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Experiencias de un profesor (8: Lucía y Cristina)

en Hetero: General

Anteriores experiencias:

1: Presentación.

2: Elena Castrillo.

3: Lucía Ortiz.

4: Carola Fabrés.

5: Aitana Villar-Mir.

6: Elena y Aitana.

7: Otra vez Lucía.

 

 

 

Una de las cosas que tiene ser profesor en una institución como aquélla en la que trabajaba era que estaba anclada en el siglo XIX. Se metía en la mollera de los alumnos que el respeto a la autoridad debía ser máximo. Casi siempre resultaba efectivo -había casos, como el de Cristina Cobaleda, en los que fallaba estrepitosamente-. Si un profesor citaba a un alumno a presentarse en su despacho, el alumno se presentaba temblando ante el profesor. Nunca era para repartir felicitaciones. Sólo advertencias y castigos.

Así que cité a los cuatro chicos. Manuel, Diego, Roberto y Fernando. Los dos primeros tenían 14 años, el tercero 15 y el último y mayor, 16. Cuando entraron en mi despacho -y ya había pasado la hora de comer para cuando aparecieron-, los cuatro estaban visiblemente nerviosos. Les miré con seriedad y ninguno me aguantó la mirada. El que más fue el mayor, Fernando Rivas. Se le veía con una voluntad fuerte, decidido. Un líder en ciernes, vaya. Así que me centré en él.

-¿Reconocen esto? -pregunté, y dejé la lista que me había dado Lucía sobre la mesa, encarada a ellos. Sólo Fernando se acercó a mirar.

-S-sí, don Sergio -respondió, tragando saliva y poniéndose blanco.

-¿Puede explicarles a sus compañeros lo que es?

-Es... es una lista de alumnos.

-¿Qué lista?

-La de... la de... -carraspeó-. Son todos internos, don Sergio.

-Ya... ¿y algo más que pueda usted deducir de esa lista?

-Pues... pues no sabría decirle, don Sergio.

Vale, punto para el chaval. Realmente sabía jugar. No tenía buenas cartas, pero estaba claro que iba a pelear sin rendirse con la mano que le había tocado. Los otros tres chavales estaba claro que no valían un palomino. Sonreí.

-Muy bien, señor Rivas... -suspiré, tomé de nuevo la lista, la leí con detenimiento y, sin mirarles, continué-: está más que claro que tanto usted como yo sabemos de lo que trata exactamente esta lista. Faltan dos nombres, claro, y usted, un muchacho listo -ahora sí le miré a los ojos-, ya habrá deducido por qué.

Entrecerró los ojos, tensó las mandíbulas y no dijo nada. Ensanché la sonrisa un instante y, tras ponerme serio, fulminé con la mirada a los otros tres.

-¿Ustedes no tienen nada que decir?

-Eh...

-N-no...

-Yo... yo...

-¡Dejen de balbucear! -les ordené. Inmediatamente se callaron.

Me levanté del asiento y anduve a su alrededor. Les miré, furibundo, y no dije nada por tres o cuatro minutos. Finalmente volví a mi asiento y les despedí.

-Usted no, señor Rivas. Quédese -ordené. Una vez solos, me dirigí a él con un tono más amable-. Sé muy bien lo que se cuece en el desván abandonado, sé lo que se celebra por obra y gracia de la señorita Cristina Cobaleda -sonreí como un lobo-. Y sé muy bien lo que ella les ofrece.

El chaval no dijo nada, pero me miró con curiosidad.

-Puedo ofrecerles más. A todos ustedes. A usted.

-Ya entiendo...

-No, no creo que llegue a entenderlo -le corté. Me retrepé en el asiento, relajado-. Les permite jugar con nueve crías, hacer lo que les venga en gana...

-Sólo son magreos. Alguna mamada muy de vez en cuando... La que se lo pasa mejor es Cris, la verdad.

-Ya veo -suspiré-. Bien, como queda más que claro que sus tres compañeros no son sino la sombra de usted, no voy a tenerles en cuenta. En cambio, a usted -le señalé con el dedo- voy a ofrecerle un mejor trato si deja de cubrir a la señorita Cobaleda y empieza a... bueno, a trabajar -sonreí- para mí.

-¿Qué ofrece, don Sergio? -preguntó, interesado.

-Bueno, aparte de dos puntos más de nota final en el curso -dije sin darle importancia-, puedo ofrecerles el premio gordo: rollos, pajas y mamadas -enumeré-. Cada semana -añadí. El chaval abrió los ojos, sorprendido-. Eso sí, nada de meterles la pilililla en sus tiernos coñitos o en sus apretados culitos. No voy a dejar que las desfloren ustedes -proseguí, advirtiéndole con voz seria-. No sin mi consentimiento -sonreí.

Se quedó pensativo. Más bien pasmado, con su boca abierta y sus ojos brillantes por las expectativas que se abrían ante él.. Pero el chaval sabía jugar, sí, y quería más.

