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La llamada (3)

en Lésbicos

Hoy es otro de esos días que sé  que lo voy a pasar mal pero a los que no tengo alternativa, por eso cuando me he despertado a las siete de la mañana me he planteado  hacer de tripas corazón e intentar ver el lado positivo, si es que por positivo se entiende  desear que las horas que tengo que pasar en el hospital transcurran lo más rápida y plácidamente posibles.

A las ocho en punto han llamado a mi puerta Rocío y Juan, conductora y enfermero del S.E.M, que son los  que con más asiduidad vienen a buscarme. Claro que en su “interés” tienen mucho que ver los cafés, solo y cortado, que mi madre les prepara con a unas pastas dulces, y que ellos agradecen  después de haber pasado no sé cuantas horas de arriba a abajo por la ciudad con su ambulancia desde la una de la madrugada que comienzan su turno.

Hemos llegado con puntualidad suiza al hospital a las ocho y media. Una vez “descargada” me han conducido al box en la silla de ruedas movida por impulso humano, no sin antes haber saludado y ser saludada por el personal con el que me une una amistad casi fraternal. Amistad que no me priva de reconocer lo guapísimas que están de buena mañana algunas doctoras, enfermeras y auxiliares, sin olvidar a Rocío… (¿recuerdas Bonita que te lo comenté en un correo?)... ni dejar de pensar: “… y yo con estos pelos”.

El box me lo conozco centímetro a centímetro. Trece metros lineales entre las tres paredes, por tres de altura. Total 39 metros cuadrados, que multiplicados por 25 losetas blancas por metro cuadrado hacen la cantidad de 975 que unas manos profesionales colocaron en las paredes. ¡Vaya tontería! –pienso- pero en algo he tenido que pasar el tiempo, aparte de mirar los aparatos de control que me “enchufan” y que, por mucho que lo he intentado, no he conseguido recordar ni las marcas ni los modelos. Solo sé que funcionan. Con eso me basta.

Me desnudo y me pongo la bata azul de celulosa. Es muy incómoda. Queda abierta por detrás por mucho que intente apretarla con las dos cintas que rodean  mi cintura, y tengo frío. Suerte que la cama tiene unas sábanas acogedoras con  aroma a Cielo Azul. Es un buen suavizante. Espero pacientemente, no tengo prisa, de hecho tengo todo el tiempo del mundo, la enfermera no tardará en llegar, me ayudará a ponerme en la cama, y la maquinita que mide la tensión arterial y las pulsaciones le dirá si estoy lo suficientemente relajada para comenzar la revisión. Me estiro en la cama. Cierro los ojos…

“Hasta pasada una semana no volví a hablar con Anna, durante la cena me había comentado que tenía bastante trabajo desplazándose a varias localidades con la unidad móvil de revisiones a las diferentes empresas con las que tenían contrato. Había acabado la carrera de medicina y estaba preparando su tesis doctoral, por lo que el tiempo que tenía disponible lo dedicaba a pulir los últimos detalles con su tutor. En poco menos de un mes debería presentarla en el  colegio de médicos y esperaba que su trabajo sobre medicina preventiva en empresas de riesgo fuera convincente para conseguir el excelente “cum laude” que le otorgaría el anhelado doctorado. Datos e información no le faltaban después de llevar tres años trabajando en ello.

En contra de mi voluntad decidí no molestarla y me limité a llamadas telefónicas para saber como estaba y adivinar, entre  las palabras que me decía y  las que callaba, si aún seguía su interés por mi. Muchas veces acababa la conversación con un “a ver si encuentro una hora libre y nos vemos”. Para mí era suficiente aunque deseaba más, y me preguntaba qué hubiera pasado si aquella noche después de la cena, cuando me preguntó qué haría el fin de semana, le hubiera dicho que no tenía ningún plan. Ahora no tenía ya importancia.

Mi  corazón dio un vuelco cuando al cabo de unas semanas, mientras conducía camino del trabajo recibí en el teléfono móvil un mensaje. Miré y vi  que era de ella. La primera intención fue la de ver el contenido pero conduciendo no quise arriesgarme. Tan pronto aparqué el coche en el interior del recinto de la empresa lo leí: “Esta mañana a las 12 en el colegio de médicos presento mi tesis, deséame suerte”. Cerré los ojos y le envié mis más fervientes deseos.

Tuve que hacer muchos esfuerzos para concentrarme en el trabajo. Mis compañeros lo notaron. Eran cerca de las 11 de la mañana y me sentía enjaulada, fui a tomar un café con Carmen, buena amiga, y me preguntó qué me pasaba. Se lo expliqué. Su consejo me dejó boquiabierta: “En tu caso yo iría”.  ¡Lo que me faltaba!  De regreso al laboratorio me asaltaba una idea que deseché y reconsideré a cada paso, pero al pasar por delante de la puerta del despacho de la coordinadora se volatilizaron mis dudas, entré y le dije a Sonia que me diera un permiso de tres horas y que las recuperaría cuando ella me lo pidiera. No me preguntó el motivo y me lo concedió. Salí como alma que lleva el diablo, con el corazón en un puño y lágrimas en los ojos.

