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Experiencias de un profesor (1: Presentación)

en Voyerismo

Podéis llamarme Sergio.

Desde que terminé la carrera de geología, hace ya unos cuantos años, trabajo como profesor de Enseñanza Secundaria en un colegio privado. No es la mejor de las profesiones, claro, pero me permite vivir… Más o menos. Trabajar de profesor en la enseñanza privada es más sencillo que en la pública: no hay oposiciones con miles de solicitantes, concursos y demás. En contra, debes hacer valer tus cualificaciones, el salario es menor y hay que plegarse a las directrices de los directores del centro. Debo decir que si conseguí este trabajo fue gracias a una de las profesoras de Educación Física, Beatriz, amiga mía durante mis años en la carrera y con la cual me corrí algunas juergas. Algunas de ellas muy íntimas.

Esa es la parte visible.

Si resulta que el colegio es de esos centros con una augusta historia que se remonta a principios del siglo pasado, los alumnos vienen normalmente de familias muy adineradas y tú eres un pobrecillo de clase media que tiene que apretarse el cinturón para poder pagar el crédito del coche tres-plazas de gama baja que te acabas de comprar… pues tienes que soportar cómo unos chavales pijos e insufribles, que se gastan más en una semana de vacaciones de lo que tú ganas en un año, te miran por encima del hombro. Unos niñatos que tienen la vida solucionada mientras que tú sudaste para sacar las becas que te permitieron estudiar.

Pero basta de quejarse. Lo que quiero contar aquí son las experiencias que he tenido trabajando para las Hermanas del Colegio de Santa Catalina. El colegio es un enorme edificio situado a las afueras de una ciudad española bastante poblada. Entendéis el porqué de que no diga dónde, ¿no? Actualmente es un centro mixto, es decir, que los alumnos son tanto chicos como chicas, aunque antes sólo era femenino. También funciona como internado para algunos de estos alumnos cuyas familias están tan ocupadas viajando por el mundo, comprando y vendiendo bancos, tomando daikiris con sus socios empresariales o con los clientes de su bufete de abogados, que dejan a sus preciosos hijos al cuidado de las monjas. Serán en torno a la treintena, pero eso es ya mucho decir: si os aseguro que la matrícula en tal institución podría dejar temblando mi sueldo mensual, no estaré exagerando.

La disposición del edificio es muy singular, y esa disposición es la que ha permitido varias de mis "aventuras": una mastodóntica mole rectangular con dos alas laterales, una de las cuales acoge la capilla y las habitaciones de las monjas, y la otra en la que viven los alumnos internos. Esta sección está dividida a su vez en dos partes, una para chicos y otra para chicas, comunicadas entre sí por un único pasillo cerrado con llave en la planta baja. Siempre me he preguntado qué sucederá el día que haya un incendio… La mole central alberga las enormes aulas de cada profesor, con sus despechos adjuntos, y el comedor. Detrás del edificio hay un patio bastante grande cerrado por muros altos y que contiene también el polideportivo y las canchas de deporte. Los únicos adultos que allí viven son las monjas, algunas de las cuales dan clases, y el conserje, un viejo verde bastante desagradable y que no se corta un pelo al mirar con lascivia tanto a chavales como a chavalas.

Algo bueno de estos colegios son los uniformes. Bueno para el que mira, claro. Todas esas muchachas con faldita tableada, camisa impecable, pantys y zapatitos… Muchas son buenas alumnas, pero también las hay que son unas verdaderas zorritas en potencia, siempre contoneándose ante los chicos y, por qué no decirlo, ante los profesores varones. Y siempre mirando por encima del hombro, sabiendo perfectamente quién está por encima en la escala social.

