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EL LEGADO: los sueños.

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                                                                                                      EL LEGADO.

El sueño.

 

  Miro la noche. Sentado sobre mi cama, a oscuras, en silencio. Miro por la ventana, hacia la oscuridad que se extiende plácidamente.

  Me encanta esa sensación, contemplar el cielo jaspeado de rutilantes estrellas, de encendidas brasas desperdigadas. Me gusta esa peculiar brisa nocturna que eriza la piel de los amantes furtivos, que seca el sudor del ladrón tras su escalada. Diría que soy una criatura nocturna por placer y no por naturaleza.

  A través de los cristales distingo la silueta de nuestros dos perros, siguiendo el rastro de algún zorro. Buen provecho, les deseo. El ingente bulto del gran tractor y de la cosechadora señala la existencia de la cerca que delimita el círculo interior de la granja. Más allá de esta valla de madera y alambre, los campos y cultivos están abiertos, salvo la parte del ganado.

  Me llamo Sergio y todo esto pertenece a mi familia.

Me gusta estar desnudo en la oscuridad, en la intimidad de la gran buhardilla que he convertido en mi refugio. Nadie sube allí, nadie me molesta. Un nuevo destello llama mi atención. La noche es terriblemente oscura y está empezando a ser surcada por incandescentes líneas de fuego eléctrico. La tormenta se acerca.

  El silencio es total. Todos duermen en el piso bajo. Solo yo me mantengo despierto, contemplando la majestuosidad de los elementos desencadenados. En realidad, siempre soy el último en acostarme y el primero en levantarme; siempre ha sido así desde que recuerdo, desde que aprendí a amar la soledad. Por eso me gusta la buhardilla del desván. Me complace su tranquilidad, su intimidad, su seguridad…

  Mi padre me deja utilizarla, siempre que yo me ocupe de mantenerla limpia. Tenía diez años cuando abandoné la habitación del piso bajo, al lado de la de mis padres, para subir aquí arriba, bajo el tejado de pizarra, y dormir mirando las achatadas vigas de madera, inclinadas sobre la cama.

  Me siento aislado de los demás, voluntariamente excluido, sin tener que relacionarme con todos ellos más de lo necesario. Nadie sube aquí, nadie me echa de menos. ¿Acaso soy un mal hijo? ¿Un descastado? No lo sé. Puede que si. Incluso mi madre se ha acostumbrado a esta rutina. Sin duda me quiere, pero, al menos, le quito trabajo. Yo limpio, hago mi cama, lavo mi ropa. Sé cuidarme solo… soy independiente.

  Un nuevo relámpago, más potente que los anteriores, ilumina el desván. Por un momento, tengo una visión completa de mi cuerpo en el gran espejo adosado a una de las paredes. Mi cuerpo, mi grandioso y maldito cuerpo, fuente de todos mis problemas…

  A causa de él, trabajo más que ninguno de los que viven en la granja; a causa de él, me hice un solitario.

  Me faltan dos centímetros para alcanzar los dos metros, y peso ciento treinta y cuatro kilos. Tengo dieciséis años.

  Me han llamado demasiadas veces el Chico Masa en la escuela y no he sabido nunca contestarles. Soy muy alto y terriblemente obeso. Según mi madre, no soy feo. Poseo rasgos atractivos, pero… ¿Quién puede creer a una madre? De todas formas, aunque fuera bello como un dios, esa belleza estaría oculta bajo rollos de grasa y manteca.

  Quizás lo más bonito sean mis ojos, pues son claros, muy claros, de un gris tan gris que no parecen vivos. Mis padres siempre dicen que no saben a quien he sacado ese color de ojos; no pertenecen a nadie de las ramas familiares. Todos somos morenos y de ojos oscuros, salvo mi hermana Pamela que es pelirroja, de las peligrosas, como el tío Juanca.

  ¡Que importa!

Hay algo que compensa todo eso, todos esos complejos.

  Aún no sé cuanto, ni cómo, pero procuro mantenerlo en secreto. No creo que sería muy bueno si se supiera. He descubierto que soy muy resistente. No es eso que se dice cuando queremos fardar, no. Resistente de verdad. Mi cuerpo aguanta cualquier cosa. Puedo trabajar de sol a sol, sin apenas cansarme. Apenas siento frío o, por el contrario, calor. Nunca he estado enfermo, que recuerde, y, cuando me partí dos dedos, cambiando la correa del tractor, se me curaron en un par de días.

  Soy muy fuerte, lo sé, pero no se nota para nada. Mi cuerpo no está definido como el de los chicos del equipo de fútbol de la escuela. Es más bien una masa amorfa de carne, llena de pliegues de grasa, de piel pálida y temblorosa. Mis manos son descomunales, de rollizos dedos capaces de engarfiarse sobre cualquier herramienta, y mis piernas son columnas sin líneas estéticas.

  Nunca llevo pantalones cortos, ni permito que me vean sin camisa. Utilizo, sobre todo, petos de trabajo, pantalones anchos y amplias sudaderas, sea invierno o verano. De todas formas, no siento el frío o el calor.

  Tanto en el pueblo como en la escuela, mi nuevo apodo es Goliat…

Pero, como he dicho, mi verdadero nombre es Sergio Tamión, tengo dieciséis años, y soy virgen.

