miprimita.com

Casimiro

en Otros Textos

CASIMIRO

Casimiro era una mezcla rara entre pastor alemán y solo Dios sabe qué otras razas, por lo que muchos le establecieron dentro del irretornable status de "chucho" sin demasiados reparos. Desde que había llegado al Hospital, siguiendo a su dueño, todos le habían bautizado con ese nombre porque como estaba tuerto, siempre miraba de lado, y de ahí el nombre: Casi – miro, porque nunca sabías si te estaba mirando a ti o al vecino de enfrente.

Aún con todo, la gente adoraba a aquel perro.

Había llegado al Hospital un aciago día, y por misteriosos designios, dispuesto a establecerse, porque a pesar de los constantes intentos por parte de enfermeras, celadores y visitantes por ahuyentarle, el obstinado Casimiro no consintió en abandonar su puesto. Así que pasaron los días y todos se acostumbraron a ver al triste animal rondando por los alrededores del edificio, como si ya formara parte del enorme coloso de piedra gris.

Nadie acertó a explicarse el por qué de su presencia hasta que Mauricio Argensola recuperó el conocimiento, casi un mes después de la llegada de Casimiro.

El caso es que cuando don Mauricio despertó de su inescrutable sueño, consciente ya de su situación, preguntó por su perro. Hasta enseñó una foto y todo, donde se le podía ver junto a su mujer y dos niños. Y con ellos, un joven Casimiro, casi irreconocible de lo limpio que estaba.

Fue entonces cuando las enfermeras que le cuidaban recordaron que Casimiro había hecho acto de presencia el mismo día que ingresaron a su dueño y, ya fuera guiado por su instinto canino, ya fuera por la Fidelidad exacerbada, adivinó la ventana que correspondía a la habitación donde estaba ingresado su dueño, el señor Argensola, y allí que se quedó.

Don Mauricio había enviudado hacía ya algunos años y sus hijos, al irse a trabajar fuera de la ciudad, le dejaron solo con Casimiro. Ellos se marcharon prometiendo que pronto volverían para visitarle. Sin embargo ya el anciano contaba cinco Navidades pasadas a solas, esperando en su viejo sillón, mirando con ojos vacíos hacia la puerta de la calle, comprobando continuamente si el teléfono estaba realmente conectado. Sin comprender el por qué sus hijos no iban a verle, por qué no llamaban, ni tan siquiera una simple llamada…

Don Mauricio se sentía solo. Bueno, solo, lo que se dice solo, no. Estaba su fiel Casimiro. Y las fabulosas partidas de mus (o de lo que se terciara, porque a veces hasta jugaban a la petanca), y también estaba Manuela, la portera, que se encargaba de arreglar la casa y preparar las comidas (¡Y qué comidas! ¡Si hasta los mismísimos ángeles hubieran dado el maná a cambio de los pucheros de Manuela!...pero esto era harina de otro costal).

No, solo no estaba. Pero Argensola sentía el peso de los años. Diríase que estaba condenado al ostracismo del tiempo; como si un buen día, el destino o la sociedad - quién puede saberlo -, hubiera decidido que sus páginas estaban ya escritas y le hubieran colocado en un incómodo margen. Pero él era un hombre fuerte, satisfecho de su longeva y fructífera vida, feliz, aún tan enfermo como estaba. Cada vez que veía alguien entrar a su habitación de Hospital, sonreía a modo de saludo, agradecido por los cuidados que le eran proferidos, procurando no quejarse demasiado, aunque los dolores a veces eran tan difíciles de soportar en silencio… Las enfermeras, los auxiliares, todos en el Hospital sentían un gran aprecio por Mauricio Argensola. Y ese aprecio llegó a ser admiración con el paso de los meses… Admiración que pronto llegó a convertirse en cariño.

Quizás por eso se decidió, común y tácitamente, que Casimiro podía quedarse todo el tiempo que quisiera por las inmediaciones del complejo hospitalario. Las enfermeras, cada vez que salían a fumarse un cigarrillo al soportal de entrada (cosa que sucedía muy de continuo, por cierto), siempre le llevaban algo de comer, algo para que el perro se entretuviera. Alguna que otra se lo quiso llevar a casa, pero no hubo manera. Concertaron que el perro sería de todos hasta que Don Mauricio se lo llevara. Solo Asunción, la enfermera jefe, tenía el privilegio de llevarse a Casimiro de vez en cuando para darle un buen baño, ofrecerle suculentos manjares caninos para ver si conseguía persuadirle de estar día y noche bajo la ventana de la habitación de don Mauricio, pero no hubo nada que hacer. Casimiro siempre acababa exasperado si su eventual y obligada visita se demoraba demasiado y no dejaba de ladrar y de gemir hasta que Asunción le subía al coche para volver al Hospital. Aquel animal sentía una inquebrantable fidelidad por Mauricio Argensola.

Pero un mal día, don Mauricio entró en coma profundo y al poco tiempo, falleció. Fue ley de vida y, sin embargo, para el personal que le cuidaba resultó ser un duro golpe.

Pasaron los meses, pero nadie se atrevió a expulsar a Casimiro, que ignorante de lo sucedido, jamás abandonó su atalaya, en espera de ver a su ansiado dueño salir del Hospital.

Y así pasó la friolera de doce largos años. Con todo, Casimiro no parecía envejecer ni desistir en el empeño, de su ya eterna espera. Había pasado toda su vida perruna allí, instalado en un rincón del jardín que rodeaba el Hospital, justo debajo de la que había sido la ventana de don Mauricio.

Hasta que un día, Casimiro desapareció sin dejar huella.

A nadie le dejó indiferente la desaparición del animal. Muchos pensaron que el animal, cansado y aburrido de esperar, sencillamente se había marchado a otra parte. Otros, los menos, pensaron que en alguna posible correría, había sido atropellado…pero desconocían que Casimiro jamás había salido del recinto hospitalario desde que ingresaron a su dueño, excepto por las salidas obligadas que le imponía Asunción, la enfermera jefe.

Sin embargo fueron quienes realmente habían estado año tras año observando a aquel perro los que creyeron saber la verdad. Pero prudentes, guardaron silencio. Y es que un par de enfermeras que, estando de guardia la noche que desapareció Casimiro, salieron a fumar al soportal, vieron cómo el animal se incorporaba de repente y comenzada a dar ladridos de alegría a un punto invisible, indeterminado en el aire. Pero ellas no vieron absolutamente nada. No pudieron ver lo que Casimiro sí veía. Contemplaron sorprendidas, cómo el animal retozada, loco de contento, alrededor de la nada. Entonces se giró hacia ellas y se les acercó, sin dejar de mirar hacia ese algo que le había puesto tan contento. Les lamió las manos que las enfermeras le tendieron para acariciarle, les ladró alegre, mirándolas con aire triunfal y paseando alternativamente entre ellas y aquel misterioso punto indeterminado, hasta que regresó a su rincón y… desapareció. Así, sin más.

Las enfermeras se miraron asombradas: ¿Qué le pasaba a Casimiro? ¿Por qué ese extraño cambio de actitud?...

No se dijeron nada, porque no era necesario.

Acababan de comprender que Casimiro, tras tantos años de espera, había visto recompensada su implacable tenacidad.