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Las ensoñaciones de Lucía

en Fantasías Eróticas

Cuando saliste de casa no ibas pensando en que el nuevo sujetador te picaba. Solo pensabas en que ibas a verle, y en si serías capaz de reconocerlo entre la multitud aun cuando un martes a las cuatro tampoco debería haber mucha gente en el cine. Pero no te importaba, Lucía, porque por fin habías cogido tus miedos y los habías metido en un tarro; y ese tarro, después de apretar firmemente la tapa para que los temores no se pudieran escapar, lo habías escondido en el fondo del armario de la cocina, el que no abres para casi nada. El Armario del Olvido. Finalmente, sin tus miedos, ibas a verle.

Sabes que ir al cine a ver una película juntos es un plan romántico. También él. Por eso tus exigencias fueron tan extravagantes, porque no querías nada romántico. No todavía. Era la primera vez que te atrevías a hacer algo así y, por mucho que los miedos reposaran ahora en el fondo del armario de la cocina, toda tu vida de niña buena pesaba demasiado en tus actos, por encima de tu curiosidad y tu valentía. Así que iríais al mismo cine, veríais la misma película, pero ni siquiera os sentaríais juntos. No era una cita. Como tú le habías dicho, simplemente seríais dos personas que os encontraríais viendo la misma película como guiadas por el Destino. Solo que, a veces, al Destino había que darle un empujoncito.

–Una para la noruega –dices en cuanto te quedas la primera en la cola, frente al impoluto cristal de la taquilla.

“La Noruega”… “La Noruega” no es un título adecuado para una película. Tal vez porque no es siquiera su nombre, pero la productora ha decidido mantener el idioma original del título para potenciar más si cabe esa imagen de cine de autor e independiente. Un nombre impronunciable le da cierto tono de misterio que contrasta con los explícitos títulos de esas superproducciones de Hollywood con las que comparte cartelera. Para el público común, tan poco dado a las extravagancias idiomáticas y poco amigo de pronunciar tres consonantes juntas, se había convertido, simplemente, en “La Noruega”.

–¿Solo una? –se le escapa a la peripuesta taquillera.

Te tiembla la mano al recoger la entrada de manos de la uniformada trabajadora, mientras su mirada parece escrutarte con cierto deje que bascula entre lástima y superioridad. Sabes lo que piensa: “¿Solo una? Claro… como es así… feúcha…”. Obviamente, no tiene valor de decirte nada, pero tú ya sabes lo que pasa por su cabeza.

–So estúpida… -musitas, en cuanto te das la vuelta, en un susurro inaudible que ella es incapaz de notar.

Miras a tu alrededor tratando de localizar entre la marabunta de clientes del cine al hombre por el que has venido, pero no lo encuentras. Solo ves parejas felices, familias felices, grupos de amigos felices… y tú. Todos los felices, acompañados, y tú. El gran espejo del vestíbulo te devuelve tu propia imagen, y por un instante tienes ganas de salir corriendo y olvidarte de todo, quizás de buscar de nuevo el tarro de tus miedos pero no para sacarlos de ahí, sino para meterte dentro con ellos y no volver a ver la luz del sol. Tú misma te autoconvences de que él ni siquiera ha venido. O peor, ha venido y, al verte, se ha ido horrorizado. Seguro que se lo ha pensado mejor y ya está en su casa, borrándote de sus contactos e intentando engatusar a otra que no se lo ponga tan difícil. Has abandonado todo lo que has sido durante años, has hecho el esfuerzo de quitarte de encima tus poderosos e incontables miedos y todo eso… para nada. Seguro. Para nada. Así que… ¿Qué haces tú ahí? En serio, Lucía, ¿Qué haces ahí, sola, ridícula con tu faldita vaquera y ese suéter de un color horrible que solo has escogido porque crees que realza tus pechos y estiliza tu figura? ¿Qué haces ahí con tu peinado recién estrenado y tu ropa interior nueva?

“¡Qué estupidez!” –piensas– “Como si me fuera a ver la ropa interior”.

Por supuesto que no. No le vas a permitir sentarse a tu lado, como para permitirle siquiera que vea ese estupendo conjunto azul que has comprado especialmente para esa tarde. Pero de pronto, como una estrella fugaz que cruza el cielo de la noche, iluminándolo, una revelación cruza por tu mente. Caes en la cuenta de por qué te lo has comprado. No ha sido para él. Ha sido para ti. Para la nueva Lucía. La Lucía que sale de casa sin miedos porque los ha encerrado en un tarro que ha escondido en el rincón más oscuro del armario de la cocina. Una nueva Lucía se merece una nueva ropa interior y un nuevo peinado que la hagan sentirse tan guapa como realmente es. Porque la nueva Lucía se merece todo.

Sonríes. De pronto sonríes, vuelves a mirar al espejo y te sorprende lo que ves. Te maravilla el poder metamórfico de una simple sonrisa. Porque no eres tú sola la que cambia con la sonrisa. La curva de tus labios, en una nueva y desconocida propiedad de la física relativista, curva asimismo la realidad. La moldea. La transforma. La tiñe incluso con otra paleta de colores. Los novios y novias ya no se ponen de acuerdo en qué película ver; los padres y madres se enervan porque sus hijos no dejan de saltar, chillar y corretear por el amplio vestíbulo sin hacerles caso; los grupos de adolescentes ya no parecen tan felices y dan la impresión de que van a ver una película porque no hay otra cosa que hacer juntos si quieren seguir aparentando que son buenos amigos y que cuando empiecen la Universidad no van a terminar por marcharse cada uno por su lado, acordándose de sus “viejos amigos de toda la vida” tan solo en cumpleaños o año nuevo, al menos las primeras veces, hasta terminar por convertirlos en meras caras con nombre en las fotografías que poblarán sus álbumes y su facebook… y, entre todos ellos, resaltando entre todo ese caos, una chica guapa. Una chica con curvas sexis, con un escote que atrae más de una mirada masculina de deseo y con una sonrisa de oreja a oreja. Una chica feliz y hermosa. La nueva Lucía. Feliz y Hermosa Lucía.

