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Los infortunios del saber (1 y 2)

en No Consentido

INTRODUCCIÓN A LOS PERSONAJES Y LUGARES

- Stella Artoiss, la protagonista

- Peter Artoiss, padre de Stella

- Hans Van de Bier, marido de Stella

- Ámbar, doncella de Stella

- Dr. Gustav Heineken, director escuela de medicina de Laiker

- Pilsen, medico real, amigo de Heineken

- Gunter Carlsberg, Rector de la universidad de Laiker

- Tomas Guinness, administrador de Hans Van de Bier

- Arturo Budweisser, Burgomaestre de la ciudad de Laiker

- Udo Carlsberg, Arcediano de Tuborg y hermano del rector

- Kombacher, canónigo y favorito del arcediano Udo Carlsberg

- Fosters, sobrino de Udo, libertino y amante de Arlesienne

- Buckler, mastín preferido de Fosters

- Arlesienne, viciosa y depravada amiga de Fosters

- Mahou, hermano de Arlesienne

- Lager, jefe de los gitanos

- Estrella, novia de Lager

- Dorada, gitana

- Franciskaner, oso de los gitanos

- Tuborg, Laiker, Kronenbourg... ciudades

- Keler, novicia de la comunidad catedralicia de Tuborg

- Dr. Löwenbrau, físico, libertino, y amigo de Fosters

 

CAPITULO I

Creo en Dios con toda la fuerza de mi corazón. Mi fe en su existencia es total y absoluta. Creo que si él no existiera, el fraude seria tan grande que por si solo negaría lo que vemos, lo que sentimos; lo que tocamos; lo que amamos o padecemos. Todo, absolutamente todo, seria un macabro e inútil espejismo. No sería. Así. Sin más. Es necesaria una fuerza que ponga a cada uno en su lugar, una vez finalizado el tramite del paso por este mundo.

Sin embargo, no creo en la providencia. Esa absurda idea de que Dios se ocupa de nosotras, sus criaturas es un invento de los curas. A Dios le importamos un rábano. Menos que eso, una mierda. Eso es lo que somos para Él en esta vida. De no ser cierto, sus designios para con todo el genero humano, son tan intrincados e inexplicables que están fuera del alcance de nuestro raciocinio. Solo así pueden comprenderse los sufrimientos y sinsabores que ha padecido mi humilde persona por pretender una causa tan noble como es querer saber. Y como yo incluyo a esa legión de desgraciados, apaleados, pisoteados, torturados por la injusticia de los hombres y de los elementos, cuya única culpa es la de haber nacido en el lugar equivocado o en el momento inoportuno.

Pasemos pues a contar mi historia para que, los que no crean lo que estoy diciendo, puedan juzgar por sí mismos:

Mi nombre es Stella Artoiss. Perdí a mi madre al nacer. No tengo hermanos. Mi única familia era mi padre, Peter Artoiss, un ingeniero valón, experto en construcciones y en desecación de terrenos húmedos y pantanosos. Cuando yo tenia 11 años, estaba con mi padre en Laiker, en los Países Bajos. Su tarea en aquél momento era convertir en cultivable una finca inmensa, propiedad del marques Hans Van de Bier, así como la reconstrucción de su mansión familiar. Este sujeto era un singular y emprendedor personaje. A pesar de ser un aristócrata, no solo hacia producir la tierra con métodos modernos y sin explotar a sus servidores, sino que era un prospero productor y comerciante de diamantes, actividad que, junto a la botánica, era su verdadera pasión. Como no tenia escrúpulos en negociar con los judíos, había amasado una inmensa fortuna con ese lucrativo negocio. Sin embargo el marqués, aunque todavía no era un hombre demasiado entrado en años, tenia su salud seriamente quebrantada por su inveterado vicio de aspirar el humo del tabaco.

Mi padre gozaba, no solo de la confianza total del marqués, sino también de su amistad. Tanto era así que cuando en un desgraciado accidente mi padre murió, el marqués se hizo cargo de mí, acogiéndome en su casa, y adoptándome, dándome también su apellido. Al igual que mi padre, era de la opinión, poco usual en esos años, de que todos los hombres (y mujeres) eran iguales y que tenían los mismos derechos y deberes. Y de todos ellos el más importante era el derecho a la educación y al saber. Así que los años siguientes siguió fomentando en mí, la pasión por la lectura y el conocimiento heredada de mi padre, dándome toda clase de medios y facilidades para ello.