  Me levanto de la cama y me acerco al espejo. La tenue luz de las lámparas del porche, aún encendidas, me permite verme reflejado. Aparto un mechón moreno de sobre mi frente. Debería cortármelo. Está grasiento y su roce me produce acné en la frente.

  A veces fantaseo con la idea de que no soy absolutamente humano y que, un día, mi verdadera familia vendrá a buscarme, con un alarde de efectos pirotécnicos al menos. Sin embargo, no puedo quejarme de mi familia, salvo quizás, de lo cómoda que parece sentirse conmigo aquí arriba.

  Mi padre, Samuel, tiene cuarenta y cinco años y es propietario de una granja de varias hectáreas a las afueras de Fuente del Tejo, en Salamanca. Aparte de la granja propiamente dicha, disponemos de una pequeña vaqueriza y un poco de ganado, así como varias parcelas plantadas de arces, chopos y álamos para talar. Visitación, mi madre, tiene cuarenta años y se ocupa del pequeño taller de envasado que instalaron hace unos años, y con el cual dan salida a los productos de la granja. Mis padres están muy orgullosos de esta granja, que ha pasado de mano en mano de los Tamión desde hace al menos doscientos años. Se jactan de que todo cuanto producen es, cien por cien, ecológico y natural. Nada de pesticidas, ni abonos químicos, ni nada de maquinaria ultramoderna.

  A pesar de haber alcanzado una situación económica cómoda y floreciente, seguimos trabajando la tierra como hace cincuenta años. Nos apañamos con un par de tractores, una cosechadora, y un par de mulas mecánicas, sin contar con las motosierras de papá, ni la ordeñadora automática. Pero no me quejo, yo también estoy orgulloso de mi trabajo.

  La familia la completan otros tres hermanos. Saúl es el mayor, con veintitrés años. Hasta hace poco, ha estado trabajando con nosotros, pero ahora se ha puesto a trabajar en el taller mecánico de su futuro suegro. Según sus palabras, alguien debe hacerse cargo del negocio familiar ya que su única hija (su novia Carla), no se mancharía jamás las manos. Saúl es una persona alegre y servicial, aunque siempre me tache de palurdo, dotado para los deportes, en los que destacó en su época estudiantil, pero de escasa voluntad para los estudios, por lo cual pronto estuvo trabajando.

  Después, está Pamela, la dulce y hermosa Pamela. Ha cumplido dieciocho años y, junto a mi madre, es la única que no me demuestra lástima o desprecio cuando me mira a los ojos. Sin embargo, pasa mucho tiempo en la capital y en Madrid, pues es modelo. Cuando se reúne con sus compañeras de trabajo, casi todas unas pijas de cuidado, todas muy guapas y muy creídas, su carácter cambia, y se vuelve pretenciosa, orgullosa y engreída. Eso me enfurece. Pero cuando está a solas conmigo, es muy cariñosa y comprensiva. Está pensando en hacer una carrera universitaria, pero aún no se ha decidido por cual.

  Tanto Saúl como Pamela son hermosos, cada uno a su manera. Quizás mamá tenga razón y si no estuviera tan obeso, luciría como ellos… en fin, no hay remedio. Saúl es alto, aunque no tanto como yo, atlético, de buen porte, seguro de si mismo, y también muy pagado de su imagen.

  Como he dicho antes, Pamela es la única de la familia que no tiene el pelo oscuro. Posee un pelo que parece fuego y unos rizos naturales que algunas comprarían sin dudar en una peluquería de estilo. Medirá sobre el metro setenta y cinco, y unas formas potentes y preciosas, fruto de años de natación. Tiene unos ojos del color de la miel, casi en el centro, y verdes en los bordes, muy seductores y enmarcados por largas pestañas. Su nariz es un poco ancha pero definida por los marcados pómulos, todo cubiertos por diminutas y preciosas pequitas. Cuando sonríe, te hace creer en los ángeles, con esa boca amplia y sensual, bordeada de dientes perfectos. Que queréis que os diga, estoy enamorado de mi hermana, en el buen sentido de la palabra.

  Finalmente, mi hermano pequeño, Gabriel, al que todos llamamos Gaby. Tiene seis años y es un torbellino de niño. Siempre hay que vigilarle por sus travesuras, quizás demasiado mimado por mamá, ya que fue un hijo inesperado y tardío. Se parce como una gota de agua a Saúl cuando tenía su edad. Esperemos que no sea tan capullo cuando crezca.

  Como comprenderéis, yo soy el que se lleva la mayor parte del trabajo en casa. Saúl ahora aprende mecánica y solo se ocupa de mantener el tractor y la maquinaria a punto. Pamela ha terminado su Bachiller y gana un buen sueldo. Apenas ayuda cuando está aquí, salvo ocuparse algunas veces del forraje o de la ordeñadora; no se le pide más. Mamá está todo el día envasando, almacenando, o controlando diversas cosechas. Papá y yo somos los que nos ocupamos de talar, del granero, de los diferentes cobertizos, de cuidar del ganado, y, finalmente, de cosechar. Un par de braceros temporales nos ayudan en los días de mayor trabajo, pero eso es todo. Si a todo eso, debía sumarle la escuela y cuanto me ocurría en ella debido a mi aspecto, comprenderéis que dejara de asistir, para iniciar un curso nocturno, que era cuando disponía de tiempo para mí. Además, al estar rodeado de gente más adulta que trataba de ponerse al día con sus estudios, o estudiantes con problemas propios, que no disponían de tiempo ni deseos de burlarse de otros, no me sentía tan discriminado. El único problema que tuve fue con unos gamberros que acudían a clase por orden del juez. A esos, todos mayores que yo, podía meterles en cintura, dejándoles claro que no podían abusar de mí.

