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Detective 666 (2)

en Grandes Series

LA FAMILIA DASSUAN.

 

 

 

   Mi primera noche de soltero me la paso en un motel de la estatal 90. Me he marchado de la casa de Benny de forma civilizada. Ambos somos conscientes de que la cosa se ha puesto demasiado difícil para intentar forzarla siguiendo viviendo juntos. He quedado en volver a por mis cosas cuando encuentre un sitio más estable para instalarme. No es que sobren los apartamentos en este momento en Nueva Orleáns, aunque supongo que podría instalarme en una de las casas abandonadas. Nadie la reclamaría por un tiempo. No, me he acostumbrado a vivir bien con Benny; no me iré de okupa, por muchos barrios vacíos que hayan quedado. Hay oportunidades en otras partes y a precios muy módicos, un año después de la catástrofe.

   A las dos semanas de estar en una agradable pensión de Garden District, varios compañeros, jóvenes patrulleros, me ofrecen compartir piso con ellos. El estricto control que la señora Harrisson, la dueña de la pensión, tiene sobre sus huéspedes me convence para aceptar la oferta. Dispongo de un amplio dormitorio, televisión por cable, y un buen frigorífico… junto con un buen váter. Es todo lo que un humano necesita, ¿no? Hubiera preferido mejor vivir solo, pero todo lo que he visto por ahora que considere digno, se lleva más de la mitad de mi sueldo.

   Podéis acusarme de haberme vuelto un tanto burgués pero es lo que tiene vivir acomodado. Ahora, mi independencia económica no es demasiado boyante. He pensando en cogerles unos cientos de dólares a mis víctimas, pero no es nada frecuente ni seguro. Por el momento, seguiré compartiendo apartamento y ya veremos. Como ya he dicho en una ocasión, los demonios no pensamos demasiado en el futuro.

  Michael Saikano me está esperando en los vestuarios de la Brigada de Antivicio. Suele ser mi compañero más habitual, aunque hay veces que cambiamos de pareja o ampliamos a un cuarteto, según el caso o la necesidad. Se trata de un japonés americano metido en la treintena, llegado de California unos años atrás. Es un buen tío, de ideas liberales siempre que no se apliquen a su familia.

         ---Ha ocurrido algo relacionado con el caso de la familia Dassuan –me dice mientras guardo la bolsa en la taquilla.

         --- ¿Ah, sí?

         ---El dueño de un taller de barcazas ha denunciado un allanamiento esta noche.

         --- ¿Qué tiene que ver eso con Antivicio? –le pregunto, mirándole de reojo.

         ---El dueño del taller es Tom Haddillan y fue cuñado del viejo Basil.

         ---Entiendo. Hay raíces conjuntas.

         ---Sí. Veamos si conseguimos algo si removemos con fuerza.

         ---Te encanta remover, Saikano –mascullo mientras coloco bien el arnés de la funda sobaquera sobre la camiseta.

         ---Suele ser divertido –me contesta, contemplando como me ponga una camisa sin abotonar encima. Me gusta vestir informal desde que no voy de uniforme.

   El taller en cuestión se encuentra en el canal industrial de Bywater, un barrio que no resultó demasiado afectado por la inundación dados sus ocho pies de elevación sobre el terreno circundante y la proximidad del Missisipi que sirvió de colector. Aún así, los efectos del desastre aún son visibles en las marcas dejadas por las aguas en los edificios.

   El taller de Tom Haddillan se especializa en recuperar las viejas gabarras flotantes que recorren el Missisipi y reconvertirlas en bonitos apartamentos de fondeadero. En el fondo, son un chollo. Apenas pagan impuestos, los fondeaderos suelen ser baratos y se puede cambiar de ubicación cuando el vecindario resulte cargante.