Sonriendo, aunque sin haber encontrado entre el gentío a nadie que se corresponda con esos rasgos y esa foto que tu extraña cita te facilitó, entras en la sala catorce, donde “La noruega” dará comienzo en breves minutos. No te importa ya que ese capullo te haya plantado. Vas a culturizarte, vas a ver una pieza de cine de autor, ese que los críticos alaban porque son incapaces de entenderlo y tienen miedo de que, si dicen algo malo de él, sus colegas los tomen por estúpidos que no poseen la capacidad de asimilar una obra artística de tamaña magnitud. Miedos, Lucía, hasta los profesionales tienen miedos. Tú ya no. Bueno, los tienes, pero encerrados en un tarro donde no molestan, por lo que, en este momento, eres superior a los más avezados críticos del séptimo arte.

En la tiniebla de la sala, mientras los inacabables anuncios de próximas películas son proyectados uno tras otro, buscas un asiento desde el que puedas ver bien la pantalla hasta que te encuentras con unos ojos que te miran. El título azul sobre fondo blanco nuclear de una película que, como todas, se estrenará “Próximamente. En los mejores cines” llena de luz la sala y te permite reconocer esas facciones angulosas y esos ojitos pequeños y hundidos bajo las demasiado pobladas cejas. Solo hay dos motivos que te hacen pensar que bajo esos tupidos y anchos trazos de pelo hay unos ojos puestos en ti, porque son tan pequeños que no puedes ni verlos. El primer motivo es obvio. TIENEN que haber unos ojos. Debajo de unas cejas siempre hay unos ojos, los humanos somos así. Pelo, cejas, ojos, nariz, boca, barbilla. No hay otra. Bigote y barba son opcionales en el sexo masculino y en raras artistas de Eurovisión. El segundo motivo es menos común. Hay dos brillos bajo esas cejas. Dos brillitos, pequeños, finos y afilados, que se mantienen ahí aun cuando el fondo blanco ya ha desaparecido y la sala ha vuelto a quedar a oscuras. Dos brillos, uno por pupila, que parecen felices de verte.

Se te escapa una sonrisa traviesa e infantil y alzas tímidamente la mano en un medio saludo vergonzoso. Sin más, con el corazón latiendo bajo tus pechos, te das la vuelta y buscas asiento alejándote del dueño de esos destellos. Ha venido.

Notas un galope de caballo desbocado por tus venas. Lo sientes atravesarte el cuerpo, removerte entera. Te hace sentirte viva. Ya estabas viva cuando entraste al cine y le pediste la entrada a la taquillera, incluso mucho antes. Llevas viviendo, como cada cual, desde que naciste, Lucía, hace ya más de un cuarto de siglo, acercándote a la carrera al tercio. Pero esto es distinto. Antes te movías, respirabas, dormías, comías, bebías y cagabas como cualquier otro animalito de la creación. Pero no te sentías viva. Ahora sí. Ahora vives y te sientes viva. Para ello, solo has necesitado sonreír. Estas viva porque sonríes. Te mueves, respiras, duermes, comes, bebes y cagas pero también sonríes. Eso sí que es vida.

Te sientas en la mullida butaca, colocas tu bolso en la contigua, y vuelves a encararte hacia donde brillan esos ojos que siguen fijos en ti. Te remueves feliz y halagada en el asiento. El movimiento te sirve para rascarte un poco con el respaldo y acordarte de que el sujetador nuevo te pica, aunque contienes las ganas de llevarte la mano a las tetas, porque eso no es propio de señoritas decentes como tú. Antes de mirar de nuevo a la pantalla, donde la película  amenaza con empezar, y para distraer tu mente de ese picorcillo, echas un nuevo vistazo a la sala nuevamente cubierta por la difusa luz que proyectan las imágenes del último anuncio.

No hay mucha gente en el cine. El cine de autor no mueve masas. Una pareja joven, de tu edad o unos pocos años mayores, se sientan unas pocas filas por delante de ti. Dos hombres, con una fisonomía y un color de piel que revelan su origen magrebí, en el otro lado de la sala, cerca de tu caballero de refulgentes pupilas. Otra pareja, aunque esta de ancianos, en las primeras filas. Un grupo de tres, dos chicos y una chica, casi en la esquina. La cabeza del acomodador asoma desde el pasillo contrario. Finalmente, estáis él y tú. Los únicos que vais solos. Habéis ido juntos, pero solos. A él le pareció divertido cuando se te ocurrió. Puede que ahora no se lo parezca tanto, porque también habrá tenido que vérselas con la taquillera y su “¿Solo una?”, aunque a pesar de lo poco que lo conoces, ya te imaginas que a él le ha importado más bien poco la actitud de la taquillera. Puede que ni se haya dado cuenta de su mirada de lástima que parecía decir “claro, como es así… tan feúcho”. Tienes la certeza de que él no ha hecho un drama de ese momento, tiene la exclusiva y casi odiosa capacidad de aparentar que todo absolutamente le resbala.

Sin darte cuenta, vuelves a estar mirándolo, aunque sus brillantes ojos ya no te devuelven la cortesía, fijos como están en las primeras imágenes de “La noruega”. Una vibración que se transmite por el asiento y un insidioso pitido doble te despiertan de tu ensimismamiento, haciéndote caer en la cuenta de la peor forma posible de que has cometido un error garrafal. No has silenciado el móvil. Sientes un millón de ojos mirándote acusadoramente. No sabes de dónde pueden salir tantos ojos, porque solo hay doce personas en la sala y tú eres una de ellas, pero son un millón de ojos los que se clavan en ti por no haber silenciado el móvil. Pecado para los cinéfilos. Falta de respeto para las buenas personas. Desconsideración completa por tu parte. Con rapidez, rebuscas en el bolso hasta dar con el aparato y, antes de ponerle el “mute”, lees el “guasap” que te ha llegado.

Es él. El de los destellos bajo las cejas. “Estás muy guapa en persona. Las fotos no te hacen justicia”, y adjunta el emoticono de un beso. Se te escapa una risilla muda antes de silenciar también el aparato, justo a tiempo para no sonar con un nuevo mensaje. “Pero pon el mvl en silencio, muchacha.”

“Ya está, tonto. Ahora a ver la peli.”

Ves su cara iluminarse con el fogonazo de la pantalla de su propio celular, desvelando una sonrisa divertida al leer tu respuesta.

“Ok, ok. Como usted mande” –responde, y tú guardas el móvil y te centras en el filme.