  Lo que si echo de menos, es no poder sentarme detrás de todas esas lindas chicas que acuden a las clases diurnas y que huelen tan bien. Podía fantasear con ellas, a pesar de que me miraran casi con miedo, o bien no me hicieran caso alguno. Sin embargo, puedo verlas pasar, en las tardes de los sábados, cuando acudo a la ferretería del señor Serros para ayudarle. Solo me atareo en el almacén. Ordeno estantes, coloco nuevos pedidos, o bien descargo bultos. Nada de atender al público, pero, desde las enrejadas ventanas, puedo observar a las bellezas locales, exquisitamente arregladas, acudir a los pubs o al cine.

  Con el señor Serros, obtengo dinero para mis gastos personales: un libro, un DVD, o ir al cine, donde me siento en un rincón tratando de pasar inadvertido. Esos son mis únicos vicios. No bebo, ni fumo, ni tampoco salgo por las noches, ya que no gusto a la gente.

 Un nuevo relámpago cae. Parece que la tormenta se aleja. Así es como transcurre mi vida, aburrida, patética, sin ningún fundamento. Siento toser a mi padre en el piso de abajo. Miro el reloj. Son las dos de la madrugada.

  Fuente del Tejo es una población mediana, con unas doce mil almas, y está muy cercana a Salamanca, con buenas comunicaciones, o sea, carreteras y tren de cercanías. Sin embargo, es una apacible vida rural, pues no hay grandes industrias que eleven el nivel de vida. La agricultura, la ganadería, y la tala de árboles siguen siendo, desde hace siglos, las fuentes de ingresos más relevantes de la comarca. El pueblo posee un instituto hábil para unos seiscientos alumnos, una escuela taller, un centro de Formación Laboral, cinco iglesias, varios bares y cafeterías, así como restaurantes, diversos locales nocturnos, entre ellos un pequeño club de alterne, y algunas fábricas artesanales. No hay más, pero se vive bien y, sobre todo, tranquilo.

  Es todo cuanto os puedo contar del lugar donde vivo.

Todo esto se me ha venido a la cabeza porque no quiero pensar en lo que me ha despertado. No, no fue la tormenta, sino un sueño. Un sueño muy extraño. Aún tengo todo el cuerpo tembloroso y el vello de punta. En cuanto dejo que mi mente divague, vuelvo a recordar y me pongo a temblar.

   En un primer momento, no sabía si estaba despierto o dormido. Las sensaciones son muy vividas, así como los colores de mi entorno. El sueño tiene profundidad, si es que es un sueño. Me encontraba en una gran sala, con el suelo de madera bien pulida. Una gran chimenea crepitaba, cargada de leña. Éramos cinco a una gran mesa de roble cargada de vituallas. Por un momento, sentí un ansia increíble hacia toda aquella comida; deseaba acapararla toda, regodearme en su sabor. En mi mano, tenía una gran copa de vino que apuré. Sabía delicioso, afrutado y suave. Yo mismo me extrañé. No he probado jamás el vino, ni siquiera sé el sabor que tiene.

  Mis cuatro acompañantes no dejaban de animarme a probar los diferentes platos que, según me decían, se habían preparado en mi honor. Al final, me dejé llevar por la tentación y comencé a pellizcar a un lado y otro. Pescado en salmuera, carnes confitadas, embutidos deliciosos, quesos aromáticos… todo pasaba por mi garganta con afán, como nunca he saboreado anteriormente.

  Ellos se reían y brindaban. Les conocía, o, al menos, intuía que les conocía. Estaba seguro que si hubiera querido, sus nombres acudirían a mis labios. Uno de ellos era joven y jovial. Su rostro estaba adornado con una bien recortada perilla y un bigote fino. Sus ojos oscuros brillaban maliciosamente. Los demás, hombres maduros y de aspecto noble, coreaban las chanzas, pero sus ojos estaban serios, vigilantes. Algunos mesaban sus anchas barbas con nerviosismo. Todos vestían con elegancia y suntuosidad, pero con un estilo casi oriental, exótico.

  Eché un vistazo a mis propios ropajes y, asombrosamente, yo aún era más exótico. Ellos vestían blusones de seda de vistosos colores, afirmados a sus cinturas por gruesos cordones dorados o bien un amplio cinturón de cuero. Todos portaban pantalones, aunque de estilos diferentes. Había un pantalón pegado que parecía una prenda de montar, al estilo húsar. Un pantalón de vestir, sin duda compañero de una levita que no aparecía a la vista, y dos pantalones amplios y cómodos que parecían elaborados con suaves pieles.

  Yo vestía una amplia túnica celeste y negra, de amplias mangas y brocados satinados. Un cinturón recogía la tela a mi cintura y, además, servía para sostener una especie de bolsita o monedero. Mis pies estaban enfundados en suaves botas de piel de ¿foca?

  De repente, sentí que estaba en peligro entre aquellos hombres. Sus sonrisas me parecían muecas crispadas más bien. Sus dedos y nudillos estaban blancos de apretar con fuerza la madera de la mesa. El esófago empezó a arderme con intensidad. Tosí repetidamente. El estómago se me encrespó y vomité sin contención ante ellos.