   Nos acercamos a un tipo robusto que está atareado con una cepilladora eléctrica en limpiar la proa desmontada de un viejo casco. Nos indica que el señor Haddillan está en el despacho, en el interior de la gran nave que sirve de taller adosado al canal. El propietario está inclinado sobre un monitor, comentando una serie de reformas obligadas en el diagrama desplegado de una barcaza. A su lado, una bonita rubia con el cabello recogido en un pequeño moño discute algunas de sus indicaciones. Tom Haddillan es una verdadera rata de río que, a sus sesenta y cuatro años, ha abandonado sus chanchullos en los canales para dedicarse, junto una nieta llamada Jipper –la chica que está a su lado –, a decorar y personalizar barcazas.

   Nos cuenta lo sucedido la noche anterior. Una sección de la verja de alambre ha sido cortada y doblada para dejar paso a varios individuos. Hay muchas huellas en el sempiterno barro que rodea la valla y uno de los perros guardianes ha muerto, seguramente envenenado. Nos explica que no se guarda nada de valor en el taller, ni dinero para nóminas, ni herramientas valiosas, y solo están trabajando en dos encargos: una pequeña barcaza para instalar como decoración en un gran jardín, cuya proa estaba siendo limpiada fuera en ese momento, y una vieja draga que está esperando entrar en el dique seco.

         ---La draga hizo su último trabajo hace dos días y la trajeron directamente aquí –comenta la chica como detalle. La miro y calculo que no debe de tener más de veintidós años.

         --- ¿Una draga? –pregunta Saikano, mirándome intensamente.

         ---Sí.

         --- ¿Podemos verla? –pregunta mi compañero.

         ---Sí, claro. Está amarrada en el canal, un poco más atrás –nos indica el señor Haddillan, señalando por encima de su cabeza. –Vamos, les llevaré…

   Recorremos una pequeña explanada cementada, llena de trastos y motores desechados, hasta llegar a un ensanche del canal donde está amarrada la vieja draga. No es de las mayores, pero posee dos brazos hidráulicos bastantes potentes, uno a proa y otro a popa, con una alargada y estrecha cabina entre ellos. A su popa, apenas destacan las letras blancas medio cubiertas de detritus: Droit de force. Un nombre poderoso.

         ---Hay trazas de barro hasta aquí –le digo a mi compañero.

         ---Eso pensaba, subamos a bordo…

   Saikano encuentra otro refregón de barro sobre la plancha que sirve para subir a la draga.

         --- ¿Ha venido usted o alguno de sus empleados hasta aquí esta mañana? –pregunta Saikano al anciano.

         ---No, no pensamos poner esta chatarra en dique seco hasta la semana que viene.

         ---Pues aquí subió alguien anoche –mascullo, descubriendo media pisada sobre la cubierta metálica.

   Un somero registro en la cabina indica que el diario de a bordo no está, así como los partes laborales. Saikano le pregunta al anciano si tiene la documentación en su oficina.

         --- ¡Nanay, inspector! Esta draga está muerta y dada de baja. Los papeles deberían estar a bordo o bien en poder del propietario –niega con vehemencia.

         --- ¿Y el propietario es… ? --le pregunto.

         ---Una empresa de Baton Rouge…Dynamics algo… --el anciano trata de recordar. –Impulses. Eso es, Dynamics Impulses.

         --- ¿Y qué va a hacer con la draga?

         ---Traspasar los brazos y los motores hidráulicos que están en buen estado a una draga mayor.

         ---Deberíamos registrarla más a fondo –me propone Saikano y estoy de acuerdo.

   Nos pasamos unas buenas tres horas a bordo de la draga, golpeando mamparas e inspeccionando la bodega milímetro a milímetro. El dueño del taller se aburre de mirarnos y regresa a su despacho. Cuando estamos a punto de darnos por vencidos, descubro un escondite oculto adosado al depósito de combustible. Está vacío pero hay indicios de que ha sido usado muchas veces. Saikano recoge una muestra del polvo que cubre el suelo y paredes con uno de sus guantes y lo embolsa para enviarlo al laboratorio. Si es lo que creo, volveremos a sacar huellas.

