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Experiencias de un profesor (7: otra vez Lucía)

en Hetero: General

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1: Presentación.

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4: Carola Fabrés.

5: Aitana Villar-Mir.

6: Elena y Aitana.

 

 

 

La mañana siguiente pasó muy despacio. Tenía la cabeza puesta en tantas cosas, ninguna relacionada con dar clase, que se me tenía que notar de lejos. Me había follado a dos de las chicas más buenorras del equipo de voley del colegio, otra chica se había quedado obnubilada y deseaba que me la follara cada dos por tres, tenía a una cuarta chantajeada... y en nada serían cinco a las que me beneficiaría mientras siguiera trabajando en aquel centro.

Mientras explicaba tonterías sin sentido a mis alumnos -y que seguro costarían algún suspenso al final del curso- mi cabeza se puso a trabajar en el material adelantado por la dominada señorita Ortiz. Más webcams, sin duda. Bien escondidas. Tenía que inspeccionar el lugar antes de nada. ¿Mi pequeña putilla? Sin duda la zorra de Cristina Cobaleda le tenía comido el seso de alguna manera. ¿El conserje? Sin duda. Me extrañaba que el viejo verde, tan enterado como estaba de lo que sucedía en el edificio, no supiera nada de la que tenía montada la quinceañera, pero por algún sitio tenía que empezar. ¿Cómo conseguir información sin despertar demasiado su curiosidad? Fui a verle en la hora del recreo.

-¡Señor Pablo! -le saludé.

-¡Buenos días, don Sergio! ¿Le hace un fiti?

-Tire esa colilla, buen hombre, y pruebe éstos -le tendí de mi tabaco reservado para viejos verdes a los que quería sonsacar información-. Importados de América.

-¡Pero qué bien se cuida!

Charlamos de fútbol y de voleibol. ¿De los profesionales? ¡Qué va! De los equipos del centro. Concretamente de los jugadores y las jugadoras. Un día tenía que hacerme con la colección de décadas de pornografía que gastaba el puto viejo. Y toda hecha por él, el cabrón.

-El caso es que estaba pensando en hacerme con un sitio tranquilo -le acabé comentando en voz baja-. Aquí, en el colegio. Ya sabe.

-Jejeje... Sé muy bien a lo que ser refiere, don Sergio -bocanada de humo, tos crónica y sonrisa lasciva-. ¿No le sirvieron los aseos aquéllos...?

-¡Oh, sí, sí, sí! -le aseguré, sonriendo a mi vez-. Pero es un sitio frecuentado, ya sabe. Yo quería algo aislado.

-Pues no sé qué decirle...

-Ya...

-Bueno...

-Por favor, dígame. Si hay alguien que sepa cómo funciona a aquí todo, ése es usted, señor Pablo -dije convencido de hacerle la pelota.

-Tengo por ahí, en el cuarto de las escobas, ya sabe, unos viejos planos del edificio. De antes de la guerra -dijo con vehemencia-. Están más atrasados que yo qué sé... pero a lo mejor le sirven -y sonrió con sorna-. Yo ya tengo mis métodos, ya sabe, jejeje...

Aquellos planos eran, efectivamente, más viejos que la tarara. La disposición original no había cambiado demasiado, pero hacía falta un buen ojo para interpretarlos. El viejo conserje tenía menos idea de cartografía que de trigonometría, así que no se había dado cuenta de que la cantidad de espacios vacíos en el edificio era mayor de lo que él creía. Y uno de aquellos espacios vacíos debía servir sin duda para las fiestecitas de la Cobaleda. No tenía más que esperar a que la pequeña Lucía me diera esa información al final de la jornada.

Terminé de pasar el día sin pena ni gloria hasta que sonó el timbre que marcaba el final de la última clase. Esperé en mi despacho hasta que mi temerosa putita apareciera. Llamó a la puerta con nerviosismo y yo mismo la invité a entrar. Cerré la puerta en cuanto pasó a mi lado. Aproveché para tomarla del culo y voltearla hacia mí. Ahogó uno de sus encantadores grititos. Con malicia, le pellizqué las nalgas por encima de la falda y la apreté contra mí. Levantó la vista y vi una mezcla de miedo y expectación. La niña empezaba a desear mis atenciones. Mi polla respondió en el acto empezando a hincharse. Ella lo notó, claro, y abrió más los ojos.

