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De esclava a emperatriz (5: hechicera)

en Grandes Series

Cordillera del Espinazo Negro.

Tres años después.

 

 

¡Mi señora, aquí!

La voz del explorador sonó lejana y distorsionada por el rugido del agua. E’lari dejó el pergamino que estaba leyendo y se acercó hasta la entrada de la cueva tras la cascada. Miles de gotas de agua empaparon su piel y su ropa, pero no le importó. Siempre le había gustado el agua, algo no demasiado común entre los elfos. Claro que ella casi no se acordaba de lo que era estar entre ellos.

―Mi señora, Rikk lo ha encontrado ―dijo el explorador mucho más cerca―. Lo ha encontrado para vos, mi señora.

E’lari se deslizó por detrás de la corriente de agua y entró en la cueva. Sus pasos resonaron en la roca húmeda. La túnica de terciopelo, muselina y seda se pegó a su cuerpo, deslizándose las telas por su piel como la caricia de un amante. Se colaban entre sus muslos y nalgas y eso la molestó, le irritaban los pezones con su roce y decidió solucionarlo. Susurró una palabra arcana y el colgante de ámbar de dragón destelló anaranjado entre sus generosos pechos. Al instante, nubecillas de vapor se elevaron de su cuerpo. Ya completamente seca, E’lari avanzó en la penumbra. Sus ojos élficos le permitían ver perfectamente, así que no se sorprendió cuando Rikk, el enano explorador, apareció junto a ella de repente.

―¡Señora, por aquí, por aquí! ―decía insistente, cogiéndole de la mano con sus callosos dedos y tirando de ella para que le siguiera. Acabó por soltarla y salir corriendo hacia adelante―. ¡Seguid a Rikk!

E’lari sonrió. Le caía bien Rikk. El único enano que había conocido que no la había violado brutalmente, que no había abusado de ella una y otra vez y que la adoraba sólo por ser ella.

―En realidad es como un perro a dos patas, maestra.

El susurro de Dassil llegó hasta sus oídos desde el colgante. La elfa miró hacia su propio busto y chasqueó la lengua. La súcubo, encerrada en la piedra, se movió luctuosa entre los pechos de E’lari, cálidos y tersos.

―Salta, Rikk; dame la patita, Rikk; lámeme el...

―Para, Dassil ―le ordenó, ruborizada. Le gustaba sentir el leve temblor en su canalillo cuando la súcubo hacía de las suyas, pero no lo iba a reconocer―. Por favor. Esto es importante.

―Iba a decir el pie, maestra...

La diablesa se rió.

―Y no te rías de Rikk más.

Con un suspiro de autoafirmación, E’lari continuó caminando. A cada paso que daba ella la túnica abierta por las caderas se deslizaba con un susurro. La gruta había sido excavada por manos mortales, se notaba. Las lisas paredes, las esquinas casi perfectas, los agujeros en donde debían colgarse los soportes para antorchas. E’lari caminó hasta girar en un recodo. Allí vio a Rikk, de pie junto un enorme espejo cuyo metal no reflejaba absolutamente nada de lo que tenía delante. Alrededor del objeto se encontraban desparramadas multitud de riquezas. Oro, plata, platino, bronce, piedras preciosas en todas las formas y diseños. Los ojos del enano mostraban una creciente excitación. La visión de un tesoro así era lo único que podía hacer tambalear su deseo y adoración por su ama hechicera. Después de todo, ¿qué era un cuerpo hermoso y joven comparado con la perfección del oro? Los enanos eran así.

―¡Aquí, señora, mirad! Es bonito, es grande ―decía el enano saltando de un pie a otro―. Es para vos, para la señora. De Rikk para vos.

―Muy bien, Rikk, muy bien ―contestó ella. Extendió la mano y rápidamente el explorador corrió hacia ella.

De rodillas se restregó la cara contra la mano, casi ronroneando. Las guedejas que tenía como cabello y barba se enredaron entre los finos dedos de la elfa. E’lari controló el gesto. Rikk era un poco asqueroso, pero le era fiel. Era el único fiel.

―¡Me ofendéis, maestra! ―susurró Dassil desde su cómodo y cálido lugar.

E’lari ignoró el comentario. También ignoró a Rikk, que en aquellos momentos se dedicaba a meterse monedas de oro hasta por los calcetines. En cambio le prestó toda la atención al espejo. Se acercó despacio a él.

Nada le devolvió el reflejo. La lámina de plata estaba como muerta. Examinó con cuidado las molduras del marco. El metal ―electro muy trabajado y pulido― mostraba circunvoluciones geométricas complejas. Si fijabas la vista en uno de los adornos podías descubrir más dentro de él. Era casi mareante. En ningún momento lo tocó. No era una novata. Ya no.

Suspiró, satisfecha. Por fin empezaba...

Se llevó la mano al cinturón de terciopelo que le ceñía la túnica al fino talle. En una de las vueltas, en un bolsillo oculto, se encontraba una estatuilla muy valiosa. La sacó. De madera negra, suave, con la forma de un hombre musculoso. Todos los detalles estaban perfectamente reflejados. Se ruborizó un punto. Todos.

Recitó un encantamiento y dejó caer la figurita. Inmediatamente creció y se expandió hasta tomar el tamaño de un pequeño gigante de dos metros y medio de alto. Seguía siendo de madera negra, pero cada imperfección de la “piel” estaba tan bien tallada que casi parecía que respirara. Estaba completamente desnudo, con un enorme miembro colgando entre las piernas. Sus ojos eran verdes como esmeraldas y brillaban con una leve luz propia.