   Aquella misma tarde, el análisis de drogas del laboratorio da positivo. El comisario envía un par de hombres para precintar la draga junto con el equipo de forenses. Saikano tiene la teoría de que la draga servía quizás para recuperar paquetes de droga sumergidos que después ocultaban en el escondite.

     ---Puede ser –admito. –Si se han llevado los partes laborales es que a lo mejor no querían que se averiguara dónde había estado la draga trabajando por última vez.

     ---Pues tendremos que preguntar por esa documentación, ¿no te parece? –me sonríe Saikano.

   Al día siguiente, nos subimos a un coche para ir a Baton Rouge, la capital del estado y la ciudad más poblada, ahora que Nueva Orleans había dejado de ser la primera. Hay apenas noventa kilómetros desde Nueva Orleans a Baton Rouge y las oficinas de Dynamics Impulses se encuentran en Westminster, un barrio periférico de la ciudad, así que no tenemos que atravesarla.

  La señora Royte, la eficiente y madura –no quiere ni oír la palabra anciana aunque lo sea –secretaria de la comisaría ya ha avisado de nuestra visita al gerente de la empresa, el cual nos está esperando en el amplio vestíbulo. Tras un buen apretón de manos, el directivo, de apellido Hanwesh, me da la sensación de estar nervioso e incómodo con las preguntas. Declara que no tiene ni idea de dónde está la documentación de la draga y que, según los informes de la empresa, la barcaza ha estado fondeada en Port Allen todo el último mes. Supone que ese diario de a bordo ha debido perderse al retirar la barcaza de la circulación y que deberíamos preguntarle al patrón y a sus ayudantes.

   Claro está que, aunque sabemos sus identidades, esos hombres han dejado el río para probar fortuna en los caladeros de fletan frente a Terranova y Labrador. Menuda coincidencia, ¿no? 

         ---Ese tipo no me cae nada bien, oculta algo –le digo a Saikano al salir del edificio.

         ---Sí, sudaba mucho y se toqueteaba la entrepierna con disimulo –dice, metiéndose un chicle en la boca.

         ---A lo mejor es que le gustabas –ironizo y me mira con malos ojos. Debo recordar que mi compañero es absolutamente homofóbico.

         ---Hay que seguir ahondando más. Solicitaré los listados de los diferentes puertos y enclaves del río en doscientas millas de Baton Rouge.

         ---Buff –revisar todos esos datos quemarán mis pupilas. –Vale, ocúpate tú de eso, yo tengo otro plan…

         --- ¿Y es? –quiere saber.

         ---Es solo una intuición. Ya te haré saber si la idea llega a un punto concreto. Déjame aquí y regresa a Nueva Orleans. Ya me buscaré la vida para volver. ¡Hoy es viernes, tío! –le animo echando a andar.

         ---El Katrina te dejó tonto, amigo –me suelta, subiéndose al coche.

   Paso unas horas paseando por Westminster, un barrio nuevo, rico y bien urbanizado, con parques preciosos y limpios. Se nota que se mueve mucha pasta en la zona. Al otro extremo de la ciudad hay una gran refinería de la Exxonmobil, recuerdo. Muchos puestos de trabajo.

   Me indican dónde puedo alquilar un coche y me acerco caminando. Justo al mediodía, me encuentro cómodamente sentado al volante de un pequeño y anodino Ford, más propio de un ama de casa que de un poli, pero es lo mejor para un seguimiento. Almuerzo con un par de tacos que compro en un vagón cocina estacionado dos calles más abajo de las oficinas de Dynamics Impulses y, finalmente, veo salir al señor Hanwesh. Cruza la avenida y se sube a bordo de un Oldsmobile Cutlass Ciera muy bien conservado. Me digo que es un hombre de gustos refinados y clásicos mientras me despego de la acera para situarme detrás de él.

   Le sigo diligentemente hasta su casa, un dato que ya descubrí por Internet con mi móvil mientras le esperaba. Hay que ver las cositas que han inventado los humanos desde que la Iglesia dejó de aplastarles el cuello. ¡Me encantan! El hombre se pasa una hora en el interior de una adorable casita, con esposa y un retoño, entre vecinos bucólicos y cortados por la misma tijera.