-D-don Sergio...

-¡Chsss! -la urgí. Le acaricié el pelo y sonreí-. Póngase de rodillas y béseme la polla, señorita Ortiz.

Obedeció sin dudar. Bajó la cremallera de mi pantalón y la goma de los calzoncillos con el mismo movimiento, liberando mi polla y besando el glande -completamente grana- con algo parecido a la castidad. Dejé que pasaran los segundos hasta que la urgencia de mi miembro se hizo insoportable. Empujé su nuca contra mi ingle y mi verga se metió entre sus labios.

-¡Hmmmgll...! ¡Hmmmggggl...!

-Cómamela con pasión, señorita Ortiz -la ordené, dejándola libre-. Que se note que le gusta lo que hace.

La jodía niña sabía muy bien cómo mamar una polla. Con una mano tomó suavemente mis cojones, acariciándolos, sosteniéndolos con delicadeza. La otra estrujaba el tronco de mi polla mientras el glande entraba y salía de su boca. Los labios, suaves y húmedos ejercían la presión justa.

-¡Hmmmmggll...! ¡HMMMMGLLLL...!

Sus gemidos, su expresión de disfrute, sus ojos mirándome abiertos y levemente llorosos. No tardé nada en correrme dentro de su boca, y ella gimió más fuerte en cuanto notó cómo mi cálido esperma llenaba su boquita. Separó los labios y vi mi leche en su lengua. Lucía paladeó la descarga. Parte se derramó por la comisura izquierda en el momento en que esbozó una sonrisa de complacencia. Dejó que las gotas resbalaran por su barbilla hasta caer sobre el pecho de su uniforme, manchando la tela. Se tragó el resto y rió, casi pizpireta. Volvía a tomarla de la nuca y la invité a erguirse. Bajé la mano de nuevo hasta su culo, metiendo los dedos bajo el vuelo de la falda para acariciar el borde de sus braguitas.

-Muy bien, señorita Ortiz -la felicité-. ¡Qué gran putita va a ser!

-¡Gracias, don Sergio!

-Y ahora... vamos a lo nuestro.

Con la otra mano me coloqué la ropa. Tras eso, y sin soltarla, fui hasta mi sillón. Me senté en él e indiqué a la niña que se subiera a mi regazo. Obedeció sin rechistar. Utilizó mi pecho de respaldo y abrió las piernas, dejándolas que colgaran sobre el suelo. Puse mis manos sobre sus muslos, levantándole la falda hasta dejar su ropa interior a la vista. La piel era muy muy suave. Deliciosa. Unos minutos de sobarla me pondrían la polla de nuevo a tono. ¡Cómo me apetecía follármela! Pero todavía no era el momento. Haría que fuera ella quien se me entregara.

-Bien, supongo que me ha traído lo que le pedí...

-Sí, don Sergio -asintió, girando la cabeza hacia mí. Se llevó la mano al bolsillo de la camisa y sacó un papel doblado. Lo esgrimió como un trofeo-. ¡Los nombres de todos!

-¡Excelente, señorita Ortiz!

-Y ahora... ¿qué va a hacer?

Detuve el suave movimiento de mis manos. Agarré su rostro con fuerza y ella se asustó. Mi otra mano se coló entre sus piernas hasta agarrarle el monte de Venus por encima de las braguitas. Pellizqué el escaso vello a la vez que le apreté la boca. No dejé que gritara. La miré con dureza.

-Cuidado, señorita Ortiz.

-D-don S-sergio... ¡Aay!

-Una putita como usted no debería extralimitarse.

-M-m hace d-daño...

-Y más que le voy a acabar haciendo.

La solté aunque no moví las manos de donde estaban. Me miró aterrada. Quería irse pero temía moverse por miedo a un nuevo castigo. Era necesario que la tratara así. Debía ansiarme a la vez que temerme. Temblaba, asustada, pero su coñito estaba hinchado. Los labios vaginales, rojos, se veían hinchados a través de la tela de las braguitas. Necesitaban ser acariciados. Yo lo sabía y ella también.

-¿Qué es usted?

-S-su p-putita, don S-sergio.

-¿Y qué no debe hacer?