―Coge el espejo y llévalo contigo ―ordenó con su voz suave.

El gigante de madera obedeció sin perder un instante. Esquivó al enano y agarró el espejo con las dos manos. Por un instante pareció que las molduras emitieran un destello plateado, pero E’lari estaba segura de que no reaccionaría al gólem. El Espejo de Electro sólo respondía a la mano de los vivos o de los muertos, y el gigante no pertenecía a ninguna de esas categorías.

―Sígueme.

Había que darle órdenes cortas y sencillas. Literalmente tenía el cerebro de serrín. Echó a andar hacia la salida. Polvillo de roca caía desde el techo cada vez que el gólem daba un paso con su carga. Le estaba pareciendo demasiado fácil. Confiaba ciegamente en Rikk ―no podía evitarlo―, pero le extrañaba mucho que el enano, a pesar de todas sus habilidades, hubiera descubierto y desmontado todas y cada una de las trampas del lugar. No se detuvo cuando se dirigió a él.

―Rikk, cariño…

―¿Sí, señora? ―el enano se afanaba en que todas las monedas que había escamoteado no se salieran de sus ropas―. ¿Qué puede hacer Rikk para vos?

―Cuando descubriste el lugar y cómo entrar… ¿encontraste oposición? ¿Alguna trampa? ¿Enemigos? ―giró la cabeza para mirarle―. ¿Algo?

―Rikk encontró lo de siempre, mi señora ―contestó solícito―. Pero Rikk es bueno, muy bueno, y desmontó todo. Incluso escondió el cadáver para que la señora no tuviera que verlo…

Ahora sí se detuvo, alarmada.

―¿Cadáver?

―Sí, mi señora ―la inflexión de la voz de E’lari pareció acobardar al enano―. ¿Rikk ha hecho mal? ¿Rikk…?

―Enséñamelo ―ordenó, tajante. A veces se ponía así, dura como el acero. Dulcificó su expresión. Rikk tenía sus limitaciones―. Por favor, Rikk, cariño. ¿Dónde dejaste el cadáver?

―Detrás de esa vuelta, mi señora, para que su asqueroso olor de negrelfo no ofendiera a la señora.

―¿Negrelfo…? ―repitió ella, extrañada―. Enséñamelo, Rikk, ¿quieres?

―¡Seguidme, mi señora! ―respondió entusiasmado por ser de utilidad.

E’lari lo siguió. Tras ella fue el gigante. Más esquirlas de piedra cayeron, y la elfa tuvo que ordenarle que se quedara quieto hasta nueva orden suya. Avivó el paso para alcanzar a Rikk.

El vuelo de su túnica rozaba sus muslos de forma muy agradable. Un regalo hermoso y útil del Duque de Raven. Del usurpador Duque de Raven, se recordó. Desde que se había ganado su propia posición como hechicera bien dotada en la corte del maldito Viktor Stahl, el humano le hacía regalos con menos condescendencia y más utilidad. Seguía haciendo que compartiera la cama con él, pero ya era diferente. Desde que E’lari tenía un plan para vengarse, a la elfa le importaba menos darle placer al nuevo Duque. Tenía determinación, tenía paciencia y… ahora tenía el Espejo de Electro.

Salió de su ensoñación cuando dobló el recodo y se encontró con el cadáver.

―¿Veis, mi señora? ―señaló Rikk. Y escupió al cuerpo sin vida―. Sucio negrelfo...

En aquel instante, al verlo, lo entendió. Ahogó un gemido y dio un traspiés hacia atrás. Esas facciones angulosas, esa ropa de cuero repujado, ese cabello del color de la obsidiana, esa constitución delgada y ágil, esa tez casi negra, esas orejas puntiagudas…

―Un elfo oscuro ―susurró para sí, aterrorizada de repente. Nunca había visto un elfo oscuro pero recordaba las historias de cuando era una niña.

El enemigo antiguo.

El enemigo implacable.

El enemigo mortal.

―¡¡Cuidado, maestra!!

La advertencia de Dassil sólo llegó un instante antes que el zumbido que atravesó el aire. E’lari ya estaba invocando un escudo arcano y girando sobre sí misma, pero los elfos oscuros eran letalmente veloces. Algo se clavó en ella, apenas un pinchazo, pero que dolió como si mil ascuas candentes se alojaran en su vientre. Eso le rompió la concentración. Se dobló hacia adelante, agarrándose el estómago herido. Apenas fue consciente del grito de Rikk. Apenas pudo alzar la vista hacia la figura que se alzaba frente a ella. Apenas pudo murmurar nada antes de perder el conocimiento.

―¡Despierta, sucia elfa!

El bofetón fue tan fuerte que la sacó de la inconsciencia de forma abrupta. El tono de la voz, imperioso e insultante, la llevó por un momento al Reino-Bajo-La-Roca y a los maltratos de los enanos. Por un instante pensó en qué falta habría cometido aquella vez, y rogó a Ishara que el castigo no le dejara la entrepierna destrozada de nuevo.

―¡Despierta!

El segundo bofetón la despejó por completo. Por instinto se revolvió, pero apenas pudo moverse. Se encontraba en una habitación en penumbra. Hacía fresco y el aire era algo húmedo. Frente a ella había un elfo oscuro, un guerrero asesino vestido con ropa casi negra. Casi, pues el negro destacaba en las sombras y los grises no. La miraba con odio y desdén, con una mueca que no era una sonrisa porque no había ni alegría ni felicidad en ella.

