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Alas de gaviota

en Sadomaso

No me interesan demasiado los hombres. A excepción de mi marido claro. En general son egoístas, desconsiderados, ególatras y soberbios. Además, las tres cuartas partes de ellos no saben hacer el amor correctamente a una mujer, y el 90 % de ese cuarto restante está constituido por maricas y psicópatas en potencia. Por lo que queda no, vale demasiado la pena arriesgarse, a no ser que seas una curiosa impenitente.. como yo. Así que yo tras casi dos años de relación solo había sido infiel a mi chico con el pobre Felipe. La historia que voy a contaros se refiere a la segunda vez que lo he engañado con un hombre. Habrá mas, desde luego, pero de esta siempre lo lamentaré.

Ocurrió cerca de mi hogar natal, en un precioso pueblo colgado al oeste de los puertos de Beceite, donde una de mis hermanas ejerce de veterinaria. Yo he ido -y sigo yendo- muy a menudo por allí puesto que su familia es encantadora y me encuentro como en mi casa, además de que me pilla relativamente cerca, a unas dos horas de camino por uno de los paisajes más hermosos del País Valenciano. Por esa época me estaba haciendo el animo de empezar a anunciar a mi numerosa familia que iba a contraer matrimonio formal; por la iglesia, como está mandado, y con mi padrino el sacerdote de oficiante. Aunque sabían que desde la muerte de mi madre vivíamos en la misma casa, no dudaban que J y yo oficializaríamos nuestra relación un día u otro. Todos los míos adoraban a mi novio.

Llegué un viernes a eso de las 2 del mediodía; sola, puesto que mi noviete tenía mucho trabajo ese finde. Aparqué en la replaza junto a la casa del médico, detrás de un increíble Mercedes 300 SL color plata. Es uno de los coches más bellos que se han fabricado nunca. Las puertas se abren hacia arriba por lo que también se le conoce como gaviota. No pude menos que quedarme un rato extasiada contemplándolo. Al subir al piso se me tiró la chiquillería al cuello mientras en el salón junto al vestíbulo charlaban mi hermana y mi cuñado con un joven de abundante pelo oscuro, muy alto y de porte desaliñado pero atractivo. Llevaba un jersey de cuello alto y uno de esos pantalones de aventura, muy anchos y con bolsillos en el lateral de los muslos. Cuando mis sobrinos me dejaron saludé a los mayores. No pude menos que comentar:

- ¿Habéis visto esa maravilla que hay aparcada abajo?

Mi cuñado riéndose contestó:

- Aquí tienes al amo. Y nos presentó: Inés; Héctor.

Nos dimos un protocolario beso.

- Te habrá costado un gran esfuerzo conseguirlo. Solo quedan unos 2000 mas o menos en todo el mundo, y casi todos en USA.

- Vaya, esta entiende mas de coches que tu, dijo Héctor riéndose y mirando a mi cuñado.

- Es verdad, es verdad, asintió este.

- En realidad no me costó ningún esfuerzo. Lo heredé de mi abuelo que era del cuerpo diplomático. Es uno de los tres que hay en España. Tan solo lo mantengo, que ya es. Lo llevo cada cinco años a Sindelfingen a la ITV para vehículos clásicos de la Mercedes. Me cuesta un riñón pero está como nuevo. ¿Te gustaría probarlo?

Era una oferta muy tentadora para una enamorada de los coches en general y de este en particular. Además, el tío estaba bueno. Como me vio dudar dijo:

- Anímate mujer. Esta gaviota no pica.

Presenté una torpe excusa:

- Pero es tarde. Vamos a comer y hay que preparar la mesa.

Mi hermana que es mujer se dio perfecta cuenta de que aparte del coche el tío me iba y por respeto a mi novio había tenido cerrada la boca, pero ante tamaña tontería tuvo que intervenir:

- Aún falta casi una hora porque el tío Devuelto (apelativo cariñoso al hermano soltero de su marido) esta todavía en Tortosa. Tenéis (en plural) algo de tiempo.

Era una invitación para no quedar mal: ves pero sin propasarte. Para eso te llevas la carabina. Yo lo estaba deseando, pero mucho más por conducir esa joya que por el tío. Por pura coquetería me lamenté el no haber conducido hasta aquí con falda, pero bueno; vaqueros ajustados y camiseta sin sujetador tampoco estaba mal.

