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El desierto de tu nombre

en Confesiones

EL DESIERTO DE TU NOMBRE

"Cariño, ya son más de las tres, ¿por qué no vienes a acostarte?".

No puedo dejar de pensar en Zaida y en hacerle el amor a todas horas, como durante mi último viaje a Marruecos.

Creo firmemente en que vendí mi alma al diablo, porque no puedo dejar de pensar en Zaida.

Ella es la fuente.

Es el agua.

Y yo no puedo más.

He quemado todos mis cartuchos.

Su imagen me roba el sueño, el apetito, la vida, TODO.

Llevo varios días sin desprenderme de mi vieja camiseta y de mis pantalones de pijama. Sin nada debajo. Estoy demacrado. Con barba de varios días. Muchos días. No puedo dejar de escribir y eso es bueno, se trata de mi próxima novela. Mi editor está satisfecho. Y eso es bueno, supongo. Todos creen que este estado es transitorio, que se debe a mi nueva novela. Al trabajo de crear.

Pero YO no puedo dejar de pensar en Zaida.

 

"Cariño...".

 

Pensar en su piel del color de la aceituna, y en su olor... su olor que rememora jardines prohibidos, lejanos en el tiempo y perdidos en los entresijos de las desmemoria.

Almizcle. Sudor. Jazmín. Incienso de Rosa de Palo.

- "Said, cariño..."

 

Zaida. ZAIDA. Su nombre sabe a secretos jamás contados.

 

"¡¡SAID!!

Maldita sea, ¡¡QUÉ!!

¡Hace rato que te estoy llamando!... Es tarde, ¿por qué no vienes a la cama?

Estoy escribiendo. Ya iré.

Said, son más de las tres. Anda, acuéstate...

 

Salí de la habitación sin responderle. No quiero obsesionarme, SÉ que no debo hacerlo, pero estoy seguro de haber notado la culpa en su voz. Hace semanas que apenas hablados de verdad... y mucho menos de "aquello". Solo conversaciones como la reciente, frágiles tablones rescatados del naufragio donde ella y yo nos agarramos con más o menos ganas.

Quiero creer que verdaderamente todo se rompió entre mi mujer y yo cuando conocí a mi nueva amante, hace unos meses, en Marruecos. Ahora estoy en otro lugar, lejos de la sensual Zaida. Y aunque estoy cerca de mi mujer, también estoy lejos de ella.

Si, seguramente ya no quiero a mi esposa.

Pero no estoy demasiado seguro, ya no estoy demasiado seguro de nada. Tal vez si los recuerdos se pudieran preservar de los naufragios...

Ahora siento cómo el nombre de mi mujer se ha convertido en un desierto desde que conocí los jardines sagrados del cuerpo de Zaida. Por eso no desvelaré el nombre de la mujer con la que comparto a ciegas mi vida, la mujer junto a la que duermo todas las noches, la mujer a la que mi religión y mi credo me atan hasta el fin de mis días (o de los suyos)... la mujer cuyo vientre me ha consagrado a la eternidad a través de mis hijos.

Una mujer con la que no sueño.

Un mujer cuyo nombre no he vuelto a pronunciar desde que Zaida me permitió disfrutar el paraíso oculto de su cuerpo.

El nombre de mi mujer es un desierto de dunas, arena y sol abrasador.

 

Pero a veces, solo a veces, pienso que en el desierto, al caer la noche, cuando se pone el sol, el crepúsculo lo inunda todo con su creciente oscuridad.

Entonces surge la vida.

Y es en esos momentos fugaces cuando olvido a Zaida y le hago el amor a la mujer con la que comparto mis días.

Pero no es amor.

Es la vida en el desierto.

Y esta noche, después de vagabundear un buen rato por la casa, volvió a invadirme la idea de "vida en el desierto".

Me quedé parado unos segundos al pie de la cama donde ella yacía. Ella es nórdica. Tiene el pelo rubio casi blanco y los traicioneros ojos de azul del cielo. Tan diferente a Zaida. Mi esposa es alta, casi tanto como yo, y delgada. Quizá demasiado. Aun así...

Encendí una vela y la coloqué en una de las mesillas de noche, para poder ver la silueta que formaba su cuerpo bajo la fina sábana. Era una mujer, pero no era Zaida. Y sin embargo, sentí la imperiosa necesidad de hacerle el amor...

Retiré lentamente la sábana para descubrirla ante mi.

Inclinándome hacia ella, acaricié su hermoso cuerpo, ajeno a mi mismo, hasta que alcancé la suavidad arenosa de su pubis, de su ensanchado sexo. Supe que estaba despierta porque estaba húmeda.

Pero ella no se giró para acogerme entre sus brazos, ni tan siquiera para mirarme. Permaneció impasible.

Me encaramé sobre ella y, abriéndole de piernas para que el desierto que representaba se rindiera ante mi; pero ella permaneció impasible, con sus ojos abiertos, fijos en los míos, fríos y helados como la noche del desierto.

Ella ERA el desierto. La sequedad más absoluta. La frialdad helada de las noches del Sahara, del Gobi, de todos los desiertos del mundo.

La penetré sin miramientos, con su mirada clavada en la mía. Mi semen la invadió, pero ella no se inmutó. Quizás, tal vez, para cuando mi lechoso líquido entró en ella, se congeló también.

Ya no puedo saberlo. ¡Jamás lo sabré!.

 

Ahora estoy recordando, ante el enorme ventanal de la terraza de mi casa, tomando una taza de café negro. Solo han pasado unas cuantas horas y está a punto de amanecer.

Recordando...

La he matado.

He matado a mi mujer, cuyo nombre he renunciado a pronunciar, en recuerdo de Zaida. Porque no sé si lo he dicho antes: no me puedo quitar de la cabeza a Zaida.

Mi mujer la mató. Mató a Zaida. Y yo he matado a mi mujer. Acabo de hacerlo. Justo después de hacerle el amor y gozar de su cuerpo por última vez. Ya nadie gozará de su cuerpo jamás, como nadie lo hará con el cuerpo sin vida de Zaida.

Mi mujer mató por celos. Yo, por amor.

Solo coincidimos el uno con el otro en ser un par de asesinos, pero no pasaremos a los anales de la historia. Al menos, yo no merezco hacerlo de forma trágica, aunque ese es trabajo del juez, una vez descubierto todo. Mi conciencia está tranquila.

Yo solo me he limitado a vengar la muerte de un amante. De Zaida. Maté al desierto que acabó con el agua del río que calmaba mi sed.

 

Lo he hecho por amor.

Y por odio.

Y por indiferencia.

Y por hastío.

Y por darle un buen final a mi nueva novela. Por cierto, voy a acabarla. Ayer le prometí a mi editor llevarle el manuscrito hoy. He quedado con él para almorzar, en el restaurant de abajo, a las tres...

Aliena del Valle.-