesar de que estaba abierta. Él volteó a verme con amabilidad, pero al reconocerme fingió indiferencia y preguntó sin voltear a verme, hurgando en unos papeles que tenía sobre su escritorio.

     —¿Qué se le ofrece, señorita?

     —Discúlpeme, señor; me temo que usted malinterpretó mis palabras de ayer, en el comedor...

     —Ah, ¿sí?; ¿y de qué forma las malinterpreté si se puede saber?

     —Es que en realidad lo que dije de que usted había descubierto el hilo negro, no fue porque usted me hubiera llamado guapa... —El viejo me miraba interrogante— ...lo decía por lo otro que dijo... Se necesita ser demasiado bruto para no darse cuenta de que cualquier día de estos se lo van a comer los gusanos, sino es que ya se lo están comiendo desde ahorita, porque hace tiempo que usted se está robando el aire de los demás...

     La expresión del viejo era digna de ver, palideció por completo y se quedo quieto como estatua de sal.

     —Bueno, ya estoy tranquila, eso era todo lo que quería decirle —le hice una reverencia y me alejé de ahí sin poder contener la risa apenas unos pasos fuera de su oficina. Su secretaria ya estaba ahí y me miraba asombrada, como si yo estuviera loquita.

     Lógicamente, mi hermano me volvió a llamar a su oficina, yo acudí aparentando estar muy seria, pero estaba riéndome por dentro.

     —¿Qué diablos has hecho?

     —Como me lo sugeriste, fuí a disculparme con el Señor Pozos.

     —No, no, no... Yo no te dije que fueras a disculparte... Te dije que trataras de ser más respetuosa con él. Que fueras un poco más condescendiente, todos sabemos cómo le gusta hacerse el simpático echándole flores a las muchachas guapas como tú. Pero jamás ha sido grosero con nadie y nunca intentaría nada más, ¡por Dios, el hombre ya está más muerto que vivo y lo que menos necesita ese pobre hombre es que vayas tú a recordárselo!

     Yo intentaba decir algo en mi defensa, pero no había palabras que surgieran de mi garganta, solamente algún intento de balbuceo sin sentido.

     —¡Qué tiempos estamos viviendo! —proseguía—. Con eso de que ustedes, la generación de las chicas modernas, liberadas y “empoderadas” consideran como acoso sexual la más mínima muestra de galantería... Parece que las ofende más que les digan guapa, bonita, o linda; a que les griten puta o cualquier otra babosada en la calle.

     Yo tampoco estaba de muy buen humor, no podía creer que un tipo como él, a su edad y con esa posición tan importante en la empresa, en lugar de enfrentarme directamente tuviera que recurrir a mi hermano para que fuera él quien me llamara la atención, o peor aún, para que me pusiera de “patitas en la calle”, por supuesto que esto último era imposible que sucediera. Pero el asunto se estaba haciendo cada vez más molesto. Había comenzado como una tontería, pero amenazaba con convertirse en una guerra.

     ¡Que poco hombre! No, no iba a dar mi brazo a torcer. Había que ponerlo en su lugar y yo estaba dispuesta a hacerlo.

     Desde siempre me han chocado los “tipos galantes”, perfectos desconocidos que te abordan halagándote y con piropos, unas veces amables, otras muy groseros. Yo digo que son iguales a los espontáneos exhibicionistas que se aparecen desnudos en lugares públicos. Tú estás de lo más tranquila y de repente se aparecen estos tipos, violentando tu espacio. Es muy distinto cuando acudes a una fiesta o algún lugar de encuentro donde en parte el objetivo es conocer a alguien con quien relacionarse. Pero me choca que hagan eso cuando caminas tranquilamente por la calle o te aborden en la escuela o en el trabajo o en cualquier otro lugar en el que lo que menos esperas es eso. Es verdaderamente molesto.

     Al día siguiente fui a buscar al Señor Pozos a su oficina.

     —Siento haberlo ofendido, Señor Pozos; me gustaría que limáramos asperezas... Le traigo una ofrenda de paz.

     —Humm... —Él estaba bastante resentido conmigo, vaya si se le notaba. Siguió muy metido en lo suyo y fingiendo una total indiferencia—. Déjelo por ahí... Pierda cuidado, yo no soy rencoroso... —me dijo sin siquiera voltear a verme.

     Dejé el sobre encima de su escritorio y me despedí con un ademán. La humildad de mi semblante era totalmente fingida, en cuanto di la vuelta para salir de su oficina tuve que llevarme la mano a la boca para no soltar la carcajada; así, intentando guardar la compostura, salí del lugar. Afuera de su oficina, mis pasos se fueron haciendo más cortitos y lentos. No me había alejado mucho cuando oí su grito:

     —¡Pinche vieja culera!

     No pude evitar girar mi cuerpo. Lo miré salir de su oficina y en la puerta de la misma, lo miré alzando el puño amenazante para luego romper furioso los papeles que llevaba en la mano.

