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La llamada (2)

en Lésbicos

Han pasado unos días pero la llamada de Lucía me ha dejado tocada, y para liberarme de esa angustia le  he explicado  a mi madre el contenido de nuestra conversación. Mi madre lo ha entendido, porque me conoce y porque en estos últimos diez meses hemos hablado más que en treinta y tantos años.

“Recuerdo que nuestra primera conversación íntima (por llamarla de algún modo) fue cuando en época de estudiante en la Facultad de Químicas, le confesé que, cansada de tener relaciones sexuales con chicos (tampoco fueron tantas y encima insatisfactorias), me había iniciado en las relaciones mujer-mujer una de las compañeras con la que compartía piso estudiantil. Fue en uno de esos momentos bajísimos  de moral en los que necesitaba una persona que me abrazara y durmiera esa noche a mi lado. Se lo pedí a Núria y aceptó. La sensación de sentir en mi espalda sus pechos y sus brazos rodeándome la cintura  revolucionó mis “principios”.  Me abandoné voluntariamente diciéndome que aquello era distinto, dulce pero voluptuoso, extraño pero embriagador, hasta que sus manos expertas, después de acariciarme, sugirieron que debía desprenderme del abrazo y mirarla. Tan cerca estábamos que el beso era irremediable. El momento me transportó a un escenario desconocido. Sin prisas. Eterno. Al día siguiente mientras desayunábamos me habló su lesbianismo, y pensé que si esta forma de sexualidad tan sensible, cariñosa, sin estar exenta de pasión, era como la que pude comprobar en mi ser no me importaba en absoluto cambiar el rumbo de mi vida.

 

Mi confesión descolocó a mi madre, por inesperada, y curiosamente fue mi padre el que antes lo asimiló y quien convenció a mi madre (no sé que argumentos utilizó) de que se trataba de mi vida y que me apoyarían siempre en ésa o cualquier otra decisión que tomara.

 

No es que su comprensión me diera fuerzas, o permiso, para abandonarme y profundizar en el nuevo descubrimiento de mi sexualidad, al contrario, me hizo ser más prudente e ir, poco a poco, experimentando sensaciones nuevas tanto en mi cuerpo  como en mi alma, y prepararme para el momento en que la vida pusiera delante de mis ojos otros ojos cuya mirada me recorriera la columna vertebral como si fuera una descarga eléctrica. Estaba segura que llegaría ese momento, es más, inconscientemente lo deseaba.

 

Pasó el tiempo y salí más que airosa de mis estudios. El convenio que tenía la facultad con las diferentes empresas del vasto polígono industrial me había dado la oportunidad de hacer prácticas, algunas remuneradas, e irme familiarizando con las diferentes formas de trabajo, instalaciones y personal que conformaban ese tejido industrial que daba tanta vida a la ciudad y localidades cercanas. Por ello cuando surgió la primera oferta de trabajo la acepté sin pensármelo, pues provenía de una de las empresas de la que yo tenía mejor concepto, no solo por sus instalaciones modernísimas, sino porque cumplían rigurosamente las normativas en cuanto a calidad medioambiental. I+D y respeto por el entorno. Mi credo.

 

En aquel tiempo, a mis 27 años, ya había madurado como mujer. Tenía un trabajo hecho a mi medida, devolví a mis padres económicamente (a pesar de su negativa) todos los sacrificios que habían hecho por mi y decidí emanciparme, dejar el hogar, y hacer frente a la vida con mi propio esfuerzo. Pedí una hipoteca y me compré un terreno donde edifiqué la que hasta hace meses ha sido mi vivienda.

 

Mi empresa, mejor dicho, la empresa para la que trabajaba no descuidaba la salud de los trabajadores y trabajadoras. Periódicamente nos hacían una revisión protocolaria encargada a una entidad sanitaria externa, y en una de ellas me encontré con aquella mirada inesperada que rompió mi monotonía. La profundidad del mar azul de los ojos de Anna me absorbió por completo, y la cara de boba que debí poner creo que fue algo parecido a lo que se puede llamar “juntarse el hambre con las ganas de comer”. Mi interés por ella se supone era igual al que ella tenía por mí, porque entonces no se entendería que me faltara tiempo para acudir a su despacho cuando me llamó para hablar en privado de los resultados de mis exámenes de salud. Tenía 29 años y temblaba como un flan cuando iba a la cita. Insólito.