  Todo cuando había ingerido brotó con fuerza, acompañado de fuerte bilis y coágulos de sangre. Sabía que me habían envenenado, no sé cómo, ni por qué, pero así era. Solo que mi cuerpo era muy resistente y ellos no lo sabían. Se había deshecho del veneno por la vía rápida.

  Me levanté de un salto, tirando la alta y pesada silla al suelo. Me apoyé en la mesa, dejando salir un nuevo chorro de vómito que salpicó mis botas. El dolor me dejaba encorvado, tratando de buscar aire. Mis acompañantes se habían puesto en pie, mirándome atentamente. Ninguno hizo algo por ayudarme o socorrerme. Les pregunté por qué… ellos escupieron al suelo.

  El más joven dijo que la zarina no merecía mis desagravios. La corte había decidido deshacerme de mí. La rabia subió por mi garganta. Estaban cerca, seguros de que el veneno me debilitaba rápidamente. Decidí llevarme alguno conmigo.

  Puse una rodilla en el suelo, aprovechando otro espasmo, y aferré la tirada silla de una pata. Con un rugido, la volteé con una sola mano. Nadie se lo esperaba, ni nadie conocía mi verdadera fuerza. Sorprendí a uno de ellos, uno de los más viejos. El impacto fue tan fuerte que la silla se deshizo contra su cara. Escuché el tremendo crujido de su cuello. Los demás saltaron hacia atrás, gritando. Avancé hacia ellos. Solo me quedaba una pata en la mano, pero, al parecer, ya no se fiaban de mí.

  Retrocedieron hacia una de las puertas. Allí se encontraban sus abrigos de calle y sus armas. Rugí de nuevo, obligándoles a correr hacia allá. Buscaba una salida, desesperado, pero no la había. El más joven de los hombres me apuntó con una pistola y pidió al cielo fuerzas para acabar con la ejecución. Escuché el estampido y el golpe en el pecho. El impacto me tiró al suelo con fuerza y todo se fundió en negro.

  No podía ver nada, pero les oía hablar entre ellos. Estaban aparentemente asombrados de mi resistencia. Todos los platos estaban envenenados, así como el vino. Una mano me abrió el pecho, comprobando la herida.

  “Está muerto. Le has atravesado el pecho”, dijo uno de ellos.

  “Hay que deshacerse del cuerpo”.

  “Tengo un bote preparado. Nos llevará a la isla Petrovski”.

  La rabia volvió a apoderarse de mí en ese momento. ¿Quiénes eran ellos para osar apartarme de mi destino? Con un esfuerzo, abrí los ojos. El hombre que estaba sobre mí dio un chillido como el de una mujer. Me puse en pie de un salto y mi figura quedó reflejada en los cristales de un enorme aparador. Mi túnica estaba tinta en sangre; parecía echar espuma por la boca, o bien aún era vómito que cubría mi tupida barba, y mis ojos estaban terriblemente abiertos, desorbitados por el odio. Me encaminé hacia mi verdugo, quien no podía dar crédito a lo que veía. Balbuceaba de miedo y ni siquiera se acordaba de que tenía un arma en la mano.

  Le atrapé por el cuello, intentando estrangularle. Los demás se echaron sobre mí, consiguiendo arrancarle de mis manos. Corrí hacia la puerta que estaba abierta y salí tambaleándome a un patio cubierto de nieve. Sentí un vahído de debilidad. Mi cuerpo intentaba curarse. Detrás de mi, resonaron unos gritos y advertencias, así como una serie de disparos. Sentí un impacto en el costado derecho. Las balas picotearon la nieve a mi alrededor. Caí de rodillas sobre la nieve. Miré el cielo nocturno de aquella Navidad sobre Rusia. Hacía mucho frío.

  Una nueva descarga. Más balas en mi cuerpo. Dolor, agonía, negrura…

  “¡El Monje Loco ha muerto!”

  “¡Tirémoslo al lago!”

  Desperté al sentir la frialdad del agua.

Nunca he tenido un sueño así. No soy de los que se acuerdan de los sueños. Duermo poco y profundo, así que los sueños no son más que fugaces sensaciones para mí; nada tan vivido hasta ahora. Cuantas más vueltas le doy, desnudo y a oscuras sobre mi cama, más convencido estoy de que no es un sueño, sino un recuerdo. Pero, ¿un recuerdo de qué? ¿Alguna película de la que me he olvidado? ¿La escena de un libro que me haya impactado? ¿Por qué sé algunos datos como que estaba en Rusia, o bien que era Navidad? ¿De dónde he sacado ese nombre del Monje Loco?

  Demasiadas preguntas sin respuesta por ahora. Sin embargo, no puedo dejar de sentir el impacto de las balas en mi cuerpo, de forma absolutamente real, o la agonía del veneno.

La medida.

 

   Mis padres me felicitan cuando regreso de lavarme las manos. Es mi cumpleaños. Cumplo diecisiete años. Mis hermanos también me felicitan. Pamela se cuelga de mi cuello y me da dos sonoros besos en las mejillas. Mamá ha hecho un pastel de nata, de esos que me gustan tanto, que saca después de almorzar todos juntos. Todos me cantan la susodicha canción, y mamá me abraza con mucho cariño. Suspiro entre sus brazos, sin que ella lo note.

