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La violación de Lucrecia

en No Consentido

LA VIOLACIÓN DE LUCRECIA

Ya había tramontado el sol las colinas que circundaban el valle donde se asentaba la bella ciudad de Ardea. Ésta estaba sitiada por el ejército de Tarquino II "el Soberbio", él último rey de Roma. A la imprecisa luz del crepúsculo se distinguía el campamento del ejercito romano, formado por decenas de tiendas donde los soldados se disponían a descansar de la jornada.

En una de ellas, Sexto Tarquino, hijo del rey, y Tarquino Colatino, sobrino de Lucio Tarquino, después de haber ingerido muchos litros de buen vino, discutían acaloradamente sobre cual de las esposas de los concurrentes era la mas virtuosa. Como no llegaban a ninguna conclusión, Colatino propuso sorprenderlas en aquel momento, ya que no se encontraban demasiado lejos de sus casas.

Así, Sexto y Colatino se pusieron en camino. Salieron de la lujosa tienda y ordenaron ensillar a los caballos. Una vez listos, montaron en las grupas y partieron a medio galope hacia su destino, para comprobar las tareas a las que se dedicaban sus mujeres mientras ellos se hallaban alejados. Cabalgaban en silencio. Hacía una tranquila y cálida noche, bien iluminada por la luna, y solo se escuchaban los cascos de sus caballos, pero ellos, huraños, apenas hablaban más de lo necesario.

Por fin llegaron y se dirigieron a palacio. Tocaron a las puertas y les abrió un sirviente, a quien le ordenaron que no anunciara su presencia. Después le preguntaron sobre lo que hacían sus respectivas esposas...

"Señores... la esposa de Sexto Tarquino se halla en un banquete al uso, pero sobre la de Colatino, la hermosa Lucrecia, no puedo decirles nada, pues se retiró a sus aposentos con las doncellas y esclavas apenas acabó la cena. Creo que está hilando la lana destinada a la túnica de su esposo Colatino, la que llevará el día el paseo triunfal de los ejercitos."

Colatino entonces, subió hasta la habitación donde estaba Lucrecia y allí la vio, efectivamente hilando su nueva túnica, que más tarde habría de lucir cuando se celebrara el desfile militar. Ambos entraron en el aposento y tras saludar a su esposa, le pidió que le prepararan una cena , pues estaban hambrientos. Después bajaron para ver qué hacía la mujer de Sexto y la vieron completamente desnuda, entregada a una orgía, en medio de varios efebos y muchachas. Sexto, avergonzado, le comunicó a Colatino que le daría el dinero de la apuesta al día siguiente e hizo amago de retirarse, pero Colatino le instó a que esperara y cenara con él y con su mujer. Sexto rehusó a la invitación y advirtió a su compañero que debían de pernoctar aquella misma noche en el campamento, ante lo cual , Colatino asintió, se despidió de su amada esposa, y partió junto con Sexto de regreso a Ardea.

 

Cuenta la leyenda que Sexto quedó prendado de la belleza de Lucrecia, y que ideó un plan para seducirla. Observó las esculturales formas, casi divinas, de la dulce Lucrecia, sus misteriosos ojos, tan profundos como las tinieblas que envuelven el averno y sombreados por crespas pestañas; se deleitó ante la visión de aquellos labios rojos como la flor de granado; su alba y nívea piel, donde rosas de apagado tinte coloreaban sus mejillas, hermoso rostro realzado por el ébano de su negra cabellera. Aquella mujer, en fin, que hasta al mismísimo Miguel Ángel habría servido para modelar a la diosa del pudor, encendió en Sexto una pasión que se tornó en vil apetito carnal.

Días más tarde, y pretextando ser porteador de noticias de Colatino, Sexto se hospedó en la casa de Lucrecia. Ella le ofreció un suculento banquete, permaneció con él unos instantes – los justos, los establecidos por las leyes del protocolo -, y pronto se retiró a sus aposentos.

Y sin embargo Sexto esperó.

Permaneció despierto hasta que todos se sintieron cansados, esperando a que Morfeo les abrazara con sus brazos del sueño. Y cuando ya la noche estaba muy avanzada, Sexto, empuñando su reluciente espada, comenzó a recorrer las estancias que le conducirían al dormitorio de Lucrecia, dispuesto a saciar la sed que desde hacía días - cuando la imagen de Lucrecia inundó sus pupilas - , le venía corroyendo sus viles entrañas.

Cuando se encontró ante la puerta de doble hoja del dormitorio de la esposa de Colatino, suspiró. Después de cenar se había liberado de la coraza y de los pesados ropajes, vistiendo únicamente una ligera túnica y, en sus manos solo su enorme espada, cuyo desnudo filo reflejaba las trémulas luces de las antorchas. Entonces le propinó una fuerte patada a la puerta, que cedió con un rechinar de goznes oxidados. Aún con todo, el ruido no perturbó el descanso de la hermosa Lucrecia, por lo que Sexto penetró en el dormitorio sigilosamente, pudiendo así observar la embriagadora escena de su amada durmiendo a la velada luz de un quinqué cercano al tálamo...

Aquella era una venusta mujer cuya sosegada respiración revelaba el tranquilo abandono con el que solamente pueden dormir los niños y los justos. En su cándida frente no se percibía sombra alguna, ni tan siquiera una sutil contracción en sus castos labios... nada parecía poder perturbar su sueño de inocentes.