¿Cómo un profesor algo bajito y más bien tirando a gordito, sin ser feo pero desde luego que tampoco guapo, ha conseguido "trabajarse" a muchas de estas alumnas? Eso lo iréis descubriendo, pero por ahora decir que tengo muy buena labia y bastante carisma. Soy de ésos que en seguida pueden ser el centro de una fiesta en la que no conoce a nadie. Ya desde pequeño, en el colegio, era bastante popular, y ese saber hacer me permitió alguna que otra conquista. Entre los alumnos del colegio privado en el que ahora enseño me he ganado la fama de estricto pero abierto al diálogo, y normalmente disfrutan de mis clases participativas, en las que enseño más a pensar que a memorizar como papagayos. Me gusta que me traten de "Don Sergio", pues eso hace que la pandilla de niñatos a los que doy clase recuerde que yo soy su profesor, y por tanto la autoridad, y no el que les limpia el felpudo de la costosa mansión de sus padres.

Por supuesto, siempre habrá malcriados, gamberros y creídos. A ésos los he sabido… domesticar. Pero todo eso ya lo iré relatando.

Para empezar, dejadme por ahora que os cuente mi primer día.

Yo estaba bastante nervioso. Un chico de 25 años con su primer trabajo serio, enfrentado a la selva de alumnos de tan augusta institución, un día a finales de un septiembre nublado y lluvioso. Mi amiga Beatriz me acompañó y me enseñó todo el edificio después de que saliera del despacho de la Madre Superiora, una vieja insufrible y tremendamente estricta, con esa sonrisita de superioridad y beatitud que tenían las monjas de antaño. Mientras caminábamos por los pasillos, vimos a los chavales apresurándose a ir a clase, riendo, gritando, corriendo… Algún que otro intento de abuso por parte de los chavales de cursos superiores que fue abortado en cuanto nosotros, profesores, pasamos al lado; un pitillo y una ventana abierta en uno de los baños y unos chavales con cara de "aquí no estamos haciendo nada de nada, se lo juro, profesor"; una revista pornográfica de contrabando circulando entre los alumnos de cursos bajos… Vamos, ya os lo imagináis.

Incluso vimos cómo dos chavales se daban un magreo tras la esquina de un pasillo del cuarto piso poco frecuentado y después de tocar la campana. Los dos alumnos, un chico de unos 14 o 15 años que metía la mano por debajo de la parte delantera de la falda de una chica de sus mismos años, bajita pero muy desarrollada para su edad, mientras la besaba contra la pared, ni siquiera se percataron de nuestra presencia. Yo me quedé parado, sorprendido por encontrar tal escena en los pasillos y por los suaves gemidos de la muchacha que se perdían entre los labios del chaval. Miré a Beatriz, con la intención de decirle algo, y ella me devolvió la mirada, sonriendo y haciéndome señas para que me estuviera callado y para que la siguiera hasta detrás de una ancha columna. Al ver que no la seguía inmediatamente, ya que estaba todavía con la boca abierta y flipando, me cogió de la mano y me arrastró con ella. Detrás de la columna, pegados el uno al otro, echamos una ojeada a la escena protagonizada por los chavales.

-Bea… -susurré, sujetando entre las manos la cartera con las notas que necesitaría para dar mi clase.

-¡Chisss! -me chistó, poniéndome un dedo en la boca para hacerme callar-. Cállate y mira.

El chico, bastante más alto que la chica, se había agachado, flexionando las piernas, para poder meter la mano cómodamente por la parte delantera de la falda. Desde donde estábamos, vimos con perfecta claridad cómo el chaval había apartado las braguitas de la alumna a un lado y estaba tocándola entre los labios vaginales. Estaba clara la razón de los gemidos ahogados de la chica… Ella le agarraba el cuello con fuerza, besándole con pasión creciente, mientras se dejaba hacer. Al cabo de unos segundos el chico decidió que las bragas era un estorbo y, sin dejar de tocarle entre los labios, se las bajó con la otra mano hasta la altura de las rodillas. Ella sólo le agarró más fuerte y empezó a gemir algo más alto, con la expresión de su rostro reflejando puro placer. No sé cómo se las ingeniaban para poder respirar, de lo pegados que estaban.

Giré la cabeza, sonriendo divertido, para contarle ese pensamiento a mi amiga. La sonrisa se me borró de la cara. Mi amiga Beatriz tenía los ojos entrecerrados y, ahora me daba cuenta, se movía ligeramente. Su mano derecha estaba acariciándose la entrepierna por encima del chándal que llevaba puesto.