  La hora de los regalos. Saúl me entrega un machete nuevo, de afilada hoja. Ya tengo tres. Pamela me entrega un bien envuelto paquete que contiene tres libros que no he leído. Un buen regalo. Gaby me regala una piruleta enorme que guardaba para una mejor ocasión y todos reímos con ese detalle. Mamá me ha comprado nuevas sudaderas. Una de ellas lleva el símbolo de Batman a la espalda. Mi padre, con gesto grave, me hace entrega de un billete de cien euros y me dice que me tome el resto del día libre, que me divierta en el pueblo.

  ¿Con quien?, me pregunto cínicamente.

Tras una buena ducha, estreno una de las sudaderas y, tras dar un beso a mamá, cojo las llaves de la camioneta, un viejo Toyota del 97. Recorro la estrecha carretera que me lleva a Fuente del Tejo. Es viernes y pronto las calles estarán animadas. La verdad es que no sé que hacer. Nada de sitios concurridos y de moda. No tardarían en meterse conmigo. En el cine ponen una peli sobre una novela de Tom Clancy que ya he leído. Podría estar interesante. Espero a que empiece la sesión y me deslizo en la oscuridad hacia los últimos asientos.

  La película me ha gustado. Bien realizada y con acción de principio al fin. Antes de que enciendan las luces, ya estoy de pie, dirigiéndome a la salida. Pero tengo mala suerte.

  Un Ford Scorpio negro y descapotable con los cilindros fuera del capó, está aparcado frente al callejón de salida, con el motor arrancado. Pertenece a Luis Madeiro, un chaval de padres adinerados que está acostumbrado a hacer lo que le viene en ganas. Luis está al volante, su inseparable amigo Pedro en el asiento trasero. Junto a cada uno de ellos, hay una chica. Las conozco también, estaban en mi misma clase de instituto, cuando aún acudía de día. La que está al lado de Luis, se llama Loli Guzmán. La que hay atrás, al lado de Pedro, solo responde al apodo de Indiana.

―           ¡Hombre! ¿Qué hay? – exclama Luis, al verme. – Tenemos aquí a Goliat. Se ha dignado a bajar de las montañas. ¿Estás buscando a tu David?

  No le hice caso, no suelo hacerlo nunca, pero en esta ocasión me molestan las risitas de las chicas. Pedro toma el relevo, demostrando su poca personalidad.

―           ¿Has entrado a ver la película o a que te vean a ti?

  Con las manos metidas en los bolsillos, paso de largo, la cabeza entre los hombros alzados. Intento no mirar a las chicas. Siempre me han gustado. Loli es morena, de ojos oscuros, y con el pelo casi siempre recogido en una cola de caballo. Posee hermosos rasgos latinos, con los pómulos bien marcados y una boca pequeña y plena. Su piel debe de tener la textura de un melocotón y su aroma la brisa de las montañas. No es muy alta, pero posee un cuerpo rotundo, lleno de curvas letales, dignas de una diosa pagana. Tiene mi edad, pero se une a chicos mayores, exponentes de burguesía arrogante y maleducada.

  En cambio, Indiana es muy diferente. Es una rubita de pelo suave y lacio, con alegres ojos azules, y una nariz respingona. Lleva un sutil aparato corrector contra sus dientes que le presta un aire casi infantil. Es esbelta, de cuerpo flexible y armonioso. Sus pechos menudos pero erguidos destacan bajo la liviana cazadora. Loli es hija de emigrantes sudamericanos que llevan ya años afincados en la zona. Indiana tampoco es española, sino de Estados Unidos, y no lleva más que tres años viviendo en la colonia extranjera dela ColinaHueca.

―           ¿Qué pasa? ¿No contestas? – grita Luis a mis espaldas.

―           Es mi cumpleaños… -- aún no sé porque me giro y contesto. Es inútil.

―           Pero si tiene cumpleaños y todo – la nueva burla de Pedro hace que enrojezca. -- ¿Cuántos cumples? ¿Cinco?

―           Ya es suficiente – dice suavemente Loli.

El coche acelera con un ruido de potente turbina, las ruedas chirrían sobre el pavimento. Escucho sus risas al alejarse. Mi ánimo se ha ido al infierno. Decido irme a casa.

  A partir de mi cumpleaños, las cosas han ido sucediéndose rápidamente, cada vez más extrañas. Esta noche ha sido decisiva. Me he despertado sudando y jadeando. Cuando he conseguido enfocar la mirada, he comprobado que estaba en el desván y que solo era de nuevo una pesadilla. Como siempre, he intentado recordar, pero no lo consigo.

  Me dolían algunas partes de mi cuerpo, como si alguien me hubiera estado golpeando. A los pocos minutos de despertar, solo era capaz de evocar sensaciones aisladas, como una caída, un golpe, o bien una caricia, que se iban difuminando en mi mente.

  Sigo soñando, noche tras noche, al parecer casi lo mismo que la primera vez al comparar las sensaciones, pero no soy capaz de recordar. Me despierto con el cuerpo dolorido, lleno de moratones que van desapareciendo muy deprisa. ¿Impactos de balas?