-Añada a Cris para mí en el trato y cuente conmigo.

-¿Es que ella no participa? -pregunte con sorpresa.

-No, sólo mira y se toca -se encogió de hombros-. A veces hace que alguna de las chicas le coma el coño.

-Ah, ¿es bollera?

-No creo. Tiene fotos de tíos guaperas -explicó-. Creo que solamente le gusta mangonear, que las tías le tengan miedo -estaba más que claro que el chaval quería follársela a toda costa.

-Ya veo. Bueno, pues lo siento, señor Rivas -declaré para su decepción-. La señorita Cobaleda va a ser exclusivamente mía. De hecho ella no lo sabe -añadí-, pero ustedes dos van a trabajar directamente para mí.

-Bueno... había que intentarlo -respondió, encogiéndose de hombros y sonriendo. No me engañó, pues sabía que el chico no se quitaría la idea de la cabeza. Me tendió la mano por encima de la mesa-. ¿Trato?

-Trato -me levanté y le estreché la mano-. Mantenga a sus compañeros controlados, bajo mis órdenes, señor Rivas -le recordé-. Su situación, la de todos ustedes, depende exclusivamente de que yo esté satisfecho

El chaval sonrió y asintió. Durante unos veinte minutos le estuve dando una serie de directrices para la noche siguiente, la del jueves. Me confirmó la información que me había dado Lucía y me aseguró que todo estaría preparado según mis indicaciones.

Pasé la tarde ocupándome de comprar webcams, repetidores, cables y demás. Me gasté una buena pasta, pues todo era material de espionaje. Conseguí permiso de las monjas para quedarme por la noche hasta tarde en el colegio con la excusa de tener que corregir urgentemente unos trabajos para el día siguiente. Fue fácil encontrar el agujero tras el armario que llevaba al desván. En el hueco donde habían colocado la escalera no había polvo ni suciedad. Cristina debía encargarse de que las chicas limpiaran el lugar. Coloqué un par de cámaras, una en el pie de la escalera y otra junto a la trampilla de acceso al desván. Subí. Me quedé impresionado.

Había varios divanes, un par de sillones, cojines, un montón de mantas extendidas por el suelo, unas cuantas mesitas llenas de chorretones de cera, una mesa más grande manchada de cercos de vasos... parecía un puticlub más que el desván de un colegio de monjas. Coloqué docena y media de cámaras repartidas por todo el lugar. No me importaba para nada que acabaran por descubrirse: en mi cabeza este olvidado desván ya era mi centro de operaciones. Aquí podría dar rienda suelta a casi todas mies fantasías con las alumnas del colegio. Gracias, señorita Cobaleda.

El día siguiente pasó muy rápido. Casi sin darme cuenta era ya entrada la tarde y mi plan debía haberse puesto en marcha. Quedé con Lucía Ortiz y le entregué una serie de objetos que debería llevar al desván cuando le diera la señal convenida. La chica me aseguró que así lo haría. Me entretuve un rato sobándole el culo por debajo de la falda y desnudándole las tetitas para morderle los pezones. Nada más, pues quería reservar todo el contenido de mis cojones para la zorrita de aquella noche.

Finalmente llegó la hora.

Las cámaras estaban encendidas y transmitiendo. Sentado en mi despacho, vi en la pantalla de mi portátil cómo Cristina Cobaleda, vestida con un pijamita de color rosa, de ésos de pantalones cortos y camiseta de tirantes, se colaba por el hueco tras el armario. Eché a andar hacia el lugar con el portátil encendido en las manos. La niña había empezado a subir la escalera. No se fijó en las dos cámaras que me dieron una espléndida perspectiva de su culo y de su delantera. Abrió la trampilla con una sonrisa de satisfacción en la cara. El desván estaba lleno de velas encendidas, así que debió suponer que todos estaban ya allí, a la espera de que ella llegara. No me perdí la transformación de cara de la barbie: la estupefacción se dibujó con tanta claridad que tuve que ahogar una carcajada. No había nadie aparte de ella. Me llegué hasta la escalera y la escuché perfectamente maldecir:

-¿¡Pero qué cojones pasa!? -gritó-. ¿Fer? ¿Rober?

Subí los peldaños y me asomé con cuidado. La chica estaba subida de rodillas en uno de los divanes, mirando detrás del mueble, buscando a la gente. La tela de los pantaloncitos tiraba de su ingle. Se veían sus braguitas y se le marcaba muy bien el coñito. Sonreí.

-¡Vaya espectáculo, señorita Cobaleda! -exclamé. La chica giró la cabeza, asustada-. No esperaba que me recibiera a cuatro patas y enseñándome el trasero de una forma tan descarada.

-¿¡P-pero...!?

-Tranquila, señorita -dije, entrando por fin en el desván y dejando el portátil junto a una de las mesitas-. ¿Hay algo que no entienda de la situación?

