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Experiencias de un profesor (2: Elena Castrillo)

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1: Presentación.

 

Saludos a todos. Si disfrutasteis de mi primera experiencia como profesor, espero que también lo hagáis con las demás.

Tras mi primer día en el colegio tuve que armarme de valor y paciencia. Mi formación siempre había venido del sector público, desde parvulitos a mis postgraduados. Debido a ello siempre había tenido un "ligero" prejuicio por la enseñanza privada. Los alumnos de la pública veíamos a los uniformados colegiales como niños y niñas de papá. Ricos, soberbios y alelados que no sabían ni hacer la "O" con un canuto, que chuleaban de deportivas o de vaqueros que sólo existían en nuestra imaginación. Con los años, esos prejuicios se fueron mitigando, claro. Uno crece, madura y se da cuenta de que tales pensamientos no son correctos. Aún así, ya como profesional de la enseñanza, he podido comprobar que algo de aquel prejuicio si que era cierto.

Durante el primer trimestre de aquel primer año de profesor pude corroborar que en las clases seguía existiendo el mismo número de imbéciles, de prodigios, de pardillos y de populares que en cualquier otro centro. Las únicas diferencias con la enseñanza pública eran que los "chicos populares" eran más chulos y creídos en la privada que en la pública, y que los que venían de familias sin demasiados recursos se esforzaban aún más por sacar buenas notas. Después de todo, si conseguían calificaciones de matrícula, la inscripción para el siguiente curso se reduciría en proporción.

Este "estudio", por llamarlo de alguna manera, veía reducido su significado por el hecho de que sólo daba dos asignaturas a dos cursos diferentes: "Ciencias de la Tierra y del Medio Ambiente" a 1º de Bachillerato y "Biología y Geología" a los de 4º de ESO. La estadística no era muy de fiar, pero podía darme una idea de cómo estaba el percal.

Como decía, me encontré de todo. En la clase de 4º, con los alumnos, había una chica llamada Cristina Cobaleda. Era la "popu" de la clase. Bueno, del curso entero. Alta, delgada, bien desarrollada, rubia de pelo largo y ojos verdes. La típica colegiala de las series americanas, vaya. Tenía toda una corte de chicas a su alrededor que le reían cualquier gracia y le hacían cualquier favor. Se las arreglaba para parecer una loba con piel de cordero. Era provocativa y provocadora, y ya me extenderé con ella en otro momento. Pero quiero contaros, brevemente, una de sus tantas salidas de tono para que podáis apreciar el tipo de chavales que rondaba por aquellas aulas.

Estaba yo enseñándoles a los chavales los minerales típicos. Frente a cada uno había una pequeña cajita con un mineral dentro. Eran ejemplares de buen tamaño, por lo que los alumnos podían experimentar con ellos y anotar en un papel las diferentes características que yo les iba pidiendo: color, dureza y demás. Lo típico, vamos. Todo el mundo hace siempre la gracia con la halita, la sal común mineral. Todos los alumnos, yo incluido, le dan un pequeño lametón para comprobar las palabras del profesor: efectivamente, está salado.

El tema está en que cuando le llegó este mineral a Cristina, aprovechando que yo estaba detrás de ella y mirando hacia la parte de atrás de la clase, empezó a chupar la sal como si fuera una piruleta. Yo no me di cuenta hasta que alguno de los alumnos, ya no recuerdo quién, sofocó una risa. Dándome la vuelta, vi lo que la muy zorra estaba haciendo. Es más, tenía el cuerpo algo girado y las piernas semiabiertas, y miraba a Manuel Gallego, el que se podría decir era el pardillo de la clase. El chaval la miraba con la boca abierta, y casi podía escuchar cómo su baba caía al suelo y empezaba a formar un charco. "Jodida guarra", pensé. Si algo me reventaba, y me sigue reventando todavía, es que se propasasen con los débiles e inadaptados. Que el chico tenía menos gracia social que un tablón de madera era algo que estaba claro, pero no era nada correcto el reírse de él de aquella manera. Sobre todo porque, además, se le notaba de lejos que se mataba a pajas en su casa sin haber besado nunca a ninguna chica.

Por un momento me embargó la ira, pero pensé en darle una pequeña lección a la ricura de niña. Como estaba solamente a un par de metros de ella, pude acercarme por detrás mientras continuaba con sus lascivos lametones. Una de sus compinches intentó avisarla con aspavientos, pero ella había entornado los ojos y se pasaba un dedo entre los pechos, por encima del jersey del uniforme. Anduve deprisa pero con sigilo, hasta que tuve mi cabeza a poco más de un palmo de la de ella.

-Tal vez la señorita Cobaleda prefiera mostrar sus habilidades linguales en clase de "Lengua y Literatura" en vez de en la mía -dije, alzando la voz-. Estoy seguro de que la Hermana Ascensión encontrará sus demostraciones de lo más instructivas…

La muchacha, claro, se sobresaltó y dejó caer el mineral al suelo. Los alumnos se rieron y ella se colocó mirando al frente y con las piernas cerradas. Yo me agaché a recoger la halita, la limpié con la manga de mi camisa y se la devolví, mirándola con severidad. La mirada de odio que me dirigió después me fue muy gratificante, como más tarde le comentaría a mi amiga Beatriz. Ella ya me había avisado del comportamiento díscolo de la chica, pero hasta ese momento no la había visto en acción. Toda una pieza, desde luego. El curso siguiente la volvería a tener de alumna, y entonces sí que creo que aprendió que no se debe jugar a ser el amo sobre los débiles…

Pero me estoy adelantando de nuevo.

Dejadme hablaros, en cambio, de Elena Castrillo, alumna mía de 1º de Bachillerato.

Elena era la típica chica que procuraba pasar desapercibida. No es que fuera fea, sino todo lo contrario: de mi misma altura, con pocas curvas pero que adelantaban lo que estaba por venir en un par de años, de rostro bonito y larga melena castaña sujeta por una coleta. Sabía que era muy buena estudiante, ya que yo siempre me informo sobre los progresos académicos de mis alumnos, y desde luego que en clase lo demostraba. Era muy aplicada y siempre sacaba buenas notas en todas las asignaturas, desde "Religión" a "Matemáticas", pasando por "Educación Física" o "Inglés". No se relacionaba con las populares de su curso, sino que sus amigos eran chicos y chicas tranquilos y hasta normales. Casi llegaba a ser del tipo modoso y tímido.