- Venga, vamos hasta Morella. ¿Vienes?, dije a mi cuñado.

- Paso, contestó. El tío no había captado la indirecta de su mujer.

Bajamos a la calle, levanté la puerta como si fuera una pluma y me senté en un duro asiento de cuero rojo de aspecto impecable. Lo puse en marcha y manejé esa joya mecánica por las curvas y contracurvas de Torremiró. Héctor no me quitaba ojo. A la vuelta me preguntó.

- ¿Vienes por aquí a menudo?

- Bastante. Estoy muy a gusto aquí. Suele venir otra de mis hermanas; quizás la conozcas.

- No creo ¿Cuantos días estarás aquí?

- Me voy el domingo por la tarde

- Entonces quizás quieras cenar conmigo mañana.

Me sentí halagada pero no estaba muy segura de acceder; nada segura en realidad. Sabía que mi hermana no juzgaría porque vivía y dejaba vivir. Ni siquiera tendría una mala cara pero... ¡qué puñetas! Solo era una cena. Acepté.

- Mañana a las ocho ¿de acuerdo?

Volvimos a tiempo de comer. Estabamos en la sobremesa. Los niños habían abandonado la mesa. Tomábamos café. Pregunté con aire de despiste:

- ¿Héctor es de fiar?

Mi cuñado contestó: Es un mozo muy serio ¿Porqué lo dices?

- He quedado con él para cenar mañana, dije sin aparentar emoción. No volvió a hablarse del asunto.

Siempre llevo en el equipaje una mini de cuero negro y unas medias a juego. Mi hermana me prestó una camisa de punto negra bastante ceñida. Con un plumífero negro iba de moderna por la vida. Fallaba la ropa interior, de algodón blanco. Decidí no prescindir del suje, mas por respeto a mi hermana que por propia convicción. Sin embargo, cuando bajaba las escaleras me desabroché la camisa dos botones mas de la cuenta. Parecía estar pidiendo guerra. Desde luego la iba a tener.

Me esperaba de pie junto al mercedes.

- Estás guapísima.

El tío llevaba la misma ropa que cuando le conocí. Me chocó pero no le di mas importancia. Me abrió la puerta del coche. Al sentarme en una posición tan agachada propia de los deportivos mostré mis bragas sin quererlo. Me estiré la falda todo lo que dio de sí. El coche arrancó y en el cruce enfiló por la carretera hacia el norte. A unos diez kilómetros aminoró la marcha y entró en un camino de tierra.

- ¿A dónde vamos? Pregunté.

- Es una sorpresa, contestó.

Pobre coche, pensaba yo sin pizca de miedo. Siempre he sabido defenderme.

A los cien metros mas o menos el firme pasó a ser un magnífico asfalto. Es para despistar, me aclaró. Todavía recorrimos un par de kilómetros por el camino entre montañas hasta llegar a una especie de iluminado complejo de edificios rurales perfectamente conservados, con un gran jardín central. Aparcamos frente al que sin duda era la residencia.

- ¿Este es el restaurante?

- No, esta es mi casa. Salió, me abrió la puerta, y salí del coche airosamente sin exhibición alguna esta vez. Entramos en un gran vestíbulo con unas escaleras. La casa estaba caldeada.

- Es por aquí. Penetramos en una amplia estancia con una mesa alargada con velitas, preparada como en las películas, un comensal en cada extremo. Al lado, franqueada por dos enormes sillones con orejeras, una chimenea encendida. Todo impecable, cálido y acogedor. Me ofreció un dry martini.

- Voy a ver como anda el asado. Y desapareció por un lateral.

Tras una cena opípara nos sentamos frente al fuego a tomar el café. Charlamos y charlamos. En ese ambiente íntimo y grato nos confesamos nuestros compromisos respectivos y algunas, no muchas, interioridades. Él tenía una novia formal en Barcelona que trabajaba en la Caixa. Unos fines de semana venía ella. Otros la visitaba él. Hacía alguna escapada entre semana, casi siempre causadas por sus negocios de exportación de aceite. Ella debería haber estado hoy aquí pero la enfermedad de su padre lo había impedido.