Cuando cumplí diecisiete años el marqués me pidió que me casara con él. Yo experimentaba por ese hombre un cariño, y respeto infinitos, sentimientos que no podían reemplazar al amor que no sentía, pero accedí movida por la gratitud. Por esas fechas su salud había empeorado tanto que se veía obligado a guardar cama durante largas temporadas y a restringir a veces radicalmente toda actividad física. No hace falta decir que mi virginidad continuó intacta. Lo único que me pidió mi marido en cuanto a relaciones sexuales era que si tenia inconveniente en practicar el amor lésbico en su presencia, cosa que no me importó demasiado, ya que venia haciéndolo secretamente con Ámbar, mi doncella personal de edad similar a la mía, desde que a los 12 años entré en la casa al fallecer mi padre. Así que Hans me procuraba todas las semanas hermosas compañeras de cama que hacia traer desde Amsterdam a la casa, haciéndolas entrar secretamente por una puerta del jardín. Verlo tan feliz mientras yo gozaba sintiendo mi piel acariciada por manos dulces; succionados mis pechos por bocas ávidas, o siendo mis néctares libados por lenguas cálidas, era devolver una mínima parte de todo lo que ese hombre bueno me había dado. Y no digamos cuando era yo la que con voraz apetito me lanzaba sobre los pezones hinchados por el deseo o vulvas jugosas por la lascivia, provocadas a mis amantes por mi morena belleza. Entonces sus ojos brillaban de singular satisfacción, como si él fuera a través de mi quien provocara tan lujuriosos efectos en los femeninos encantos que se solazaban en su cama.

Fueron tiempos felices, la verdad, sin duda alguna los mejores de mi todavía corta vida. Ésta discurría entre placeres compartidos con Hans cuando él estaba presente, o sola, dedicada al estudio en su inmensa biblioteca. Y que decir de las estimulantes enseñanzas de él recibidas por su casi obsesiva pasión por los diamantes y por la botánica, o cuando acompañaba a mi marido en sus visitas a Amsterdam, a sus talleres y comercios; los paseos por nuestro jardín, verdadero edén repleto de plantas aromáticas, árboles frutales de todo tipo milagrosamente aclimatados por mor de su infinita paciencia y sus grandes conocimientos, o cuando recorríamos sus fincas, tan productivas como alegres eran sus trabajadores.

Y pensar que - paradojas del destino - todo eso terminó por culpa del amor que Hans sentía por mí.

Todo empezó el día que yo cumplí veinte años. Mi marido me hizo el mejor regalo que podía imaginarse. Era algo tan... tan increíble que por poco lo mato del ataque de tos que le produje involuntariamente al abrazarle. Era una orden Real directamente sellada por la Casa de Orange que me permitía ingresar en la Universidad de Laiker. Un sueño inalcanzable para cualquier mujer.

La Universidad de Laiker no tenia ni la fama ni el tamaño ni el relumbrón de otras como Lovaina, París o Bolonia, pero, sin duda alguna, en lo referente a su escuela de medicina, podía competir sin complejos con cualquiera de ellas. Su prestigio provenía fundamentalmente del Dr. Heineken, su ilustre medico anatomista. Aunque tentado permanentemente por cargos y honores mucho más prestigiosos y remunerados en otros lugares, nunca se movió de su pueblo natal, donde era toda una institución. Su sabiduría era solo comparable a su terrible carácter, del que se contaban múltiples historias.

Comprenderéis pues mi inmensa alegría por el presente recibido, pues la medicina y la anatomía eran mis ciencias preferidas, y aprenderlas con ese ilustre sabio colmaba todas mis aspiraciones. Sin embargo, Hans me hizo una petición: que no cursara mi entrada hasta que él muriera, puesto que no quería privarse de mi presencia más tiempo del que él desearía. Se me llenaron los ojos de lagrimas al oírle. Bien sabíamos ambos que le quedaba poco tiempo de vida. Desee con todas mis fuerzas llegar hasta la vejez para materializar mi regalo y cumplir así mis mas fervientes deseos, ya que había llegado a amar a Hans mucho más de lo que hubiera podido imaginar. Pero por desgracia no fue así; apenas tres meses después mi marido fallecía. Una tristeza infinita me invadió, y durante meses ni me acordé de la universidad ni de nada que no fuera a mi desaparecido Hans. Tardé casi un año en recuperarme de su pérdida.