   No tengo que esperar demasiado. Justo antes de empezar a oscurecer, vuelve a subirse en su cochazo, y toma una salida hacia una circunvalación. Parece que vamos a salir de la ciudad. Le sigo hasta Monticello, una villa de cinco mil y pico personas adosada a la periferia de Baton Rouge. Si el barrio residencial de Hanwesh era un merengue, Monticello es un pastel de boda. ¡Joder, seguro que los habitantes de este pueblo ni siquiera gimen cuando follan para no ser escuchados por sus vecinos!

   Sin embargo, me llevo una sorpresa pues, al final de la avenida England, que abarca cuatro largos barrios de casitas sureñas con porches y jardines mimosamente plantados, el señor Hanwesh se detiene en la última casa que se alza ante la gran separación verde del bosque. Es diferente a las demás casas del barrio. Es más grande –de hecho son dos casas adosadas y unidas, formando una especie de mansión sin ínfulas de opulencia –, tiene un gran espacio para aparcar, justo a un lado y sus fachadas están pintadas de un pálido rosa con cenefas celestes para puertas y ventanas.

   Hay un pintoresco cartel clavado con una estaca en el césped de la entrada que reza: “Club de Estilo e Imagen”. Es algo más elegante y fino que lo que hay en el averno, claro está, pero sigue siendo un lupanar. En mi mundo natal, nos limitamos a colgar el alma de una puta sobre la puerta para indicar uno de nuestros burdeles. Pero es cierto que me ha sorprendido encontrarme con una casa de citas en un barrio tan… conservador.

   Aún me estoy decidiendo si debo seguir al tipo al interior, cuando me sorprende de nuevo, saliendo acompañado de tres humanos más, con pintas de perdonavidas. Se sientan en unas hamacas dispuestas en aquella parte del jardín y encienden unos cigarros. Parecen charlar de algo serio. Por un momento, deseo tener de nuevo mi oído demoníaco. Podría escucharles perfectamente desde donde estoy, metido en el pequeño utilitario. Me limito a sacar varias fotografías de cada uno con el móvil, poniendo cuidado de aumentar el zoom y apoyar mi muñeca en el volante para no temblar.

   Con los puros a medio terminar, cuatro chicas vestidas con elegancia pero rebosando sensualidad, salen a buscarlos. Unas se sientan sobre sus piernas, otras se quedan de pie a sus espaldas, acariciándoles suavemente hombros y espalda, hasta que los convencen de seguirlas al interior de la mansión. Ya no voy a sacar nada más en claro, así que es el momento de volver a Nueva Orleans.

   Al día siguiente es sábado y la comisaría solo mantiene en su interior el retén de fin de semana. Saikano, en cambio, ha venido y está repasando los informes que llegan desde varios puertos y zonas de atraque. Me indica, con un gesto, que le eche una mano. Le contesto que lo haré desde mi escritorio, pero, antes de ponerme a ello, descargo las fotografías tomadas en el burdel para comparar rostros con la base de datos estatal.

   No tarda mucho en darme resultados y se establece un principio de puente en mi mente. Los tres tipos están relacionados con la familia Dassuan. Es más, uno de ellos, el más bajito y más calvo, es el hijo mayor de Basil Dassuan, el patriarca, y, por lo tanto, sobrino del viejo Tom Haddillan.

   Dispuesto a afirmar ese puente que se está construyendo en mi cerebro, llamo por teléfono al convertidor de gabarras y le digo que deberíamos hablar. Me dice que me pase por el taller esta tarde. Estará trabajando aunque esté cerrado. Mientras espero la hora del almuerzo, me pongo a depurar tediosos datos de amarres y limpieza de tramos del río, en busca de la draga Droit de force. Espero que Saikano me invite a almorzar…

   Espero hasta las tres y media para tomar el cochecito alquilado –tengo que convencer a Saikano para que me siga hasta Baton Rouge el lunes para devolverlo y regresar con él – y dirigirme al canal Bywater. Como ya me había indicado, el taller está cerrado, pero, nada más detener el coche delante de la puerta alambrada, esta se abre, accionada desde el interior de la nave industrial. Introduzco el coche y cuando me bajo, Tom está esperándome en la portezuela del hangar. Se está secando las manos en un paño y me hace un gesto con la cabeza para que pase adentro.