 

-Estás cañón, Marina –dijo textualmente como respuesta a mi mirada, que más que preguntar deseaba sumergirse en sus ojos- ¿Te apetece que cenemos juntas?

 

Acepté. ¡Cómo no!. Quedamos a las 9 de la noche en Vil.la Alexander. Era viernes, al día siguiente ni ella ni yo teníamos que trabajar, o sea que disponíamos tiempo si es que estábamos dispuestas a dárnoslo. Cerca de las 12 de la noche, hora en la que supuestamente las cenicientas tienen que subir a su calabaza-taxi, acabamos la cena en la que solo hablamos de nuestras respectivas profesiones y del entorno laboral.

 

A ninguna de las dos se nos ocurrió mirar el reloj. La frase “se nos ha hecho tardísimo” no estaba en ni en nuestro vocabulario ni en nuestra mente. Las dos éramos buenas conversadoras y sabíamos, de tanto en tanto, dejar pasar un ángel para podernos mirar a los ojos y después bajar la mirada como si tuviéramos vergüenza (¿o miedo?) de delatar el incipiente interés de la una por la otra.

 

Dejamos el restaurante y recorrimos el paseo marítimo no recuerdo cuantas veces. Me mordía la lengua para no preguntarle sobre su vida privada, apenas nos conocíamos y tenía un miedo atroz a que alguna de sus respuestas me dolieran. En aquel momento ella pensaba lo mismo.

 

Llegó el momento de la despedida. Nos deseamos buenas noches y un mutuo “espero verte pronto”. Me cogió las manos entre las suyas y me preguntó que hacía ese fin de semana. Tonta de mí le dije que lo iría a pasar con mis padres. Tras darnos dos besos en las mejillas me dijo:

 

-Una cosa, Marina, no descuides tu sistema inmunológico.

 

Le prometí consultarlo con mi médico de cabecera, pero me dejó preocupada, preocupación que se me pasó cuando de camino a casa recordaba todos y cada uno de los detalles de nuestra primera velada.”

…………………………………………………………..

No sé porqué me han venido estos recuerdos. Cierto que forman parte de mi vida, fueron mi vida durante más de dos años, y Anna es para mí como el hombro invisible sobre el que apoyarme, no en vano fue un tiempo maravilloso del que todos los seres humanos quisiera que disfrutaran. A pesar de…

Vuelvo a pensar en Lucía. Busco en el ordenador mi carpeta secreta. Abro un archivo y leo:

Cuando tengas, amor, que desprenderte

de un mínimo detalle de tu vida,

piensa en mí, que espero conmovida

tener algo de ti, para entenderte.

 

Haría lo que fuera por tenerte

otra vez a mi lado, pues perdida

mi alma solo puede, desvalida,

dejar esta existencia, al perderte.

 

¿No te sirven mis ruegos? ¿No te valen

los momentos de amor de que gozamos?

¿Acaso no recuerdas cuanto amamos?

 

Mis palabras apenas ya no salen

de esta boca sin fuerzas, que te implora

le concedas, tan solo, una hora.

 

 

No te pido ya más, amada mía,

te pido contemplar unos momentos

el rostro que absorbió mis pensamientos

hasta volverme loca en demasía.

 

Escucha, por favor esta alma fría

ahogada en un mar de sentimientos

y que se muere, triste, en sus intentos,

pero aún así  te ama todavía.

 

Si he recurrir hasta humillarme

lo haré, dándote gracias por amarme

¿Qué más puedo decirte? ¿Qué más quieres?

 

Pero antes de partir quiero decirte,

y perdona si esto puede herirte,

que si yo he de morir…  tu también mueres

 

………………………………………………….

 

- Tu medicación, cariño.

- Gracias mamá.

- ¿Qué lees?

- Unos poemas que escribí hace tiempo a Lucía.

- ¿Los enviaste?

- No, ni lo haré.

- ¿Te ayudo a ponerte en la cama?

- Si, por favor.

…………………………………………….

 

23:30 horas del día 9 de junio de 2.011