La chica miró el portátil. En la pantalla había varias ventanas abiertas mostrando varias vistas del desván. Salía ella, a cuatro patas y con el culo apuntando en mi dirección. Llevó la vista alrededor y reparó por fin en algunas de las cámaras. Frunció el ceño y se dio la vuelta, evidentemente enfadada. Se le marcaban los pezoncitos a través de la camiseta. Los tenía pequeños, aunque compensados por el hecho de tener unas peras de buen tamaño para su edad.

-¿Cómo lo has averiguado? -me espetó, poniéndose de pie y con los brazos en jarras.

Me deleité mirándola un par de segundos. No era demasiado alta -rozaba el metro sesenta, quizás-, pero aparte de eso ella representaba todo lo que una modelo de lencería debía ser. Se dio perfecta cuenta de que la iba desnudando con la mirada, pero no se arredró. Incluso se podría decir que se enorgulleció de ello.

-Contactos, señorita Cobaleda -respondí. A pesar de que ella me tratara de tú, yo seguía tratándola de usted-. Contactos, un buen olfato y ser más listo que usted.

-¿¡Cómo te atreves, jodido...!?

-¡Ah, ah, ah! -la corté. Me senté en uno de los sillones-. Su problema es que piensa que es una loba alfa en este rebaño de ovejas que es el colegio -negué con la cabeza-. No, señorita. Yo soy el alfa -declaré-. Claro que... bueno, un alfa siempre necesita sus betas.

-¡Ja! -se rió. Cambió de postura a una más chulesca, de medio lado. El pecho izquierdo asomaba por el hueco del tirante, con el pezón casi casi fuera de la tela-. No sé qué cojones te crees, profe, pero aquí la que manda soy yo.

Y esa fue la señal para que apareciera Lucía. Habíamos quedado en que subiera en cuanto Cristina lanzara una declaración de ese estilo. Los pasos de la niña por la escalera de metal eran perfectamente audibles. La barbie miró a la trampilla y por ella apareció la otra chica. Yo, por supuesto, seguí mirando a la zorrita rubia.

-¡Genial! -exclamó Cristina. Me miró con triunfo-. Lucía, vete a por Fer y los demás, no sé por qué hostias no han venido ya. Seguro que entre todos le damos una lección al querido profe -añadió, cruzándose de brazos en actitud desafiante.

-Lo siento, Cris.

-¿¡Qué...!? -exclamó la rubia, mirando a Lucía sin entender lo que pasaba.

Sonreí.

-Que lo siento, Cris, pero don Sergio me ha dicho que tengo que quedarme aquí, que va a darte una lección.

La rubia frunció el ceño. Llevó la vista de la niña amotinada a mí. Yo sonreía como un lobo delante de una oveja.

-¿Lo va entendiendo, señorita Cobaleda? -me reí-. Señorita Ortiz, ¿puede decirle a su compañera quién es usted?

-La putita barata y obediente de usted -respondió la niña con voz sumisa.

Iba vestida con un pijamita muy corto y holgado. Tal y como le había indicado, no llevaba ropa interior debajo, y se notaba perfectamente que así era. Había traído una caja de plástico de buen tamaño -que sin duda le causó problemas a la hora de subir por la escalera- y que en aquel momento dejaba junto al portátil.

-¡Pero...!

-Ya lo ve, señorita Cobaleda. La señorita Ortiz ya no le obedece a usted -le dije. Me levanté y fui hacia ella Cristina-. Su pequeño harén ahora es mío. Lo que les ofrecía usted a los chavales a cambio de tener asustadas y sometidas a las otras chicas -fui acercándome y ella dio un par de pasos hacia atrás de modo involuntario- no es nada comparado con lo que yo puedo ofrecerles a cambio de su amotinamiento.

Me llegué hasta justo enfrente de ella, separados apenas dos o tres palmos. Tenía los ojos asustados y algunas gotas de sudor empezaban a formarse en su frente. Fruncía el ceño y apretaba esos bonitos y carnosos labios, pero no se achantaba.

-Se creía, señorita, que podía jugar conmigo, pero no se daba cuenta -alargué la mano y la tomé de la barbilla. Se dejó, pero me fulminó con su mirada de ojos verdes- de que usted y yo estamos en ligas diferentes. Yo soy profesional y usted... -sonreí más, le levanté el rostro y acerqué mi cara hasta ponerla a escasos centímetros-... usted no es más que una cría.

Y la cría sacó la gata que llevaba dentro y, a la vez que me propinaba una buena torta, me escupía a la cara. Se echó hacia atrás y tropezó con el diván, cayendo sentada sobre él. Se retrepó, esperando que yo la atacara a mi vez... pero no lo hice.

Simplemente me reí y me limpié la saliva.

-Veo que tienes garras, gatita -la dije. Meneé la cabeza y me acerqué un poco más-. ¿Quieres jugar con el lobo, gatita? -me burlé.

Ella saltó del diván, intentando darme una patada en la entrepierna y así distraerme para escapar pasando a mi lado. Falló, claro, pues yo ya me esperaba un movimiento así. No obstante la dejé pasar junto a mí... y justo en ese momento la agarré del brazo. Se paró bruscamente y yo aproveché la inercia para voltearla hacia el diván, en donde cayó de morros.