Sin embargo, las sensaciones siguen a flor de piel. El dolor, el miedo, la angustia…

  Noche tras noche, lo mismo. Me estoy obsesionando, me vuelvo paranoico. Temo dormirme. Me acuesto muy tarde y me levanto aún más temprano, trabajando más que nunca para agotarme. Ha empezado a repercutir en mi trabajo, en mi carácter, y en mi salud. Me he vuelto más callado que de costumbre, incluso ya no hablo con Pamela. Mis manos tiemblan y no tengo apenas apetito.

  Desde hace unos días, un sordo rumor llena mi cabeza, haciéndome padecer horribles jaquecas. Es como un parloteo interminable en la parte posterior de mi cabeza. Algunas veces, me asaltan olores extraños que los demás no perciben, o bien, como alguien susurra un nombre o una palabra que no puedo entender bien.

  Hasta esta noche. Al despertar, con el corazón a ritmo desenfrenado y los dientes encajados, un susurro en la oscuridad del desván desgranó aquella esquiva palabra.

  Rasputín…

  Es sábado. Dispongo de tiempo para investigar ese nombre. Sé poco sobre él, solo lo justo. Era un curandero o algo así enla Rusiade los Zares. Tenía fama de mujeriego y de hipnotizador. No tenemos Internet en la granja. Me acerco al centro de Juventud. Allí consigo un terminal y empiezo a abrir páginas sobre Gregori Efimovich Rasputín.

  Nada más aparecer las primeras fotografías, reconozco el rostro. Le vi en mi sueño, en el reflejo de la cristalera del aparador. Era yo, o yo era él, quien sabe. ¿Cómo era posible? Leo con ganas y curiosidad.

  Nace en Siberia. Niño extraño e introvertido – dicen que se arrancaba los pañales cuando pequeño --, místico en su adolescencia. Se hizo monje jlystý, un extraño credo que predicaba que Dios gustaba de perdonar a los más grandes pecadores, así que esta secta se dedicaba a practicar orgías y depravaciones para poder ser perdonados, y Rasputín fue un acérrimo integrante. Se casó a los diecinueve años y tuvo varios hijos.

  Más tarde, abandonó a su familia y viajó por tierras eslavas, Grecia y Tierra Santa, donde aprendió Historia, esoterismo, y Teosofía, así como otras artes. Regresó a Rusia y consiguió cierta fama como adivino popular y curandero, lo que le llevó a atender al hijo del Zar, el príncipe Alexei Nicolaevich, de su dolencia hemofílica. Gracias a unas aparentes curaciones milagrosas, la zarina Alexandra confió ciegamente en él, ya que las pruebas de sanación que le producía a su hijo eran inexplicables. Confió también en los vaticinios del monje sobre el destino dela MadreRusia.Al parecer, la zarina tenía mucha influencia sobre las opiniones de su esposo.

  Sin embargo, los nobles de la corte se sentían amenazados en sus intereses por Rasputín y propagaron rumores que sirvieron de alimento para los revolucionarios enemigos del régimen zarista. Finalmente, el príncipe Yusupov y el primo del zar, el gran duque Demetrio Romanov, decidieron asesinarlo en Petrogrado la noche del 29 al 30 de diciembre de 1916, para acabar con su influencia sobre la zarina.

  A medida que leo sobre su muerte, voy encajando cuanto he soñado. ¡Había estado allí! ¡Había visto su muerte, sentido su agonía! ¿Cómo es posible tal cosa? Esto es peor que una película de miedo…

  En serio, apenas he escuchado hablar antes de Rasputín. No conozco ninguno de estos detalles, ni de su vida, ni de su obra. Sin embargo, siento un particular interés por este personaje. Busco más datos. Es extraño, en esas viejas fotografías en blanco y negro, Gregori Rasputín parece poseer los mismos ojos que los míos, tan claros y carentes de vida.

  Al final de la búsqueda, mi cabeza da vueltas. Todos esos datos no me dicen más de lo que ya había presentido en los diferentes sueños. ¿Qué tengo que ver con Rasputín, o que tiene él que ver conmigo?

 Más por fastidio que por otra cosa, pincho en el último enlace, algo de Rasputín en un museo raro de San Petersburgo. La primera foto me deja atónito. ¡Hay una polla tremenda metida en un gran frasco de cristal! Leo la leyenda al pie: “Durante el proceso de su asesinato, Rasputín fue castrado y su enorme pene de treinta y un centímetros (¡31!), se conserva en formol en el museo erótico de San Petersburgo, desde2004”.

  ¡Ese tío tenía una serpiente bajo los pantalones!

¿Sería por eso que quisieron matarlo? Jeje, yo también le mataría. Menudo caballo. Joder.

  Bueno, es la hora de ir a casa.

  Me despierta un terrible dolor de huevos. Enciendo la luz y me los miró. Estoy desnudo, como siempre. ¿Me habré dado un golpe en los testículos mientras dormía? No creo ser tan tonto, pero no se sabe. Están doloridos e hinchados. El dolor se empieza a derivar a la polla. Mientras la palpo, me viene a la cabeza el aparato de Rasputín. Ni comparación con la mía. Es normalita. No sé, no me la he medido nunca, pero calculo que unos quince o dieciséis centímetros y delgadita. Hasta se ve pequeñita ante el espejo, comparándola con mi cuerpo.

  Coño, sigue doliendo y no sé por qué. Tengo que moverme con cuidado para acostarme. De lado no puedo, boca abajo ni pensarlo. Hala, a roncar boca arriba.