- Siento la circunstancia pero me alegro enormemente de que no haya venido, dijo Héctor.

A pesar de estar muy sobria le provoqué: ¿Pretendes seducirme?

- Has podido comprobar que no lo intentado ni por asomo.

Era cierto. Apenas habíamos bebido; medio martini y un par de copas de Möet. Sin insistir en ello ni una sola vez. Muy separados en la mesa. Dos sillones frente al fuego en lugar de sofá. Héctor continuó.

- No sé si coincides conmigo en que una vez has empezado a hacer el amor en la forma clásica da casi lo mismo con quien lo hagas: besos, caricias, algún mordisquito, el mete-saca. No; no me interesa seducir por seducir. Mi novia es muy atractiva y lo hace muy bien, y me satisface enormemente. Hay otras formas de sexo promiscuo que sí me interesan. No tienen nada que ver con la forma convencional, independientemente de la persona con la que la practiques. De hecho con cada una, o uno, resulta muy distinto.

- ¿Hay otras formas? Dije inocentemente.

- Claro que las hay.

Inmediatamente lo capté. Al igual que cuando mi hermana A se puso seria me entró la nube por mi mente y una ligera opresión en mi pecho.

¿A qué otras formas te refieres?

No lo sé. Dímelo tú

Hice acopio de valor:

¿Un poco de sado por ejemplo?

- Por ejemplo, asintió.

Como vió que esperaba sus explicaciones continuó:

- Cuando traigo a alguien aquí procuro platicar. La mente es el órgano sexual por excelencia. Como ves todo esto propicia un clima de diálogo íntimo. Por la conversación obtengo a veces lo que deseo.

- Has hablado de personas y no de mujeres. ¿Significa…?

No me dejó terminar:

- Sí. Para eso da lo mismo, el género es indiferente.

Yo no estaba de acuerdo en absoluto, pero era igual. Estaba picada por la curiosidad, así que continué:

- ¿Y que has visto en mí que te haga suponer que soy una candidata?

Quedó unos segundos callado, mirándome. Sonrió.

- Hasta que has hecho esta pregunta nada de nada. Ahora estoy seguro.

¿Porqué, si puede saberse? inquirí tontamente.

- Porque todos los que no quieren o no son capaces de hacerlo, me piden que los lleve a casa o cambian de conversación.

Jamás hubiera sospechado que un hombre llegara a turbarme. ¿Sería el ambiente? ¿El recuerdo del placer incompleto con mi, hasta el momento, única tortura? De golpe me asaltaron las dudas. ¿Sería yo sin saberlo una masoquista, o peor, una sumisa? ¿Y si era él la víctima, como me veía yo azotando su pene o hincándole un palo por su asqueroso trasero? ¿Aceptaría su velada propuesta o saldría pitando de allí? Casi sin darme cuenta contesté.

- Touché. Pero eso no significa nada. Soy curiosa por naturaleza.

En ese momento, a pesar de mi azoramiento interior, estaba fascinada por el giro de los acontecimientos. Pensaba seguir adelante sin comprometerme demasiado pero mi natural inclinación hacia las tinieblas podía jugarme una mala pasada... ¿o buena?

- Ven, te enseñaré algo. Se levantó y le seguí. Nos metimos por la puerta por la que había salido a vigilar la cena. Daba a un pequeño distribuidor. Otra puerta llevaba a una escalera que bajaba hacia el sótano. Era la bodega. Apoyó la mano en uno de los estantes y de repente, ¡zas! se abrió como en las películas dejando a la vista otra puerta, pero blindada, de apertura con clave. Tecleó la musiquilla de "Encuentros en la tercera fase" Metió una llave y el postigo se abrió, iluminándose simultáneamente una amplia estancia.

Era una sala cuadrada de generosas dimensiones con una hermosa bóveda de ladrillo y paredes también del mismo material. La luz era casi cegadora. El piso de tarima de madera. Por todas partes cuerdas y grilletes. El mobiliario: un antiguo diván; un gran artefacto de madera en forma de aspa que parecía articulado; una minifragua humeante; un barreño enorme, como un tonel muy ancho; algunas sillas extrañas, una de ellas parecida a una silla eléctrica, algunas brillantes cadenas y poleas, y una de las paredes ocupada enteramente por unos estantes de madera con profusión de látigos, varas y otros artilugios no precisamente de bricolaje; una cámara de tortura de diseño, vaya.