Cuando se cumplió el primer aniversario de su muerte me quité el luto y decidí que debía retomar mi vida. Mi marido no iba a volver por mucho que lo llorara y echara de menos, así que me dispuse a cumplir mi sueño. Obtuve una cita con el Rector Gunter Carlsberg, que me recibió con una gran amabilidad. Mi marido era uno de los mayores benefactores de la universidad y sin duda esperaba que mi visita significara una continuidad de su asignación anual. Cuando le comuniqué cuales eran mis intenciones por poco le da un pasmo. Leyó y releyó el documento Real, hasta saciarse de su autenticidad. Cuando vio que por ahí no era posible entrar, intentó convencerme de que la universidad no era sitio para una mujer, y mucho menos si era viuda, joven, hermosa y rica, con tantos asuntos por atender y tantos compromisos sociales, además de que – presumiblemente – un próximo matrimonio rompería la necesaria continuidad en el estudio y asistencia a clases. Cuando le manifesté mi intención de no volver a casarme; de que confiaba ciegamente mis asuntos en el bueno de Tomas Guinness, el administrador que ya había sido de mi difunto esposo, y que, ni había llevado en vida de él, relación social alguna, ni pensaba hacerlo ahora, y, - final y definitivamente -, que mi única vocación era mi educación y adquirir conocimientos, el Rector, cada vez mas acalorado, apeló a los grandes principios en que se basaba nuestra sociedad, donde la mujer tenía su sagrado lugar como esposa y como madre, y que alterar ese orden de cosas ofendía a Dios y a la comunidad, rogándome que reflexionara seriamente sobre lo que le estaba pidiendo. Vano intento. Yo ya era consciente de las dificultades con que me iba a encontrar, y sabía que no iba a ser fácil, pero era mi voluntad, y en cierto modo, también la de mi amado esposo, así que no flaqueé ni un ápice ante su inflamada oratoria. Desesperado, rojo de mal disimulada irritación, ante la firmeza – y legalidad - de mis razones, no tuvo más remedio que tomar en consideración mi petición, comunicándome que, tras las oportunos tramites, recibiría una pronta respuesta.

Cuando la "pronta" respuesta se demoraba ya más de tres meses, volví a solicitar una nueva audiencia, no sin antes advertir de mis intenciones de retirar la donación anual de no ser recibida en prudencial plazo. A esta nueva entrevista asistí con un notario y con una copia protocolarizada de la Orden Real para entregar al Rector. Este ya estaba totalmente desarmado y ni intentó persuadirme de nada. Tomó el documento y prometió contestarme en un mes de la resolución tomada por la Universidad a mi solicitud de ingreso en su Facultad de Ciencias y Medicina. El encuentro había durado doce minutos escasos.

Lo que había ocurrido en esos tres meses – y yo ignoraba – es que el revuelo por mi causa fue tal que a punto se estuvo de solicitar una audiencia real para una comisión conjunta del Ayuntamiento y de la Universidad, ya que el Rector fue inmediatamente a plantearle el caso al Burgomaestre Arturo Budweisser. Este, tras examinar detenidamente el caso, no vio otra salida que aceptar la solicitud, pues una orden real era una orden real. Como el rector Carlsberg insistió, convocó al plenario municipal, organismo mayoritariamente compuesto por burgueses bienpensantes, que vieron una terrible amenaza a los mismos cimientos de la sociedad, admitir a las mujeres en la Universidad o en cualquier otro sitio que no fuera la cama o la cocina. Budweisser, como buen político que era, tuvo que hacer usos de todos sus recursos para convencer a sus airados concejales, que ir a molestar al Rey con estas minucias podría traer peores consecuencias que admitir a una caprichosa viuda a escuchar unas parrafadas ininteligibles que, a buen seguro, no tardarían en aburrir. Y que casi con toda seguridad no insistiría ante el silencio administrativo con que se contestaría a su primera solicitud. Así que cuando volví a solicitar mi segunda audiencia, la decisión estaba ya tomada. Ya solo le faltaba pues el – dolorosísimo – tramite de participarle la noticia al Dr. Heineken. Hubo que echar a suertes quien seria el portador de la noticia, si el burgomaestre o el rector, recayendo el amargo trago en este ultimo. Dicen que a pesar de ser julio salía humo por la chimenea de la casa del Dr. Este se negó en redondo a admitir a una mujer en su clase. Antes pasaría por encima de su cadáver. Amenazo incluso con dejar Laiken y aceptar una de las múltiples ofertas que recibía de otros centros universitarios. El concejo municipal y el claustro universitario estaban sumidos en la desesperación, en un auténtico callejón sin salida, ante la perspectiva de perder a tan ilustre personaje. Tuvo que ser otra mujer quien puso las cosas en su sitio, la esposa de Heineken, que, aunque totalmente en contra de que se me admitiera en lugar tan poco adecuado, le comunicó con toda claridad a su esposo que si quería irse de su casa se iría solo, con lo que el irascible médico tuvo que pasar por el aro.