         --- ¿Qué ocurre? –me pregunta mientras cierra la puerta de gruesa chapa. El hangar está en penumbras, pero brota luz solar de su despacho.

         ---Ayer fuimos a la sede de Dynamics Impulses para seguir con la investigación. Como ya le dije por teléfono, sospechamos que han estado utilizando la draga para realizar contrabando de drogas –le empiezo a contar, siguiéndole hasta su oficina.

   En ella, me encuentro con su nieta Jipper, que sonríe de una manera muy llamativa al verme. Al quedarme callado ante la chica, el anciano me mira y agita una mano.

         ---Puede hablar de cualquier cosa ante Jipper. Está al tanto de todo y va a ser mi única heredera, así que… --me dice, señalándola.

         ---Bien, el caso es que el gerente, un tal Hanwesh, me escamó un tanto. Parecía guardarse algo y seguí mi instinto. Le estuve siguiendo hasta que me condujo a una casa de… señoritas de compañía –rectifico a tiempo, mirando a Jipper.

         ---Eso no constituye un delito y menos en Luisiana –comenta el viejo, con un deje cínico en su tono al sentarse en su sillón rotatorio.

         ---Eso no fue lo interesante, sino con quien se reunió allí –le digo, sacando mi móvil y buscando las fotos.

         ---Es uno de mis sobrinos –murmura, a la par que arquea una de sus pobladas cejas al ver la imagen.

         ---Es Arnold –me informa Jipper, a su vez.

         ---Sí, lo sé. Está fichado por altercado público y esos dos son tenientes de los Dassuan --enumero. –Aún no hemos podido comprobarlo, pero me apuesto lo que sea a que Dynamics Impulses es una empresa tapadera de la familia. El gerente fue directamente a informarles de que habíamos estado allí, buscando respuestas sobre la draga.

   El viejo Tom me mira y se levanta de la silla. Se acerca a un tablero de dibujo que está ocupado por el dibujo de la sección de una quilla. Se gira de nuevo, enfrentándome y, entonces, suspira.

         ---Ya me esperaba algo parecido. De alguna forma, quieren implicarme o utilizarme en sus chanchullos, pero no pueden venir de cara porque los mandé a tomar por culo hace años –masculla el anciano. Jipper lo empuja suavemente para que se siente de nuevo. ---Nunca me he llevado bien con mi cuñado Basil, siempre me demostró que es un mal nacido. Sé que está enfermo y débil y hay diferentes miembros de la familia que intentan acaparar el liderazgo.

         ---Es algo que se veía venir, aunque creemos que aún da las órdenes desde la cama –comento, sentándome sobre un alto taburete.

         ---Verá, detective… voy a serle sincero –me dice con tono conspirador, colocando sus manos entrelazadas sobre la mesa y subiendo sus ojos hasta los míos. –He tenido un pasado turbio y he pagado por ello –me mira hasta verme cabecear –, pero no consigo alejarme de ciertos individuos. Gracias a Jipper, he rehecho mi vida y estamos ganando un dinero honrado. Sin embargo, mi pasado vuelve para llamar a la puerta y me veo atrapado por ciertas promesas que hice hace años y lo que le debo a mi nieta.

         --- ¿Viejos socios que quieren aprovecharse de su actual estabilidad? –pregunto con media sonrisa.

         ---Más o menos –responde, devolviéndome la sonrisa.

         --- Ya veo –me cae simpático el viejo. Es directo y franco. –Necesitaré más detalles para decidirme.

         ---Pero… –sus ojos se agrandan y comprendo su miedo.