―Oh, trata de moverte, por favor ―dijo su captor―. Eso sólo incrementará nuestra diversión.

Estaba atada: sus brazos, manos, piernas y pies estaban amarrados a una especie de marco de metal redondo de tal manera que sus extremidades estaban separadas en cruz. Podía mover un poco la cabeza, apenas algo pues también tenía atado el cuello. Se dio cuenta de que si movía demasiado las manos o las piernas, la soga se apretaba y la ahogaba. Le dolía el vientre, allá donde la habían herido. Pero lo peor fue reparar en que no “sentía” la magia.

―¿Q-qué queréis?

―¿De ti? Bueno, mucho ―contestó el elfo oscuro. Sacó una daga de un metal opaco y negro y jugueteó con ella―. Información, principalmente. Después…

Se rió. Era una risa amarga, odiosa, cruel. Empuñó la daga y la acercó a su rostro. E’lari no se movió un ápice, pero sintió el frío roce del filo en su mejilla. Notó un leve escozor y supo que la mera caricia le había arañado la piel.

―… después tendremos diversión.

Bajó la daga despacito por su cuello, sorteando la soga y todavía más abajo. La deslizó por el canalillo ―¿¡dónde estaba el colgante de ámbar de dragón!?― hasta el escote de su túnica. La evidente intención del asesino era cortar la tela y dejarle los pechos al aire, humillándola aún más, pero se llevó una sorpresa.

La tela destelló en cuanto la daga tocó el bordado. Surgió un chispazo y el elfo dio un paso hacia atrás. La daga se escapó de su mano, volando hasta clavarse en una estantería vacía salvo por las telarañas que la cubrían. E’lari se sonrió.

―Un hechizo de protección contra cortes, ¿eh? ―el elfo oscuro se masajeó la mano―. Ya veo.

Y le soltó otra bofetada. El brusco movimiento de la cara apretó la soga y el quejido de E’lari se convirtió en un ahogo húmedo. Una bofetada más en la otra dirección y notó el sabor de la sangre en sus labios. Tosió tanto por el golpe como por el dolor del cuello.

―No te preocupes, “hechicera” ―dijo con desprecio―. Puedo tratar fácilmente con estas tonterías ―se acercó despacio, extendió la mano hacia ella―. Basta con ser ―cogió los cordones que sujetaban el escote― menos creativos y más prácticos ―tiró de ellos para aflojarlos. Les enormes senos de E’lari, comprimidos hasta entonces, quisieron salir de su prisión― para lograr lo que…

―¿¡Qué haces!?

La voz sonó desde detrás de la elfa. No podía girarse para mirar, pero era una segunda voz masculina, aquejada de algo de carraspera, y por el tono más que evidente que se trataba de alguien acostumbrado a comandar a otros. La mano del asesino se detuvo y después se apartó.

―Nada, señor, sólo… ―esbozó una sonrisa desagradable sin dejar de mirar a E’lari― jugando con la prisionera.

―Sal de aquí.

―Claro, señor ―aceptó el asesino. Se inclinó hacia E’lari y le susurró―: luego nos vemos, puta.

Antes de marcharse puso su mano sobre el muslo derecho de la hechicera. Según caminaba fue rozándole la piel, levantándole la túnica por la abertura hasta dejar al descubierto su cadera. Su contacto fue electrizante, no del todo desagradable físicamente. Contuvo un jadeo. Se concentró en usar su poder. Apenas lo tocaba con la mente. Estaba allí, pero era inaccesible.

―¿Estás intentando acumular poder, hechicera?

Ni siquiera escuchó los pasos del recién llegado. Tan silencioso como una sombra y vestido tan oscuro como una de ellas, se plantó delante de E’lari. Ella le miró muy sorprendida. Quizá fuera el elfo oscuro más viejo que jamás hubiera visto. Cierto es que nunca se había encontrado con ninguno hasta aquel entonces, pero recordaba a los ancianos de su aldea y no parecían tan mayores como aquel hombre.

Los elfos, no importaba su raza, al envejecer simplemente les salían finas arruguillas en el rostro, sobre todo en las comisuras y alrededor de los ojos. El pelo se volvía más plateado que dorado y a veces surgían algunas manchas de edad sobre la piel. El recién llegado no tenía cabello, su rostro estaba surcando por una miríada de arrugas. Sus labios, finos como los de cualquier varón élfico, aparecían secos y algo cuarteados. Su mirada era vieja, hablaba de multitud de décadas tras de sí. El cuero cabelludo, desnudo, era terso y liso, pero salpicado por las manchas de la edad, muchas de ellas, más oscuras que la propia piel. E’lari no pudo evitar poner una mueca de desagradable fascinación.

―Sí, soy una anciano, niña ―respondió él a la pregunta no formulada―, pero guardo todavía en mi interior mucha vitalidad. Ya lo descubrirás ―y se rió, una carcajada cascada, al ver cómo la expresión de la elfa se tornaba en absoluta repulsa.

El elfo oscuro se despojó de la armadura que traía. Una armadura de cuero como la de los demás. Para el alivio de E’lari, debajo no estaba desnudo. No, llevaba una camisa gris finamente bordada con multitud de símbolos extraños, símbolos arcanos que E’lari no logró descifrar.

―¿Admirando mi ropa? Sí, es magia, niña. Magia oscura, magia ancestral ―sacudió la cabeza mientras caminaba alrededor de E’lari. Ella le intentó seguir con la mirada, pues si giraba la cabeza la soga la ahogaría de nuevo―. Magia que no eres capaz de comprender, hechicerilla de tres al cuarto.