Lo que quiero contaros ocurrió a finales del segundo trimestre de aquel primer curso, durante los exámenes trimestrales.

En aquel centro escolar era política común el cerrar las aulas mientras durase el examen en cuestión. Después de que se repartieran las hojas de exámenes, el profesor cerraba con llave la clase y nadie entraba o salía hasta que sonara la campana. Nada de apretones repentinos, ni de mareos ni de gaitas. Si el alumno llegaba tarde y se encontraba con la puerta cerrada, se consideraba que no había querido presentarse, por lo que se llevaba un "No Presentado" y una falta de asistencia, con el correspondiente aviso a sus padres. Quedaba luego a criterio del profesor si le daba la oportunidad de hacer el examen al día siguiente, pero, por lo que me estuve informando, las Hermanas no veían con buenos ojos ese comportamiento. No es que estuviese prohibido, pero la puntualidad y la disciplina eran se fomentaban con dureza en el colegio y era algo evaluable.

El caso es que eran las 11 de la mañana y mis alumnos de 1º de Bachillerato tenían su examen de mi asignatura. Cuando sonó la campana, los chicos y chicas entraron en la clase, se sentaron y yo repartí los exámenes. Me fijé en que Elena no estaba, lo cual me daba bastante pena, porque la chica había tenido una nota excelente la evaluación pasada y aquel "No Presentado" iba a pesarle en su expediente. Esperé cinco minutos a ver si aparecía, simulando estar ocupado colocando mis papeles. Al final no puede esperar más y tuve que cerrar con llave la puerta. El examen dio comienzo.

Incluso antes de sonar de nuevo la campana me di cuenta de que varios habían decidido que no iban a aprobar y habían dejado de escribir. No podían salir, así que se dedicaban a mirar al techo, remoloneando en silencio. Cuando faltaban diez minutos les avisé del tiempo, y muchos se apresuraron a terminar el examen. Odio corregir exámenes. Muchos de los alumnos no saben ni media regla gramatical, se inventan palabras que no existen y escriben la mitad de las demás con alguna falta de ortografía. Dejando aparte, claro, que los párrafos finales suelen tener una caligrafía digna de médico, de lo ilegibles que son. De todas maneras el examen no era de escribir mucho. Quince preguntas cortas con el espacio para contestar acotado por mí. El que sabe de lo que habla va al grano y sabe resumirlo. El que se lía a escribir novelas es que no tiene ni puñetera idea de lo que se le pregunta o se quiere hacer el listo. Y eso, junto con las faltas de ortografía, es penalizable.

Al sonar la campana los alumnos se levantaron y me entregaron los exámenes. Abrí la puerta y salieron desordenadamente y comentando el examen. La mayoría estaban contentos con cómo lo habían hecho, así que sonreí mientras acaba de ordenar y recoger los exámenes. Me senté en mi asiento a ojear alguno de ellos por encima. Como me temía, había alguno que no conocía la existencia de las comas. Gimiendo para mí, me dispuse a guardarlos en mi cartera. No tenía nada más que hacer en el colegio aquella mañana, así que había quedado con mi amiga Bea para tomar un café en un bar cercano. Cuando conseguí cerrar la cartera, ya que es algo vieja y tiene un cierre temperamental, levanté los ojos y me sobresalté al ver que frente a la mesa del profesor estaba Elena Castrillo.

Llevaba la mochila colgada sólo de un hombro y sujetaba contra su pecho una carpeta forrada con fotos de gatitos y perritos. Me miraba con timidez desde fuera de la tarima y creo que debía haber entrado nada más salir los demás. Era tan silenciosa que ni siquiera me había dado cuenta de su presencia.

-Don Sergio… -dijo, con voz trémula, como si pensara que la iba a castigar por no haber estado presente durante el examen. La verdad es que la encontré adorable.

-Señorita Castrillo -dije yo-, la he echado de menos esta hora. ¿No se acordaba de que hoy había examen?

-Sí, señor, lo sabía, pero es que perdí el autobús. Siento no haberme presentado.

Al momento supe que era mentira. La chica debía estar en el colegio a las 9 de la mañana, al igual que todos los de su curso. Si hubiera perdido el autobús habría llegado tarde a la primera hora, no a la tercera, que era cuando tenía el examen. Sí que hubiera podido ser que se quedara en casa repasando y se le fuera la hora.

-Lo lamento mucho, señorita Castrillo -dije, suspirando-. Estoy seguro de que habría hecho un buen examen, como es su costumbre, de haber estado.

Me levanté del asiento, cogiendo la cartera con el mismo movimiento. Estando yo sobre la tarima y ella no, todavía la podía mirar desde arriba, reforzando mi postura de autoridad con la altura.

-¿No podría usted hacerme el examen mañana? Le juro que he estudiado y que si no he venido no ha sido porque no me lo supiera -se apresuró a decir, al ver que yo hacía ademán de marcharme.

-Mmm… Pero usted sabe que no puedo tratar a un alumno con ningún tipo de favoritismo, señorita Castrillo.

La sonreí con paternalismo y volví a girarme, dispuesto a irme del aula. Rápidamente, ella se puso delante de mí, obligándome a parar si no quería chocar con ella.

-Se lo pido por favor, don Sergio -me suplicó-. Dígame usted cuándo lo conviene, incluso ahora mismo si no tiene nada que hacer. Necesito una buena nota, señor, por favor -sus ojos estaban ligeramente humedecidos.

Hice que me lo pensaba, frunciendo el ceño y pasándome la mano por la perilla. Al final sabía que iba a acabar accediendo, pero tenía que hacerme de rogar. Por las apariencias, ya me entendéis: nada de favoritismos.

-De acuerdo, señorita Castrillo -dije, y a ella se le alegró el rostro-. Pero ahora mismo he quedado, así que esta mañana no podrá ser.

-¡Muchas gracias, don Sergio!

-Y mañana… No, mire, mejor esta tarde.

-¿Esta tarde, señor? -me miró extrañada. Seguramente la última vez que estuvo en el colegio por la tarde fue a los 11 años.

-Sí, esta tarde -la verdad es que ya empezaba a maquinar un plan. Verla toda preocupada, con su peculiar manera de ser, tímida y apocada, me estaba levantando la libido-. Pensaba tomármela de relax, pero de esta manera aprovecharé e iré corrigiendo algunos de los exámenes de sus compañeros. Pero tiene que entender una cosa -añadí, levantando el dedo índice.