-¡Ayyy!

La agarré de las manos, poniéndoselas a la espalda y me eché sobre ella. Se revolvió y yo apreté con fuerza sus muñecas. Entonces gimió.

-¡Ohhhhh...!

Fue un gemido de placer, no de dolor. En cuanto se le escapó, la chica se quedó quieta, sorprendida por su propia reacción. Yo me reí y me apreté contra ella, acercando mi boca a su oído.

-¡Vaya, vaya, señorita Cobaleda! -le susurré. Pegué los labios a la oreja.

-¡Ahhh...! -suspiró ella.

-Parece ser que le gusta que le traten con dureza, ¿hmm? -pregunté con sorna.

Dejé que mi peso la aplastara un poco. Su culo se pegó a mi entrepierna y sus piernas se separaron, abriendo las nalgas y haciendo que todo su sexo quedara en contacto con el bulto de mi polla. Una polla que, desde luego, tenía unas ganas enormes de salir y meterse dentro de la barbie.

-¡AHHHH...! -gimió. Intentó revolverse, enfadada-. ¡Suéltame, joder! -me ordenó inútilmente. Intentó arañarme, pero tenía sus manos muy bien sujetas-. ¡Quítate de encima mío, cabrón, o...!

-¿O qué, señorita? -pasé una mano por debajo de su melena, acariciándole el cuello hasta poder agarrárselo en una buena presa.

-¡Aggghhh...! -.se quejó, pero apretó aún más su culo contra mi polla. Se estaba excitando muy a su pesar.

-¿Lo ves, gatita? -le volví a susurrar. Le pasé la lengua por el borde de la oreja, lentamente-. Te gusta someter a las ovejitas, pero te gusta todavía más que venga un lobo y te someta a ti -mordisqueé la oreja con suavidad y ella gimió de nuevo, medio ahogada por mi mano firme sobre su garganta-. Pues estás de suerte, gatita, porque esta noche vas a disfrutar siendo sometida.

Me levanté un poco pero sin aflojar la presa.

-Señorita Ortiz, tráigame la cinta de seda.

La niña obedeció. Abrió la caja que había llevado hasta el desván y, de entre todo lo que tenía, sacó una cinta de seda negra de casi 2 metros de largo y unos 7 centímetros de ancho.

-Ahora estese quieta, señorita Cobaleda -le ordené. Para sorpresa de ambos, ella y yo, la rubia se dejó hacer.

Con ayuda de Lucía até las manos de la barbie, apretándole lo suficiente las muñecas pero sin llegar a estrangular la circulación. La cinta era tan larga porque con ella también la sujeté del cuello. Era una posición algo forzada -la obligaba a tener los brazos medio doblados, pues si los estiraba, se ahogaba- pero que no molestaría a la chica salvo que hiciera un movimiento brusco con las manos. Como no podía se de otro modo, lo probó en cuanto me separé de ella tras terminar el trabajo.

-¡¡AAGGGLLL...!! -se quejó. Se quedó quieta, boqueando, apoyada la cara contra el respaldo del diván.

-Perfecto -me sonreí.

El espectáculo de la chica más popular del colegio, la barbie rubia, Cristina Cobaleda, atada y con el culo en pompa delante mío, con el fondillo de los pantaloncitos rosas mojados por las secreciones vaginales era demasiado para mí. Y para cualquiera, vamos. Tuve que sacarme la polla -me costó- y toquetearme mientras la chica recuperaba la respiración. Cuando por fin se calmó, giró la cabeza hacia mí, ceñuda -ese gesto sólo hacía que estuviese aún más buena-. Volvió a taladrarme con la mirada, pero se dio cuenta de que tenía la polla en ristre y apuntando hacia ella y abrió mucho los ojos. Había sorpresa y temor en ellos, sí, pero también mucho deseo. Se mordió los labios involuntariamente y yo me reí. Al verse sorprendida, se enfadó e intentó levantarse. El primer movimiento la volvió a ahogar, pero debido a la inercia no se detuvo y acabó dándose la vuelta y cayendo al suelo. Qué suerte para ella que hubiese tantas mantas en el suelo.

-¡¡AUUUHH!!

-Tranquila, gatita, tranquila -me reí. Miré a Lucía-. Putita, ven aquí y ayuda a nuestra gatita a levantarse.

-Sí, don Sergio -obedeció ella.

Yo me volví a sentar en el sillón de antes, disfrutando al ver cómo Lucía intentaba aupar a Cristina. El roce de sus cuerpos hizo que las tetitas de mi putita particular acabaran saliéndose del pijama. Me acaricié con suavidad el glande, tan rojo que casi estaba morado.

-¡Te vas a enterar, puta de mierda! -le gritaba Cristina, indefensa pero peleona, a Lucía-. ¿Me oyes? ¡Cuando esto termine te va a faltar mundo para correr, hija de puta!