E’lari volvió a concentrarse para invocar su poder. Nada.

―¿Intentas reducirme a cenizas? ―se rió el viejo elfo―. Es inútil. Inútil mientras…

La elfa escuchó un ruido de de cristales tintineando entre ellos. Algo metálico también. Al segundo después la mano de su captor retiró la túnica a la altura de sus nalgas y apartó el borde de su ropa interior de seda, dejando la cacha izquierda al descubierto. Un pinchazo atravesó su piel y una horrible quemazón la recorrió desde el trasero a todo el cuerpo. Intentó ahogar un grito, pero no lo logró. Involuntariamente se removió, apretando las ataduras alrededor de su cuello. El grito quedó cortado inmediatamente, pero el dolor continuó, como fuego abrasándola por dentro. Hasta que empezó a remitir.

Y entonces descubrió que ni siquiera su natural sentido para detectar la magia funcionaba. No notaba nada. Como estar ciega y sorda a la magia.

El viejo le palmeó el trasero con suavidad, casi con cariño. Le colocó la ropa de nuevo.

―… mientras te siga administrando este magnífico suero ―terminó de explicar―. Desagradable, ¿verdad? Yo no soy mago, hechicerilla, pero sé los efectos que tiene. No dura mucho ―se lamentó―, pero es una herramienta muy muy útil.

Caminó hasta ponerse de nuevo en el rango de visión de E’lari. Llevaba una jeringuilla en la mano. La aguja era larga. La elfa tembló involuntariamente al saber que al menos cuatro dedos de fino metal se habían introducido en sus carnes.

―Sí, muy útil…

―¿Q-qué…? ―carraspeó―. ¿Qué quieres de mí?

―¿De ti?

El viejo dejó los instrumentos sobre una mesa antigua, muy bien labrada pero a todas luces deslustrada por el paso de los años y la falta de cuidados.

―De ti quiero el Espejo de Electro.

―Pues llévatelo, anciano ―respondió ella―. No puedo evitarlo, así que…

El viejo sacudió la cabeza y alargó la mano hacia su rostro. E’lari no pudo echarse hacia atrás, así que no pudo evitar que la agarrara de la barbilla. El elfo oscuro se acercó a ella, sus dedos le obligaron a dejar la boca semiabierta, sus labios generosos como ofreciendo un beso a un amante. El rostro avejentado de su captor se acercó mucho, hasta que notó aliento sobre ella.

―Eres muy bonita, elfa ―e hizo sonar su raza como un insulto―. Eres joven, hermosa, tienes unos pechos grandes y firmes ―enumeró― y sin duda las dos entradas que guardas entre tus suaves piernas son cálidas, húmedas y receptivas. Tanto como lo parece tu boca…

Ante el estupor de E’lari, el viejo sacó la lengua y lamió libidinosamente sus labios. No hizo por controlar el flujo de saliva, así que pronto su boca se inundó del viscoso fluido del elfo oscuro. Intentó escupir, pero la mano que le atenazaba se lo impidió. La saliva resbaló por las comisuras y resbaló barbilla abajo, por su cuello, hasta llegar a sus pechos.

―Hmm… ―se relamió el anciano―. Sí, muy apetecible, niña elfa, pero no creas que voy a quedar engañado por tus notables encantos.

Una mano fina pero nudosa se coló por la abertura derecha de su túnica. Los dedos rozaron la ropa interior, avanzando por dentro para abarcar toda la extensión de nalga que pudieron. Apretaron la carne con evidente satisfacción para el viejo y horror para la joven.

―No creo que seas tan tonta, hechicerilla.

La soltó bruscamente. El alivio volvió a convertirse en ahogo por la maldita soga.

―El gólem de maderaviva sólo te obedece a ti, y lo sabes.

A E’lari se le escapó una sonrisilla. El viejo se rió.

―Oh, aprecio tu valentía. Pero, ¿sabes? ―el elfo oscuro se dio la vuelta hacia un arcón de metal en una esquina de la habitación― llevo casi seiscientos años sometiendo a hechiceros.

E’lari concentró su voluntad. No para realizar ella misma un hechizo, no. Ya había comprobado que era imposible. Pero el colgante que encadenaba a la súcubo a ella misma no operaba según las leyes arcanas, sino las infernales. Era una conexión más espiritual que mágica. Ojalá pudiera...

―Sobre todo a hechicerillas jóvenes como tú. Las humanas se rinden pronto y enseguida cantan mientras sus coños chorrean. Con las enanas, las pocas que hay ―explicó mientras abría el arcón y rebuscaba en su interior―, es inútil utilizar la fuerza, así que la paciencia y jugar con sus botoncitos es lo mejor. Una vez quebranté a una chamana orca…

El anciano se incorporó con agilidad élfica. En sus manos llevaba una cajita pequeña. No más de un dedo de largo en su lado ancho. Era plateada.

―Pero con lo que disfruto de verdad es con las elfas ―se acercó. Sus labios lucían una sonrisa muy desagradable―. Tu raza nos condenó al exilio del mundo exterior, nuestro odio por vosotros es profundo… y vuestra mente es fuerte, muy fuerte. Pero hay maneras de doblegarla.

El elfo oscuro abrió la cajita justo frente a E’lari. La joven vio un ungüento parduzco en su interior. Olía extrañamente bien. El viejo metió un dedo, lo sacó pringado de aquella sustancia y lo acercó a la cara de la elfa. Un escalofrío recorrió a la hechicera. Un intenso calor la embargó por un instante, un calor que conocía muy bien: el de la excitación sexual no consentida.