Pero hay algo que te incomoda, Lucía. El sujetador te pica. Maldices en tus adentros a todas las tiendas de lencería del mundo mientras te remueves inquieta tratando de aliviar el picor sin rascarte. Pero no puedes. El sujetador se ha convertido en esparto, en carrera de hormigas rojas por el pliegue de tus pechos, en ramillete de ortigas en tus pezones. El sujetador nuevo, el sostén de la nueva Lucía, el manto azul de las turgentes tetas de la Lucía de los miedos en el tarro, te pica. Pica mucho. Te desconcentra. Te hace perderte la primera frase de la película.

–¿Qué ha dicho? –preguntas mentalmente a tu compañero invisible, sabiendo que no vas a obtener respuesta porque no tienes compañero al lado. Lo más parecido a un acompañante está a muchas butacas de distancia, y sus ojos diminutos están fijos en la pantalla y no tienen idea de que te has perdido la primera frase porque te pican las tetas.

El picor aumenta. En realidad no aumenta, es el mismo, pero tu sensación es que aumenta, que se hace insoportable. Te cercioras de que nadie te mira mientras escuchas al protagonista (esta vez sí) decir “¿Cuánto tiempo llevas mirando por esa ventana?”, y con un movimiento rápido, preciso y digno del más hábil de los ninjas, te llevas la mano a tus pechos y te rascas.

Se te escapa un suspiro de placer. Nada sexual, pero el alivio es tan grande que ha cruzado la frontera del placer. No es verdad que lo haya hecho, pero igual que el picor te parecía aumentar, el alivio bien puede seguir sus mismas normas.

Pero solo haces que poner puertas al campo, Lucía. El alivio es momentáneo. Se gasta. Se acaba. Dura poco hasta apagarse. El picor no. Ese bastardo sigue ahí, emboscado en la tela de tu sujetador para volver a atacar en cuanto dejas de rascarte. Cinco segundos después, vuelven las hormigas y las ortigas. Quizá hasta se les hayan sumado también los polvos pica-pica de la canción de los Hombres G. Te pica otra vez. Te rascas otra vez. Te alivias otra vez. Y te vuelve a picar.

Esto no es vida, Lucía. Acabas de empezar a vivir y el maldito sujetador te mata lentamente. Te devuelve a tus inseguridades. Es difícil sentirse guapa, sexi y confiada con una legión de hormigas mordiéndote las tetas.

Metes la mano bajo el suéter y te rascas directamente uña sobre piel hasta casi hacerte daño. Pero el daño es mejor que el picor. El daño, como el alivio, desaparece poco a poco y esa certeza de que no se va a mantener en el tiempo es lo que lo hace preferible al picor. El dolor disminuye con el tiempo. El picor aumenta. A quien se lo cuentes le puede parecer una locura e incluso una estupidez, Lucía, pero si alguien se ha sentido como tú ahora, tienes la absoluta certeza de que te daría la razón. Dolor mejor que picor. El picor es insidioso, cansino, pesado, insistente, odioso se mire por donde se mire. El dolor es la manera de tu cuerpo de advertirte de un peligro. El dolor tiene su razón de ser, Lucía, pero el picor no. El picor es anárquico, ácrata, contestatario, antisistema… el picor pica porque le es divertido molestar. Es El Joker de Batman, el perro que persigue a los coches pero que no sabría qué hacer con uno si lo atrapa.

No dejas de mirar a un lado y a otro, temiendo que, en una de aquellas, alguien te mire y te vea rascándote las tetas como una mona. Contradicciones del lenguaje. Con lo mona que te has vestido para salir de casa y lo último a lo que querrías parecerte es a una mona.

Piensas en quitarte el sujetador. Muerto el perro, se acabó la rabia. Pero una chica decente como tú no puede ir sin sujetador. Aunque tampoco puede rascarse como una orangután la primera vez que ve en persona a un chico que le acaba de decir que está guapa. Tu virtud es tu enemiga en casos como este, Lucía. La decencia y el buen comportamiento son claves en tu educación de buena chica. La misma niña buena que aparece rezando en la foto de su comunión en la entrada de la casa de sus padres no puede ser la misma mujer que vea una película en el cine sin sujetador.

Pero te pica. El maldito sostén te pica y nadie te mira. Va a ser tan fácil como desabrochártelo, sacar un brazo y extraerlo por la manga del lado contrario del suéter. Luego lo metes en el bolso, te dedicas a ver “La Noruega” y, al acabar, antes de que enciendan las luces, te lo vuelves a poner sin que nadie se dé cuenta. Te espera un largo y urticante camino de vuelta a casa, pero te libras de tres horas de rascarse las tetas.

Sin embargo, sigue estando el tema de tu decencia y saber estar, Lucía. Algo que en ti es tan poderoso que te deja anonadada el escuchar el cierre del sujetador abriéndose y liberando tus mamas de su picajosa cárcel de tela.

¿Dónde está esa decencia, Lucía? Tal vez ha salido de la sala sin que te dieras cuenta, mientras calmabas tu picor, ha girado a la derecha al salir del cine, ha cogido el 28, se ha parado a mitad de la Avenida Burjassot, ha bajado por Garbí, se ha colado en casa por el ojo de la cerradura, ha abierto el armario de la cocina, ha destapado el tarro que hay en el rincón oscuro y húmedo, se ha metido y ha cerrado desde dentro para no molestar. Quizá, ahora tu decencia charla con tus miedos y rememoran con nostalgia los tiempos en los que dominaban a la vieja Lucía mientras echan una partida al póker destapado. A ellos no les gusta la Nueva Lucía, pero es recíproco, porque a la Nueva Lucía ya no le gustan los miedos ni la decencia.

Sea como sea, Lucía, lo cierto es que el sujetador ya está en tu bolso, tus tetas botan libres, el jersey crea un agradable rocecillo en tus pezones y tú puedes ver la película tranquilamente.

–Nunca he sido un hombre religioso, padre, pero me muero y tengo miedo.

El protagonista se enfrenta a su primera crisis existencial y tú por fin puedes tratar de identificarte con él. Te arrellanas en la butaca y te concentras en la escena deprimente e intimista que sucede en la pantalla.

Una súbita imagen de un Cristo sanguinolento y penitente rompe de pronto con la escena y te sobresalta un poco. Casi instintivamente, giras tu vista hacia los dos magrebíes de la sala y, entre claroscuros, ves que siguen con atención el filme sin un mal gesto.