     Yo me hice la indignada ante lo que acababa de ver y luego me alejé a toda prisa. Si antes la cosa parecía involucrar sólo a unos cuantos, a partir de ese momento toda la oficina se dio cuenta de que había una guerra declarada.

     —Pero, ¡¿cómo fuiste capaz de hacer eso?! —Las visitas a la oficina de mi hermano eran tan frecuentes como las de un niño problema a la del Director de la escuela.

     —Era una ofrenda de paz...

     —¿Una ofrenda de paz?... ¡Era un cupón de descuento de una funeraria, por Dios!

     —Se lo merece el maldito viejo verde, pocos huevos. No solamente no puede asumir las consecuencias de sus actos y enfrentarme directamente, sino que tiene que venir de llorón con mi hermano para que sea él el que me regañe.

     —¿Qué dices?

     —Lo que acabas de oír. Sí, lo hice porque se lo merecía...

     Mi hermano se llevó las manos a la cara para que no se le acabara cayendo de vergüenza, se derrumbó en su silla. Su cabeza negaba constantemente a la vez que intentaba articular algunas palabras:

     —¡Sí serás...! ¡Sí serás...!

     Yo seguía muy metida en mi papel de indignada.

     —Él nunca vino a quejarse de nada... Ni siquiera sabe que eres mi hermana...

     —¿Entonces, cómo...?

     —Tu amiga, con la que vas al comedor fue la que me lo dijo la primera vez. Luego, cuando fuiste de espontánea a disculparte ofendiéndolo, me lo dijo la propia secretaria del señor Pozos, que es muy buena amiga mía y los escuchó detrás de la puerta, como buena chismosa que es... Y de esta última... ¡Por Dios, toda la oficina se enteró!...

     “Trágame, tierra”, fue lo único que atiné a decir en mis adentros.

     —Por último... Lo siento mucho, pero tendré que tomar medidas al respecto. Tú hostilidad hacia el Señor Pozos, por muy generada que haya sido por malentendidos, no la puedo pasar por alto.

     —Oye, tú no puedes despedirme —le dije indignada, alzando la voz.

     —Claro que no, pero si te puedo transferir... Mañana mismo te me vas a la planta Norte.

     —¿La planta Norte? No me puedes hacer esto, no me mandes para allá, por favor.

     —Sé que alguien que te estima mucho me recomendó que te mantuviera alejada de esa planta, pero considero que te mereces una buena lección de humildad y esa la tendrás trabajando con allá. Además, la recomendación es que comenzarás como operaria, así conocerás el negocio desde sus raíces.

     —Pero, no me puedes hacer esto...

     —Tan lo puedo hacer que lo estoy haciendo. Fallaste en tu primera oportunidad.

     —No, por favor; te prometo que ahora sí me disculparé en serio con él...

     —Los siento, está decidido. Diste por sentado que él había venido a quejarse conmigo y actuaste en consecuencia sin tener la certeza. Eso es algo que no se puede hacer en cualquier ámbito de la vida, incluido el empresarial. Necesitas una lección y por supuesto que te la voy a dar.

     No lo podía creer, mi hermano había decidido castigarme transfiriéndome de la matriz a la planta Norte y encima trabajando como operaria. Tendría que olvidarme de hacer labores administrativas que eran las que había realizado hasta el momento. Encima, me obligaba a tener trato con otro de mis hermanos, con el que había tenido problemas muy fuertes en el pasado y eso era algo que yo no estaba dispuesta a hacer. Le estuve rogando por una nueva oportunidad, pero él se mostró inflexible.

     Como último recurso acudí a otro de mis hermanos pidiéndole que me auxiliara en este asunto, pidiéndole incluso que le solicitara que me transfiriera a la planta que estaba a su cargo. Él hizo lo posible, pero mi hermano mayor se mantuvo firme en su decisión. Si acaso se mostró flexible solamente en postergar un poco la fecha para que coincidiera mi cambio con las vacaciones de navidad.

     Mi último día coincidiría con el convivio navideño, que se llevaba a cabo previo a las vacaciones; era un festejo que la verdad sea dicha, no me entusiasmaba en lo más mínimo. Y para hacer más amargo el asunto me comunicaron que dentro de dicho evento se debería hacer un intercambio de regalos, de modo que tendría que entrar en el sorteo para ver a quién me tocaba darle regalo. Hicieron que sacara un pepelito de una cajita y al ver el nombre escrito en él casi me voy de espaldas. Me había tocado ni más ni menos que “mi adorado” Señor Pozos. Hice lo posible por que me cambiaran el papelito pero la organizadora fue muy estricta y tuve que conformarme.