La niña, evidentemente asustada, casi deja caer a la rubia, pero se sobrepuso y terminó de levantarla. En cuanto lo hizo, se apartó corriendo de la posible represalia. A punto estuvo de llevarse una patada, pero no hubo más que un amago, pues Cristina no era tonta y se dio cuenta de que si lo hacía, la seda se volvería a tensar y volvería a ahogarse.

-Y ahora, putita, ve a ese sillón y quédate sentadita.

-Sí, don Sergio.

-Ah, y tápate las tetitas -la ordené-, que ya sabes que ser una putita barata no significa ir como una guarra.

Mientras la niña obedecía, yo me quedé mirando a Cristina.

-Bien, ¿y ahora, profe? -me demandó, haciendo que “profe” sonara como un insulto. La hijaputa no perdía cuerda a pesar de estar atada.

-Ahora... -suspiré-... ahora vamos a hablar de cómo, gatita, me vas a ser útil.

-¿Y qué cojones quieres?

-Romperte el culo a pollazos mientras gritas de placer, gatita -respondí rápidamente.

Mis palabras lograron lo que nada había conseguido todavía: hacerla callar del todo. Abrió los ojos con miedo, cerró la piernas y se medio agachó. Estaba asustada, muy asustada, porque por fin se daba cuenta de que estaba a mi merced. Pero ese estado no le duró mucho. Con una rapidez asombrosa se rehizo. Se irguió todo lo que pudo -a pesar de las ataduras-, separó las piernas e hinchó pecho, chulesca. Joder, cómo se le marcaban los pezones, y qué maravilla de pijama que, aun siendo holgado, le sujetaba las tetas e impedía que se le salieran incluso a pesar de todo lo sucedido.

-Ya, y supongo que tienes un plan para lograrlo, ¿no? -declaró con voz seria-. ¿Vas a violarme? -no le tembló la voz ni un ápice.

-¡Jajajaja! -me reí con verdaderas ganas-. No, no... -moví la mano, negando y descartando su pregunta-. Nada de eso, gatita -no sé por qué, pero me ponía mucho llamarla “gatita”-. Vas a ser tú misma quien va a querer que lo haga...

-¡Sí, en tus sueños! -me cortó.

-Pelea lo que quieras, gatita -me encogí de hombros-. Niega la evidencia, pero estás tan mojada que hasta el pijama se te ha empapado, y tus pezones están bien duros bajo la tela de la camiseta.

-Es... ¡es por el frío!

-¡Ja! -me palmeé la pierna. Divertido-. Desde luego tienes temple, niña. Lo tienes. Juegas bien -admití-, pero no hay nada de malo en admitir que hay quien juega mejor que tú. Ahora mismo -le expliqué-, tu harén es mío. Tus chicos trabajan para mí porque les he mejorado las condiciones hasta un punto que tú no puedes. No eres una ovejita -admití-, así que no me interesa que te comportes como una ovejita. Mira -continué-, te voy a demostrar cómo actúa una auténtica ovejita.

Miré a Lucía.

-Putita, ¿qué es lo que más te gusta?

-¡Comerle la polla, don Sergio! -exclamó rápidamente, sonriendo.

-Y, ¿por qué te gusta, putita?

-Porque mientras lo hago me meto mis dedos en el culo y usted me folla con ellos -dijo de carrerilla.

-¿Ves, gatita?

Ella gruñó.

-Vale, eres bueno, profe -cambió su actitud-. Eres bueno. No quieres que sea una de tus ovejitas -dijo la palabra con desdén-. ¿Entonces qué quieres que sea?

-Quiero que seas mi gatita -dije simplemente-. Tengo a uno de tus chicos como perro...

-Fer, sin duda...

-... y a ti te quiero como mi gatita.

-¿Y qué gano yo?

-Para empezar que no desmonte el tinglado que tienes aquí y que te permita seguir al frente -declaré con rotundidad-. El caso, gatita, es que tú sigues disfrutando de tu harén... pero lo haces porque yo te dejo hacerlo.

-¡Vamos, estás de broma!

-No, gatita -respondí. Me quedé callado unos instantes y suspiré-. Bien, eres luchadora -admití con satisfacción-. Añadiré mejorar tu nota media un par de puntos y te daré acceso a más ovejitas.

-Bien... pero has dicho que Fer es tu perro. ¿Eso qué significa?

-Que el rebaño de ovejitas es tuyo... pero él me lo va a cuidar. Me fío más de él que de ti, pequeña zorrita intrigante -eso le gustó como sonaba y sonrió, orgullosa-. Tiene permiso para que haya más que algunas mamadas -fue a hablar pero yo la corté antes-. Tú no estás en el trato. Tú estás por encima de ellos. Ya te he dicho -hice un gesto perentorio a Lucía- que tú no eres una oveja como esta putita.

La putita se levantó de inmediato, casi corrió hasta ponerse de rodillas frente a mi polla. Empezó a lamerla sin esperar a mi orden.