-¿Qué, señor? -me miró, recelosa.

-En esta institución se da mucha importancia a la puntualidad. Casi se podría decir que es una de sus señas de identidad, ¿me entiende, señorita Castrillo? -ella asintió, dubitativa, sin saber a dónde quería llegar-. Las Hermanas esperan que su comportamiento sea castigado.

-¿C-castigado? Pero yo…

-Tiene que entender -corté sus balbuceos- que una falta de asistencia es algo grave. Y una falta de asistencia a un examen todavía lo es más -volvió a asentir, volviéndole a brillar los ojos por las lágrimas. Pobre, pensaba que la estaba echando un rapapolvo-. Para cubrir las apariencias ante las Hermanas, tendré que aumentarle la dificultad de la prueba, señorita Castrillo.

-B-bien, claro. Como u-usted crea conveniente…

-No se preocupe -le sonreí-. Creo que sacará una buena nota. Se nota que usted se las gana con su trabajo.

-Ajá -asintió una vez más, esta vez sonriendo levemente-, y ¿a qué hora me paso, señor?

-Pues -miré mi reloj-, estése a las 6 en la puerta del patio. Me reuniré con usted allí, ¿le parece?

-Si, señor. De verdad, ¡muchas gracias, don Sergio!

Se giró con un revoloteo de su faldita. Durante una fracción de segundo pude contemplar sus muslos. La chica era bastante delgada, pero no cabía duda de que sus formas eran atractivas. No sabía por qué no me había fijado en ella antes. Bueno sí, lo sabía. Es normal que uno se fije más en los pendones que van de putas lujosas que en las apocadas que no muestran su sexualidad incipiente. O no tan incipiente.

Salí del colegio y me fui con Bea a tomar un café. Café que al final se convirtió en un par de cañas. Le comenté el tema de Elena Castrillo y lo que pensaba hacer. Ella sólo me dijo que lo más probable es que no necesitara complicarme la vida, sonrió, y me volvió a recomendar que fuera precavido. Este tipo de aventurillas no eran del todo raras, pero siempre convenía que nadie se enterara.

-¿Ni siquiera tú? -le pregunté, riendo.

-Hombre… -su sonrisa se hizo más pícara-. Si instalas una cámara…

-¡Vaya ocurrencias! -protesté-. Ni que tuviera tiempo.

-Seguro que ya se te ocurrirá algo.

-¿Tanta curiosidad tienes?

-Anda, claro -susurró, pícara-, nunca me pierdo nuevas experiencias…

-Tus experiencias seguro que son para verlas -dije, mirándola con burla.

-Si quieres -contestó Bea, guiñándome un ojo sin hablar totalmente en broma-, un día te invito a una…

Nos reímos, nos terminamos las cervezas y nos fuimos cada uno a nuestras respectivas casas a comer. Siempre veo el telediario mientras como. Me gusta enterarme de lo que sucede en el mundo y además me hace compañía, pues mi novia come cerca de su puesto de trabajo. Pero aquel mediodía no pude distraerme con la tele. No hacía más que pensar en cómo se había movido la falda de la joven Elena, mostrándome los tiernos muslos que escondía debajo de la tela. Desviándome de ensoñaciones, confeccioné un examen para la chica algo más complicado que el que había puesto por la mañana. Es cierto que tenía que cubrir las apariencias con las monjas que dirigían el colegio, pero también era cierto que estaba seguro de que Elena se iba a ganar la matrícula de honor. Pensaba ocuparme de ello.

A las 5:45 de la tarde estaba ya en la puerta designada. En el patio estaban los alumnos de actividades extraescolares. Baloncesto, sobre todo. Los equipos de basket del colegio aquél eran bastante buenos, y solían sobresalir en todas las modalidades. Además, soy bastante aficionado a este deporte, que no es que lo juegue, dada mi altura. Así que me entretuve mirando los progresos de los entrenamientos.

A las 5:55 apareció Elena Castrillo doblando una de las esquinas del edificio. Seguía llevando su uniforme, cubierto por una chaqueta, su mochila y su ridícula carpeta de cachorritos. Iba mirando al suelo, pensativa, aunque de pronto recordé que lo normal es que la chica siempre fuera cabizbaja, sumida en sus pensamientos. Cuando llegó a la puerta levantó la vista y se sobresaltó ligeramente, de una manera que encontré muy atractiva, al verme junto a la puerta, cubierto por mi gabardina y con la cartera de la mano. Le sonreí y le di las buenas tardes.

-Buenas tardes a usted también, don Sergio -contestó. Parecía algo nerviosa, pero logró sonreír.

-No se preocupe, señorita Castrillo -le consolé-. Sacará una buena nota. Si me acompaña… -añadí, haciendo ademán de que me siguiera.

Entramos en el colegio propiamente dicho. En los dos primeros pisos se oían algunos ecos de voces, procedentes seguramente de las aulas de los pequeños. Algunos alumnos de Primaria recibían clases de inglés suplementarias como actividad extraescolar. O tal vez fuera catequesis, o alguna otra cosa similar. Al subir las escaleras hasta mi clase y mi despacho, en cambio, enseguida se notaba el silencio. Allí no había nadie, y casi se podía pensar que la chica y yo éramos las únicas personas en todo el edificio. Perfecto para lo que tenía en mente. Nada más abrir la puerta de mi clase, indiqué a Elena que se sentara. Ella fue a sentarse en su sitio habitual, más allá de la mitad de los pupitres, pero yo la indiqué que se pusiera más cerca, señalándola una silla cercana a la tarima sobre la que estaba la mesa del profesor.

-Sé que no va a hacer trampas, señorita Castrillo, pero… -me encogí de hombros- vale más prevenir que curar, ¿no cree?