     Se llegó el día del evento y la sala de juntas se transformó en un salón de fiestas. A pesar de ser un día laboral como cualquier otro, todos habíamos ido un poco más arreglados que de costumbre. La convivencia fue de lo más agradable, hasta que llegó el momento que tanto temía: el intercambio de regalos. Se suponía que solamente cada quien sabía el destinatario de su regalo, por lo que parte del encanto del evento era ir descubriendo al momento del intercambio quién era el afortunado que te daría tu regalo. El intercambio dio inicio, la dinámica era que alguien entregaría el primer regalo, luego el que recibió entregaba el suyo conformando una cadenita. Todo era muy ameno, pero mi nerviosismo se incrementaba a medida que cada vez quedábamos menos y se acercaba mi turno. Parte del encanto era abrir el regalo en cuanto se recibía, después de haberlo abierto era cuando el que había recibido entregaba el suyo. De modo que llegó el momento en que la cadena se cerró, ya que la persona que había iniciado el intercambio acababa de recibir el suyo. Ahora se dependía de otro voluntario que reiniciara la dinámica y ese fue el Señor Pozos. Ello me puso tan incómoda y tan nerviosa que ni siquiera escuché a quién le tocaba darle regalo. Tomé conciencia de ello hasta que lo vi a mi lado ofreciéndome mi regalo.

     —Feliz navidad, “amiga”... —acompañó sus “deseos” con un abrazo que todos sabían que era más falso que un billete de tres pesos.

     —¡Que lo abra, que lo abra! —Todos gritaban a coro, animándome a abrir mi regalo. Había un dejo de morbo flotando en el aire, sabedores del “conflicto” que el Señor Pozos y yo traíamos entre manos.

     Muy nerviosa procedí a abrir la caja, incluso hasta temerosa de que fuera un artefacto explosivo. Finalmente terminé de abrirlo y francamente hubiera deseado que se hubiera tratado de una bomba.

     —Espero que sean de tu agrado, sé que ese color te gusta... —dijo con sorna el Señor Pozos.

     —¡Que nos lo enseñe, que nos lo enseñe! —decían a coro los compañeros.

     Traté de parecer divertida, aunque sé que mi expresión lo dificultaba bastante, mostré a mis compañeros los artículos que contenía mi regalo: unos lindos baberos, un par de biberones y hasta un chupón, este último era de un tamaño bastante exagerado.

     —Ese combina muy bien con el vestido que llevas —expresó algún espontáneo, haciendo que todos soltaran la carcajada.

     Luego del bochornoso momento en que había abierto “mi regalo”, me animaron a que yo entregara el mío. En realidad yo había previsto lo sucedido como una muy remota posibilidad, así que me había prevenido con dos regalos, uno serio y el otro no tanto.

     —Disculpen, compañeros; pero olvidé el regalo en mi escritorio, si me disculpan voy por él y regreso... Si gustan, en lo que vuelvo puede continuar alguien más.

     A toda prisa fui hasta mi escritorio y regresé con mi segunda opción de regalo. Mis compañeros habían reanudado el intercambio, así que tuve que esperar turno. La cadena no se volvió a cerrar, así que al último solamente faltaba una persona de recibir regalo: el Señor Pozos.

     —Bueno, como ya se habrán dado cuenta, me tocó regalarle al Señor Pozos... —Me encaminé a él, le di su respectivo abrazo y por supuesto, le entregué su regalo.

     En el caso del Señor Pozos no hubo gritos animándolo a abrir su regalo. Él mismo procedió por iniciativa propia y con mucha cautela. Cuando terminó de abrir el regalo, la tensión flotaba en el ambiente.

     —No sé si sea la marca que usted acostumbra usar, pero espero que le sean de utilidad —le dije con una amplia sonrisa en el rostro.

     Todos permanecían serios, o fingían estarlo, mejor dicho, porque se dejaba escuchar alguno que otro resoplar de quienes luchaban por contener la risa. La expresión del Señor Pozos era de total indignación y su mirada me fulminaba. Tomó el paquete de pañales para adulto y con furia lo arrojo al cesto de la basura. Con su mirada furiosa recorrió a todos los asistentes y los que luchaban por aguantarse la risa ahora sí que se pusieron serios de verdad. Yo era la única que sonreía, él me señaló con su dedo índice como si me apuntara con un arma, seguramente para lanzarme alguna maldición o alguna clase de amenaza:

     —Me la devolviste, chiquilla; eso debo reconocerlo... —dicho esto, soltó la carcajada y el ambiente rompió la tensión de golpe cuando todos lo acompañaron. Incluso yo me relajé porque el mantener mi sonrisa fingida ya me había puesto demasiado tensa.

     Mientras los demás departían alegremente, yo sentí que había superado alguna clase de prueba. Me serví un buen vaso de ponche y busqué un rincón donde poder disfrutarlo a solas, fuera de la sala de juntas. Desde ahí se tenía una perfecta visión del lugar de la reunión ya que las persianas estaban levantadas. Unos momentos más tarde, el Señor Pozos fue a hacerme compañía.

     —No cabe duda que nos seguimos comportando como niños...