-Bien -replicó Cristina, satisfecha. Miró con desdén cómo Lucía me lamía la polla de arriba abajo-. No quiero que me confundan con ella.

-Tú eres para mí, gatita.

Pensativa, Cristina se lamía los labios -unos labios muy jugosos y apetecibles-. Su pequeña mente seguía maquinando una salida provechosa para ella. Para su desgracia -o no- la única salida que tenía era aceptar que yo había ganado.

-Tuya -dijo por fin.

-Mía -asentí.

Tenía la polla fuera de los pantalones. Me la tocaba despacio, suavemente pero sin interrupciones, para mantener la erección. Los ojos de la chica -grandes, preciosos- no dejaban de desviarse hacia el glande rojo y terso. Se volvió a lamer los labios.

-¿Y puedes decirme qué vas a hacer conmigo? -preguntó. Enarcó una ceja y se contestó por mí antes de que yo pudiera hacerlo-. Aparte de, ¿cómo has dicho? Romperme el culo a pollazos. Sí, eso.

-Pues mira, gatita. Para empezar -sonreí-, ¿qué te parece si te acercas, te inclinas y echas un vistazo más de cerca a eso de lo que no puedes apartar los ojos?

Se quedó un par de segundos quieta, sin duda meditando sus futuros movimientos, para por fin sonreír con superioridad y acercase contoneando las caderas. A pesar de tener las manos atadas a la espalda -o quizá debido precisamente a ello- los movimientos hacían bailar sus pechos a cada paso. Se detuvo a un metro o así de mí. Fue a hablar. La detuve.

-Putita -indiqué a Lucía-. Despéjame una de las mesitas y tráela aquí.

La niña obedeció prontamente, incorporándose y arrastrando una mesa baja hasta ponerla delante mío. Coloqué el mueble entre mis piernas. Palmeé las nalgas de Lucía con satisfacción. Apreté y metí la mano por debajo de la tela. Como no llevaba braguitas -por orden expresa-, los dedos tenían vía libre por todo su sexo. Rocé la cara interna de los muslos allí donde se tocaban con el coñito. Estaban húmedos. Ensanché mi sonrisa y restregué esa humedad adelante y atrás, empapando desde el clítoris hasta el ano. La niña gimió en voz baja.

-Tiéndete, gatita -le indiqué a Cristina-. Así no se te cansarán las rodillas cuando estés chupándomela.

La rubia obedeció lentamente, sin apartar sus ojos verdes de los míos, sonriendo y con gesto de “hago esto porque me divierte, no porque tú me obligues”. Se agachó, se tendió sobre la mesita, rodillas en tierra y la boca justo delante de mi polla. Como no podía usar las manos, sus movimientos estaban muy limitados. Enseguida se dio cuenta de ello, al intentar acomodarse y no lograrlo.

-Tranquila, gatita, tranquila -alargué la mano libre y le acaricié la melena-. Sé que es incómodo, pero tú no quieres que sea de otra manera -fui enroscando los dedos entre su pelo, afianzando el agarre. Tiré hacia arriba.

-¡Ayyy! -mudó su cara por una de dolor y rabia.

Dirigí su boca hacia mi glande y le bajé la cabeza. Sus labios rozaron mi polla pero no se abrieron. Hubo un duelo de miradas hasta que, por fin, la chica dejó que mi rabo entrara dentro de su boca. Permití que fuera ella quien controlara el movimiento -y qué boca más sexy tenía, la zorrita-, al menos inicialmente. Tras un par de chupadas, apreté hacia abajo hasta que la polla entró completamente.

-¡AHHGGGLLLL...!

Tiré de nuevo de su pelo y volví a bajar la cabeza con violencia. La obligué a comérmela así, violando su boca, durante un rato. Ella se quejaba y se medio ahogaba, pero no hizo ademán de querer detenerme y dejó de mirarme a los ojos. La hija de puta, que iba de emperatriz altiva, disfrutaba siendo usada y sometida. Mientras, con mi otra mano iba explorando el culito de Lucía. La niña se apoyaba en mí para no caerse, encantada de que mis dedos le abrieran el ano.

-¡Ahhh...! ¡Aaahh...!

-¡AHHHGGLLL...!

Detuve la cabeza de Cristina con la polla dentro de su boca. Sonreí. La rubia enarcó una ceja. Las lágrimas recorrían su cara por el esfuerzo de tragarse mi polla entera de una forma tan bruta. Tiré de su pelo con suavidad. Mi polla fue saliendo poco a poco de su boca -ella apretó los labios para mantener la mamada-, y cuando estuvo totalmente fuera, la chica tosió.

-¡Cof! ¿Qué... qué pasa? -preguntó, desafiante-. ¿Ya te... te has cansado, profe?

-No, no, gatita, no es eso...

-¿Entonces? ¡Vamos! -me urgió-. ¡Méteme ese rabo en la boca de una puta vez!