Quedé anonadada sin atreverme a entrar a pesar de que me estaba cediendo el paso. Esa turbación acompañada de sensación de ahogo que experimento desde niña cuando fantaseo viéndome ante una situación sexualmente inexplorada, de alto voltaje y sobrecogedoramente excitante me embargó de golpe. Sabía que si entraba estaba perdida pero... entré. Era demasiado estimulante. Y lo hice dispuesta a todo. Me dirigí a curiosear hacia el tonel. Estaba lleno de un líquido viscoso.

- Es aceite de oliva virgen tibio. Exactamente a 38º. El mejor bálsamo que existe.

- ¿Y eso? Dije señalando la cruz de madera.

Él estaba detrás de mí. Por respuesta me tomó por la cintura. Estábamos junto al diván Luis XV. Acercó su boca a mi oído:

- Quítate la camisa. Y se sentó mirándome.

Estaba frente a él. Por un momento dudé. Era un tío. Un miserable tío, pero... me lancé a lo desconocido. Me desabotoné la camisa lentamente, la saqué de la falda y me la quité.

- Dóblala con cuidado y déjala aquí, dijo señalando el lado vacío del canapé. Ahora quítate la falda y deposítala en el mismo sitio.

Hice lo que me pidió. Fui a desprenderme del sujetador pero lo impidió.

- Así esta bien. Descálzate y deja las medias.

Afortunadamente no llevaba pantys sino unas preciosas calzas de seda negra rematadas por unos elásticos de fantasía, pero no pegaban con mi ropa interior mucho más cómoda que sexy, pero eso ya no me importaba. La sala estaba muy bien acondicionada pero no para que de repente me entraran los calores. Empecé a notar como transpiraba mi cuerpo entero, esperando con una mezcla de angustia y ansia los acontecimientos, para mí ya inevitables... e irrenunciables. Se levantó y a su vez se quitó el jersey dejando ver su peludo torso desnudo. Lo dobló y lo depositó en el sofá. Se despojó de su pantalón, y de sus calcetines, quedándose con una especie de slip de cuero negro. Un pene mas que correcto asomaba por una de las ingles fuera del calzoncillo, incapaz de mantener en su sitio su dotado órgano. Por eso usaba pantalones amplios. De haber llevado vaqueros ceñidos sería un escándalo.

Dios mío, pensé ¿qué voy a hacer ahora? No me dio tiempo a pensar. Me tomó del brazo con firmeza y me condujo hasta el aparato que había despertado mi curiosidad. Me puso de espaldas a él apoyando por separado cada uno de mis pies en unos salientes de cada brazo inferior. Asió mis tobillos a unos grilletes acolchados. Después hizo lo mismo con mis muñecas alzando mis brazos. Yo me dejaba hacer presa del deseo y de la emoción aún a sabiendas que de nuevo iba a ser la víctima torturada. Lo deseé. ¿Qué hubiera sucedido si hubiera sido yo el verdugo de un hombre? No lo sé. Así que allí estaba yo a la espera del tormento.

Héctor se puso a mi lado y accionó una especie de polea. El potro y yo con el se inclinó unos 60º. Yo me encontraba relativamente cómoda con los pies apoyados. Se plantó ante mí. Su cabeza a la altura de la mía. Sin decir ni mu me levantó el sujetador por encima de mis pechos. Paseó sus dedos por mis pezones, para después acariciar mi cuerpo hacia abajo por mi estómago y mi abdomen hasta llegar a mis bragas. Tomó el elástico con una mano y me las bajó lo justo para que mi sexo totalmente depilado quedara a su vista, ligeramente entreabierto por la posición de mis piernas. Me preguntó:

- ¿Desde cuando te rasuras el coño?

- A mi novio le gusta, mentí, casi balbuceando por la turbación que sentía. En realidad nunca antes lo había hecho hasta mi experiencia con Ch. Desde entonces tengo casi obsesión por la depilación, tanto del pubis como de las axilas.

- Lástima, respondió. Por el color de tus cabellos debes tenerlos bonitos ahí abajo, me decía mientras pasaba el dorso de sus dedos por mi monte de Venus liso y suave.