―¡MmmmmMMMMmmm…!

―Te gusta, ¿verdad? Claro que sí ―se respondió a sí mismo―. Con esto no tardarás más que unas horas en contarme lo que yo quiera que me cuentes. Horas de placer para ambos.

Untó tres dedos con el ungüento. Cerró la cajita y apartó la tela de la túnica de E’lari, justo en la entrepierna, dejando su ropa interior al descubierto. Tiró de ella y la rasgó. Su sexo sin vello quedó a la entera disposición del anciano.

―Claro que seguro que obtendré lo que me dé la gana de ti mucho antes. Hace tiempo que no violo a una niña elfa como tú…

Con los ojos fijos en los de la joven introdujo los dedos entre los labios vaginales. Sin miramientos. E’lari protestó, pero su quejido airado quedó en nada cuando el ardor sexual se desató en ella. Notó como su sexo se humedecía rápidamente, cómo se abrían tanto la entrada de su vagina como su ano. El sudor perló su frente, sus pezones se endurecieron en un visto y no visto, sus ojos se desenfocaron y su boca tembló de anhelo.

―… y tengo muchas ganas de hacerlo ―siguió diciendo con firmeza y prepotencia.

―¡AaaaAAaaahhhHHHhhh…!

Metió los dedos hasta el fondo. Los movió, los giró, restregando la sustancia por todo el interior del sexo de E’lari. El calor era casi insoportable. Ella gimió de frustración erótica. La necesidad de ser penetrada por todos sus agujeros era tan acuciante que se volvía enloquecedora.

―Te dejaré aquí unos minutos, niña elfa ―dijo el anciano, retirándose un par de pasos para admirar a su cautiva―. Hasta que haga pleno efecto, jeje. Y después vendré con quien te trajo y te joderemos una y otra vez ―prometió―. Hasta que me digas lo que deseo saber.

―No… no me has… ahhhhh… no me has pregun… pregun… ¡na-daahh…!

―¡Pero qué lista eres, niñita hechicera! ―la felicitó.

Alargó la mano y terminó de desatar los cordeles que afianzaban el escote de la cautiva. La tela cayó ante el empuje de los grandes pechos de E’lari. Pellizcó los pezones con los dedos manchados de sustancia y fluidos vaginales y el ardor se intensificó.

―¡¡Aaaaaaaaaaaahhhhhhhhhh…!!

―Sí. ¡Sí! Dentro de un rato me contarás lo que te pida para que acabe con tus ganas de ser violada ―repitió él―. Y después querrás tener más cosas que contarme para que continúe violándote.

Agarró con fuerza sus pechos. Los apretó hasta provocarle dolor, tiró de los pezones hasta que enrojecieron.

―Me dirás cómo controlar al gigante, bonita.

―¡AAHHHHH! ¡NO! ¡Lo… lo necesitooohhh…!

Retorció un pezón con fuerza y eso la hizo callar.

―No necesitarás nada una vez termine, hechicerilla ―le aseguró―. Cuando tu culo y tu coño hayan quedado destrozados, cuando tu mente no sea nada y cuando tu cuerpo haya quedado reducido a una masa temblorosa… ja ―rió―. Ya no querrás nada. Hasta luego, niña elfa.

Tiró de los pezones una vez más antes de marcharse por la puerta que quedaba detrás de E’lari.

En cuanto se fue la joven gritó. Se sentía tan excitada que casi no podía pensar. Sólo quería, sólo ansiaba ser penetrada salvajemente. Sentía sus muslos empapándose de sus propios fluidos. Los oía gotear al suelo. Sentía su ano distendido, su vagina completamente abierta. Hasta su boca salivaba. Todo en ella clamaba por varias vergas que la usaran hasta llenarle de semen todos los orificios.

―N-no… ¡No…! ―gemía intentando volver en sí.

Volvía a repetirse su vida en el Reino-Bajo-La-Roca. Volvía a no ser dueña de su cuerpo ni de su mente. El asqueroso viejo tenía razón: quería que la usaran. Pero E’lari estaba segura de que eso no era así. De que ella no ansiaba ser follada por sus captores. Y su cuerpo la traicionaba.

―¡Hmmmm…! ¡No, E’lari…! ¡AguaaaAAAHH… aguanta…!

Probó a retorcerse para sentir el dolor de la soga ahogándola. No funcionó. Si cabe, sus muslos y nalgas temblaron de frustración por no ser apartados para así penmetrar el tesoro que escondían.

―¡D-dassil…! ¡Dassil…!

La súcubo no apareció. Su conexión con la diablesa se formaba a través de la joya. Sin la joya…

Estaba sola.

Estaba sola a su merced.

Estaba sola y caliente.

Era otra vez el Reino-Bajo-La-Roca.

Pensó en Brokun abriéndola delante de decenas de invitados a la mesa del rey. Pensó en Rundor tomándola mientras desayunaba. Pensó en el Mayordomo aleccionándola como si ella fuere una mascota.

Un nuevo calor nació dentro de ella. Era el calor de la ira y el odio. La rabia que le provocaban semejantes recuerdos le robó protagonismo al ardor sexual que la invadía. Pero aún más, gracias a ello empezó a notar, justo en el borde de sus sentidos arcanos, el hormigueo de la magia. Estaba ahí, tan cerca pero también fuera de su alcance. Por el momento. Si acaso pudiera…

Se abrió la puerta de golpe.