Entré a la sala donde estaba el tribunal y me senté en una fila trasera, cerca de la puerta por donde esperaba que ella entrara. Llegó acompañada de un señor que supuse era su tutor y de un matrimonio que deduje eran sus padres. Cuando me vio una enorme sonrisa se dibujó en su cara, y sus inmensos ojos azules emitieron unos destellos que me parecieron unas lágrimas incipientes que dominó con entereza. Se acercó a mí. Aprovechando el abrazo me dijo al oído: “Nos vemos después, no te vayas”.

Ayudada por un audiovisual muy bien estructurado,  fácil de entender, fue  desgranando su tesis doctoral  con una seguridad pasmosa. ¡Como si lo hubiera hecho toda la vida!.  Era su obra, su ilusión y eso fue  lo que trasmitió al tribunal examinador. De tanto en tanto dirigía su mirada a sus padres, que estaban sentados delante de mí, y subía la mirada hacia la mía, a la que yo correspondía con una ligera sonrisa de aprobación. Después de cincuenta minutos dio por finalizada su presentación. Los miembros del tribunal apenas se tomaron dos minutos para deliberar. Excelente “cum laude”. Lo había conseguido.

Esperé a que su tutor la felicitara, igual que hicieron sus padres y algún que otro presente que presumí eran compañeros suyos de trabajo, para acercarme a ella y decirle sin palabras lo que ella suponía que le diría. Solo que de mi boca, al tenerla frente a mí, salió la frase que me pareció más horrible de todas las que le podía decir: “Anna, lo has hecho… cañón”. Le añadí que no podía quedarme más tiempo, que hoy era su día, su gran día, y que era con su familia con la que tenía que compartir su éxito. “Vente a comer con nosotros” – me dijo- a lo que me negué. “Entonces esta noche a la 9 en Vil.la Alexander” –propuso-. Acepté.

¡Que cena tan diferente! Anna estaba radiante, extrovertida, no la hubiera hecho callar ni dándole el beso más largo con que algunas veces yo había soñado darle. Había sido su día y en mi interior deseaba que aquella fuera nuestra noche, pero no sabía si pedírselo, tenía un miedo atroz a una respuesta negativa porque apenas nos conocíamos y semejante proposición podría echar por tierra lo que si habíamos conseguido, una estrecha amistad. Ante la duda… abstenerse, pensé. Quizás más adelante.

Llegamos donde teníamos aparcado los coches. Allí, envueltas por la penumbra, me tomó por la cintura, me dio un beso tierno y fugaz  y me dijo: “Llévame a tu casa ¿quieres?”…

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-Venga, Marina, llegó tu torturadora oficial –me dice la enfermera-

-No hace falta que me lo recuerdes

-Vamos a ver como tienes esta mañana esas venas, a ver si consigo descubrirlas sin ayuda de un detector.

-Solo tienes que observar los agujeritos que tengo en los brazos

-En eso estoy

Ya nada me hace daño, o estoy insensible o es que estoy acostumbrada. Me saca sangre y veo como lo hace mientras pienso que buena o mala aún me queda. Sangre. Se lo digo y se echa a reir. Antes de marcharse me recuerda que debo hacer pipí, forma parte del protocolo. Lo hago sin dificultad y pulso el timbre para indicar a la enfermera que he hecho el “trabajo”. Viene y se lo lleva. El pipí, por supuesto. Antes de salir me pregunta curiosa en qué estaba pensando cuando ella ha entrado al box porque le parecía que estaba sonriendo con los ojos cerrados. Le respondo que en cosas mías, respuesta que estoy segura quiere que le amplíe pero que no tengo intención de hacerlo. Confianza… toda, pero sin pasarme.

Vuelve al cabo de media hora y me dice que hoy no será posible hacerme las ecografías programadas porque no hay personal suficiente para atender la demanda. El recorte en gastos sanitarios obliga a reducir las consultas. Le digo que es lo que van a hacer conmigo y me dice que esperan una ambulancia para llevarme de regreso a casa y que ya me avisarán para otro día. ¡Ah, bueno! . Esta vez no me acompañan Rocío y Juan que a estas horas deben estar en sus casas durmiendo. Me visto y espero.

Llego a casa. No hay nadie. Claro, mis padres piensan que estaría más tiempo en el hospital.  Utilizo la especie de ascensor mecánico ajustado a la barandilla y subo a mi habitación. Pongo en marcha el ordenador. Se configura y abro mi archivo secreto. No hay más poemas, juraría que por otro archivo debo tener algunos más pero no me apetece buscarlos.

Abro una página en blanco de Word…  Pienso en Lucía. Mejor que mi madre no esté. Lloro para sentirme bien.

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12:35 del mediodía. 14 de junio de 2.011