 

 

CAPITULO II

Así pues, un luminoso día de septiembre yo estaba en la puerta de la facultad de medicina con un - poco numeroso – grupo de muchachos ataviados de negro – calzas y zapatos incluidos -, con sombreros del mismo color, y unos puntiagudos cuellos blancos contrastando con tanta austeridad. Como la Universidad no tuvo a bien comunicarme ninguna norma o recomendación, yo asistía con un vestido de color malva con un generoso escote, usual en esa época del año pero, por lo visto, poco adecuado en tan ascético lugar, como inmediatamente me hizo saber el conserje principal. Como yo ya esperaba, aparte del subalterno, ni profesores ni alumnos se dignaron a dirigirme la palabra, lo que realmente me traía sin cuidado, puesto que yo estaba allí para aprender y no para parlotear. Los días siguientes fueron un calco: la gente me ignoraba totalmente. Eso sí, por un tiempo procure vestir de forma mas sencilla con vestidos discretos de colores mas oscuros. A pesar de ello el bedel consideraba siempre inapropiados mis atavíos, con lo que al final decidí ponerme lo que me viniera en gana, hasta que recibiera instrucciones oficiales de cómo hacerlo.

A pesar de las adversas circunstancias yo era razonablemente feliz. Mi vida discurría entre la asistencia a clases y largas estancias en mi biblioteca dedicada al estudio. Una tarde a la semana departía asuntos de las fincas con el fiel Tomás Guinness, el administrador, y un domingo al mes, los gerentes de las empresas de diamantes me concedían el favor de recibirme en Amsterdam, para no perder jornadas lectivas. A pesar de la ausencia de Hans y de una abstinencia total y absoluta de sexo, ( había cortado toda relación con Ámbar desde que me casé) fue otro periodo muy placentero de mi vida.

Pasaron los meses; ni mi atención, ni mi entusiasmo, ni el cumplimiento impecable en las labores anejas al estudio hacían ablandar a mis compañeros y maestros en su desdén hacia mi persona. Nunca se me pedía participar en clase ni podía integrarme en grupo alguno, a pesar de los brillantes resultados que obtenía en aquellas pruebas de las que no podía ser excluida. Paso la Navidad... se acercaba la Pascua... y todo seguía igual. El que mas animadversión – totalmente indisimulada - sentía por mi persona era el Dr. Heineken. Se veía obligado - muy a pesar suyo - a calificarme con brillantez, pero con cicatería. Yo le demostraba una y otra vez mi valía pero... en el mejor de los casos solo podía esperar de él indiferencia.

Yo estaba tan absorta en mis estudios y quehaceres que ni sospechaba de los negrísimos nubarrones que se estaban cerniendo sobre mi persona. El Dr. Heineken era tan sabio como desconfiado, además de vengativo y rencoroso. Como era un hombre con múltiples contactos no dudó en recurrir a su amigo el Dr. Pilsen, medico real, para exigir explicaciones al monarca de su insólito comportamiento. El buen Pilsen, que conocía de sobra a su colega, intentó persuadirle de que no podía entrometerse así como así en los asuntos del Rey, pero le prometió indagar discretamente el asunto. Desde luego pensaba olvidarse de la cuestión, pero Heineken le enviaba mensajes frecuentemente, interesándose por el curso de sus pesquisas. Al final, cansado de tanta pesadez, con motivo de la festividad de Viernes Santo, coincidió en la iglesia con el portador del sello real, al que había tratado hacia un par de años – con éxito – de unas dolorosas hemorroides. En el transcurso del interminable y aburrido sermón, conversaron ambos sobre temas varios. El medico aprovecho la ocasión para comentar la extrañeza que a veces le producían determinadas – y singulares – disposiciones reales. Al interesarse el funcionario, Pilsen le comentó el caso. Tal fue la sorpresa del otro ante la noticia que quedaron en verse el próximo lunes en el archivo real. En esa entrevista se revisaron todas las ordenes del Rey desde hacia tres años, lo que constató de forma fehaciente que tal disposición real no existía.