―¡Bien, bien, bien!

E’lari sintió antes de ver cómo dos personas entraban. Eran el viejo y el asesino que la capturó. El anciano sonreía animado, mientras que su acompañante lo hacía con cinismo. Unas manos oscuras apartaron la tela de la túnica para mirar al suelo.

―¡Vaya charco, niña! ―la felicitó el viejo. Le palmeó el trasero con fuerza.

―¡Aaayyy…!

Nada que la manaza de Brokun no hubiera hecho más veces y más fuerte.

―Ya os dije, señor ―comentó el asesino― que la elfa tenía pinta de complaciente.

―Sí, sí, tenías razón, soldado.

Escuchó el sonido de un metal afilado saliendo de su vaina. Una cuchilla rasgó sus vestiduras, sin duda imbuida de algún poder arcano para poder romper el hechizo de protección. Las carnes de la elfa quedaron al descubierto de cintura para abajo. Semidesnuda, E’lari tembló de placer.

―Bien, bien, bien…

El viejo manipuló unas bisagras y palancas y el armazón metálico que aprisionaba a la joven se movió hasta quedar paralelo al suelo. Ella quedó bocarriba. Sus ojos, asustados, intentaron cruzarse con los de sus captores.

―¿Cómo lo hacemos, señor?

―Sácate la polla y métesela en la boca mientras yo inspecciono a la puta entre sus piernas.

―¿Vais a…?

―Sí. Como la puta que es, ha de quedar identificada.

E’lari, a quien el terror empezaba a notársele, vio con indefensión cómo el asesino se desabrochaba los pantalones de cuero y extraía de su interior el miembro. Era largo, no muy ancho pero con las venas bien marcadas, y tan oscuro como el carbón. Sólo el glande, casi púrpura, denotaba un tono distinto. Mientras, escuchaba cacharrear al viejo sin saber qué es lo que iba a hacerle.

―N-no…

―Sí, puta elfa ―respondió el asesino, meneándosela hasta dejarla erecta―. Abre bien la boca. Te va a gustar. ¡Aunque mucho más a mí, jajaja!

―¡No, por favoogggllllll…! ¡Hhhhgllllllggglll…!

La verga se introdujo hasta rozarle la campanilla y más allá, deslizándose por el fondo de su lengua hasta la garganta. Un ahogo la sobrevino. La soga apretó su cuello y el ahogo se intensificó. Las arcadas subieron pero no llegaron a más.

―¡Vamos, chupa bien! ¡Hmm…! ¡Sé que puedes hacerlo mejor!

―¡¡HHGGGGLLL…!! ¡¡HGGGLLLLL…!!

El miembro comenzó a penetrarle la boca cada vez más deprisa. Intentó acomodarla a su interior, pero con las ataduras y la velocidad le fue difícil. Sabía cómo hacer para que una verga no la asfixiase, pero había perdido práctica en la violencia de la violación. Se sentía humillada, caliente y excitada. La ira y el deseo pugnaban por tomar el control de su cuerpo. Por aquel instante dominaba el deseo, pero E’lari esperaba que no por mucho tiempo.

―¡Sí, sí! ¡AAAHHHH…! ¡Eres una putaahhh…! ¡Chúpamela…!

Los testículos del elfo oscuro golpeaban contra su nariz y sus ojos. No dolía físicamente, pero la humillación era profunda. Sus pechos golpeaban entre sí, húmedos de sudor. Y con cada choque del escroto sobre su nariz, con cada golpeteo húmedo de sus senos, con cada penetración bucal, su vagina vertía al suelo más fluido, cayendo por su ano abierto, por la raja de sus nalgas hasta llegar al suelo. Eso la excitaba más.

―¡¡HHGGGGLLL…!! ¡¡HGGGLLLLL…!!

―¡Vamos! ¡Vamos! ¡OOOHHHH…! ¡Sí, sigue, zorra de mierdaaahh…!

Justo cuando creía que no podía ser peor, un intenso aunque breve dolor la atenazó desde la entrepierna. No podía ver qué sucedía, pero sí sentirlo.

―¡¡AAAHHHHHHHHHHGGGGLLLLL…!!

Un objeto caliente y rígido, suave pero estriado, se introdujo en su vagina de un sólo golpe. Era cilíndrico, artificial sin duda, y sólo detuvo su movimiento hasta que la cabeza golpeó la pared de su útero

―¡Sigue mamando, puta...!

¡¡HHHHHHHGGGGLLLLL…!!

El asesino la agarró del cuello para afianzarse y así poder violar su boca con más intensidad. La saliva se mezclaba con las lágrimas de E’lari. No podía gritar porque un miembro le llenaba la boca por completo. Y su vagina apenas podía contener lo que la penetraba. Estaba caliente, casi le ardía, pero no parecía que fuera a más aparte de ocupar su vagina tras el dolor inicial.

Oyó al viejo reírse y entonces el artefacto se activó. De alguna manera cada vez que la verga del asesino entraba en su boca, subía del artefacto una oleada de placer. Cuando la sacaba, el placer se desplazaba hacia abajo. El mismo miembro la penetraba por dos lugares a la vez, casi convirtiendo su propia boca en una segunda vagina. Si el placer ya era difícil de resistir, la nueva situación hizo que su endeble muro de resistencia se tambaleara más aún.

―¡¡HHHGGLLL…!! ¡¡HHGGGLL…!! ¡¡HHHGGGLLL…!!