  Al día siguiente sigue igual y duele un taco al moverme. Saúl se ríe al verme. Me pregunta si es que los llevo cargados. ¿A qué se refiere? Menos mal, Pamela no está en casa. Sigue en Madrid con una campaña. Disimulo cuanto puedo ante mamá. Mal rollo, ni he podido sentarme al tractor. La vibración me hacía vomitar de dolor. Estoy acojonado.

  Tercera noche sin apenas dormir. El dolor de genitales no se marcha. Esta mañana me ha parecido que la polla había crecido y me la he medido finalmente. He apuntado las medidas: largo, dieciocho, gruesa, unos tres centímetros de diámetro. La verdad, que creía que era más pequeña. Lo que si tengo más hinchados son los testículos, pero no se han amoratado ni nada. He leído que es bueno ponerse hielo.

  Como no puedo dormir me ha dado por pensar. Nada en concreto, tonterías mías. Pero, de repente, no paraba de venirse a la cabeza la secta esa a la que pertenecía Rasputín, los jlystý. Básicamente eran unos viciosos tremendos que hacían verdaderas guarradas para después sentir la dicha de que Dios les perdonara. Muy católicos no estaban, no señor.

  Pero, mira por donde, a lo largo de la noche, he cambiando de idea. Tenían su parte de razón, los jlystýs esos. Si Dios era todo amor y perdón, ¿de que servía ser tan bueno e inocente? No sentirían jamás su abrazo, la calidez de su perdón, el amor que los aliviaría. Así que comprendo que esa gente, más analfabeta que un cerdo de granja, se lanzara a pecar, cuanta más perversiones mejor.

  Han pasado dos noches más. Tenía razón, me cago en todo lo que se mueve… la polla me está creciendo. ¡Que no, que no estoy majara! Ha crecido, a lo largo y a lo ancho. Está en veintidós centímetros de larga y ha engordado otro centímetro más. Además, los huevos me pesan. Los noto tirando hacia abajo…

  Por mucho que he buscado en la red no he encontrado enfermedad alguna que tenga estos síntomas. Todo lo más, algunos casos de elefantiasis enla India, pero es una enfermedad por picadura de un raro mosquito y no avanza tan rápido. Ahora si que estoy preocupado. ¿Y si se me cae la polla a pedazos, como la lepra? ¡Es horrible! ¡Aún no la he utilizado!

Joder, me he pasado toda la noche llorando, como las chicas. Esto me está afectando de verdad. Hoy me duele menos, puedo moverme mejor. Quizás ya se esté pasando. Pamela ha venido de Madrid para pasar el finde. Se ha traído una compañera de Cataluña, toda una zorra. Se llama Maby y es abso-lu-ta-mente vegetariana. ¡No te jode! Pues podría comerme la zanahoria que me está creciendo en los bajos.

  Padre me envió a cortar algunos álamos con la motosierra y empaquetarlos en el remolque. El día se ha puesto chungo, el otoño está acabando y parece que hace frío. Como siempre, ni me doy cuenta, pero cuando estoy apilando los troncos ya desbrozados, escucho algo detrás de mí. La amiga catalana de mi hermana me está mirando, con los ojos como platos.

―           ¿Qué pasa? ¿Tengo bichos? – le pregunto, más que nada para que cierre la boca. Puede entrar algo volando…

―           No, no… estás apilando los troncos tú solo…

―           Si – digo mientras muevo la pila para que asiente mejor. – Son álamos, apenas pesan. ¿Qué haces por aquí? ¿Y Pamela?

―           Decidí dar un paseo y escuché la sierra. Pami está hablando por teléfono – dice, apartando de sus ojos un oscuro mechón de su trasquilada cabecita. Lleva uno de esos peinados a capas, muy corto por detrás y con un largo flequillo, maravillosamente teñido de un tono negro opalescente.

―           ¿Pami?

―           Si, así la llamamos en los camerinos.

―           Ah, claro. ¿Con quién está hablando?

―           Con Eric, un modelo que conocimos en la pasarela Cibeles.

  Parece que Maby tiene un mejor día hoy. Al menos, está conversando y no dice borderías. Parece hasta una buena chica, así en frío.

―           No sabía que Pamela estuviera saliendo con nadie – dije, arrancando la motosierra.

―           ¡No es nada serio! ¡Están tonteando! – grita ella para que la entienda.

  Asiento para hacerle saber que la he escuchado y acabo de cortar el árbol. Me deshago de las ramas con un par de pasadas y lo subo al remolque. Maby está detrás de mí, sin que me hubiera dado cuenta.

―           Eres muy fuerte – me dice, colocándome una mano en uno de mis brazos.

―           Psshée… todo el día currando. ¿Llevas tiempo de modelo? – algo hay que preguntarle para disimular que me he ruborizado.

―           Es mi primer año. Aún no tengo buenos contratos, pero no tengo prisa. Solo tengo quince años.

¡La ostia! No me lo puedo creer… ¡Quince años! La tía está que se sale. No tiene mucho pecho, pero de lo demás va sobrada y es más alta que mi hermana aún. ¿Qué les dan para comer? Caigo en la cuenta que no soy el más indicado para hablar de esos menesteres.

―           Te echaba yo más años, ya ves – le digo yo en plan caballeroso.