Sexto se inclinó sobre ella y susurró quedamente su nombre, quizás en un principio hasta casi con temor. Fue entonces cuando Lucrecia despertó y él la intimó a que no diera voces, pues en tal caso, traspasaría su pecho con la espada. A esta intimación le sucedieron los ruegos, a los ruegos las promesas, llegando a ofrecer hacerla reina. Pero cuando Sexto vio que no hacían efecto ruegos ni promesas, que nada bastaba para vencer la constancia de Lucrecia, le espetó:

"Lucrecia, Lucrecia...ah, mi cándida Lucrecia, sé que tu virtud no cederá a mis deseos, pero si gritas, esta espada que empuño te rasgará el corazón, y en seguida mataré también al más hermoso de tus esclavos y contaré que, habiéndoos sorprendido a ambos en flagante delito, os maté para vengar al general Colatino, tu esposo.

Con lo cual, has de tener presente, mi hermosa Lucrecia, que no solo te arrebataré la vida si no aceptas mis condiciones y cedes a complacer mis deseos, sino que tu honor también quedará mancillado.

Así pues, trataré de vencer el honor con el honor, cual diamante que todo lo resiste excepto a sí mismo, y solo se deja labrar por otro diamante. Pondré vuestros cadáveres, el tuyo y el de tu esclavo, uno junto al otro en este, tu lecho, de tal suerte que hallada de este modo al rayar la luz del día, incurrirá sobre ti la pública nota de adúltera con tan vil persona a tu rango, y quedará para toda la posteridad manchada tu fama."

El rostro de Lucrecia, que en silencio había escuchado todo el parlamente de Sexto, quedó demudado ante la imponente visión de su atacante blandiendo la reluciente y afilada espada, y sintióse desfallecer al comprender las intenciones de su desagradecido atacante.

Harto difícil sería hallar óleos para pintar la santa cólera de Lucrecia, su protesta impotente de la dignidad ultrajada. Resignadamente rindió el honor por no padecer la infamia, se abandonó a su suerte, y a la fuerza y rudeza de Sexto Tarquino. Se recostó en su lecho y cerrando los ojos trató de relajarse; imaginó que era su marido, su caro Colatino, quien le alzaba violentamente los ropajes con los que se vestía para dormir y que era él y no otro, quien la penetraba sin contemplaciones. Sintió cómo aquel enorme falo entraba dentro de sí misma y un indescriptible dolor ascendió por su columna vertebral... pero aquel era un dolor inofensivo, pues aunque se veía obligada a ceder ante la agresión brutal, a la inmolación física, su alma virgen no estaba manchada en su pureza.

Ni tan siquiera un ligero suspiro escapó de los labios de Lucrecia cuando sintió cómo su violador eyaculó entro de ella, ni tan siquiera un mínimo gesto de desaprobación cuando sintió el cálido semen del hipócrita violador dentro de sus entrañas. Nada. Lucrecia permaneció impasible durante su deshonra, e incluso después, cuando Sexto se dejó caer sobre ella, rendido por el esfuerzo. Soportó inmutable el peso de su enemigo y el desagradable olor a sudor y a caballo que desprendía aquel cuerpo.

Cuando Sexto Taquino se sintió más tranquilo, se incorporó y arreglándose los ropajes y cogiendo su espada, le anunció a Lucrecia que al cabo de varios días regresaría de nuevo a ella, ya que debía ocuparse de sus asuntos militares.

Pero Lucrecia no vio cómo Sexto se marchaba. Tampoco se movió durante el resto de la noche. Hasta que las primeras luces del alba comenzaron a despuntar en aquella fatídica mañana. Solo entonces se levantó, llamó a dos de sus doncellas y les ordenó que enviaran a un emisario para que trajeran a su lado a su pare y a su esposo Colatino.

Y permaneció allí, sentada impasible al borde de su lecho, hasta que por fin tuvo a su padre y a su esposo ante ella. Les relató todo lo sucedido hasta el más mínimo detalle. Y entonces, cogiendo un hermoso puñal tallado con su mano derecha y colocándoselo sobre el pecho, les rogó:

"Juzgad vosotros qué pena es la que merece Sexto tarquino, hijo de Tarquino el Soberbio. En cuanto a mi, a pesar de que yo misma me absuelvo de toda culpa, ya que el cuerpo no es culpable cuando el alma es inocente, no quiero rehuir al castigo; en adelante ninguna mujer, tomando ejemplo de mi, vivirá deshonrada, pues no debe vivir una mujer manchada, la tumba debe velar su vergüenza y el esposo ha de castigar la afrenta".

Fue entonces cuando, empuñando el puñal, trémula y encendida de cólera, y sin que sus seres más queridos pudieran evitarlo, Lucrecia se quitó la vida...prefiriendo el suicidio antes que vivir en la deshonra...Una lágrima de satisfacción rodó por sus mejillas... para acabar fundiéndose con la sangre que brotaba de la herida mortal de su noble pecho.

Colatino, roto por el dolor, recogió del suelo el puñal , rojo de sangre, y juró con él entre las manos:

"Por esta sangre, la más pura que jamás haya corrido por las venas de una mujer antes de ser contaminada por un infame, yo juro ante los inmortales dioses a quienes invoco, que serán testigos de mi juramento, que desde este instante perseguiré, donde sea, con el fuego, con la espada, con cualquier medio y sin reposo, sin tregua alguna, a Lucio Tarquino el Soberbio, así como a su pérfida consorte, a sus hijos y a todos los e su casta; que yo liberará a Roma de esta peste y destruiré cetro y corona a fin de que no sirva más ni para ellos ni para ningún otro. Desde hoy, Roma ya no tiene rey".

 

(Y cuenta la leyenda que con estas palabras se inició la rebelión contra los Tarquinos y con ello, el comienzo de la historia de Roma libre, la época republicana).

Aliena del Valle.-