–Alí… ¿hal..? –ves, más que oyes, susurrarle algo en árabe uno al otro.

Así que uno se llama Alí. Es un nombre precioso, siempre te han gustado los nombres árabes, todo lo que suene a árabe te ha gustado siempre. Te parece un idioma suave, fonéticamente hermoso. Te viene a la mente tu viejo maestro de lengua y su idea, que compartías, de que las palabras más bonitas del idioma castellano vienen heredadas de la época islámica. Fue él quien te enseñó que las palabras tienen su propia forma de ser más allá de su significado. Que hay palabras horribles que significan cosas preciosas y viceversa. “Felicidad” no es una palabra bonita, la lengua y los dientes se trastabillan mutuamente y la repetición tan junta de la “i” le da un soniquete inmaduro e infantil. “Libélula”, al contrario, es una palabra preciosa. Para un bicho enorme y feo, pero con un nombre que se deja pronunciar con la misma suavidad con que las olas rompen en la playa. “Alféizar” es otra palabra preciosa, y te molesta que estas palabras tan bonitas vayan perdiendo uso en favor de otros vocablos más asépticos y antiestéticos. Ya nadie habla de “alféizar”, ahora todo es “repisa”. El hermoso “sinfonier” se ha convertido en la áspera “cómoda”. Incluso “anaquel”, que parece una palabra escrita para sostener los libros con suavidad, ha sido reemplazado por “estante”, con su fonética dura, como rusa o alemana, y que parece más dirigida a guardar especias o figuras de porcelana que obras escritas. Quizás el lenguaje refleje la mentalidad de la sociedad más allá de los neologismos.

Por eso te gustan los nombras árabes como Alí. Tal vez su amigo se llame Samir o Hasán. Cualquiera de los dos le valdría. Te decides por Hasán. Crees recordar que una vez te dijeron que significaba “El bueno”, y el árabe está bueno. Muy bueno. Alí y Hasán. Son nombres hermosos para hombres atractivos, más atractivos que el hombrecillo de los ojos chicos. Más atractivos que el protagonista del filme. No puedes negarlo, los marroquís (si es que son, como te parecen, marroquís) son guapos, con facciones muy masculinas y labios carnosos y marcados como te gustan. Alí es el más guapo, y viste muy elegante, con unos pantalones tipo pitillo y una camisa blanca de cuadros que hace destacar su tez oscura. A su derecha, Hasán parece más joven con su camiseta y sus vaqueros, aunque no mucho, e incluso puede que tenga más edad que tú. De pronto, ves que su mano se posa con suavidad sobre el muslo del otro. Es un gesto descuidado, inocente, pero revelador. Alí mira la mano y lo ves cerrar los ojos por un instante. Le gusta. Pero se la quita de encima y da una palmada muy masculina en el hombro de su compañero. Tal vez sean algo más que amigos… O quieran serlo, pero algo como su educación, su sociedad, su entorno, su religión o lo que sea, se lo impide.

–Jo, qué desaprovechamiento. –piensas con una sonrisa, sin dejar de sentir un poco de desasosiego al mirar a esa preciosa pareja que jamás se formará, condenados ambos a vivir una vida que no les pertenece, una vida desligada de sus deseos y de su corazón, una vida negándose lo que se es… una vida, en definitiva, que no es vida.

La pareja gay marroquí se ha vuelto mucho más interesante que la película. Son los únicos a los que, desde tu asiento, puedes ver las caras aunque sea de perfil, si descontamos a tu caballero de ojos pequeños, al que evitas mirar deliberadamente. No sabes por qué, pero intuyes que si esos ojos te devuelven la mirada, al instante va a notar tus pezones marcándose a través del suéter, libres de sujetador que los aprisione. Los marroquís, por su posición más adelantada, se tendrían que voltear por completo y disponer de ojos tan finos como tu extravagante cita para saber que estás allí. El resto, la pareja de tu edad, la de ancianos o los tres jóvenes, quedan delante de ti y ni siquiera te preocupan, convertidos en siete peinados sobre el luminoso paisaje de la pantalla que ni siquiera pueden verte. Recuerdas de pronto al acomodador, que debía estar cerca de la puerta, pero al girarte hacia allí ha desaparecido. Seguramente no es amante del cine de autor y no necesita ver dos veces la misma extraña película sobre un hombre buscándose a sí mismo, así que, Lucía, Solo hay once personas en la sala y, en este momento, solo dos que te interesan.

Un temblorcillo repentino te hace dar un respingo. Es tu móvil. Le has quitado el sonido pero no la vibración. El temblequeo te trae a la mente a tu “amiguito naranja”, como lo llamas, y tu sexo se rebela latiéndote por un instante, como amenazando mojarse si sigues pensando en él. Pero tu consolador duerme como cada día en el cajón de tu mesita de noche, debajo de las bragas negras que no te pones nunca, bien escondido aunque vivas sola y la posibilidad de que alguien lo vea sea menor que nula. No. No es tu “amigo naranja” con alma de voltio y medio, no es ese que alivia tu soledad algunas noches. Es tu móvil, Lucía.

“Lo siento por ti, pero no creo que seas su tipo” –dice lacónicamente el “guasap”que te ha mandado tu compañero de sala. Te vuelves hacia él y lo ves sonreírte mientras te mira descaradamente. Su cara está teñida del color morado que escupe la pantalla.

“Me da igual. Son más interesantes que este rollo que has elegido para ver” –respondes fingiendo enfado.

“A mí me daba igual la película, yo solo quería verte a ti”

El corazón te da un brinco. Se estremece con regocijo en tus pechos liberados. A todo el mundo le gusta que le halaguen y a ti, quizá, más que a nadie. Sentirse deseada es algo que te alegra el alma. Te arrebola las mejillas y, de un modo extraño, te calienta el sexo. Te gusta esa sensación. No le respondes. Feliz, vuelves a meter el móvil en el bolso y te giras de nuevo hacia los dos marroquís, aunque te permites el capricho de mirar de reojo a tu caballero. Sigue absorto en ti, del mismo modo que segundos antes estabas absorta en los dos árabes.