     —Humm... —Asentí con la cabeza ante la imposibilidad de pronunciar palabra, pues en ese justo momento tenía el vaso en la boca. Además, quería parecer más seria de lo que era en realidad, por lo que lo mantenía pegado a mis labios más tiempo del requerido.

     —De tí es comprensible, eres una muchachita... Pero de mí, que según me dijo alguien, ya llevo tiempo robándome el oxígeno de los demás...

     No pude aguantar la risa y acabé no sólo resoplando sobre el ponche sino aspirando algo de él por donde no debía.

     —¡Por dios, muchacha... los demás van a pensar que me estoy tratando de vengar!

     Su nuevo chascarrillo, lejos de recomponerme agravó la situación. Y él tuvo que auxiliarme dándome golpes en la espalda mientras yo seguía tosiendo y tratando de recobrar la respiración.

     —Componte ya, mujer; si te pones peor ni te ilusiones con que te vaya a dar respiración de boca a boca, ¿eh?; primero te dejo morir.

     Quería gritarle que no fuera cruel, que dejara de decir cosas graciosas, que eso me ponía todavía peor. Pero me era imposible hacerlo, así que le tapé la boca con las manos. Lo mantuve así, con mi mano izquierda lo tenía sujeto de la nuca, mientras con la derecha le tapaba la boca. Yo, recargada contra él seguía tosiendo, resoplando, escupiendo, no sé si hasta vomitando, pero hacía todo lo posible por despejar mis vías respiratorias. Poco a poco lo fui logrando y me fui recomponiendo. Me sentí agotadísima por el esfuerzo y las piernas me flaquearon, pero él me sostuvo entre sus brazos mientras mis manos se sujetaban de sus hombros.

     —Ay, Dios mío... fue horrible... —Fue lo primero que pude decir con la respiración entrecortada.

     Él se mantuvo callado, se limitó a pasar una de sus manos por mi hombro desnudo en un ademán que pretendía reconfortarme. Yo seguí ahí entre sus brazos, recargada contra su pecho durante un buen rato. En realidad, este hombre no era tan frágil como aparentaba. Me sentía bien donde estaba, incluso empecé a dormitar. Sin embargo, él no parecía compartir la sensación que me embriagaba, lo notaba incómodo, tenso... Caí en la cuenta de que lo tenía arrinconado contra la pared, y había estado cargándole mi peso durante largo tiempo. Seguramente el pobrecillo había llegado al limite de su resistencia y estaría cansado, con una pierna dormida o hasta acalambrándose.

     —Niña, es mejor que te recuestes un rato —sus palabras confirmaban mis sospechas—, en mi oficina hay un sofá muy cómodo.

     Al separarme de él me di cuenta del desastre que había causado no sólo con mi vestido, sino también con su traje; los había dejado hechos un asco.

     —Tú no te fijes, chiquilla; también puedes asearte un poco en el baño de mi oficina.

     Afortunadamente nadie más se había dado cuenta del episodio que acababa de protagonizar y que casi me costaba la vida. Me ofreció su brazo para que me apoyara en él. Yo accedí y lo acompañé hasta su oficina.

     Momentos después veía mi rostro reflejado en el espejo del lavabo. El desastre había sido peor de lo esperado: el maquillaje corrido, el rimel escurrido por las lágrimas, mocos, babas, residuos de ponche... “Dios, que vergüenza”, pensé que el desastre de mi rostro y vestido debía ser muy parecido en el traje de él. Procedí a limpiarme lo mejor que pude, iba a continuar intentando hacer algo por mi vestido cuanto él llamó a la puerta del baño.

     —Ya te preparé el sofá, recuéstate un rato con confianza, yo voy a ir a los baños colectivos a tratar de limpiarme un poco también.

     —No se preocupe, ya terminé... —Me apresuré tratando de quedar lo más presentable posible en unos pocos de segundos.

     Cuando abrí la puerta él ya se había quitado el saco y tenía la camisa desbotonada. Se veían en ella muy claramente las huellas del desastre, destacaban sobre todo porque era blanca.

     —Que pena, arruiné su camisa... Seguramente también el saco está hecho un asco.

     —No te fijes, muchacha; lo importante es que sobreviviste al accidente.

     —Al menos déjeme pagar la tintorería.

     —Ja, ja, ja... No te preocupes, chiquilla; en cierto modo es mi culpa lo que te pasó... Deja las cosas así, lo importante es que estás bien.

     Me apretó una mejilla y procedió a entrar al baño.

     —Anda, recuéstate un rato, te hará bien el descanso.

     Así lo hice, me recosté en el improvisado lecho en que se había transformado el sofá. Se notaba que más de una vez había sido usado con ese propósito, ¿quién guarda en una oficina una almohada y un par de sabanas? Cerré los ojos y me dispuse a descansar un rato, casi de inmediato sentí la pesadez en los párpados y empecé a adormilarme.