Ella sólo asintió. Colgó su chaqueta de la silla y dejó la mochila y la carpeta en el suelo mientras yo colgaba mi gabardina en mi despacho. Al salir yo, ella sacó su estuche y me miró, expectante. Yo abrí mi cartera y saqué el examen. Se lo di y le dije que tenía una hora a partir de aquel momento. Luego saqué el resto de exámenes de la mañana y me puse a corregir. Nada más ver el primero ya me llevé una mano a la cabeza. Y eso que mis exámenes no son difíciles si se sabe pensar un poco…

Al cabo de unos minutos levanté la vista y me fijé en mi alumna. Allí estaba, mordiendo el bolígrafo en una mueca de concentración, leyendo con atención las preguntas. Movía las piernas, separando ligeramente las rodillas y volviendo a juntarlas. Yo me quedé como hipnotizado mirándolas. Al no hacer ya tiempo frío, en vez de las medias llevaba calcetines largos, justo por encima de las pantorrillas. La piel de sus piernas era algo pálida, pero se adivinaba tersa y suave. Mientras ella escribía, seguía moviendo las rodillas, y yo seguía mirando entre ellas. La posición del pupitre en el que yo le había indicado que se sentara no era nada arbitraria: en aquél lugar yo disfrutaba de una excelente visión de toda ella. Al mover las rodillas, el bajo de la falda se le iba subiendo poquito a poco. Con una lentitud exasperante pero constante, cada vez veía más centímetros de su piel. Por supuesto, llegó un momento en que ya no subió más, y yo debí hacer algún ruido, tal vez un leve resoplido de frustración, porque noté que levantaba la cabeza y me miraba. Me sonrió, nerviosa, y al instante volvió a concentrarse en la escritura.

Yo notaba que mi polla había ido despertándose durante aquel proceso, y tuve que recolocármela disimuladamente, pues empezaba a hacerme algo de daño por la posición en que estaba. También me di cuenta de que había garabateado algo y vi, con horror, que había puntuado con la máxima nota, y sin darme cuenta, una pregunta cuya respuesta no tenía ningún sentido. Taché lo que había escrito, puse un 0 y volví a levantar la mirada.

Enarqué una ceja al comprobar que Elena había dejado que su cuerpo resbalase ligeramente por la silla, con la consecuencia directa de que su falda se había subido unos centímetros más. Si la alumna hubiera abierto más las piernas, yo le habría visto perfectamente la ropa interior. Entonces, como con un descuido, la tímida Elena se pasó una mano por la piel del muslo izquierdo, como rascándose. Con el mismo movimiento, separó un poco más la falda, permitiendo que sus piernas se movieran con mayor libertad. Al hacerlo, me fijé con sorpresa en su ropa interior, a la que mi vista ya tenía acceso. Nada de braguitas blancas e inocentes. No. La tímida, modosita y apocada señorita Castrillo llevaba ropa interior negra y semitransparente. Tanto que, cuando ella dejó las piernas abiertas un par de segundos de más, se podía ver a través de ella la sonrosada piel de su pubis, depilado.

Entonces me di cuenta de varias cosas. Me di cuenta de que mi polla estaba más tiesa que un palo. Me di cuenta de que Elena había levantado la vista, y que me miraba, mordiendo distraídamente el bolígrafo. Y me di cuenta de que si en un principio mi plan era aprovecharme un poco de la alumna, ¡en aquel momento la alumna intentaba seducirme a mí! Me mostraba lo que ocultaban sus piernas lo suficiente como para estar segura de despertar mi interés… "Joder con la señorita Castrillo, la tímida".

Bien, hasta entonces tenía pensado un plan, tal vez algo maquiavélico, pero que seguramente me supondría alguna satisfacción. Pero en aquel momento ya no me hacía falta. Sonreí para mí mientras la chica seguía escribiendo el examen a la vez que jugueteaba con el bajo de su falda, ahora subiéndolo, ahora tapándose. Decidí que dejaría que ella siguiera con su juego. Seguramente no se detendría en enseñarme distraídamente sus bragas, sino que iría a más para asegurarse de que le otorgaba una muy buena calificación. No sabía hasta dónde estaba dispuesta a llegar, pero de lo que sí estaba seguro es que, visto el panorama, no iba a dejar que se detuviese hasta que yo obtuviera lo que deseaba. Y en ese momento lo que más deseaba era tener sus piernas rodeándome la cintura mientras la penetraba, con una de mis manos agarrándola con fuerza uno de sus pequeños pechos…

A la media hora de examen, yo seguía haciendo como que corregía mientras le seguía el juego a mi alumna, lanzando miradas subrepticias a su entrepierna. Ella parecía pensar que me tenía cogido, porque hasta se permitió sonreír mientras llevaba una mano hasta su ropa interior y la movía, como acomodándola, permitiéndome ver durante un breve instante sus labios vaginales. Yo no pude evitar pasarme la mano por los pantalones, sobre mi polla. Llevaba una erección de escándalo.

Eso sí, la jodida niña se llegaba ya por la penúltima pregunta. No sé qué es lo que estaría escribiendo, pero la verdad es que me sorprendía el hecho de que contestara a todo el examen, no dudé de que de forma bastante correcta, a la vez que intentaba seducirme. Llegó a la pregunta quince, la última. Se trataba de dibujar un esquema del ciclo del carbono en la naturaleza y de responder a una breve serie de cuestiones, si bien algo difíciles, sobre el mismo. Entonces decidí poner parte de mi anterior plan en funcionamiento.

Me levanté de mi asiento, bajé de la tarima y me dirigí hacia ella. La chica levantó la vista y, al verme, me dirigió una sonrisa coqueta.

-¿Qué tal lo lleva, señorita Castrillo?

-Bastante bien, don Sergio. Creo que terminaré antes de tiempo.

Me puse detrás de ella para otear lo escrito. Desde donde estaba me llegó el olor de su cabello y a algo más. Tal vez perfume, aunque no supe discernir cual, ya que nunca se me dio bien distinguir entre las diferentes marcas.

-Veo que ya se llega por el esquema… -comenté.

-Sí señor, aunque -levantó la cabeza y la giró para mirarme directamente- no sé si me va a caber entero dentro de este espacio.

Casi estuve a punto de reírme por el evidente doble sentido de sus palabras. Me miraba con sus ojos marrones totalmente abiertos, poniendo cara de pena y con los labios ligeramente entreabiertos. En aquel momento pensé que, si bien necesitaba pulir su actuación, en unos años sería capaz de hacer que cualquier hombre se pegara con quien fuera por llamar su atención.

-Bueno, señorita Castrillo -dije, pensativo, mientras me pasaba la mano por la perilla-, la verdad es que puede que tenga razón. Si va a dibujarlo con exactitud es probable que no le quepa…

-¿Entonces qué hago, señor?