Vuelves a evitarlo mientras te rascas la cintura. La gomilla de las bragas te molesta. Era de esperar. Si la tela del sujetador te picaba, lo más obvio es que la segunda parte del conjunto, del mismo material, siguiera idéntico camino que la parte superior. No sabes por qué ha tardado más, pero te empieza a picar también. Estás en una encrucijada, Lucía. Unas bragas no son un sujetador, y para terminar de rematarlo todo llevas falda. No, Lucía, tú no eres Sharon Stone y el cine no es la sala de interrogatorios de “Instinto Básico”. Desecha esa idea antes de que se vuelva opción real. Olvida. Recupera algo de la vieja Lucía antes de que te arrepientas.

–He tenido que morirme para empezar a vivir. –rumia el protagonista, antes de arrodillarse ante los sugerentes y desnudos pechos de una mujer que no sabes quién es.

Te estás perdiendo la película, Lucía. Primero el sujetador, luego los marroquís y ahora las bragas han cortado el hilo argumental tal y como las viejas Parcas griegas cortaban el hilo de la vida de los hombres.

Dibujas círculos con tu trasero en el asiento pero el picor no desaparece. Aumenta. Se extiende por las ingles tras rodearte la cadera. Tratas de fijarte en la pantalla, separar tu mente del cuerpo hasta meterte de tal forma en la película que todo lo que le pase a tu cuerpo te sea ajeno. Pero no. No eres cinéfila. Ninguna película ha conseguido eso contigo. Libros sí. Muchos. Pero ningún filme. Conviertes las imágenes en palabras en tu mente, narras las acciones, te inventas los pensamientos, pero no surte efecto. No lees. Documentas. No te sirve. No es un libro.

Abres las piernas y, con cuidado y disimulo, te rascas suavemente las ingles. Fiesta, pólvora, "mascletá”. Algo pasa. Algo se mueve en tu interior. Los dedos han pasado cerca de tu sexo y tu cuerpo quiere más. Alejas repentinamente las manos de la zona peligrosa, engarfias los dedos sobre los brazos de la butaca y los anclas allí para castigarlos, para decirles sin palabras “eso no se hace”, para que no sean tan malos contigo.

Respiras aceleradamente. El miedo a ser descubierta te ha sacudido las entrañas. Pero no puede ser un miedo. ¿Recuerdas, Lucía? Tus miedos están encerrados en un tarro y no pueden salir. No ha sido miedo. Se te asoma una media sonrisa soberbia y traviesa. Descubres que la nueva Lucía goza de cierta perversión. No ha sido miedo, Lucía. Ha sido morbo. Los pezones se te encabritan bajo el suéter, el sexo se te encharca. El protagonista, en la pantalla, se hunde entre las piernas de la mujer cuyos pechos adoraba segundos antes. Te excita aún más la escena. Es un círculo vicioso más vicioso que nunca.

Miras a tu cita. Sigue ensimismado en la película. Sin dejar de mirarle, vuelves a meter la mano entre tus piernas y te rascas lentamente con un dedo. Pero ahora no han sido las ingles. El picor seguía allí, pero tú te has rascado directamente sobre el sexo. Has presionado la tela azul de las bragas hacia el interior de tu vagina, escasos milímetros, quizá ni eso, quizá hayan sido micras o attometros o cualquier unidad inferior si es que existe. Pero ha entrado un poco. Casi nada, pero algo. Lucía, acabas de meter algo en tu coño en mitad de un cine lleno de desconocidos. Una corriente eléctrica te sacude la espina dorsal y vuelves a alejar tus manos de tu sexo al instante.

¿Qué haces, Lucía? Esta no eres tú. ¿Qué hubiera pensado tu caballero de ojos pequeños si te hubiera visto con una mano entre las piernas? La idea no surte el efecto que esperabas. Deberías avergonzarte, deberías aterrarte y llorar por haber sido tan pervertida. Pero no. No haces eso, Lucía. Al contrario. Te excitas. Te calientas. Te pones cachonda.

Sacudes la cabeza y luchas por dominar de nuevo tu cuerpo y tus impulsos. Batallar contra la excitación nunca te ha sido complicado. Si tú no querías, la libido se quedaba encerrada, atada a un poste con una cadena corta como un perro peligroso. Pero algo ha cambiado. Es ese maldito picor de las bragas. Tiene algo de prohibido, de demoníaco, de salvaje, de aquello que has evitado toda tu vida. Si no acabas con ese picor no sabes cómo puedes acabar. Rascarte no sirve, ya lo has comprobado con tus tetas. El alivio solo conseguía que el picor volviese aumentado. No puedes permitir eso, porque si ya has sido capaz de jugar con tu coño, si el picor aumenta te puedes volver loca.

Cierras los ojos y te concentras en serenar tu ser. Tu respiración, tu pulso, tu picor. Debes controlarlo todo, pero el picor no se deja. Solo te queda una salida, Lucía. Solo una, y es jugar con fuego, hacerle una carantoña al peligro y exponerte. El cadáver azul del sostén asomando por la hendidura de tu bolso te explica la única solución que tienes para acabar con esa maldición que te atormenta bajo la falda. Matar nuevamente al perro para acabar con la rabia.

Sigues con la respiración acelerada. Cerrar los ojos no te ha funcionado, así que giras la cabeza a ambos lados y te vuelves a encontrar con su mirada fija en ti. No. Ahora no. Ahora no puede mirarte. No puede verte hacer lo que estás a punto de hacer.

“Deja que te vea” te grita una voz en tu cabeza, una voz que viene de muy hondo y de muy abajo. No sabes si de tu sexo o del infierno. De algún sitio caliente, eso seguro.

–Deja que te vea. –El protagonista de la película parece hablarte directamente, Lucía. Se ha saltado a la torera la cuarta pared y funde su mundo de celuloide con el tuyo. Deja que te vea. Se conchaba vilmente con la vocecilla lasciva de tu mente y repite sus palabras.

El corazón revolotea con alas de colibrí bajo las costillas. Deja que te vea. El vientre te ofrece una sensación de calor y, también de vacío. Deja que te vea. Extrañas a tu amigo naranja en ese momento, Lucía, pero no está ahí. Está tu hombre de cejas tupidas y ojos enanos. Está el hombre que te mira y, poco a poco, sonríe como si lo supiera todo, como si entendiera el acto que estás a punto de perpetrar y no quisiera perdérselo. Deja que te vea. Coro de demonios, canto satánico, morbo desbocado. Que te vea quitarte las bragas. Se lo puedes dedicar, mirándolo fijamente y mandándole un beso en la distancia, o haciendo un cruce de piernas al más puro estilo Hollywood. Te va a dar una taquicardia, Lucía. Tu sexo arde, las bragas pican, el hombre mira, los pezones siguen duros, tu respiración amenaza con colapsar. Deja que te vea… de pronto él se gira de nuevo hacia la pantalla y tú actúas.