     —Ese sofá es muy cómodo, a mi me gusta echarme mis siestecitas de vez en cuando...

     Su voz la escuchaba cada vez más lejana, él seguía hablando y yo respondía con monosílabos o con algún simple murmullo, después ya no supe más. De pronto, desperté desesperada, sintiendo que me ahogaba, empecé a toser y a carraspear tratando de despejar mis vías respiratorias. Me levanté para ir al baño a tirar la mucosidad que me obstruía. No había rastros del Señor Pozos, seguramente había vuelto a la reunión y me había dejado sola, descansando.

     Al abrir la puerta del baño lo ví algo que me dejó pasmada, el Señor Pozos estaba ahí dentro, de pie, frente al excusado y estaba masturbándose. Él tenía los ojos cerrados y no pudo ver que me asomé. Tanto fue mi asombro que acabé tragándome lo que pretendía ir a tirar al baño. Me vino una arcada y no supe a ciencia cierta si fue por lo que me acababa de tragar o por la visión de un anciano con los pantalones en los tobillos y masturbándose con ahínco.

     Con mucho cuidado volví a cerrar la puerta y regresé al sofá intentando no hacer ruido, me volví a recostar, ahora tratando de hacerlo de lado, estaba visto que hacerlo boca arriba me traería problemas. No podía quitar la visión de mi cabeza, había sido sólo un instante, pero estaba claro que no la podría borrar de mi mente por el resto de mi vida. La inquietud que me provocaba me hizo imposible relajarme para volver a reposar. Entonces vinieron a mi memoria detalles que había pasado por alto, detalles que de algún modo mi cerebro había descartado por considerarlos improbables. Recordé el momento en que estaba abrazada a él mientras intentaba recuperarme del trance que casi me cuesta la vida. Yo lo había notado tenso, inquieto, incómodo... Pero en realidad, ¡el viejito estaba excitado! Sí, ahora tenía la certeza e inclusive parecía recordar nebulosamente su erección rozando contra mi pubis mientras me abrazaba a él.

     Me quedaba claro que por más que lo intentara no iba a poder relajarme para seguir descansando. Además no sabía si podría lidiar con el Señor Pozos luego de haberlo visto así. Me sería muy difícil fingir no haber visto nada. Tenía de salir de ahí lo más pronto posible, así que busqué mis cosas y con los zapatos en la mano decidí abandonar la oficina.

     Ya afuera, de alguna manera me sentí a salvo y extrañamente, la situación dejó de parecerme algo bochornoso y comenzó a tomar tintes cómicos. Me imaginaba al Señor Pozos excitándose con las secretarias y demás personal femenino de buen ver y luego corriendo al baño a hacerse una buena chaqueta a la salud de la inspiradora en turno. También me imaginaba que no era la primera vez que se la jalaba a mi salud, de algún modo, este pensamiento me hacía sentir un tanto halagada de que un viejecito de su edad todavía sintiera que se le levantaran los ánimos por mi culpa.

     Me reincorporé a la convivencia tratando de aguantarme la risa, aunque lo confieso, de vez en cuando me reía sola, como cuando te cuentan un chiste que se te queda grabado y estás como loquita riéndote a cada rato, acordándote de lo gracioso que es. Un rato después, vi al Señor Pozos que hacía lo propio, me buscaba con la mirada, pero yo preferí evadirlo. De hecho, decidí irme temprano, ya habían sido demasiadas emociones para un día, mi último día en la oficina. Durante el viaje a casa me seguían asaltando los ataques de risa. Estaba algo cansada y llegando a casa me tiré sobre la cama así como iba vestida. Y así, evocando la imagen del Señor Pozos estimulando su miembro fue que me quedé dormida casi inmediatamente.

     A deshoras de la madrugada me levanté para ir al baño. En cuanto abrí la puerta y encendí la luz di un salto. Un extraño juego de reflejos entre una toalla y el espejo del lavabo me había hecho imaginar una figura. “Dios, este tipo ya me dejó traumada”, me dije; porque de algún modo era al Señor Pozos a quien me había imaginado en el baño.

     Terminé lo que fui a hacer y me dispuse a volver a la cama. Me pareció escuchar un ruido, discreto, familiar. Tomé conciencia de que hacía rato que lo había escuchado, pero no le había dado mucha importancia. Presté atención. Ahí estaba otra vez, un toc-toc muy tenue, como cuando alguien llama a la puerta. Me acerqué a la misma y al escucharlo nuevamente me asomé a la mirilla, pero no había nadie. Transcurrió otro rato y se volvió a escuchar. Contrario a lo que dicta la prudencia, tomé el primer objeto que tenía a la mano y decidí abrir la puerta. Nada. Supuse que el viento estaría moviendo algún objeto y cuando me disponía a cerrar la puerta me di cuenta de que alguien estaba sentado a un costado de la puerta, recargado en la pared.