-Mmmm… -era lo único que escapaba de sus labios, y sólo lo oí porque estaba justo a su lado.

-Pero tía, ¿qué haces? -le pregunté en un murmullo, algo escandalizado. Mi amiga se estaba tocando mientras miraba a unos alumnos…

-¿Tú qué crees, macho? -murmuró ella, sin dejar de tocarse- Tú eres el profe de Naturales, ¿quieres que… te lo explique?

-Joder -protesté en voz baja-, que son unos críos. ¡No sé cómo te puede excitar eso!

Ella me miró fijamente, sin detenerse apenas en sus caricias, e inmediatamente noté una mano por encima de mis pantalones, justo sobre mi polla. La cual, claro, había empezado a tener vida propia.

-Pues no sé de qué te quejas -dijo Beatriz, sonriendo y dirigiendo de nuevo la mirada a la pareja de alumnos-, porque parece ser que a tu feliz amiguito le gusta lo que miramos.

Los dos alumnos seguían a lo suyo. Ahora el chaval movía la mano de arriba a abajo, con todos los dedos cerrados salvo el dedo corazón. La estaba penetrando con él de forma rítmica. Desde nuestra posición, veíamos el joven coñito, rosadito y con poco vello, abrirse ante el embate del dedo. Casi se podía ver la humedad que bajaba por la mano del chico y empapaba los muslos de la chica.

-Bea, hostia -murmuré, sujetándola la mano que había puesto sobre mi entrepierna y dejando en el suelo mi cartera-, aparta la mano de ahí…

-Pues si tú no quieres que te toque -susurró mi amiga, cogiéndome la mano con la que sujetaba la suya-, tócame tú a mí.

Y acto seguido me llevó la mano a su entrepierna. Noté la tela del chándal algo húmeda. Eché un vistazo y vi que la humedad no era suficiente para haber traspasado y mojado la ropa. La mano de Beatriz apretó la mía contra su cuerpo e hizo que la moviera en círculos. Un leve gemido, apenas audible, brotó de su boca entreabierta. Llevaba una sudadera, pero no me costó imaginarme cómo sus pezones se ponían erectos.

-Bea…

-¿Ya no te acuerdas de esas noches de fiesta loca, Sergio? -me preguntó ella, ahora sí mirándome fijamente, pero sin dejar de mover mi mano.

Desde luego que las recordaba. A pesar de haber pasado años, de haber conocido más mujeres, del hecho de que ambos tuviéramos pareja estable… a pesar de todo ello lo recordaba. Magreos y besos en una discoteca después de un botellón, empezar tonteando para acabar liándonos en el sofá del piso que compartía con otras dos chicas, un par de buenas folladas en mi cama tras un "puff, mi casa está muy lejos y es bastante tarde, Sergio. Déjame quedarme a dormir en tu piso". Nada serio, pero sí divertido en esos años locos de universidad.

Tengo que decir aquí que Beatriz es una chica bastante bonita, de buen cuerpo pero sin ser despampanante. Morena de pelo largo y liso, de ojos negros y labios carnosos, un poco más alta que yo. Tremendamente simpática y muy divertida, con un modo de pensar muy parecido al mío. Enseguida congeniamos, y hemos sido amigos y confidentes hasta el día de hoy.

Esos recuerdos volvieron a mi mente y guiaron mi mano. Sin la ayuda de Bea, le acaricié la entrepierna por encima del pantalón. Ella se agarró a mi cintura, ambos sin dejar de mirar a los dos alumnos que se lo estaban montando en los pasillos del colegio.

Para aquel entonces, el chico había bajado el rostro hasta el cuello de la muchacha, besándolo y mordiéndolo. Ella le pasaba las manos por el pelo, frenética, mientras se mordía los labios en un intento de no gritar. El chaval le sujetaba de la cintura mientras su otra mano entraba y salía del coñito, ahora yo con dos dedos dentro. Por entre los gemidos ahogados de la chica se escuchaba el golpeteo húmedo de la mano contra los labios vaginales. La humedad de la chavala brillaba a la luz de los fluorescentes del techo.

-Mete la mano por debajo -me pidió Beatriz con un gemido contenido-. Tócame el coño.