Seguí agarrando con firmeza el vello púbico. Mi otra mano bajó desde su rostro hasta sus pechos. Los dedos se las arreglaron para bajarle la copa del sujetador y sacarle el pezón izquierdo. Lo acaricié por encima de la camisa. Se puso duro enseguida. Lucía comenzó a jadear.

-E-extra... extralim-mitarme.

-¿Sabe qué significa eso, señorita Ortiz?

-Ehh... ¿que n-no haga... p-preguntas?

Apreté el pezón con suavidad. Dio el respingo esperado, botando sobre mi entrepierna y haciendo que mi polla comenzara a reaccionar. Sus ojos me revelaron que notaba mi miembro cobrando dureza bajo su culo.

-¿Y...?

-¿Y que le o-obedezca en to-todo...?

Le dediqué una sonrisa de satisfacción y le acaricié el rostro con ternura. Ella no se encogió, sino que sonrió. Perfecto. Acaricié los labios, manché mis dedos con su saliva y los introduje en su boquita despacio. Se dejó hacer. Los lamió, los besó. Yo exploré el contorno de su lengua con lentitud. Volvió a jadear.

-Excelente -repetí. La acaricié un poco más, tanto el rostro tan rojo como la ingle.

Se recostó. Se llevó las manos a la camisa y se la abrió. Su tetita izquierda fuera de la copa. La putita se sacó la derecha y se las masajeó. Se apretó los pezones, tiró de ellos y contrajo el culito. Las bragas, mojadas por habérmela mamado antes podían mojarse aún más aún más. Sonreí con malicia y procedí a castigarla de nuevo. La iba a dejar con ganas. Froté con suavidad el coñito por encima de la ropa interior.

-¡Ahhhh...!

Con cada movimiento iba apartando un poco más la tela de las braguitas. Uno de los labios quedó al descubierto.

-¡¡AHHH...!!

Liberé el otro. El clítoris quedó aprisionado en la tela y yo tiré hacia arriba, arrancándola un nuevo gemido. Me llevó la mano de su boca a sus pechos. La guarrilla hizo que se los estrujara.

-¡¡¡AAAHHHH...!!!

Me miraba sin verme. Se agarraba a mí para no caerse y se dejaba hacer. Buscaba mi boca sin llegar a tenerla nunca a su alcance. Moví mis dedos sobre la tela, apretando con delicadeza. Cada vez estaba más mojada. Se mordía los labios. Tensaba los muslos. Tironeé más de sus pezones. La humedad me iba calando los pantalones. Y mi polla comenzaba a protestar.

-¡Ahhh...! ¡Ahhh...!

Un par de minutos de masturbación, de restregarse contra mí -y de ponerme la polla otra vez dura, que todo hay que decirlo-, y entonces paré en seco. Protestó, como no podía ser de otra manera. Me miró con desesperación, puso sus manos sobre las mías y las movió para que el placer no se detuviera.

-No, señorita Ortiz. Ha sido una mala putita y como castigo se va a quedar con las ganas de correrse.

-¡Pero...!

Apretó mis dedos contra su clítoris.

-Nada de peros -le advertí con dureza. Se quedó quieta. Asentí-. Bien, y ahora, una última cosa: ¿dónde realiza sus fiestecitas la señorita Cobaleda?

-En el desván del ala este -contestó de inmediato, casi atropellándose con las palabras-. Hay un hueco tras un armario en el almacén donde se guardan las maletas y las cosas de viaje y... y... y eso -siguió. Se metió dos dedos en la boca y se pellizcó un pezón-. Ahí hay una escalera de metal, de ésas de bricolaje. No sé quién la puso, pero sirve para subir hasta el desván. No hay otro modo. No hay ni bombillas y van con velas.

Yo asentí a su parrafada. Recordaba ese hueco de mi estudio de los planos. Muy lista, señorita Cobaleda. Pero no se trataba de eso. Se trataba de que no podía haber dos alfas en el mismo territorio. Acabarían encontrándose y... bueno, uno de los dos se haría con la totalidad de la manada. Por desgracia para la chica, yo ya era perro viejo cuando ella seguía llevando pañales. Asentí, satisfecho. Como premio para Lucía, volví a acariciarle el clítoris atrapado en las braguitas empapadas.

-Muy muy bien, señorita Ortiz.

-Por favor... no pare. Haré lo que... hmmm... lo que quiera...