Yo me veía a mi misma y alucinaba. Aquí estaba yo, amarrada, desnuda, de palique con un tío que, mientras, me tocaba las tetas y el higo, dejándome hacer y esperando saber lo que pensaba hacer conmigo, ¡y deseando que lo hiciera ya!

Bien Inés. Basta de charla. Llegados a este punto tengo que preguntarte ¿quieres seguir? Tómate el tiempo que quieras.

No tuve fuerzas para hablar. Por supuesto que quería seguir pero ninguna voz salía de mi boca por culpa de la sensación de opresión y aturdimiento que sentía. Moví la cabeza de arriba abajo asintiendo, varias veces, para que no tuviera duda.

- Lo sabía. Sabía que tú eras distinta. Nos vamos a divertir, dijo susurrándome al oído.

Vi como se acercaba a la fragua. La acercó hasta mí. Varios báculos metálicos con mangos de madera descansaban con los extremos dentro de las brasas humeantes. Sacó uno de ellos, el mas fino. Su punta era una pequeña S. Estaba al rojo blanco. Lo acercó a mi cara. Gemí. Estaba aterrada.

- Te voy a marcar, para que siempre te acuerdes de que una noche me perteneciste.

Yo era incapaz de articular palabra. Quería gritar, pedirle, suplicarle, que no me quemara la cara, pero no podía hacerlo. Afortunadamente no era esa su intención. Desvió la varita hacia mi axila derecha. Cerré los ojos.

El alarido que dí retumbó en toda la sala. Olí mi propia carne chamuscada. Me puse a sollozar de forma inconsolable. ¿Porqué tenía que pasar por esto? ¿Qué tenía de placentero? ¿Qué clase de monstruo era yo?

Héctor me aplicó sobre la llaga su dedo untado en aceite, de forma suave y lasciva. Cuando el dolor remitió le miré. Pude ver su sádico deseo reflejado en su cara, pero mucho más en su polla; erecta; abriéndose paso todavía mas por la junta de la ingle del ineficaz calzón. ¿Qué me esperaba?

- Quiero dejarlo. Por favor, llévame a casa.

Por toda respuesta fue al armario y tomó una fina daga, de reluciente hoja puntiaguda.

- Ya no es posible cielo.

Puso la punta en mi tripa, justo debajo del ombligo, y lo hundió; lo suficiente para hacerme daño pero no herirme. Fue bajando el vértice sin aflojar la presión. Yo no lo veía pero lo sentía. Si continuaba por mi rajita me lastimaría de verdad.


- Por favor, no sigas, imploré.

Justo al caer en la abertura cedió el empuje. La hoja buscó mis bragas sujetas en mis muslos y las sajó limpiamente. Buscó mi cuello. Hincó la punta debajo de la mandíbula haciéndome subir la cabeza. Yo ya lloraba amargamente. Lo estaba pasando mal. Suplicaba y sollozaba a la vez.

- Por favor, por favor.

Héctor se mostraba duro e inflexible. El agudo estilete se paseó hacia uno de mis hombros y cortó el tirante del sostén. Después el otro. Me pinchó los sobacos, los pezones, las mamas, siempre lo justo, suficiente para hacerme sufrir sin atravesar mi epidermis. Pasó el arma blanca por debajo del suje entre mis tetas y estiró. El corpiño cayó. Estaba a su merced: desnuda, humillada, amarrada y muerta de miedo frente a él.

- Por favor, basta, déjame, te lo ruego.