-¡Jajajaja! -me reí. Apreté el culo de Lucía-. Putita, ponte a cuatro patas detrás de mi gatita. Bájale las bragas. Y tú, rubia, separa las piernas, que quiero tus nalgas completamente abiertas -las ordené.

-¡Sí, don Sergio!

Mientras una me miraba extrañada, la otra corrió a situarse en posición.

-Cómele el coñito a la gatita, pequeña putita barata -pedí, mirando en cambio a Cristina-. Y después le metes la lengua en el culito. Lo quiero muy bien lubricado -mis ojos no se separaron de los de la rubia. Ella me miraba con incredulidad-. Pero no le metas los dedos. Lo primero duro que quiero dentro suyo es mi rabo.

-¡Claro, don Sergio!

-¿Pero qué nariceeeeeeeaaahhhh...? -gimió la barbie en cuanto la boca de Lucía se pegó a sus labios vaginales-. ¡Ohhhh...! ¡Joder, sí...! ¡Ahhh! ¡Hmmmm...! ¡OHHHH! -jadeó cuando la lengua acarició su ano-. ¡Es-esperaaaohhhh...! -la lengua entró y la rubia dejó de verme-. ¡J-joder! ¡J-joderrr...! -tironeé del pelo hasta que logró enfocarme. Y entonces volví a meterle la polla en la boca-. ¡OhhhaaAAGGLLL...!

Fueron muy buenos minutos. Mi polla latía de contenta violando la boca de la barbie, y la rubia gemía, jadeaba medio ahogada, mientras Lucía le comía el culo, metiéndole la lengua todo lo que podía y haciendo ruiditos de gusto -me había agenciado una muy buena putita-. Al cabo de un rato Cristina parecía al borde del orgasmo.

-Para, putita.

-¿¡Quéaggglll...!? -protestó Cristina.

-Desata a la zorra ésta -ordené. Tironeé del pelo de la rubia como advertencia-. Y tú, gatita, estate quieta o tendré que ponerme mucho más serio...

-J'puta... -masculló mientra Lucía desataba los nudos. Yo sonreí.

-Vete a por uno de esos condones estriados -le pedí después a la morenita. Tiré del pelo de la barbie para levantarla-. Estás a puntito de correrte, gatita, pero sólo te dejaré llegar a base de polla.

Una vez Cristina estuvo medio levantada, aparté la mesita de una patada. Lucía apareció con le condón.

-Ábrelo y pónmelo -le ordené-. Con la boca.

-¡Ahora mismo, don Sergio!

Mientras ella se agachaba para ocupar el lugar de la rubia, abría el condón y se lo metía en la boca para ponérmelo en la polla, atraje a Cristina hacia mí, poniéndola de pie a base de tirarle del pelo. Ella apretaba los puños, clavando sus pequeñas uñas en las palmas, aguantando la ira. Deliciosa. La miré de arriba abajo. Estaba muy, muy rica. Terminé de quitarle los pantaloncitos y las bragas y me quedé mirándole el coñito. Tenía poco vello, muy poco, y el que había era completamente lacio y estaba concentrado en el pubis.

-Veo que te depilas con láser, gatita -comenté

-Ya no. Es de cuando lo hacía mi padre -respondió orgullosa, moviéndose y separando las piernas para que yo pudiera admirar su entrepierna.

-¿Tú padre! Hmmmm... -la boca de Lucía hacía muy bien su trabajo.

Aplasté la cara de la morenita contra mi polla para que entrar totalmente. Con la otra mano agarré el culo de Cristina. Era muy suave. Tanto que no pude evitar la tentación de azotarlo con fuerza.

-¡AAAYYYY! -se quejó. Me miró enfadada-. Hazlo otra vez -la complací, esta vez en la otra nalga-. ¡AYY! -metí la mano entre sus piernas, tocando entre los labios y constatando que estaba tremendamente mojada-. ¡Ahh...! Sí, el hijoputa de mi padre. ¿Acaso crees que tu pollaah... hmmm... va a ser la primera que se me mete dentro?

Ante esa pregunta no pude sino quedarme quieto, estupefacto ante sus implicaciones. Lucía seguía mamándome la polla con su habitual maestría.

-¿¡Que tu padre...!?

-¡Dame, joder! -le di dos buenos cachetes-. ¡Ayy, sí, joder! -restregó su coñito contra mis dedos-. Ohhh... Sí, en cuanto me bajó la regla. Me decía... hmmm, joder, sí... me decía que su princesita no debía dormir sola.

-¡Qué cabrón!

Se encogió de hombros. Mientras, Lucía se medio ahogaba con mi polla completamente dentro de su boca. La solté, pero ella, obediente, no se apartó, sino que siguió con mi rabo metido hasta la garganta. Alargué la mano y le acaricié el culo. Bajé entre sus nalgas y le rocé el ano. Ella también estaba muy mojada. Me dije que dos años antes quién me iba a ver con las manos en sendos coñitos adolescentes.