Excelente.

-De acuerdo.

-¡Hmmmm...!

Deslicé la otra mano hasta cogerle la suya. La llevé por detrás, entre sus nalgas, buscando su ano. Metí las puntas de dos de sus deditos directamente, sin esperar a que se abriera.

-¡¡¡AAAAAHHHHHHHH...!!!

Ella misma se movió para que su culito fuera penetrado más fácilmente. Movía las caderas con vigor, haciendo que sus propios dedos entraran más todavía. Mi pequeña y servicial putita se estaba follando el culo con sus dedos. Lo hacía con vigor mientras la masturbaba. Cogí otro dedo y lo empujé dentro. Gritó.

-¡¡AAHHHHHH!! ¡¡JODERRRRRRRRRR!!

Se apoyó con su otra mano en mi pierna, se medio levantó y se metió un cuarto dedo. Empezó a subir y bajar, usándome de apoyo. Su nuca subía y bajaba, su melena castaña me abanicaba. No pude evitar la tentación y le mordí el cuello. El gemido fue casi orgásmico. Casi.

-¡¡¡AHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH...!!!

La niña le estaba cogiendo el gusto al anal, y eso no hacía sino abrirme a mí la pronta posibilidad de llenarle el culito de esperma. Por de pronto parecía bastarle con sus propios dedos. En cuanto empezó a sentir que le venía el orgasmo, la niña se clavó los dedos dentro, se incorporó y se echó hacia adelante. Así asistí a su tremenda corrida, a los espasmos de sus músculos pélvicos, a cómo su tierno coñito chorreó sobre mis pantalones.

-¡¡¡AAHHH!!! ¡¡¡AAHHH!!! ¡¡¡AAHHHHHHHHHHHHH...!!!

Apoyó medio cuerpo en la mesa del despacho. Respiraba con agitación. Retiré la mano de su entrepierna. Se sacudió. Le saqué con cuidado sus propios dedos del culito. Su ano, completamente dilatado y rojo se estremeció. Me sonreí. Le acaricié la zona con su índice. Entre jadeo y jadeo luchando por normalizar sus respiración, Lucía se quejaba de dolor por la zona maltratada. Y había sido ella solita. Bueno, casi.

Al final se dejó caer sobre mí de nuevo. Tenía la cara sofocada, la mirada desenfocada, perdido prácticamente el conocimiento. Le costó, pero se quedó quieta, suspiró y parpadeó. Le saqué la mano de entre las nalgas y le coloqué las bragas, llevé las manos a su boca y ella lamió hasta la última gota de secreciones.

-Una putita barata y obediente, ¿verdad?

-Sí, don Sergio. Sí...

-Bien, pues ahora va a irse al comedor con todos sus compañeros y como si no hubiera pasado nada -la puse de pie-. Mañana por la noche usted me acompañará a darle una lección a la señorita Cobaleda.

-¡Pero...! -exclamó asustada. La silencié con un gesto.

-Una putita...

-... barata y obediente -respondió-. Sí, don Sergio.

-Pues ya sabe -la despedí.

No necesité recordárselo. Ella misma se quitó las bragas, las extendió con cuidado sobre la mesa, las alisó, las dobló y las dejó ahí después de dirigirme una rápida mirada. Se marchó con un andar torpe, un andar de ano irritado y de muslos empapados. Las bragas estaban tan empapadas que no quedaba parte seca. Me reí. Suspiré y alcancé la lista.

Había doce nombres, cuatro chicos y ocho chicas. La eficiente de Lucía incluso había añadido la edad y el curso en el que estaban. Todos entre 13 y 16 años. Por supuesto, estaban ausentes de la lista tanto la propia Lucía como la zorrita de Cristina. Ja, menudo harén se había montado, la guarrilla. La prudencia me instaba a colocar las webcams y esperar, grabar lo que ocurriera al día siguiente por la noche en aquel desván olvidado y luego utilizarlo como material de chantaje. Pero me sentía intrépido, invencible. Era una chica lista, sí, y no quería que acabara reaccionando a mi movimiento. No, atacaría directamente. Al día siguiente la chica se daría cuenta, horrorizada, de que ya no poseía el control sobre su manada. De que su manda era mía. ¿Chantajes? No, lo que iba a hacer era doblar el premio