     —Buenas noches, niña —era el Señor Pozos—... Lamento si te desperté, por eso estuve tocando muy quedito, para no hacer mucho ruido —hablaba barrido, claramente no estaba en sus cinco sentidos.

     —Veo que se le pasaron las cucharadas, Señor Pozos...

     —Un poquito, nada más... El ponche estaba muy rico...

     —¿Qué quiere a estas horas?, ¿y cómo supo dónde vivo?

     —Yo sé muchas cosas... Yo sé muchas cosas... Pero hay una cosa que no sé y que tú sí sabes... Y yo, quiero saber...

     Con bastante dificultad, el Señor Pozos se puso de pie. Luego, buscó entre sus ropas y sin decir palabra me extendió una tarjeta, de esas que usamos en la oficina para dar recados. La miré con asombro. En ella se podía leer en letra manuscrita: “Gracias, ya me siento mejor. Vuelvo a la fiesta”. La nota estaba firmada a modo de sello con unos labios que coincidían con el color que yo traía esa noche. Más abajo a manera de post-data se leía: “Espero que haya salido todo bien allí adentro”.

     —Yo no escribí esto —dije a la defensiva.

     —¡Ah, no?, ¿entonces quién sería?

     —S-sí, parece mi letra... Aparentemente es mi labial... Pero yo no recuerdo haberla escrito.

     —La duda que tengo es con respecto a la post-data...

     Me quedé muda y nuevamente volvió a mi mente la imagen que me había atosigado en las últimas horas. Él continuaba con su mirada inquisitiva. Yo no podía verlo a los ojos, agachaba la vista y luego, poco a poco, me fue ganando la risa. Entonces fue que él entendió la referencia.

     —¡Ah, ya!...

     —Lo siento, no fue mi intención mirarlo... Pero yo no escribí esto, se lo juro.

     Me era imposible contener la risa. Miraba al suelo y de reojo pude notar que se ponía de mil colores.

     —Entonces debes tener poderes psíquicos o algo así, porque la encontré en mi escritorio cuando salí del baño y ya no te vi por ningún lado —El pobrecillo no hallaba dónde meterse, la borrachera parecía habérsele bajado de golpe—. ¡Disculpa!, estoy tan habituado a que solamente yo uso ese baño que tengo la mala costumbre de no poner seguro, incluso muchas veces lo uso con la puerta abierta. ¡Maldita sea! Hubiera preferido mil veces que me sorprendieras cagando y echándome unos pedotes, en lugar de... ¡Dios, lo que has de estar pensando de mí!

     Verlo tan afectado por aquello, fue cambiando poco a poco mi actitud. Aunque seguía pareciéndome algo muy cómico, sentía una extraña mezcla de compasión y ternura por aquel viejito y el trance por el que estaba pasando. Lo invité a pasar y aunque en un principio se puso reacio, finalmente lo hizo.

     —No se ponga así, Señor... No es para tanto... —yo acariciaba su brazo esperando reconfortarlo— Y no se preocupe, no se lo voy a contar a nadie...

     —¿Y por qué no? ¡Es un muy buen chisme!... Ay, niña; discúlpame... no sé cómo pudo pasar...

     —Ande, ya; no se preocupe, son cosas que pasan, no es para tanto...

     —¿Cómo qué no es para tanto? Seguramente hasta vas a necesitar acudir al psiquiatra, y tiene que ser psiquiatra, porque solamente con medicamentos vas a tratar de superar el hecho de haber visto a un anciano decrépito jugando con sus miserias...

     —¡Ja, ja, ja!... ¡Ay, Señor Pozos!... “Jugando con sus miserias”, ¡ja, ja, ja!...

     —Se le puede decir más feo... Pero no se me ocurre una forma más decente de decirlo... Además es la verdad, cuando a uno le tocan miserias, hay que llamarlas así, ¿o no crees que son miserias lo que tuviste la desgracia de ver?

     —¡Ay, no; tampoco lo miré tanto así como para ponerme a hacer una evaluación dimensional o como se diga!

     —Y encima, son miserias viejas y arrugadas...

     —¿Y cómo le hizo para venir hasta acá? —Opté por cambiar el tema, pues el asunto de las “miserias” me incomodaba demasiado.

     —Vine en taxi, creo...

     —Pues si gusta le pido uno para que lo lleve a su casa, ya es muy tarde y deben estar preocupados.

     No me dijo ni sí, ni no. Pero de todos modos hice la llamada y le pedí el taxi. Mientras lo hacía calenté agua y preparé té, él mientras tanto, permanecía sentado en la sala completamente en silencio. Lo notaba inquieto, pues de vez en cuando me buscaba con la mirada y se revolvía en el sillón. Instantes después volví con él llevando conmigo las tazas y el té.

     —Ande, tómese un tecito en lo que llega su taxi, le hará bien.

     —¿No tienes algo más fuertecito?