¿Que había ocurrido entonces? Pues, que el marques Van de Bier había mandado falsificar el documento. Tal era el amor que sentía por mí, que utilizando sus contactos en Amsterdam, había hecho confeccionar una copia tan perfecta del modelo del sello de la Corona que, ni el propio notario del Rey hubiera podido darse cuenta del engaño... salvo que se buscara el preceptivo duplicado archivado. Al no encontrarse este, no cabía la menor duda: la orden real era falsa. Pilsen mandó inmediatamente un mensajero a Heineken, con una certificación del tenedor del sello, negando cualquier disposición que permitiera entrar a una mujer a la Universidad de Laiken o cualquier otra del Reino.

La noticia no cogió al Dr. por sorpresa. De hecho lo esperaba. No podía entender de ninguna forma que algo así fuera posible. Ahora, con la prueba en la mano, era la hora de la venganza. Inmediatamente se fue a ver al burgomaestre Budweisser.

El primer día lectivo llegó, y el Dr. Heineken salió al estrado, anunciando un cambio en el programa del curso: la clase iba a versar sobre los efectos de la cauterización por instrumentos quirúrgicos al rojo incandescente sobre las heridas en determinadas zonas corporales. La clase iba a ser práctica, así que debíamos dirigirnos a la sala de disección. Necesitaba un voluntario para ayudar a impartir la lección. Levanté la mano sin demasiada esperanza. Cual fue mi sorpresa al verme elegida por el maestro. Mi contento no tenia limites; por fin era aceptada. Mi ingenuidad y buena fe no me permitían otra explicación.

Al llegar a la sala de prácticas observé que sobre la mesa de operaciones no había ningún cadáver, como era lo habitual. Tampoco era lo normal que dos cuerdas gruesas pendieran de las poleas del techo y un extraño artilugio en forma de aspa estuviera debajo. El Dr. se puso al lado y los demás nos pusimos en circulo a su alrededor.

– a ver, la voluntaria, que de un paso al frente.

Ufana y feliz me adelanté...

Es difícil imaginar lo que sucedió a continuación. En menos de medio minuto me quitaron las ropas y me ataron a las cuerdas y al artefacto. Me vi de repente desnuda, amordazada, y totalmente inmovilizada. Mi estupor e incredulidad se convirtieron en pánico cuando vi que acercaban una estufa con brasas, con instrumental quirúrgico dentro... al rojo vivo, y uno de los estudiantes, sin duda cómplices del Dr. con una afilada daga en la mano. La clase practica iba a tener lugar en mi persona. En mi cuerpo... en mis carnes... sobre mi piel.

Cuando me recuperé razonablemente de las terribles quemaduras que habían cauterizado las heridas causadas por el acero en mis pezones, mis axilas, mi ombligo y mi vulva, desde mi pubis hasta casi mi ano, fui llevada a juicio, descalza, con el pelo cortado al cero, y solo cubierta por un saco. La vista se celebró en el paraninfo de la Universidad, para mas escarnio mío. Todo el claustro y alumnado estaba allí, para ser testigos del restablecimiento del orden moral quebrantado por mi inconcebible y obscena actitud. Todavía retumba en mis oídos la lectura de la sentencia:

"Stella Van de Bier, de soltera Stella Artoiss. Habéis sido juzgada en esta Sala, acusada de los cargos de falsedad en documento publico, indecencia, grave perturbación de la moral y las buenas costumbres, estafa y engaño, insultos a las mas altas instituciones del Reino y del asesinato de vuestro esposo, el honorable Hans Van de Bier. Este Tribunal os considera culpable sin atenuantes de todos y cada uno de esos terribles crímenes"

Increíble, ¡condenada también por matar a mi querido esposo!. De nada habían valido las decididas y encendidas manifestaciones a mi favor de mi administrador y de la totalidad de mis criados, trabajadores y socios de mi marido, ni mis argumentos y explicaciones. Había que hacer conmigo un escarmiento ejemplarizante: fui condenada a muerte y se confiscaba la totalidad de mis bienes. Las fincas y empresas fueron a parar al Reino, y la casa fue para la ofendida Universidad. Mis servidores despedidos y mis objetos personales mas valiosos, subastados. La sentencia contenía también una perversa disposición por la que yo era entregada sin condiciones a la facultad de medicina, que podía disponer para mi la forma de muerte o tortura que tuviera a bien su ilustre Director, el Dr. Heineken.