Aprovechas que no te ve y en un movimiento rápido te subes la falda hasta exponer los muslos por completo, agarras las bragas por el elástico, levantas el culo del asiento y las bajas hasta que se separan de tu sexo y avanzan por tus piernas hasta los tobillos. En el último segundo dudas si dejarlas ahí para luego subirlas con mayor rapidez cuando salgas, pero decides que no puedes arriesgarte a que te vea con las bragas a tus pies. Te las quitas por completo y las guardas rápidamente en el bolso junto  con el sostén, te bajas de nuevo la falda y miras otra vez a tu compañero de sala.

Alivio, Lucía. Sigue mirando la pantalla ensimismado. No se ha dado cuenta de nada. Alivio. Alivio de no haber sido descubierta, alivio de librarte del picor, alivio por sentir el aire caracoleando sobre tu sexo. ¿Dijiste antes que el alivio no era lo mismo que el placer? No es cierto. No al menos ahora. Se han dado la mano y se han abrazado como viejos conocidos o buenos hermanos en tu interior. No es alivio, Lucía, es placer. Placer súbitamente sexual. Placer que te engloba, te atrapa, te aprieta, te pellizca el sexo desnudo.

–Ah… –No has podido evitarlo, Lucía. El gemido te ha salido solo. Un gemido de placer. El alivio te ha llevado hasta las puertas del orgasmo. No ha sido únicamente el alivio, por supuesto, el morbo de la nueva Lucía ha tenido igual o mayor culpa, pero la sensación ha sido esa. Casi te corres de gusto simplemente con quitarte las bragas en el cine.

El picor ha desaparecido. Su hueco, todos sus huecos, todos los invisibles recovecos que hasta ahora ocupaba son llenados sin remedio por la lujuria. Estás sin bragas en el cine, Lucía. Sharon Stone cruzó las piernas ante tres policías. La has superado. Tú lo has hecho ante diez espectadores. Diez. Más de tres veces más gente que en “Instinto básico”. Habrían sido once si el acomodador se hubiera quedado a ver la película. Pero diez no es mala cifra.

Ahora es el morbo de lo prohibido lo que te domina, Lucía. Ya no eres tú. No eres la buena chica con miedos y decencia. Eres la Lucía sexual y misteriosa. Miras nuevamente a tu cita y, aunque él no te mira a ti, le abres las piernas desde tu asiento.

Tu sexo destila flujo, Lucía. Temes ver salir cataratas de tu falda, inundando la sala. Pero no. La humedad se queda dentro de tu sexo, mojándolo, excitándolo, preparándolo para algo más físico que esa mirada que no llega.

En un instante de cordura, recuperas la postura y la compostura. Haces un último intento de centrarte en la película y dejar todo lo que te ha pasado en los últimos segundos en una locura. “Enajenación mental transitoria, señor juez. Nunca he sido una guarrilla, soy una chica buena, no sé qué me pasó para cometer ese delito de exhibicionismo. Ruego me disculpe y me deje terminar de ver la película. No lo volveré a hacer”, alegas en el tribunal de tu imaginación.

Te calmas un poco. Tu sexo parece sumirse en un estado latente, como si guardase las fuerzas en mantener su estatus antes que en rebelarse contra ti pidiendo guerra. Tal vez aguarda el veredicto del juez. Pero este se retira a deliberar. Quizás se pajee pensando en ti.

Pasan minutos. Te reenganchas a la película. Domas la respiración y el ritmo cardíaco. Vuelves a tu ser.

Estás casi disfrutando de tu recién recuperada normalidad cuando notas movimiento a tu derecha. Alguien se levanta de su asiento y se dirige al pasillo central. Ha de ser tu cita, tal vez la película haya sido demasiado para él y abandone la sala. Pero no. Va directo a ti. A ti. Se sienta a tu lado y susurra en voz baja:

–Ya no aguanto más. Eres perfecta. Quiero besarte. Y que me des las bragas que acabas de quitarte.

Casi ni te inmutas cuando te suelta eso. Te giras lentamente hacia él. Repasas con la mirada sus rasgos angulados. Lo sabe. Te ha visto. No sabes cómo pero te ha visto. El juez vuelve de su receso. Martillazo. “Declaro a la acusada culpable de morbo y lujuria”. Otro martillazo. No son martillazos, Lucía, es tu corazón. Son latidos que suenan como martillazos. Andanadas de sangre a tu sexo. “La condeno a pena de orgasmo”. Pena máxima, Lucía. En francés, orgasmo es “petite mort”, pequeña muerte. Tendrás que morir por tu pecado. Muerte a la vieja Lucía.

Acaricias la rasposa barba de tres días de tu acompañante con una mano y te inclinas hacia él.

Os besáis. Si alguno de los dos esperaba un beso tierno o romántico, ha de darse cuenta pronto del error. Seguramente en el mismo momento en que tus dientes apresan su labio inferior para luego hacer lo propio con el superior. Quizás en el instante en que las lenguas batallan una contra la otra en una danza pagana, lúbrica, lasciva y sensual. O puede que cuando tu suspiro de excitación se cuela entre los dientes y os envuelve como una densa niebla que quiera protegeros de miradas externas.

Es él el primero en alejarse, jadeando y con los ojos vidriosos de cachondez.

–Ahora vuelve a tu asiento. –escupes, con la respiración agitada, pero con un tono que no da opción a réplica.

–Aún falta que me des t…

–Ahora, vuelve a tu asiento. –repites, remarcando cada palabra, con una seguridad absoluta.

Sin más, él obedece y regresa a su posición original mientras tú lo sigues con la mirada. Cuando está de nuevo sentado en su butaca, vuelves a girar el cuerpo hacia él y abres las piernas.

La falda se te enrolla en las caderas. Tu sexo amanece, bajo el bosquecillo de vello púbico que lo cubre. Con toda la lascivia de la que dispones, sacas la lengua y pasas tu dedo corazón sobre ella, humedeciéndolo. Tienes la boca más seca de lo que sería necesario para cumplir esa tarea, pero no te importa. Sabes que a donde se dirige ese dedo, va a haber humedad en abundancia.