―Sí, niña, sí… Tu boca es tu segundo coño ―dijo el anciano―. Te correrás doblemente y suplicarás por más...

Su cuerpo temblaba violentamente y apenas notaba las ligaduras apretándola con cada movimiento. Su cuerpo sólo quería más. Toda su vagina se estremecía cada vez que la verga alcanzaba la garganta. El roce del glande con la campanilla era como un dedo experto sobre su clítoris. E’lari perdía la mirada mientras de las comisuras de sus labios escapaban efluvios sexuales. Nunca había probado un sexo femenino directamente, y en aquel instante probar el suyo propio la excitaba más y más.

―¡Vaya con la hechicerilla…! ―exclamó el viejo. Separó bien las piernas de la elfa, se colocó entre ellas, apartó la túnica empapada―. Su coño chorrea tanto que no sé si se está meando o se está corriendo.

―¡¡HHHHHHHHHHHHHHGGGGLLL…!!

Algo mordió uno de sus pezones. Era frío y dolía. Incrementaba el placer de la violación. Después lo mismo con el otro pezón. El viejo había perforado sus pezones con unos pequeños ganchos atados a una cadena. Tiró y sus amplios y firmes senos se levantaron, bamboleantes, con delicioso dolor.

―¡Mira esas tetas enormes bailar, muchacho!

El miembro del asesino se introdujo hasta el fondo de su garganta y se quedó allí quieto. Apenas la dejaba respirar. Apenas podía contenerlo, ni por arriba ni por abajo.

―¡Mama pollas como una profesional, mi señor…!

―Todas las elfas son unas guarras, soldado.

El anciano sujetó el objeto que le penetraba la vagina y murmuró unas palabras. Inmediatamente su sexo quedó aprisionado, sujeto por una estructura que se adhirió a su piel. Un calor cada vez más intenso irradió justo sobre su clítoris. La verga en su boca ahogó cualquier posibilidad de aullar de placer.

―¡¡HHHHHHHHHHHHHHHHHGGGGGGGLLLLLL…!!

―Está a punto de correrse, la muy zorra ―comentó el viejo―. Pues no voy a permitir que lo hagas, niñita, sin disfrutar yo también.

―¿La vais a encular?

―Tú descarga en su boca, muchacho, que seguro que la elfa tiene hambre ―contestó a su vez―. Yo… yo sólo voy a hacer mi trabajo.

E’lari notó perfectamente un glande abriéndose paso entre la parte baja de sus nalgas. Resbaló sobre todos sus fluidos y, sin ningún impedimento, penetró su ano. Se abrió ante el embate y lo acogió con gusto. Las venas marcadas acariciaron su interior con intensidad. Respondió contrayéndose, abrazándolo con ganas. La elfa no quería, pero lo recibió con ansia. Por fin sentía su trasero violado de nuevo.

―¡AAAHHHH…! ¡No se me puede culpar de que me guste…!

―¡¡HHHHHHHHHHHGGGGGGGLLL…!!

Mientras el placer se concentraba sobre su sexo, mientras notaba el interior de su útero vibrar por el artefacto alojado dentro de ella, ambos miembros comenzaron a moverse a la vez. Entraban y salían de su boca y trasero a la vez, perfectamente acompasados. Un bombeo que en realidad era a tres bandas.

―¡¡¡HHHGGLLL…!!! ¡¡¡HHGGGLLL…!!! ¡¡¡HHHGGLLLLL…!!!

El sabor del sudor y del líquido preseminal inundó su lengua. Su ano se derritió con las embestidas del miembro que la sodomizaba. Un comienzo de orgasmo comenzó a formarse y E’lari quiso dejarse ir.

―¡Se va a correr, muchacho…! ¡Dale más…! ¡Más…!

―¡Traga leche, puta!

La abofeteó con fuerza. Una vez, dos, tres. Chorros de semen llenaron su boca. Uno, dos, tres. Intentó toser, pero no pudo. Intentó tragar, pero no pudo. La saliva y el semen resbalaron de su boca y entraron por su nariz, entraron en sus ojos. Apretó su trasero cuando por fin sintió el orgasmo electrocutar su cuerpo. El miembro del viejo no aminoró su empuje, sino que redobló esfuerzos al notar el incremento de presión.

―¡Oh, sí…! ¡Tu culo se porta muy bien…!

―¡¡¡HHHHHHHHHHHHHHHHHGGGGGLLLLLLLLLL…!!!

Oleadas intensas de placer recorrieron su cuerpo, acrecentándose con cada embestida del viejo, con cada chorro de semen dentro de su boca, con cada rociada de líquidos vaginales sobre su lengua. Saboreó su propio orgasmo con tal gusto que casi la desmaya.

―¡OHHHHHHHHHHHHH…!

El asesino apretó su nariz, imposibilitándole coger nada de aire. La garganta le ardía por el esfuerzo de querer toser y no poder. La cantidad de semen que se derramó dentro de ella fue enorme, tanta que parte intentó salir por su delicada nariz. Y, por fin, el asesino retiró su verga de su interior.

E’lari tosió, escupió, gritó, sufrió, disfrutó.

―¡¡AAAHHHH…!! ¡¡AAAHHHH…!! ¡¡PARAHH..!! ¡¡PAARAAAAAHHH…!!

―¡No hasta llenarte el culo de leche, niña!

El artefacto volvía a calentarse y además había empezado a vibrar. Las ondas acrecentaban la mezcla de dolor y placer que recibía por detrás. Todo se compinchaba para mantenerla caliente, mojada y excitada. El semen resbalando por su frente, sus senos colgantes, el glande abriendo su ano, el artefacto irradiando en su vagina. Se acercaba su orgasmo y E’lari lo temía a la vez que lo ansiaba.