-Pues no sé… -aunque sí lo sabía. El espacio estaba reducido aposta para que no entrara entero-. Mire, ya sé lo que vamos a hacer. Lo dibujará en la pizarra, así tendrá usted el espacio suficiente. De paso -añadí-, tal vez le haga después la última parte de forma oral.

-¿Oral, don Sergio?

-Sí. Así podré irle corrigiendo el examen según vaya respondiendo.

Me eché para atrás para permitir que se levantara. Ella lo hizo con un exquisito y felino movimiento, ajustándose después la falda. Elena fue hacia la pizarra, subiendo a la tarima, y me fijé con satisfacción en que se había subido ligeramente la cintura de la prenda. Al llegar, cogió una tiza y se dispuso a dibujar el esquema. Yo volví mientras tanto a mi asiento, a fingir que seguía corrigiendo. En cuanto me senté y la miré, me di cuenta de que parecía dubitativa. Evidentemente no llegaba bien a la parte de arriba de la pizarra para poder escribir.

-Don Sergio…

-Sí, señorita Castrillo, ¿qué sucede?

-Para poder dibujar el esquema completo necesito llegar mejor arriba…

-Entonces tiene mi permiso para coger una silla y subirse a ella -le indiqué, señalando con la mano hacia los pupitres-. Si necesita algo más no dude en avisarme.

-Gracias, señor.

Ella hizo lo que le había sugerido y fue a por una silla. Al subirse a ella se inclinó levemente hacia delante. Desde mi posición no podía verlo, pero estaba seguro que desde cualquier otro punto de la clase tendría una estupenda visión de su culito. Según iba dibujando, Elena tenía que bajarse una y otra vez de la silla para moverla a lo largo de la pizarra. Cada vez que lo hacía, su falda revoloteaba. "Mierda", me maldije. Tendría que levantarme y ponerme en otro sitio, tal vez con la excusa de coger su examen.

Así que lo hice. Al volver a levantarme, ella se giró, me sonrió, y siguió a lo suyo. Yo fui despacio hasta su pupitre, echando miradas hacia atrás para ver sus piernas. Cuando llegué, cogí distraídamente las hojas que había escrito. Su caligrafía era bonita y fácilmente legible, y había aprovechado muy bien el espacio disponible. Al levantar la vista estuve a punto de dejar caer los folios.

Elena, en el anterior traslado de silla, la había colocado diestramente alejada de la pizarra, de tal manera que tenía que inclinarse aún más. No sólo eso, sino que también se había ido subiendo el vuelo de la falda. Podía ver perfectamente que no es que llevara braguitas transparentes, sino que lo que llevaba puesto era un tanga. Además, con su posición podía verle perfectamente las nalgas. Antes había pensado que estaba un poco delgada, pero lo cierto es que su culito tenía la forma perfecta. La piel parecía efectivamente tersa y suave, sin ninguna imperfección, con un color sonrosadito pero claro. No pude evitar, de nuevo, tocarme la polla. Con el movimiento empujé un poco la mesa, por lo que ella se volvió.

-¿Se ve bien desde ahí, don Sergio?

"Jodida niña". Incluso estaba sacando más su culito, para que yo no me perdiera nada del panorama.

-Lo está haciendo muy bien, señorita Castrillo. Continúe, por favor.

A los dos minutos exactos, Elena se giró una vez más. Yo no me había movido del sitio.

-Don Sergio, no puedo llegar muy bien arriba del todo para escribir el rótulo éste -señaló una de las flechas del esquema-. Si me pongo de puntillas podría caerme.

-Usted escríbalo mientras yo la sujeto, señorita Castrillo.

Perfecto. Me había comido la cabeza para verle las bragas, y algo más, a una de mis alumnas, y ahora ella me ofrecía sujetarla mientras, por accidente, la acariciaba. Volví hacia la pizarra.

-Gracias, señor.

Al llegar, la sujeté de la cintura y ella se puso de puntillas sobre la silla. Su culo estaba a la altura de mi pecho. Si bajaba la cabeza podría incluso lamerle la piel de las nalgas.

-¿Podría auparme un poco, por favor? -me pidió-. Así llegaría mejor.

Nunca lo había pensado detenidamente, pero lo cierto es que las pizarras de aquel colegio me parecían excesivamente altas y largas. Supongo que era para que los alumnos se sintieran pequeños e intimidados. La aupé sin ningún problema, ni moral ni físico, bajando las manos hasta debajo de sus caderas. El movimiento le subió aún más la falda y dejó su culo a la altura de mis ojos. Sí que era perfecto. La chica se había lavado a conciencia, y su aroma era embriagador. Tuve que resistirme a hundir la cara entre sus nalgas para arrancarle la delgada tira de tela de su tanga con los dientes. Desde luego, mi tremenda erección no ayudaba en nada a controlar mis impulsos.

-Tiene las manos frías, profesor -dijo ella, haciendo que me envarara. No la estaba tocando la piel, por lo que no podía conocer la temperatura de mis manos, pero en el momento supe que en realidad me estaba invitando a tocarla.

-¿Usted cree? -pregunté, bajándola un poco para poder agarrarla con un solo brazo sin que mi cara acabara sobre su culito y así liberar una mano. Ahora sí que su falda estaba totalmente subida. La goma del tanga se apretaba contra la suave piel de su cintura. Con la mano libre la toqué la cadera desnuda, y ella dio un respingo-. No sé, tal vez sea por la temperatura de la clase. Ya sabe que las Hermanas ahorran en calefacción…

Bajo mis dedos su piel era tan suave como me imaginaba. A sus tiernos añitos, no recuerdo la edad exacta, Elena tenía todavía esa textura tersa tan agradable. Lentamente fui moviendo la mano, al ver que ella no protestaba, de la cadera al muslo, apretándolo suavemente. Por fin me acabé atreviendo y, levantando su cuerpo, pegué mi nariz a su culo, inspirando profundamente. Olía de maravilla. Su sexo estaba tan cerca de mi boca que no tenía más que sacar la lengua para tocar la tela que lo cubría.

-Pues sí creo que las tiene frías, don Sergio -dijo la alumna, con voz suave y pausada, pasados unos largos y muy excitantes segundos-, pero lo cierto es que son muy agradables.

-¿Se lo parecen, señorita Castrillo? -dije yo, separando mi rostro de sus preciosas nalgas. Mi mano libre continuaba acariciándola suavemente el muslo.