Yo no gozaba en absoluto. Quería dejarlo. ¿De verdad quería hacerlo? Mi verdugo dejó el puñal y tomó mi pecho derecho con su mano sobándomelo. Se acercó a mí rozando su pecho peludo contra mis tetas, paseando su boca entreabierta por mi cuello, mientras su mano se posaba sobre mi vulva, buscando con su dedo medio su interior. Acarició mi clítoris al tiempo que me besaba. Yo cerré los labios negándome. No estaba recibiendo el placer esperado; ¿o sí? ¿No era esto lo que había buscado? ¿Me rebelaba contra mi actitud sumisa? ¿Mis lloriqueos, respondían a un real arrepentimiento por lo que estaba ocurriendo, o formaban parte de mi rol de esclava? ¿Hubiera abandonado realmente de haberlo consentido mi verdugo o me alegraba de su crueldad implacable? Por lo que fuere, la situación pudo mas y me empecé a mojar. Mientras sus dedos acariciaban mi sexo yo ya casi jadeaba. Me besó los pechos y su mano rebuscaba en mi interior. Con su dedo pulgar masajeaba mi clítoris y sus dedos índice primero, y medio después, se hundían en mi cavidad vaginal. Sin cesar de besarme y acariciarme introdujo un tercer dedo. Yo estaba ya muy lubricada. El cabrón sabía lo que hacía. Mi cueva se dilataba. Yo respiraba pesadamente. Mi pecho parecía que iba a estallar. Nuestras lenguas se enroscaron. Su cuarto dedo penetró en mi cueva. Mordió mis pezones hasta hacerme daño. Por primera vez el dolor me gustó. Estaba a punto de correrme. Notaba su enorme verga rozando mis piernas. Su sabio pulgar frotaba y amasaba, apretando y aflojando. ¡Que bien lo hacía el hijo de puta! Me fui de golpe, dando gritos espasmódicos. El tío a la primera señal del orgasmo dejó de masajearme y metió el quinto dedo por mi distendida vagina, abriéndola todavía mas, hasta hacer penetrar todo su puño, hurgando mis entrañas, arrodillándose y mordiendo mi vientre.

De no haber esperado a que alcanzara el clímax por otros métodos, con ello quizás no se hubiera producido. Solo con la penetración no me corro. Nunca había tenido orgasmos vaginales. Hasta mucho después no sabía nada de mi punto G. Mi primer fist fucking vaginal sin práctica previa ni preparación era demasiado. Yo no lo conocía salvo por los cómics de Manara, pero Héctor sabía lo que se hacía y esperó al momento oportuno. Al hacerlo mezclado con las sacudidas de la corrida esa monstruosidad multiplicó mi placer. Mantuvo su brazo dentro de mí hasta que los efectos del orgasmo remitieron. Cuando apreció mis gestos de dolor lo retiró y me dio su mano empapada por mi néctar para que la lamiera.

- Chúpala. Estas esencias son tuyas. Esto te delata, perra ramera.

Volví mi cara negándome. Entonces usó mi cuerpo como toalla, restregando su mano por él. En vano porque toda mi piel estaba perlada de gotitas de sudor. Cuando se cansó de usarlo se frotó su pene para secar su palma. ¿Para que lo hacía? Muy pronto lo comprendí.

Se dirigió al armario de estantes y tomó un látigo enrollado, un flagelo largo, de cuero marrón trenzado, como el de Indiana Jones. No pude menos que estremecerme.

- Pensaba azotarte con una fusta, por eso te he atado a esa cruz, pero veo que te va la marcha. Así que lo haré con esto para satisfacerte. Debo cambiarte de sitio, dijo mostrándomelo. Yo estaba inerme y a su merced, esperando lo que quisiera hacerme. En esos momentos me sentía su esclava.

Lo depositó en el suelo y me aflojó los cierres de los tobillos primero, y de las muñecas después. Apenas podía tenerme erguida. Me tomó por detrás de la cintura manteniéndome y me guió hasta un lugar despejado. Allí dos cadenas colgaban a la altura de mi cabeza.

- ¿Puedes aguantar de pie?

Moví la cabeza asintiendo. Volvió a ceñir mis muñecas a cada brazalete del extremo de cada cadena. Estaban forrados por un blando acolchado y no harían herida alguna. Accionó una polea en la pared y las cadenillas subieron lentamente. Quedé con los pies bien apoyados pero mis brazos y mi cuerpo estaban tensos.

- Así esta mejor. Verás, este juguete necesita espacio. Se usa así. En su mano derecha sostenía el látigo enroscado. Hizo un movimiento y el bucle se deshizo dejándolo caer y extendiéndolo en toda su longitud. Lo lanzó contra la pared de ladrillo y cuando la punta la alcanzó tiró atrás. El latigazo restalló fuertemente dejando visiblemente la marca del cuero en el paño de ladrillo. Era un experto el canalla. Por poco me desmayo. Era terrorífico. Llorando supliqué de nuevo:

- No, por favor no. Ten piedad. No lo hagas. Héctor siguió impertérrito:

- Acojona, ¿eh? Tomó la punta poniéndomela en las narices. Mira, tiene unas protuberancias duras. Cuando quieres que el latigazo se arrastre acariciando la piel, la quema dejando un surco, pero no sangra porque se cauterizan los vasos sanguíneos. En cambio si quieres que el trallazo se concentre en un punto hace un agujero en la carne. Una vez alquilé a una masoca rusa muy marchosa. Casi le desollé el vello del coño. En otra ocasión un amigo mío por poco se queda sin pezón.