Te acaricias lentamente el sexo de arriba abajo con el mismo dedo, impregnándolo de tu flujo, mientras tu cita te mira con unos ojos que ahora parecen mucho más grandes que antes. Quizá hayan alcanzado finalmente un tamaño normal. Introduces tu dedo en el interior de tu sexo y no puedes evitar el gemido que resuena en toda la sala, aprovechando el oportuno instante de silencio de la película. Ironías del lenguaje, Lucía. Ahora sí que es verdad que tienes el corazón en el coño.

Los marroquís se giran hacia ti. La pareja que está delante de ti, también. Incluso el grupo de universitarios trata de atisbarte en la distancia. El gemido ha roto fronteras, ha bebido del eco y se ha magnificado. Los únicos que parecen ajenos a todo son los dos abuelitos. Te da igual que te mire todo el mundo. O mejor dicho, no te da igual, prefieres que te miren. Dos ojos, los de tu cita, no te son bastante, necesitas más. Necesitas más que una mirada si quieres convertirlas en algo tangible. Una mirada no hace gran diferencia. Ocho, sí. Comienzas a masturbarte lentamente, sintiendo que las miradas se vuelven manos. Dieciséis manos, cuatro de ellas femeninas, y el resto masculinas, que buscan tu cuerpo. Manos que te escarban la ropa, que bucean bajo ella hasta tomarte la piel por asalto. Manos de verdugo invisible dispuesto a hacer cumplir tu sentencia. Las nalgas, los pezones, la cintura, el cuello, las orejas, hasta los dedos de los pies, todo lo que te excita cae en el poder de una mano invisible que palpa, soba y acaricia con ternura y lujuria al mismo tiempo.

Desde tu posición solo puedes ver las caras de tu cita y de los marroquís. El resto te lo impide el fuerte contraluz de la pantalla. Son solo cabezas, círculos negros sin rostro definido pero con ojos penetrantes que te miran y acarician.

Comienzas a gemir, y no te refrenas ante nada. Irónico. Cuando estás sola, en tu casa, y te entregas a tu amigo naranja, tratas de no gemir, de que tu voz no se eleve un solo tono, pero ahora te dejas llevar. En mitad de un cine, los gemidos de goce salen de tu cuerpo con la misma naturalidad con que tu dedo barrena tus entrañas.

Los marroquís no pueden separar la vista de ti. Por muy gays que quieran ser, ni siquiera ellos pueden evitar excitarse contigo. Eso es, Lucía. Los pones cachondos. A ellos. A los guapos, a los inalcanzables, a los fornidos gays marroquís. También a tu cita. Y a la pareja que tienes delante, que se han girado por completo olvidándose de “La Noruega” y te miran directamente arrodillados en sus butacas. Ves sutiles movimientos del hombro de ella recortándose ante la pantalla. Le está sobando el paquete a su novio. Él, superado por la situación, tarda en responder pero acaba devolviendo la cortesía y hundiéndose con su pareja en una vorágine de suspiros que podrías escuchar si no estuvieras gimiendo de gusto con ya dos dedos en tu interior y con la otra mano frotándote el clítoris con desesperación.

Lo notas, Lucía, te sobreviene el orgasmo. Se acerca a toda velocidad a través de la sangre de tus venas. Oyes a tu cita mascullar un “a la mierda” y bajarse la bragueta para sacarse la polla. No está nada mal dotado. O es que tal vez está tan cachondo que su erección de caballo haya hecho aumentar varias tallas su miembro.

Te dejas caer sobre el brazo de tu butaca, arqueas la espalda hasta que tu cabeza casi toca tu bolso, cierras los ojos y lo sientes llegar. Ya viene, Lucía. Es terremoto, tsunami, es descarga eléctrica y erupción volcánica a la vez. Tienes encerrados en tu cuerpo los cuatro elementos y todos ellos estallan dentro de ti.

Te corres. Gimiendo, gritando, contorsionándote. Te corres como una loca, como una guarra, como una puta. Te corres por completo en un orgasmo que explota y vuelve a explotar, agitándote el cuerpo entero y en especial las piernas que se te vuelven locas. “Petite mort”. Tu orgasmo ha sido de todo menos “petite”. Ha sido una “Mort” monumental. Lucía ha muerto. Viva Lucía.

–Me muero, padre, y he tenido que morirme para empezar a vivir –masculla entre sollozos el protagonista de una película a la que absolutamente nadie ya le está prestando atención.

Mientras te recuperas del primer orgasmo, se te cruza por un instante pensar en la situación, pero te niegas. No has hecho todo eso para ponerte a pensar. El raciocinio es enemigo del placer. Sonriendo, te levantas del asiento húmedo de flujo y comienzas a desnudarte. El suéter y la camiseta interior acaban sobre la última fila de butacas. La falda la lanzas de una patada hacia tu cita pero queda a medio camino, en el pasillo central. Vestida solo con tus zapatillas y calcetines, avanzas directa hacia el hombre de ojos pequeños que te ha dado el beso de tu vida, pero varías el rumbo antes de entrar en su fila de butacas. En lugar de eso, giras a la izquierda y vas hacia los atractivos marroquís que te miran con ansia, como deseando que llegues a ellos para tomarte y demostrar su virilidad ante su compañero.

Te plantas entre Alí y Hasán mientras ves cómo la pareja de tu edad te ha imitado, se han desnudado también y ahora follan escandalosamente encima de las butacas. Los ancianitos lo miran todo entre horrorizados y encantados y no se atreven a decir nada, y en la esquina, la muchacha mama las dos pollas de sus compañeros al mismo tiempo. Todo eso, por ti. Lo has llenado todo de sexo, Lucía.

Agarras de las solapas de la camisa a Alí y le plantas un morreo de órdago al que el marroquí pone más empeño que habilidad en contestar. Cuando te hartas del sabor de su saliva, repites el gesto con Hasán. Los dominas a base de labios y lengua. Sucesivamente, ambos se van turnando en tus labios, lo que aprovechas para ir acercándolos entre sí. La excitación en los tres va creciendo. Notas una locura de manos que te soban la espalda, el culo, las tetas, el coño… nada a su alcance queda sin ser amasado por esas manos grandes y rudas pero, al tiempo, extrañamente suaves. No te masturban, parecen no saber cómo hacerlo, pero te acarician.