-Sí, señor -contestó-. Ahora ya puede bajarme, que ya he terminado con lo de arriba del todo. Pero siga sujetándome, por si acaso, hasta que termine.

-Claro, señorita, todo con tal de que realice bien el examen.

La bajé, pero mantuve las manos en sus caderas desnudas. La tela de la falda también había bajado, así que la sostuve para no dejar de ver su culito. Mientras ella escribía con la tiza, yo acariciaba sus muslos y sus nalgas. Llegó un momento en que incluso las separé para apreciar mejor lo que escondían. Ella volvió a inclinarse, facilitándome la tarea. Dejé al descubierto la delgada tela, que cubría pero dejaba intuir su ano y que se metía ligeramente entre sus labios vaginales.

Me di cuenta de que Elena había parado de escribir y había doblado un poco las piernas. Efectivamente me estaba ofreciendo su sexo. Hice algo más que mirarlo, y pasé la lengua por encima del tanga, de adelante hacia atrás, presionando ligeramente sobre la entrada de su coñito y sobre su ano. Ella dejó escapar un suspiro. Repetí el movimiento cinco o seis veces, hasta que noté el ácido sabor de sus fluidos vaginales a través de la tela. Entonces aparté levemente la tela con la lengua para recoger mejor su humedad. Su coñito era muy suave y estaba recién depilado. Cuando conseguí que mis lametones la hicieran jadear, paré y me separé de su culo, aunque sin dejar de sujetarla.

-¿Ya ha terminado con el esquema, señorita Castrillo? -menos mal que no había dejado de sujetarla, porque cuando me separé se tambaleó un poco.

-Sí… sí, señor. ¿Le… le parece bien hasta ahora lo que he… he hecho?

-Por ahora sí, señorita Castrillo -contesté, girándola hacia mí. No dejé que su falda cayera, por lo que ante mí tenía su coñito cubierto por el tanga transparente-. Creo que podemos seguir con la parte oral, entonces.

-Como usted… como usted desee, don Sergio.

Con una mano aparté la tela que cubría su coño, dejándolo bien a la vista, mientras que con la otra le apretaba el culo y la atraía aún más hacia mí, agachándome para llegar mejor. Posé mis labios sobre su sexo, y ella puso sus manos sobre mi cabeza, para que no me separara. Entreabrió las piernas un poco, de tal modo que mi lengua tenía campo libre por todo su rosado y húmedo coñito. Empecé lamiendo sus labios mayores, pero poco a poco introduje la lengua entre ellos. No toqué su clítoris todavía, sino que me entretuve con sus húmedos pliegues.

Con un gemido semi-ahogado, sus manos me apretaron más fuerte, revolviendo mi pelo en el proceso y haciendo que mi lengua se metiera un poquito en la entrada de su coño. Jugué unos minutos de esa manera. La otra mano acariciaba y apretaba consecutivamente su culo, aunque llegué a meter mis dedos entre las nalgas hasta rozar con ellos el ano de la chica.

Volví a parar, y noté que se agitó de frustración. Todavía no iba a conseguir más. Iba a hacer que me lo pidiera antes de darle lo que realmente quería.

-Creo que todavía podría mejorarlo, señorita -dije al separarme, mirándola desde abajo.

-Sí, sí. Puedo… hacerlo.

-Su nota puede depender de cómo responda al examen oral, señorita Castrillo.

Sin soltarla el culo la bajé hasta la tarima con una sola mano. Mi otra mano fue hasta su camisa y, mirándola muy seriamente, comencé a desabotonarla. Ella simplemente se dejó hacer. Cuando terminé de desabrocharla la camisa, la abrí y vi que llevaba un sujetador de encaje también semitransparente. Liberé una de sus tetitas, pequeña como me había imaginado pero bien formada, y acerqué mi boca a él, rodeando la areola de su pezón con la lengua pero sin llegar a tocarla. De nuevo jadeó levemente. Cuando sus jadeos subieron de tono y ritmo, apliqué mi boca directamente sobre su pezón, pequeño y tieso, y lo mordí con suavidad. Con un gemido me volvió a sujetar la cabeza, obligándome a seguir chupando y mordiendo, cada vez con más fuerza, pero no tanta como para llegar a hacerle daño. Le saqué también el otro pecho, y procedí con ella de igual manera.

Entonces cogí una de sus manos y la llevé a la bragueta de mi pantalón. Ella comprendió enseguida y bajó la cremallera. Metió su mano, bajó la goma de los calzoncillos y dejó al descubierto mi polla, la cual agradeció la liberación. La pequeña mano de Elena comenzó a acariciarla, primero suavemente, pero luego en una clara masturbación. A los pocos segundos separé mi cara de su pecho y me incorporé, poniéndome de nuevo a su altura. Ella tenía los ojos entrecerrados, y llegó a ofrecerme su boca. Yo me incliné, pero no llegué a besar sus labios, que ella había abierto, sino que me detuve a escasos centímetros de ellos.

-Todavía no ha terminado la parte oral, señorita.

Ella sonrió, traviesa, abriendo los ojos y mirándome profundamente.

-Como quiera, don Sergio. ¿Le parece bien aquí mismo, o he de volver a mi asiento? -preguntó, sin dejar de masturbarme.

-No es necesario que se mueva, creo yo.

-Claro, señor.

Se agachó hasta ponerse de rodillas, sin soltarme la polla, con la boca justo a la altura de mi glande. Primero lo miró, sopesando el tamaño de mi sexo. No es que la tenga descomunal, pero desde luego que estoy algo por encima de la media a ese respecto.

Entonces abrió la boca y, con la lengua, fue recorriendo toda su longitud. No pude evitar estremecerme. Jugueteó con el glande, con el frenillo, con los testículos, hasta que finalmente se la introdujo en la boca, apretando suavemente con los labios. Al principio sólo se metió dentro el glande, pero cuando posé mi mano sobre su cabello se la metió entera. Y cuando digo entera digo totalmente entera. Comenzó entonces a sacarla y meterla de su boca, con unos expertos movimientos que me sorprendieron mucho, aunque tampoco me detuve a pensar mucho sobre ello.

Mantenía la presión exacta de labios y dientes, acompañando el movimiento de la boca con el de su mano. Con la otra me acariciaba los huevos. En un par de ocasiones levantó la vista hacia mí, sin dejar de chupármela, lo que hizo que me excitara mucho más. Lo cierto es que estaba en la gloria.