         ---Sin consecuencias. Seré como un confesor –le tranquilizo. –Me cuenta el asunto y decidiré. Si me vale, se lo diré claro y no lo incluiré en el informe.

         ---Vaya –deja escapar, expirando con fuerza. –No creí que un poli diría eso nunca.

         ---No soy como los demás polis –le contesto y sacando un paquete de cigarrillos les ofrezco a ambos, los cuales rechazan de plano.

   Este es un vicio que he adoptado rápidamente al llegar al mundo humano. En el infierno no tiene chiste echar humo por la boca o narices, pero aquí… ya lo creo. Ya sé que es un vicio asqueroso y dañino, que te pudre los dientes y te salen llagas interiores, pero, seamos sinceros… ¿qué puede hacerme finalmente? ¿Mandarme al infierno? Tómese nota que contengo la carcajada por respeto a los fumadores.

       ---Basil Dassuan es el hermano mayor de mi difunta esposa y siempre ha estado metido en oscuros asuntos. Éramos críos cuando nos sorprendió besándonos en el porche trasero de su vieja casa. Entonces, me ofreció llevar algunos paquetes a Brusly, cruzando el río y así ganarme un dinerito para llevar a Dayanne al cine o a merendar. Yo era un jovencito orgulloso por entonces, con muchos pájaros en la cabeza; demasiado acostumbrado al ambiente de los muelles. Mi familia eran pescadores y mariscadores; no era nadie para Basil y se mofaba de mí y de mis ambiciones –el viejo Tom pareció perderse en sus recuerdos, mientras hablaba.

   “Un año después, me ofreció un puesto en su banda cuando me casé con Dayanne. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para darle a mi esposa la vida que se merecía. Así que acabé convirtiéndome rápidamente en su hombre de confianza. Sin embargo, al pasar los años, mi mujer me recriminó la vida que llevaba; tenía miedo por mí y por los niños, tres a la sazón. Un día, hubo un tiroteo con unos contrabandistas rivales y maté a uno de ellos, defendiendo mi vida. Fue demasiado para Dayanne. Me obligó a buscar otro camino en nuestras vidas. Me entregué a la justicia y pasé quince años en la cárcel, pagando mi deuda de sangre. Apechugué con todo, sin delatar a mi cuñado ni sus asuntos.”

   “Sin embargo, Basil, durante todo ese tiempo, me mantuvo engañado. Me enviaba tabaco y algo de pasta a la cárcel con algunos de los chicos, porque él no quería que le relacionasen conmigo. Me aseguraba que estaba cuidando de Dayanne y de los niños, pero la realidad era otra. En vez de estar agradecido a mi sacrificio, ni siquiera ayudó a su hermana y a sus sobrinos, desentendiéndose de ellos. Dayanne no me quiso poner al tanto en sus visitas carcelarias pero salieron adelante sólo gracias a mi familia, que se desvivió por ellos, y al negocio de mi padre, el cual consistía en un pequeño taller que reparaba las barcas de los pescadores, en este mismo sitio. “

   “Cumplí condena y, al enterarme de lo que había hecho mi cuñado, le juré que si se acercaba de nuevo a mi familia, buscaría la forma de hundirle antes de que él lo hiciera. Pareció aceptar mi retirada, ya que estaba al tanto que yo sabía muchos trapos sucios suyos. Por mi parte, me apegué al negocio de mi padre y lo hice crecer lentamente. Pero Basil seguía estando allí, en la sombra. Nunca daba la cara, no es hombre de eso pero me enviaba gente extraña que me proponía negocios turbios o que les instalara motores más potentes en viejas carcasas pesqueras. Basil siempre ha intentado implicarme en algo delictivo para poder tenerme de nuevo en su poder pero le he sorteado todos estos años. Cuando Dayanne murió, Basil, con la excusa del sepelio, volvió a presionarme para ayudarle a esconder y custodiar diversos alijos de drogas sintéticas que bajaba por el río desde un laboratorio clandestino de Baton Rouge. Eso fue hace diez años. Le dije que se fuera de mi casa. No sé cómo lo ha hecho para burlar la policía fluvial todos estos años pero me da en la nariz que el Droit de force ha tenido mucho que ver.”