Yo obedecí, desatando los cordones que ajustaban el chándal e introduciendo mi mano por debajo de sus bragas. Luego me fijaría en que eran unas braguitas del tipo culotte, ajustadas y cómodas para hacer ejercicio, pero en aquel preciso momento sólo me di cuenta de que mi amiga estaba muy mojada y su coñito estaba totalmente depilado. Metí los dedos entre los suaves y carnosos labios hasta rozar su clítoris. Ella gimió en mi oreja, mordiéndomela ligeramente.

El chaval había seguido bajando la cabeza, y en ese momento la chica le había soltado la cabeza y se estaba desabrochando la camisa del uniforme, blanca e impoluta, dejando al descubierto un sujetador blanco y recatado. El chico hundió la cara entre los pechos, grandes para su edad, y ella bajó las copas del sujetador, liberando las tetas y acercándoselas al chico a la boca. Él besó los pezones, pequeños y erectos, y ella gimió, ahora sí de manera audible. Un par de palmos más abajo, la mano del chaval seguía masturbándola sin detenerse ni un segundo.

-Ahhh, ahhh… Más rápido, más rápido… No pares ahora -me susurró al oído Bea, lamiéndome el lóbulo de la oreja. La voz se le quebraba ligeramente.

Aceleré el movimiento, rozando el clítoris duro y húmedo con toda la mano. Ella arqueó las piernas para que mi mano llegara mejor. Yo la toqué en toda la longitud de su sexo, rozando con las yemas la entrada de su coño, notándolo dilatado y perfectamente lubricado. Era delicioso notar cómo la humedad empapaba mis dedos y los muslos de Beatriz. Era increíble escucharla jadear levemente junto a mi oreja mientras jugaba con ella con su lengua. Acaricié entre los pliegues de los labios, toqué la suave y carnosa piel en torno a la entada de su vagina, rocé suavemente su ano. Mi mano resbalaba fácilmente por la cantidad de humedad que había bajo sus braguitas, haciéndola gemir con pasión contenida para no descubrirnos.

-¡Oh, Sergio…!

Mis dedos entraron en ella, primero en su dilatado coño, palpando su geografía interna y tratando de llegar hasta su punto G. Después en su culito, apretado pero suave, metiendo sólo la punta del dedo índice debido a la forzada posición, pero deseando introducirlo aún más adentro. Bea me mordió la oreja cuando el corazón se unió al índice. Mientras mis dedos la penetraban, primero en un agujero y luego en otro, ella llevó su mano libre hasta el clítoris y comenzó a masturbarse con velocidad donde yo lo había dejado. Si no hubiera tenido la columna y mi cintura para apoyarse, lo más probable es que se hubiera dejado caer al suelo.

En ese momento decidí que quería que Bea llegara al orgasmo por mi mano, así que saqué los dedos del interior de su coñito y desplacé su mano para que la mía fuera la que le acariciara el clítoris.

Largos e intensos segundos después, noté cómo un estremecimiento empezaba a recorrer el cuerpo de mi amiga. Su mano derecha apretó la mía por debajo de su ropa interior, mientras la otra me agarraba la cintura con fuerza. Jadeó en mi oído mientras el orgasmo invadía a mi amiga. Algo más de humedad escapó de coño, y yo aproveché el movimiento involuntario de su cuerpo para introducirle dos dedos dentro. Las paredes de su vagina se contraían con fuerza, y entonces sí que tuve que sujetarla para que no se cayera cuando relajó el cuerpo.

-Todavía… te acuerdas cómo… cómo darme placer… Sergio…-murmuró, algo mareada.

-Nunca podría olvidarlo, niña -le dije, besándole la comisura de la boca y sacando la mano de su entrepierna. Me llevé los dedos a la boca y me los chupé, saboreando sus fluidos.

Ella sólo sonrió.