     —No, Señor; en esta casa no hay ni siquiera café, mucho menos alcohol.

     Fue como si se nos agotara el tema de conversación, el té servía como pretexto para tener la boca ocupada, sin pronunciar palabra. Su inquietud parecía ir en aumento. Jugueteaba con uno de los cojines y lo mantenía sobre su regazo. Mi mente cochambrosa empezó a hacer especulaciones: Probablemente su inquietud estaba relacionada con sus “miserias” y esa forma de jugar con el cojín que misteriosamente mantenía en ese lugar.

     Los minutos pasaban y del taxi ni señales. La verdad era que la incomodidad del Señor Pozos se me fue contagiando, no podía evitar esbozar una sonrisita maliciosa y voltear a verlo insistentemente ahí, donde sus miserias se ocultaban, claro que procuraba hacerlo cuando estaba distraído. Pero estaba claro que él lo notaba.

     —Como que ya se tardó, ¿no cree? —intenté romper el hielo.

     —Ya no creo que venga, ya fue mucho tiempo...

     —¿Por eso está tan inquieto?

     —No, no es por eso; es que...

     —Si necesita ir al baño, está al final de este pasillo.

     —Justamente eso es lo que me tiene tan inquieto... Con permiso.

     —Con confianza, Señor Pozos.

     No perdí detalle cuando se puso de pie, aunque lo hice disimuladamente, noté que algo fuera de lo normal ocurría con sus miserias. Por poco y olvida dejar el cojín en el sillón. Se encaminó hasta el final del pasillo y entró al baño. En cuanto lo hizo yo me apresuré y salí por la cocina hacia el patio trasero. Desde ahí se veía la luz que escapaba por la ventila del baño. Justo a un costado de ella vi que todavía estaba apostada la escalera que tan amablemente me había prestado el vecino que se acomidió a ayudarme a cambiar uno de los vidrios. Solamente había tomado las medidas del vidrio, pero no había vuelto en semanas. Pero la escalera estaba ahí todavía y decidí darle uso. Casi no podía contener la risa que me acometía con más fuerza a cada peldaño que subía. Me sentía como una chiquilla a punto de hacer una travesura. Cuando estuve a la altura deseada estiré el cuello, procurando mantener el equilibrio para que la escalera no fuera a hacer algún movimiento traicionero.

     La vista hacia el interior era privilegiada. El Señor Pozos sostenía sus miserias intentando sin mucho éxito vaciar el contenido de su vejiga. Parecía tener problemas, alcanzaba a ver que expulsaba un par de gotitas y a continuación un chorrito cortito y luego otra vez gotitas. Me vinieron a la mente los tan nombrados problemas con la próstata que tienen los hombres mayores. Luego de algunos minutos pareció que finalmente algo se acomodaba en su interior y finalmente lograba hilar un chorrito continuo de orina. El pobre sudaba con el esfuerzo. Me sentí un tanto culpable. ¿No sería acaso que lo que yo había interpretado como una puñeta, era en realidad parte del protocolo que el pobre ancianito seguía para simplemente poder orinar?

     Parecía haber terminado ya de orinar y ahora se dedicaba a sacudir su miembro. Pero ese ritual me parecía demasiado prolongado como para simplemente estar sacudiéndose los restos de orina. Dio por terminado el ritual de la sacudida y fue al lavabo, pero su miembro permanecía expuesto, al tiempo que se lavaba las manos lo ví enjuagando su pene también, había contraído el prepucio y lo aseaba con cuidado. Me quedó la duda si ese ritual lo hacía siempre que orinaba o si se trataba de una ocasión especial y quería lucir más presentable, por si la ocasión lo ameritaba. Este último detalle me hizo sentir un tanto halagada y también un tanto inquieta... ¿Acaso el Señor Pozos tenía la esperanza de que algo ocurriera entre nosotros?

     El aseo que el Señor Pozos propinaba a sus miserias ya me parecía demasiado prolongado. Evidentemente, su miembro no estaba erecto pero tampoco estaba relajado del todo. Y lo que contemplaba ya parecía una franca masturbación. Lo estaba haciendo muy lentamente, sus ojos estaban cerrados y algo musitaba mientras tanto. Su miembro no tardó en mostrar una erección total y el ritmo de sus movimientos comenzaba a acelerarse. Entonces se me ocurrió hacerle otra travesura.

     Bajé de la escalera y a toda prisa fui hasta la puerta del baño y golpeé suavemente:

     —¿Se encuentra usted bien, Señor Pozos?

     —S-sí, niña; en un momento estoy listo —contestó notoriamente nervioso.

     —Dese prisa, por favor... Ya se tardó mucho y me urge usar el baño.

     —Ya casi, ya casi...

     —Ya no aguanto más, me voy a hacer...

     Seguí haciendo presión y finalmente abrió la puerta, estaba visiblemente perturbado. Sus manos pretendían ocultar de mi vista su entrepierna.