Llega el momento en que los labios de los tres están tan juntos que un simple movimiento de cabeza te permite escaparte del beso y dejar a los dos hombres devorándose mutuamente. Te sorprende la violencia del beso entre ambos. En ese beso van todas las ganas acumuladas durante años, toda la pasión encerrada. Alí le saca la camiseta a Hasán con ferocidad y este le responde abriéndole la camisa de un solo tirón, haciendo saltar los botones por el aire.

Cruzas tu mirada con la de tu cita que lo mira todo absolutamente anonadado. A tus oídos llegan los gemidos de las dos mujeres, ambas siendo folladas y una de ellas, además, con una polla en la boca.

Ahora sí que sí. Te acercas al hombre por el que has venido y que te ha esperado mientras calentabas el horno de los dos magrebíes y lo obligas a salir al pasillo central. Lo arrastras tras de ti hasta justo delante de la pantalla y allí le haces desnudarse por completo. Su polla parece querer mirarte. No destella como sus ojos pero te apunta como un arma cargada. Lo es. Sonríes al ver a los abuelitos desnudos y acariciándose los sexos con más cariño que lujuria. Sexos que no responden como lo harían años atrás, pero no por ello deja de ser una muestra de amor sincero.

Cuando tienes a tu cita tal y como su madre lo trajo al mundo, lo tumbas en el suelo, con su ariete apuntando orgulloso al techo y te colocas sobre él. Diriges la punta a la entrada de tu sexo hambriento y te dejas caer. La primera penetración te arranca un pequeño orgasmo que te hace temblar las piernas, pero no te detienes. Comienzas a cabalgarlo sin dejar de gemir. Le agarras de las manos y las colocas tú misma en puntos clave. Una a medio camino de la cintura y el culo, para que él también pueda manejar un poco el movimiento. La otra, sobre uno de tus generosos pechos, haciendo de cuenco perfecto para tu mama y su guinda de pezón.

Mientras te follas a tu cita, tu cuerpo hambriento parece pedir más. Ves a uno de los universitarios, que espera su turno mientras su compañera se ventila a su amigo y le haces un gesto con la mano. Lo entiende a la primera. La opción que le ofreces es mucho más entretenida que esperar, cimbrel en mano, a que su amigo se corra en aquel coñito joven y rubio.

El universitario se acerca a vosotros casi corriendo. Le agarras la polla y te la metes de una en la boca, llenándola de saliva y gemidos, si es que fuera posible que los gemidos se pegaran a la piel como la saliva. Una verga te late en la boca y otra en el coño, pero quieres que se junten más, así que lo liberas y lo obligas a rodearte y ponerse a tus espaldas.

¿Estás preparada, Lucía? Nunca has hecho esto más que en tus fantasías, pero si hay algún momento para hacerlo es este. Nunca jamás vas a estar en una orgía así.

Detienes tus movimientos y tratas de relajarte mientras el universitario aprovecha para lubricarte el ano con la lengua. Nunca habías imaginado lo placentero que puede ser que te coman el culo. Te encanta. Es un placer distinto. No es lo mismo una lengua en tu clítoris que en tu ano, eso está claro, pero la sensación es excitante como poco.

Notas que un dedo hace ceder fácilmente tu esfínter y te pones en posición. El dedo se retira y pronto es sustituido por algo más grueso, más caliente, más vivo incluso.

Levantas ligeramente las caderas y te dejas llevar por las embestidas asincopadas de los dos sementales. Con una polla en el culo y otra en el coño, los orgasmos empiezan a llegar en oleadas.

Echas un vistazo mientras los miembros te follan por ambos agujeros. Alí sodomiza a Hasán. Los universitarios follan contra la pared. Los abuelitos se siguen acariciando y besando. La otra pareja descansa después de que ella se haya corrido dos veces seguidas sentada en la cara de él. A ti te follan dos hombres.

De ambos, es tu cita el primero en correrse. En el último segundo te retiras aprovechando el impulso que te da una embestida del universitario que te folla el culo, y el semen de tu caballero de ojos pequeños acaba regándole el pecho y el vientre. Lo besas sin importarte que tus tetas y tu tripa se embarren con la blanca sustancia mientras te sobreviene un último orgasmo. Gritando “Dios”, te corres con una polla en el culo.

Te dejas caer sobre tu cita y el universitario no tarda en llenar de leche tu agujero posterior.

Estás cansada, y satisfecha. Tus piernas no dan para más y tu coño parece haber cumplido su cuota de perversión por hoy.

Tu caballero de los ojos pequeños te abraza con cariño mientras el universitario se retira de nuevo a su asiento, exhausto.

–Jamás hubiera esperado esto. –dice riendo tu cita.

–Ni yo. –respondes.

–Sobre lo que te he dicho antes. Me voy a llevar tus bragas. De recuerdo.

–Todas tuyas. No me las voy a volver a poner. Me pican. Si quieres llevarte también el sostén…

Él se ríe y te da un beso cálido y húmedo. Un beso, esta vez sí, de película. En cuanto sus labios se separan de ti, notas que el cansancio es tan grande que caes automáticamente dormida.

*****

Cuando abres los ojos, “La noruega” está terminando y tú estás en tu butaca, junto a tu bolso. Comienzan los títulos de crédito y ves que todo el mundo está en su sitio, ordenadamente, y todos vestidos. Alí tiene todos los botones de su camisa en su sitio.

“Cada día tengo unos sueños más extraños”, te dices riendo a ti misma, maldiciendo a la aburrida película noruega que te ha hecho caer dormida, mientras recoges tu bolso y sales de la sala, después de saludar nuevamente a tu cita con un leve gesto de mano. No quieres encontrártelo a la salida, eso queda para la próxima vez. Poco a poco.

Comienzas a caminar por la calle, pero el aire fresco de la tarde-noche te hace caer en la cuenta de algo. Se enreda en tus tobillos, sube piernas arriba y no encuentra obstáculo ninguno para soplarte el sexo. Alarmada, abres el bolso y rebuscas.

No están. Ni una cosa ni la otra, y tampoco los llevas puestos.

Vuelves la vista atrás, hacia la salida del cine, por donde sale tu cita con una sonrisa de oreja a oreja en los labios. Te parece atisbar un retazo de tela azul saliendo de su bolsillo.

Sonríes.

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