Nos quedamos a mirar, abrazándonos mutuamente la cintura, cómo el chico mordía las tetas de la muchacha, y cómo ésta le sujetaba la cabeza, apretándola contra él. Las braguitas habían llegado hasta el nivel del suelo, descansando sólo en uno de los tobillos, pues la chica había sacado una pierna de la prenda para abrirse más y que el muchacho la masturbara mejor. Apoyada contra la pared, llegó un momento en que ella gimió con fuerza. Suerte que no había nadie y las paredes del viejo edificio eran sólidas y no dejaban traspasar casi ningún ruido, porque cuando la chica se corrió no pudo aguantar la voz. Agarrándose a la espalda del chico, levantó las piernas en un fluido movimiento y le abrazó la cintura con ellas, en una proeza de contorsionismo que Beatriz, tomando un café unas horas después en el comedor, alabó.

Estuvieron en esa posición unos segundos, ella jadeando para recuperar el aliento y él lamiendo suavemente sus preciosos pechos. Al cabo de un poco, la chica se soltó ágilmente. Se besaron de nuevo durante un rato y después ella le pidió que le subiera las bragas. Él accedió y se puso de rodillas para hacerlo, sonriente y muy satisfecho de sí mismo, mientras la chica se colocaba el sujetador y se abrochaba la camisa.

-¿Qué tal estoy? -preguntó con voz normal la alumna, peinándose el pelo con las manos.

-Perfecta -respondió el chico, arreglándola un poco la falda y subiéndole los calcetines hasta la altura adecuada, a media pantorrilla-. Nadie diría que acabas de tener un tremendo orgasmo -rió, apretando su rostro contra la entrepierna de la muchacha.

-Anda, calla, bobo -rió ella a su vez, levantándole y separándose de él.

-¿Cuándo lo volvemos a hacer?

-Pues no sé -contestó la chavala, mordiéndose un dedo y mirándole con coquetería, como evaluando la experiencia, haciéndose la dura-. Tal vez… bueno, ya veremos mañana.

-¿A la misma hora?

-Vale, sí, pero esta vez en el baño de las chicas pequeñas, el del segundo piso. ¡La próxima vez quiero estar sentada!

Se alejaron por el pasillo, justo cuando sonaba la campana que anunciaba el cambio de clase.

Beatriz y yo nos reímos cuando doblaron la esquina, con una risa cómplice. Rápidamente se ató el cordón del pantalón y se recolocó la goma con la que se sujetaba la larga coleta. Nos separamos un poco al oír cómo los alumnos salían de sus clases, hablando en voz alta, gritando y riendo. Un par de chicos de unos 12 años pasaron corriendo junto a nosotros.

Tras recoger mi cartera del suelo, mi amiga y yo echamos a andar de camino a la que iba a ser desde ese momento mi clase, comentando lo vivaces que eran los chicos de esa edad. Al subir por las escaleras y doblar por uno de los largos pasillos, vimos a unos 20 alumnos de pie, esperando frente a la puerta del aula. Antes de llegar, me paré y, bajando la voz, le pregunté:

-¿Esto pasa a menudo, Bea?

-No mucho, pero sí más de lo que te imaginas -respondió con una sonrisa de complicidad-. Comprobarás que dentro de estas "santas" paredes hay mucho golfo y mucha zorrita.

-¿Me estás diciendo que tú…? -pregunté, enarcando las cejas. Conocía sus gestos, y muchas veces sabía lo que cruzaba por su mente con sólo mirarla

-Si sabes ser discreto… -se encogió de hombros elocuentemente, sonriendo con picardía. Yo me reí de su descaro.

Tras esto, quedamos para ir juntos a comer después de las clases. Y yo me dirigí a dar mi primera clase. Eran alumnos de 1º de Bachillerato, de 16 y 17 años, y al saludarles y apartarme para dejarles pasar tras abrirles la puerta, me fijé disimuladamente en alguna de las alumnas. Sí, desde luego que algunas de ellas eran candidatas al premio "Zorrita del Año".

Sonriendo, entré en la clase y, dejando la cartera sobre la mesa del profesor, me enfrenté a mis alumnos.

-Silencio… Buenos días, señores. Soy Sergio, y este año seré su profesor de "Ciencias de la Tierra y el Medio Ambiente".

No lo sabía con certeza, pero algo me decía que iba a disfrutar con mi empleo.