     —Muchas gracias, le debo la vida —. En un rápido movimiento pegué mi cuerpo al suyo y le di un beso en la mejilla, muy cerca de los labios; sabedora de que esta acción iba a influir algo en los “ánimos” que se cargaba.

     Ya dentro, solamente hice como que hice y bajé la palanca. Luego fui a hacerle compañía en los sillones. Él se había vuelto a adueñar del cojín.

     —Discúlpeme por haberlo apresurado, pero es que ya mero me ganaba.

     —No te preocupes, así son estas cosas... Yo sé de eso.

     —¿Y siempre batalla así cuando orina? —Me salió espontáneamente luego de un prolongado silencio. Al verlo atónito, me di cuenta que lo había dicho en voz alta.

     —¿Eh?... —era evidente que el tema resultaba escabroso.

     —Lo digo por el tiempo que se tardó, supongo que a su edad... Bueno, es que he escuchado que...

     —No, no, afortunadamente no es mi caso... A algunos amigos hasta los han tenido que operar, pero por fortuna yo estoy bien... Me tardé porque aproveché para refrescarme un poco, es que ha sido un día pesado... Además, de pronto me da por ponerme a reflexionar mirándome al espejo.

     —¿En serio? Como que no me lo imagino haciendo eso en el baño...

     —¡Ah, no?, y ¿entonces qué me imagina haciendo en el baño?

     Ambos guardamos silencio, nos sonrojamos, fingimos seriedad y luego estallamos en risas.

     —¡Ay, no!, ¿por qué me hace pensar en eso?

     —¿Lo ves?, te he dejado traumada de por vida... Me mandas la cuenta del psiquiatra para tratar de lavar mi culpa un poco al menos.

     —Le juro que intenté imaginármelo reflexionando, mirándose fijamente en el espejo del lavabo... Pero por más que le hice la lucha, ganó la imagen de usted jugando con sus miserias mientras las enjuagaba en el lavabo...

     Se había quedado impávido, me miraba fijamente. Se me había escapado información que se suponía que no debería de tener. Yo, como ya se me estaba haciendo costumbre, intenté hacerme la loca tratando de agregarle otros detalles al asunto, pero ya era muy tarde, me había delatado y él lo había notado.

     —¿Pasa algo? —yo seguí haciéndome la occisa—... ¡Oh, perdón!, Lo estoy haciendo otra vez, este es un tema demasiado vergonzoso para usted y yo estoy, otra vez... ¡Qué tonta!, ¡Discúlpeme!

     No había reacción alguna de su parte, se le veía demacrado, decepcionado, ausente; como si yo fuera una presencia de otra dimensión que de pronto había invadido su espacio, pero que en realidad no estaba ahí.

     El sonido de un claxon nos devolvió a la realidad. Él, como un autómata se puso de pie, el cojín que mantenía en su regazo rodó por el suelo, dejando al descubierto una erección más que evidente. Se encaminó hacia la puerta. Yo lo llamé varias veces, pero no me hizo caso.

     —No se puede ir así... —Lo retuve de un brazo cuando se disponía a abrir la puerta

     —¡Así, cómo?

     —Así, así... —No sé de donde tomé valor para colocar mi mano en su entrepierna.

     Él miro el lugar donde estaba colocada mi mano y luego, cuando comencé a sobar su miembro con suavidad, fue elevando su mirada hasta encontrarse con la mía. Debió adivinar en ella la excitación que todo este tiempo había tratado de ocultar debajo de muchas otras caretas y que finalmente afloraba. Él suspiró hondo y se relajó dejándose llevar. La zona de contacto parecía despedir un calorcillo hirviente que daba la sensación de extenderse hasta abrasar mi piel entera, acumularse en mi cabeza y transformar cada uno de mis cabellos en alfileres que me punzaban para luego caer en cascada por mi espina dorsal.

     El claxon se escuchó nuevamente y entonces el Señor Pozos apartó mi mano con brusquedad, para luego darse a la fuga. Mi mano sintió de pronto un gran vacío que buscó compensar refugiándose entre mis piernas. Quise gritarle que no se fuera, que lo necesitaba, que se quedara; pero no fui capaz de emitir sonido alguno. Y yo seguía hirviendo.

     La inercia de su huída me hizo salir unos cuantos pasos a la calle, desde donde podía escucharlo reclamarle al taxista por su tardanza. Un par de pasos más y me derrumbé para escuchar el motor del vehículo que se alejaba a toda marcha. Ahí, en cuclillas, a media calle, con una de mis manos aprisionada entre mis piernas y la otra ayudándome a mantener el equilibrio, alcancé a ver que el taxi giraba a la derecha para finalmente desaparecer de mi vista. Con ello, mi piel parecía vaporizar y la sentía cuartearse al contacto del fresco de la madrugada. Estaba casi segura de que ese choque térmico me pondría enferma.

Continuará.