-Lo hace usted… bien, señorita -jadeé.

-¿Sólo bien, don Sergio? -preguntó, sacándose la polla de la boca y dirigiéndome la mirada más lasciva que me habían dirigido hasta entonces en mi vida. El movimiento de su mano era suave pero constante, y yo tenía que hacer esfuerzos para no agarrarla con fuerza de la coleta y follarme su boquita.

-Muy bien… señorita -jadeé de nuevo-. Muy bien. Continúe, por favor.

Sin dejar de mirarme siguió chupándomela, haciéndome una mamada de campeonato, digna de la mejor actriz porno. Mis jadeos aumentaron de ritmo. Ella lo notó y empezó a mover su cabecita más rápido, apretando un poco más con los labios. Cuando noté que me venía el orgasmo, la aparté y, agarrándome la polla con la mano, la dirigí hacia sus tetas.

Derramé todo mi semen sobre su piel con un gemido de inmenso placer, empapando sus pequeños pechos con la corrida. Ella se agarró las tetitas, juntándolas y subiéndolas, para así recibir mejor mi leche.

Cuando terminé, ella recogió la corrida con sus dedos y se la fue llevando poco a poco a su boca, relamiéndose mientras me miraba, lasciva. No se dejó ni una sola gota sobre su piel. Tardó casi un minuto, pero acabó llevándosela toda y tragándosela entre sugerentes ruiditos. Al finalizar, volvió a tomarme de la polla y la lamió hasta limpiarla.

Después de eso se quedó en el suelo de rodillas, sentada sobre sus talones, y acariciándose uno de sus pechos desnudos.

-¿Considera -me preguntó, de nuevo adoptando una voz suave y pausada- que he realizado el examen a su entera satisfacción, don Sergio? ¿O cree que tal vez necesito perfilar…?

Elena tenía de modosita lo que yo de camionero. No sabía qué coño hacía cuando no estaba en clase, pero desde luego que no se dedicaba a ver documentales en la tele. Hay cosas que sólo se hacen bien con la práctica. Si ella tenía novio, era un chaval la mar de afortunado.

Inspiré, recobrando el aliento tras la tremenda corrida, y la miré. Tenía la coleta algo deshecha, la camisa abierta y los pequeños pero hermosos pechos fuera del sujetador. La piel brillaba con la humedad de mi semen y su saliva. Sus piernas volvían a estar escondidas bajo su falda de colegiala, pero sabía que tenía que hacer algo para remediar eso. La miré directamente a los ojos.

-Sinceramente, señorita Castrillo, creo que si desea la máxima nota todavía no ha terminado con el examen.

-¿No? -preguntó ella, llevándose juguetona un dedo a la boca y poniéndome de nuevo cara de pena.

-No, creo que no. Levántese -ordené.

Ella obedeció, tapándose recatadamente los pechos con la camisa abierta. La atraje de nuevo hacia mí poniéndole las manos en la cintura. En ese momento sí la besé, mordiéndole los labios entreabiertos. Jugamos con nuestras lenguas unos segundos mientras yo deslizaba mis manos hacia su culo, metiéndolas por debajo de la falda. Agarrándola de las nalgas, la levanté. Ella gimió un poco mientras me seguía besando. Se agarró con las piernas a mi cintura y con las manos a mi cuello. Despacio, la llevé hasta la mesa del profesor, donde la tendí de espaldas y con las piernas totalmente separadas. Fui pasando mi lengua por su cuello, por sus pechos y por su vientre. Fui bajando por su cuerpo hasta su pubis depilado para meter mi cabeza entre sus piernas.

Mientras ella gemía, mi lengua y mi boca se recreaban en explorar su sexo, introduciéndose en todos sus húmedos rincones. Porque Elena no había dejado de mojarse mientras me chupaba la polla. Parece que el dejar que su profesor se aprovechara de ella dentro del aula la ponía cachonda.

-¡Sigue, no pares! -me decía, tuteándome, mientras yo le lamía el clítoris duro y de color rosa oscuro.

La complací, pasando mi lengua por sus pliegues y su clítoris, haciendo alguna corta excursión a la entrada de su coño, bastante dilatado por entonces, y hasta su ano, mientras sus muslos me acogían.

No dejé de comerme ese coñito adolescente hasta que, pasados unos breves minutos, noté que el clítoris se retraía ligeramente, señal inequívoca de que estaba a punto de correrse. Nuevamente me paré, justo cuando ella deseaba que continuara.

-¡No pares, profe, por favor! -me suplicó, empujándome la cabeza contra su coñito y aferrándome con las piernas-. ¡Voy a correrme!

-No -negué, rotundo, a la vez que me desabrochaba el cinturón y me bajaba los pantalones y los calzoncillos-. Quiero que se corra, señorita Castrillo, con los empellones de mi polla.

-¡Lo que sea pero hazlo, joder! ¡¡Ya!!

Tanteé el cajón de la mesa, donde yo había guardado un condón por si llegara el caso. Suerte que fui previsor, porque llevaba tal calentón que en ese momento no me hubiera importado demasiado follármela a pelo, y a la mierda las consecuencias. Pero tenía el preservativo, así que lo abrí y me lo puse, ya que mi polla había decidido acompañarme en el acto y se había repuesto rápidamente de la corrida anterior. Cogí la goma de su tanga y se lo saqué, pues no quería molestias en aquel momento.

Justo antes de penetrarla me pregunté brevemente si la joven alumna era virgen. Pero la verdad es que no me entretuve demasiado con eso. Dirigí la polla hacia su tierno y joven coñito y, de una sola acometida, la penetré.

-¡Ahhhhhh! -gimió, en voz bastante alta y con los ojos completamente abiertos, mirándome.

Durante una fracción de segundo me estuve quieto, sintiendo la presión de las paredes de su vagina contra mi polla. Había entrado bien, así que no, no era virgen. La jodida puta ya se había estrenado antes. Empecé a meterla y sacarla, primero despacio, pero después más deprisa.

-¡Sí! ¡Sí! -jadeaba, entre cortos pero penetrantes gemidos de placer.

Llevé mis manos a sus pechitos, agarrándome a ellos con fuerza para poder seguir penetrándola con dureza. Sus pezones estaban duros como piedras, y sus ojos intentaban centrar su mirada en mí, aunque no lo conseguían del todo.