―¡Sí, noto tu culo estremeciéndose! ¡Te gusta! ¡Sí…!

―¡¡SÍIIIHHH…!! ¡¡NOOHHH…!! ¡¡PARAAAHHH…!!

El asesino, ya acabado su orgasmo, la abofeteó con su miembro fláccido. La verga zurció su mejilla. La humillación sí dolió. Era lo único que podía traspasar el asalto del placer en cada uno de sus orificios.

―¡Calla, puta! ¡Deja que el maestro te joda!

―¡¡AAAHHH…!! ¡¡PORFAVOORRRR…!! ¡¡AAAAHHH…!!

―¡YA CASI…! ¡¡YACASIIIIHHH…!!

Y por fin el anciano descargó su semen en su interior. Notó su trasero llenarse con los fluidos derramados del elfo oscuro. Los notó introducirse a presión y luego desbordar por el ano hasta caer al suelo.

El viejo reía según se corría dentro de ella.

La humillación.

E’lari se concentró en eso.

Ignoró el placer de tener el trasero lleno de semen, de haber saboreado con gusto el orgasmo del asesino, de sentir sus pechos firmemente sujetos, de notar los líquidos resbalando de su boca, de su vagina, de su ano.

―¡Ohhh, sí, putitahh…!

Ignoró el placer de ser violada.

Sólo pensó en la humillación de ser usada.

Otra vez.

Algo hizo clic.

Y allí estaba. La magia. A su alcance.

La agarró con las manos de su mente. La encadenó con la fuerza de su voluntad. Le dio forma con la pericia de su necesidad. Gritó las palabras una vez.

―¿¡Qué…!? ―exclamó el anciano―. ¡NO…!

Un trallazó fustigó la piel de sus muslos. Otro rasgó la delicadeza de sus senos. La sangre manó y eso le dio nuevas fuerzas para volver a gritar las arcanas palabras de poder.

―¡Aprieta las sogas!

―¡Lo intento, señor, pero…!

―¡Vamos! ¡No dejes que…!

Las cuerdas quemaron su cuello, pero eso no le impidió terminar el conjuro.

―¡NOOOOOOO…!

La magia manó de su cuerpo sin concentrarse, sin buscar ningún objetivo. Sólo surgió en una violenta marea que engulló lo que encontró a su paso. Los elfos oscuros aullaron. Sus alaridos se fundieron junto a sus cuerpos. Las sogas se quemaron pero E’lari no cayó. Quedó suspendida en el aire por la mera fuerza de su poder.

Cuando por fin terminó, flotó hasta llegar al suelo. Bajo ella, la piedra quemada. Ni rastro de los fluidos de su vergüenza, sólo una marca negruzca. Se incorporó con dificultad, pues su cuerpo había sido herido múltiples veces. El armazón metálico estaba medio derretido. El mobiliario chisporroteaba mientras quedaba reducido a ascuas poco a poco. Y los cuerpos…

Los elfos oscuros no eran más que restos semirreconocibles sobre el suelo.

Con asco pateó el que tenía entre las piernas. Lo que quedaba del anciano torturador acabó de desmoronarse. Algo brilló entre el montón: el colgante de ámbar de dragón. E’lari lo recogió y se lo colgó de nuevo. Cálido y reconfortante entre sus pechos, al momento se sintió mejor.

Logró levantarse. Se abrazó el cuerpo. Le dolía todo. Algo cayó de entre sus piernas. Miró. El artefacto que el viejo le introdujo en la vagina tenía vagamente la forma de una verga. Estaba recubierta de marcas estriadas y de bultos. E inscrita toda su superficie con runas enanas. Con rabia lo pateó.

Tembló de frío y de dolor. No quedaba nada con lo que arroparse, sólo los restos de su túnica sobre su cuerpo, y apenas eran suficientes para cubrirla. Unas cadenas colgaban de sus pezones. Le dolían, pero no pudo desengancharlos. No era el momento. Debía salir de allí.

Abrió la puerta de la estancia. No había nadie. Desplegó sus sentidos arcanos. No. Nadie. Por suerte o por desgracia se encontraba a su suerte. Exploró el lugar, una especie de fortaleza subterránea abandonada de hechura élfica, si los elfos hubieran dedicado tiempo a vivir bajo tierra. E’lari dedujo por tanto que la había construido el enemigo ancestral.

Encontró la salida. Un bosque en una ladera la recibió. Los rayos del sol del atardecer lamieron su piel y se llevaron parte del dolor.

―¡Señora!

Por la cuesta subía una figura muy reconocible. Con alivio, vio que Rikk subía acompañado por una docena de soldados del Duque.

―¡Señora, estáis terrible! ―se lamentó el enano, que corrió a cubrirla con su propia capa.

E’lari lo detuvo con cariño pero con determinación.

Se irguió en toda su estatura y el sol decidió iluminarla de lleno.

Semidesnuda, con los pechos cubiertos de los restos de su propio placer y del de sus violadores ya muertos, con sus pezones atravesados por una cadena de humillación y metal, sus muslos empapados de efluvios sexuales, sucia y herida, con la piedra de ámbar de dragón entre sus grandes senos, E’lari se sentía poderosa.

Había vencido a sus captores.

Había encontrado una fortaleza que hacer suya.

Había logrado hacerse con el ansiado Espejo de Electro.

Por fin podía vengarse.