Aquello formaba parte de la representación. El amo humilla y atemoriza a su víctima que sumisamente acepta su destino. Yo era la víctima, y escuchaba empavorecida las palabras de mi verdugo.

- Aunque no lo mereces voy a tener una deferencia contigo. ¿Dónde quieres que te azote, delante o detrás?

- No lo hagas. Por favor, te lo ruego, no lo hagas. Gimoteaba y sollozaba mas que hablaba.

- Si no contestas lo haré según mis preferencias. Y ya puedes imaginar cuales son. Tus tiesas tetitas, tu tripita y tu coñito peladito son toda un tentación.

- En la espalda, en la espalda.

-¡Que pena!, exclamó. Y desapareció de mi vista

Vino la tensa espera. Yo nunca había pensado en nada parecido. Ni en mis más remotos sueños yo había sido azotada de la forma que iba a padecer. No me consideraba todavía ninguna masoca sumisa y todavía recordaba con desagrado mis incidentes con Felipe y mi hermana, pero aquí estaba. Oí un zumbido y después el trallazo. El golpe me lanzó adelante convulsionando mi cuerpo. Me abrasó la espalda. Lo que salió por mi boca no fue un grito ni un lamento. Era un espasmo gutural. Mis piernas flojearon y solo me sostuve porque tenía los brazos amarrados. Volvió a sonar el látigo y mis nalgas se encendieron. Mi cuerpo se puso tenso cuando el tercer chasquido me atravesó. Increíblemente yo no soltaba ni un grito ni un lamento ni nada parecido. Cuatro latigazos mas y me desvanecí. No sé si el canalla de Héctor siguió azotándome mientras pendía como un pingajo. Me desperté con un fuerte olor. Era amoniaco. Mis muslos y mis piernas estaban húmedas. Me había orinado. Mi verdugo me desató. Yo apenas me sostenía.

- ¿Lo has pasado bien, eh, zorra?

No tenía fuerzas ni ganas de contestar. Fue una experiencia horrible. No podía concebir como esto podría gustarle a alguien. Como podía gustarme a mí.

- Vas a venir ahora conmigo, ordenó. Te llevaré al barreño. Te gustará, ya veras.

Intentó ayudarme tomando mi brazo pero me negué, dándole un manotazo. A duras penas llegué hasta el tonel y aunque solo tenía ganas de salir de allí obedecí a mi amo. Levanté trabajosamente mi pierna. Casi me caigo. Tuve que aceptar su ayuda. Una vez de pie ya dentro, medias incluidas, el viscoso líquido casi rozaba mis doloridas nalgas. Me puse de rodillas y apoyé mis brazos en el borde, dejando que el aceite me cubriera. En verdad que era un bálsamo increíble . Así estuve sola lo que me parecieron tan solo unos segundos, pues enseguida sentí a Héctor detrás de mí. Cerré los ojos rogando en silencio porque todo hubiera terminado. Pero no era así. Me dí perfecta cuanta cuando me tomó por la cintura y me levantó. Su gran verga erguida rozó mi castigada espalda al incorporarme.

- No Héctor, no por favor. Déjame descansar. Te lo ruego.

- Apoya tus manos en el borde y ábrete de piernas, fue su respuesta.

Sumisamente obedecí. Él era mas alto que yo pero mis piernas eran muy largas. Cogiendo mis muslos me colocó en posición. Yo estaba toda untada y él también. Cuando sentí su miembro paseándose entre mis nalgas no hizo falta imaginar demasiado.

- Voy a follarte por el culo, cerda.

Puso la punta sobre mi ano auxiliado por su pulgar que apretaba sobre su glande. A pesar de su tamaño gracias al aceitado mi esfínter cedió abriéndose. El duro taladro presionó entonces hacia el interior atravesándolo limpiamente. Una vez la cabeza dentro dio un empujón brutal metiéndolo todo dentro. Dí un grito de horror inmenso.