-Fóllame, joder, fóllame. ¡Más fuerte! -exigía, medio gimiendo y medio gritando-. ¡¡Ahhhh!! ¡Destrózame con tu polla, profe!

-¿Le gusta, señorita Castrillo? -pregunté yo, manteniendo el tratamiento que sabía la ponía caliente-. ¿Le gusta el examen?

Tal y como sospechaba, ella gimió más, hasta que me rodeó la cintura con las piernas, sujetándome para que la penetrara hasta el fondo. Sus manos se aferraron a mis brazos, clavándome ligeramente las uñas.

-¡Sí! ¡Oh, sí! -sus jadeos y gemidos se hacían más entrecortados minuto a minuto-. Creo… creo que… voy a terminaaaaaaAAAAAAAHHHH….

Noté perfectamente cómo el estremecimiento del orgasmo le sacudía. El interior de su coñito se apretó contra mi polla, mejorando la fricción. Sin dejar de moverme, las piernas de mi alumna se cerraron, manteniéndome aprisionado en un lujurioso abrazo. Dejó de agarrarme los brazos, pero no para soltarse, sino para auparse hasta mi torso y abrazarse a mi espalda.

-¡AHHHHH! ¡AHHHHHHHHHH!

Debió tener un orgasmo muy fuerte y largo, porque sus manos me aplastaban contra su cuerpo con movimientos paroxísticos. Por el cambio de posición tuve que dejar de agarrarme de sus tetas. Así que para evitar que cayéramos los dos sobre la superficie de la mesa, llevé mis manos hasta su culo, sujetándome de sus preciosas nalgas. Gimió largamente junto a mi oído, mientras yo seguí follándome su coño.

-Ah… ah… Sigue, profe -susurró, agarrándose a mí-. Córrete en mi coño. Quiero que te vuelvas a correr.

Todavía aguanté un par de minutos más. La posición era muy excitante, yo sujetándola del culo mientras la penetraba el coño, y ella abrazada a mí con brazos y piernas. Todavía gemía, aunque menos que antes. Por fin terminé por correrme por segunda vez. Al hacerlo le mordí el cuello, hincando mis dientes en su piel con fuerza por un instante.

-Sí… Así, profe -murmuraba, sintiendo cómo mi polla latía dentro de ella con cada descarga-. Córrete dentro…

No fue tan buen orgasmo como el primero, técnicamente hablando, pero sí mucho más satisfactorio en cuanto al hecho de que me había follado a la modosita de la clase. Quien había resultado ser una zorrita bien experimentada.

Cuando dejé de sacudirme por el orgasmo, inspiré hondo. Estoy seguro de que, pese a la concentración del momento, llegué a gemir. Después la besé el cuello, casi tiernamente, subiendo hasta llegar a su boca. La de ella sabía ligeramente a semen, y la mía a fluidos vaginales. La mezcla resultó ser algo bastante lascivo, por lo que ella rió y a continuación me apretó contra ella mientras abría la boca para que mi lengua se entrelazara con la suya. Estuvimos comiéndonos la boca varios minutos, ella sentada en la mesa del profesor y yo de pie junto a ella. Por fin me separé de Elena, no sin renuencia.

-Bien, señorita Castrillo -suspiré, posando mis manos sobre sus muslos desnudos-. Creo que el examen ha terminado.

-¿Sí? Vaya -se quejó, dedicándome una sonrisa muy traviesa-, qué pena. Estaba siendo un examen muy bueno, don Sergio. ¿Cree usted que aprobaré o…?

-¿Aprobar? -solté una carcajada, llevando las manos hasta su culo y apretándolo suavemente-. Creo que le pondré el sobresaliente que deseaba.

-¡Oh! Qué lástima…

-¿Lástima? -empezaba a estar sorprendido- ¿Quería más? Sabe que no puedo ponerle la matrícula de honor salvo a final de curso.

-No, si yo me refería a que… -se inclinó hacia mí, hasta que sus labios rozaron mi oreja. También noté su mano agarrándome suavemente la polla, cuya erección ya se había bajado- bueno, tal vez me debiera suspender y así yo tendría que ir a la recuperación…

No pude evitar reírme. Elena Castrillo. Una chica de sobresaliente; nada alborotadora, sino tranquila y tímida en clase; que no se relacionaba con las idiotas y creídas de su curso ni de ningún otro. Elena Castrillo me estaba pidiendo que la suspendiera para así poder repetir la experiencia.

Madre mía…

-Bueno, entiéndame -le dije, sonriéndole con mi media sonrisa-, ya sabe que no puedo suspenderla con tan buen examen.

-¿No?

-No creo, señorita Castrillo. Pero -añadí-, sí que es posible hacerle un examen parecido el trimestre que viene. Incluso puede que desee presentarse al examen final… a subir nota.

Pareció meditarlo, pero la verdad es que ella misma se dio cuenta de que sobraba la actuación.

-¿Subir nota, señor? Claro -asintió, devolviéndome la sonrisa y pasándose una mano por el pelo, totalmente alborotado, intentando arreglarse la coleta-, si usted cree que tengo posibilidades de sacar todavía mejor nota… no dude de que me esforzaré más aún -entonces dejó de sonreír, por lo menos con los labios-. Mucho más.

Enarqué una ceja y asentí, dando mi conformidad. En ese instante supe que tenía ante mí a una zorra, no a un corderito. Por mí, perfecto.

Le ayudé a vestirse, aunque me quedé el tanga como recuerdo. Elena al principio dudó, pero al final me permitió quedármelo. También me dijo, bajando la voz, que esperaba que yo consiguiera más braguitas de ella.

-Los exámenes lo dirán, señorita Castrillo -contesté, llevándome su ropa interior a la nariz para olerla.

Ella me sonrió, prometiendo verme en esas mismas circunstancias no dentro de mucho. Después recogió sus cosas y se fue, aunque antes de cruzar el umbral de la puerta me dirigió una última mirada.

Yo me quedé un rato más así, semidesnudo, disfrutando de la sensación. Antes de subirme los pantalones recordé quitarme el condón, que con la charlita posterior lo había olvidado. Me reí.

Entonces me propuse algo: pensaba recaudar el máximo número de braguitas posibles mientras continuara trabajando en aquel colegio. No sólo de Elena, sino de otras alumnas, ya fueran mías o no.