Durante casi dos eternos años, mi pobre persona sustituyó a los cuerpos sin vida en las clases practicas de anatomía. Hubo que fabricar una nueva mesa para inmovilizarme totalmente mientras el Dr. impartía sus clases magistrales, puesto que lo hacia estando yo plenamente consciente. Una promoción de cirujanos aprendieron viendo diseccionar a un ser vivo.Dos veces abrieron y cerraron mi vientre para observar mis vísceras. Otras dos veces, mi columna vertebral, desde mi nuca hasta mi grupa, mi pelvis, fémur, tibia y peroné, húmero, esternón, cúbito y radio, vieron la luz del día. En dos ocasiones los músculos de mi espalda, torso, abdomen, brazos y piernas, fueron descubiertos para comprobar su estructura y funcionamiento. Los primeros seis meses se me despellejaban amplias zonas de mi piel para su atenta observación en los aparatos de aumento, hasta que ya no quedaron apenas huecos libres de suturas y desgarramientos. Solo dejaron intactas mis manos, pies y cabeza.

Imaginen el horror que yo sentía cuando, recuperada de una de esas sesiones, venían los auxiliares a mi celda para llevarme de nuevo a la mesa de operaciones. En esos momentos rogaba a Dios que me permitiera perder el sentido cuando el escalpelo comenzara a rasgar mi carne, pero por lo general tardaba en desmayarme lo suficiente para sufrir indecibles dolores. Lo peor era cuando la clase versaba sobre anatomía muscular, puesto que se me mantenía consciente para que los estimulara.

Ni siquiera tenia temporadas de descanso, ya que los periodos de vacaciones lectivas eran los peores. La crueldad del Dr. se manifestaba entonces en toda su crudeza al utilizarme para su investigación personal. Las incisiones eran mas profundas y los experimentos más arriesgados. Fue capaz hasta de extraer de mi cavidad ventral la casi totalidad de mi intestino grueso, con un complicado sistema de tensores y pinzas para no lesionar mis músculos abdominales. Por fortuna, si es que puede llamarse así, el Dr. era un auténtico experto, lo que unido a su obsesión por la higiene, algo inhabitual por entonces, y a utilizar emplastos de hongos cuando las heridas se infectaban, y también, claro a mi salud de hierro, me mantuve milagrosamente con vida.

Cuando terminó el segundo curso de calvario, el Dr. se jubiló. Supe que algo raro pasaba pues gocé de un inusual periodo de tranquilidad. Pero la alegría no duró demasiado. Pasados los fastos en honor a tan ilustre miembro de la comunidad, el Dr. volvió a la carga, a sus trabajos de investigación, ensayando sus teorías sobre mi maltratada persona. La jubilación, por lo visto, no incluía esa faceta profesional, ya que, para mi desgracia siguió en la Universidad como cátedro emérito. Sin embargo las cosas empezaban a cambiar para mí. Su sustituto, un hombre piadoso, decidió terminar con esta inhumana práctica, y dejar de utilizarme como objeto docente, solicitando a la dirección que ejecutara de inmediato la sentencia de muerte que todavía pesaba sobre mí. Como era de esperar en tan vengativo personaje, Heineken montó en cólera, haciendo saber que él, y solo él, - y así decía, constaba en la sentencia - podía decidir sobre mi destino. El catedrático y la dirección no estaban de acuerdo, ya que era ésta ultima como institución y no en la persona, en la que recaía la decisión. Heineken, con su insistencia proverbial lo intentó todo, logrando finalmente un compromiso terrible para mi: se le permitiría extraer mi cerebro en vida para sus investigaciones. Después yo moriría sin remedio y podría seguir utilizándose lo que quedaba de mi como si de un cuerpo muerto más se tratara.

Inés

ijflorsa@yahoo.com