―           Todos lo hacen – se ríe ella. -- ¿Y tú? Al menos, veinte y dos, ¿verdad?

―           Tampoco estás muy fina. He cumplido los diecisiete hará un par de semanas.

―           ¿Qué dices? ¡Anda ya, no puede ser! – dice, dándome una palmada en el hombro. Sus ojos, azules cielo, parecen esconder interesantes secretos.

―           Pregúntale a Pamela – le digo mientras coloco la funda a la motosierra. -- ¿Te vienes? Regreso a la casa.

  Esa noche, sueño con Maby. Los genitales me pican más que dolerme. Es un picor enervante, sordo y profundo, que molesta bastante. El hecho es que aún recuerdo el sueño y eso no es normal. Los únicos sueños que recuerdo, en mi vida, son los relacionados con Rasputín. Así que si recuerdo este, algo tendrá que ver, ¿no?

  ¿Qué lo cuente? No sé yo… está bien.

Pues va de que dábamos un paseo después de cenar, ella, yo y mi hermana Pamela. Hacía buena noche y había luna llena. Pamela contaba cosas del tal Eric, que si era muy romántico y tal. A mi me estaba cayendo ya como una patada en el culo, el tío. De pronto, Maby se cuelga de mi brazo y dice que yo si que era romántico. Que había talado un bosque entero para ofrecérselo.

  ¡Dios, hay que ver que chorradas sueña uno!

Entonces, Pamela va y suelta, así como si nada:

―           Pues el árbol más interesante de mi hermano es el que lleva entre las piernas… anda, cari, enséñaselo…

 A ver como te deja una cosa así, aunque sea un puto sueño.

―           ¿De verdad? – Maby le falta tiempo para ponerse de rodillas, intentando sobarme el paquete. Yo la aparto, avergonzado.

―           Uy, que va. Así no vas a conseguir nada. Es cantidad de cortado – le dice mi hermana. – Deja que te eche una mano.

Como en todos los sueños raros, no tengo salida, no puedo huir. Mi hermana se acerca, terriblemente insinuante, como una diosa sensual, y coloca sus manos en mis hombros.

―           Relájate, pequeñín – susurra y acerca sus labios a los míos.

 Huelo su tenue perfume. Percibo el aliento que se escapa por sus entreabiertos labios. Distingo la punta de su maravillosa lengua, y, finalmente, saboreo la miel de sus labios. Una experiencia para los cinco sentidos. Lástima que sea solo un sueño, por muy real que parezca. Sus brazos se enroscan en mi masivo cuello y se cuelga totalmente de mí, izándose a pulso. Devora mi boca como si quisiera sacarme los pulmones por ella. No me suelta, es insaciable.

  Por otro lado, Maby, siempre de rodillas, ha desabrochado mi bragueta. Mi pene surge, morcillón y gigantesco, desplegándose cual manguera. ¡Por Dios, es enorme! Ya mide lo mismo que el de Rasputín…

Maby se lleva una mano a la boca, impresionada. Mi hermana aparta su boca de la mía y posa su mano sobre la cabeza de su compañera, diciéndole.

―           Te lo dije… ahora, no nos queda más remedio que chuparla…

  Aún no sé como será una mamada, pero os juro que si se parece lo más mínimo a lo que experimenté en ese sueño, me voy a gastar mucha pasta en putas. Dicen que en los sueños solo puedes sentir lo que ya has experimentado en la vida real: el sabor de un postre, la textura de una fruta, un salto en el vacío…

  Nunca me han hecho una mamada, por lo tanto, he tenido que imaginarme la sensación, ¿no? Entonces, ¿cómo he podido ser tan específico, tan descriptivo y literal? Recuerdo cada pase de sus lenguas, cada succión, como se peleaban por atrapar el glande y tragarlo, y el chasquido húmedo de sus lenguas entrelazadas. Me estremezco cuando evocó la sensación de vacío que Maby creaba en mis testículos al metérselos en la boca y sorberlos.

  No, todas esas sensaciones han tenido que salir de algún lado. Las he tenido que aprender de alguna manera… leerlas en algún sitio.

  El caso es que mi miembro se puso tan duro como un astil, creciendo en toda su magnitud. Parecía tener vida propia y, por lo tanto, sus propios deseos. Ni siquiera se refrenaba con los imprudentes arañazos que los dientes de las dos chicas le producían, dado su ardor. Para aquel miembro solo existía el placer y la urgencia por obtenerlo. Tuve que apoyar mis manos en sus cabecitas cuando mi orondo pene empezó a temblar espasmódicamente, como si anunciara una pronta erupción.

  El cabrón tiraba de mí, se movía en todas direcciones, como una manguera, intentando escapar de las manos y bocas de mis amantes. Con un rugido descargué níveos chorros, cálidos y espesos, que mancillaron rostros y cabellos de las dos ninfas arrodilladas.

  Cuando desperté, estaba amaneciendo. Una tremenda corrida manchaba las sábanas de mi cama. Aquello no era el resultado de una polución nocturna, sino el trabajo de toda una noche de juerga. Contemplé mi tremenda polla erguida, dura como el hierro, como la de todo adolescente al despertar. Cogí el metro que tenía en la mesita… treinta y un centímetros de larga y seis centímetros de grosor… unos huevos enormes colgando de mi entrepierna…

Suspiré.

Bienvenido, Rasputín…

                                                            CONTINUARÁ

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