-Ya ves... -me dedicó una mirada maligna-. Los tíos sois ba-basurahhh... y mi padre era el que más. Mi madre tenía... ahhh... teníaaaahh... -le metí dos dedos en el coño-. ¡Por fin, joder, profeeehhh...! Tenía veinte cuando se quedó embarazada. Mi padre, unos... hmmm... cuarenta.

-¿Y con cincuenta te jodía?

-Hasta que las palmóoooohhh... Ahh... -no podía dejar de jadear-. Ahhh... -estaba a punto de correrse.

-Levántate, putita -urgí a Lucía. En cuanto se apartó, cogí a Cristina y la empujé a mi regazo.

-¡Sí! -exclamó ella. Sin dudarlo pasó las piernas por encima de las mías y se sentó sobre mi polla-. ¡SÍIIII...! -gimió cuando la sintió meterse dentro.

Le agarré de las caderas y le palmeé el culo, asegurándome de que mi rabo estaba completamente dentro de su coño. Notaba su coño abriéndose y amoldándose a mi polla, aferrándose como si necesitara ser penetrado desde hace mucho tiempo. La rubia tenía el coño ansioso de rabo. Y ella también lo estaba.

-¡Fóllame, joder! -me exigió. Empezó a mover las caderas al ver que yo no obedecía de inmediato-. ¡Sí! ¡Vamos! ¡Más! ¡¡Más!!

La complací con gusto. Me incorporé hasta volver a ponerme de pie. Ella se inclinó y se agarró las piernas para no caerse. Empecé a bombear más fuerte de lo que ella se movía

-¡¡AAAHHH!! ¡¡AHH!! ¡¡AAAAHHHH!!

Mis huevos golpeaban contra su clítoris de tan fuerte que le estaba dando. Ella gritaba y gemía sin cortarse un pelo.

-¡¡AHH!! ¡VEN! ¡¡VEN, PUTITAAAHHH!! -llamó a Lucía.

Ni siquiera miré a la morenita. Yo sólo apretaba las nalgas de Cristina y le follaba el coño con fuerza. La putita corrió hasta ponerse delante de la barbie. Ante mis ojos la agarró de un pezón, tiró hacia ella y se lo mordió.

-¡AAAYYYY!

-¡¡HMMMMFFF!! ¡¡HMMFF!!

-¡Cris, para! -se quejaba Lucía-. ¡Me haces daño! ¡¡Profe!! -me llamó.

-¡Calla y déjate hacer, putita barata! -azoté de nuevo el culo de Cristina. Le estaba dejando unas buenas marcas rojas en la piel-. Si mi gatita quiere morderte una teta, pues lo hace.

-¡HHMMFF! ¡AAHHH! -la rubia se sacó el pezón, agarró del pelo a Lucía y tiró de ella hacia abajo-. ¡¡AHHH!! ¡¡BésameeEEHHH... puUHH...!! ¡¡PUTAAHHH!!

Lucía obedeció y Cristina le dio un morreo salvaje. Mordió los labios y sin duda se los hizo sangrar. A mi pequeña putita le debía estar doliendo lo suyo, pero no se apartó. Me miraba con los ojos asustados. Yo la devolvía una mirada de disfrute total.

-¡Bueno, basta! -exigí. Agarré el pelo de la barbie y la separé de Lucía-. No maltrates a mi putita, gatita en celo. Eso sólo lo hago yo.

-¡Joder, no pares ahora, cabrón! ¡Sigue follándome!

-¿Le duele, señorita Ortiz? -pregunté a Lucía, ignorando por completo a la rubia.

-Un... un poco, don Sergio.

-¡Oye, cabrón, no me dejes otra vez...!

-Vale, pues baje al lavabo a limpiarse -le indiqué-. Ya ha cumplido usted por hoy.

Mientras, la rubia se restregaba contra mi entrepierna, furiosa e intentando volver a meterse la polla dentro del coño.

-¡Gracias, don Sergio!

-Váyase a la cama y duérmase. Mañana ya hablaremos.

La morenita miró a Cristina con algo parecido al triunfo. Los ojos de la barbie destilaban odio. Sin duda acabaría por vengarse de Lucía. La pequeña se marchó a toda prisa. Ni siquiera se recolocó la ropa.

-Bueeeeeno, señorita Cobaleda, nos quedamos usted y yo, ¿eh?

-Esa zorra me las pagará -declaró, girando la cabeza para mirarme-. Lo sabes. Y ella también lo sabe.

-Relájese, señorita. Usted y yo no hemos terminado todavía.

-Oh, sí, es verdad.

Siguió restregándose la polla entre las nalgas.

-¿Qué se supone que me ibas a hacer, profe? -espetó con desafío- ¿Romperme el culo, era? ¡Pff! ¡Hazlo! Me da igual...

-Se lo voy a abrir, se lo voy a llenar de leche y luego gemirá cuánto le ha gustado.

-¡Ni en tus sueños!

Tiré de nuevo de su preciosa melena rubia. Se quejó de placer.

-Comprobémoslo, señorita Cobaleda.