Yo ya había practicado el sexo anal con mi novio. Me introducía el pene con delicadeza, a veces sin ayuda de ningún lubrificante. Si no me dolía seguíamos. Entonces se movía dulcemente mientras yo masajeaba mi clítoris. El placer se me desplazaba a mi esfínter cuando este se dilataba y cerraba al paso de la corona de la polla. Me corría y el orgasmo abarcaba todo mi bajovientre. Pero ser sodomizada como lo estaba siendo era algo muy distinto. Era atroz. El salvaje daba embestidas feroces tomándome de las caderas o agarrándome de los cabellos. Sentía mi interior lleno como cuando tienes ganas de cagar. Su polla llegaba a ocupar todo mi recto en cada embestida. Volví a llorar.

Aquello duró bastante. No puedo recordar en que momento ocurrió pero el dolor se fue dulcificando hasta acabar por desaparecer. Cada arremetida la sentía, diferente, distinta. Empecé a jadear en lugar de llorar.

- Gozas, ¿eh, perra?

No puedo negarlo. Me estaba gustando. Incluso el roce de la piel de Héctor sobre mi torso y mis culos había dejado de ser algo doloroso para convertirse en placentero. Me puse el dedo sobre mi vulva para acariciarme.

Me dejó tirada. Mis entrañas se llenaron de líquido caliente y mi enculador cesó dando grititos, mas corrido que el gallo de la pasión, cayendo de rodillas y salpicándolo todo de aceite. Después de todo lo que me había hecho pasar se comportó como todos los machitos de mierda. Salí del barreño llorando. Sin saber donde estaba, casi de milagro puesto que aquello parecía una pista de patinaje; encontré la ducha y todavía con las medias puestas dejé que el agua caliente arrastrara los líquidos incrustados en todo mi cuerpo.

Perdí la noción del tiempo. Cuando ya tenía los dedos arrugados salí con cuidado, me quité y tiré por el inodoro mis lindas medias negras. Tomé una toalla y me sequé como pude, ya que me raspaba en mis magulladas pieles. Salí y tomé mis ropas. Héctor todavía estaba enceitado y traspuesto. Sí que había disfrutado a mi costa el hijo de puta. Subí desnuda y me vestí frente a la chimenea, aunque sin bragas seguía sintiéndome igual de desvalida. Lloré amargamente los casi veinte minutos que tardó el cabrón en subir. Dejé de llorar instantáneamente cuando apareció.

- Llévame a casa.

Salimos en silencio y subimos al Mercedes. Sin abrir la boca en todo el trayecto me condujo hasta la misma puerta de entrada. Abrí la puerta levadiza y abandoné el coche. Cuando me disponía a cerrarla me alargó un paquete envuelto en papel de regalo del Corte Inglés.

- Toma. Creo que es tu talla. Tiene ticket de compra. Puedes devolverlo o cambiarlo.

Era ropa interior, claro. Se la tiré a la cara con tal fuerza que le dio en el pómulo. Bajé el portón de un golpazo y me metí en casa de mi hermana llorando.

Estuve en el vestíbulo hasta que se me secaron las lágrimas. Por nada del mundo quería que me viesen así. Yo dormía con mis sobrinas y no podía permitirme ese lujo. Esa noche apenas pude dormir. Estaba indignada, mas conmigo misma que con ese cerdo. Además, me asaltó un pánico irracional a haber contraído el sida. Al día siguiente tuve que hacer maravillas para parecer fresca y contenta:

- ¿Qué tal anoche?

- Bien. Me gusta mas su coche.

Ya no hubo mas comentarios.

Tuve que pretextar una inesperada enfermedad de mi anciana tata para esconderme en mi pueblo durante unos días, hasta que me desaparecieran las señales. Allí encontré la tranquilidad que tanto necesitaba Había aprovechado el primer día de ausencia para hacerme en Tarragona las prueba del sida. Salió negativa, claro. Al volver a casa me prometí abandonar ese tipo de experiencias con desconocidos, por siempre jamás ¿jamas?

Eso, como decía Kipling, eso ya es otra historia.

Ines34@ozu.es