         ---Para que luego digan que la familia es el mejor apoyo que se puede tener –bromeo. –Esa draga puede meterle en un problema si lo desea Basil.

         ---Lo sé, le he estado dando vueltas al asunto –asiente el anciano.

         ---Con sus antecedentes y la relación que se puede establecer entre usted y la familia Dassuan, puede hacerle caer todo el peso de la ley, aún sin tener nada que ver con el asunto.

         --- ¿Qué puedes hacer? –me pregunta de repente Jipper, tuteándome.

   Mi lógica demoníaca llega inmediatamente a la conclusión que solo la eliminación de la familia libraría a Tom de la amenaza de una vez por todas pero hay otra cosa que me impulsa en esa dirección: el hambre. Llevo nueve días sin probar una mísera mariposa y el ansia aumenta a cada hora que pasa.

         ---Parece que Arnold es quien se ocupa de los asuntos más directos de su padre. ¿Qué sabe de la familia, Tom? –pregunto, dejando caer la colilla en el interior de una lata de refresco vacía.

         ---Hace mucho que no sé nada de primera mano pero siempre hay gente que comenta, viejos conocidos, personas descontentas que saben que pueden confesarse conmigo –dice el anciano, retrepándose en la silla. –Ya debe saber que Basil tiene dos hijos y una hija.

         ---Sí. Arnold es el mayor y Teddy el menor, con veintiséis años, ambos solteros. La hija es Eliane. Es la mediana. Está casada con George Corrinson, un abogado que se encarga de los asuntos familiares. Tienen una hija pequeña –resumo, ya que he hecho mis deberes.

         ---Así es. No se fíe de ninguno, todos son víboras que se han amamantado de la mala leche de su padre –me previene el anciano. –La esposa de Basil fue ingresada en una clínica mental de lujo cuando Teddy contaba con siete años. No ha vuelto a salir de allí. Arnold es una copia total de su padre, pero, gracias a Dios, no dispone de su intelecto. Hay otro hijo del que apenas se sabe…

         --- ¿Otro? –se asombra Jipper.

         ---Acaba de cumplir dieciocho años y es hijo de una joven amante de Basil que ocupó el lugar de la esposa en su cama. Lo mantiene con él, educándole personalmente. Se comenta que es todo un sádico a pesar de su juventud. No sé su nombre pero todo el mundo le llama Pincho…

         ---Adorable –deja caer Jipper, torciendo el gesto.

                   * * * * * * * * * * * *

 

 

   Al regresar de entregar el coche alquilado, me paso todo el lunes con Saikano terminando de cotejar todo lo que nos ha llegado sobre posibles destinos de la draga Droit de force. Pero, al mismo tiempo, también me empapo de las rutinas de vigilancia a la que el F.B.I. tiene sometida a la familia Dassuan. Es lo bueno de cooperar con la agencia federal; tú le haces los trabajos denigrantes, como control de carreteras y el desalojo de un barrio en alguna que otra ocasión y, a cambio, puedes husmear en sus rutinas.

   De la draga no sacamos nada en claro más que no estuvo fondeada dónde nos dijo Hanwesh, como ya suponíamos. Pero, para mi propio beneficio, la cosa sí es fructífera. Los martes es día de ronda para Arnold. Por lo visto, recorre las zonas de sus distintos camellos y hace una estimación de lo que van a necesitar en las próximas dos semanas. Así mismo, recoge las ganancias y paga a sus intermediarios. También hay un par de burdeles en la margen izquierda del río que son propiedad de la familia, y es ahí donde termina la ronda siempre.

   Me digo que es una oportunidad a aprovechar, más que nada para hablar con las chicas del burdel por sí han visto algo sospechoso. No me espero nada evidente, ellas trabajan para la familia así que se cuidaran mucho de hablar, pero puedo averiguar datos que parecen inofensivos para ellos pero que pueden completar el puzzle para nosotros.

   Así que me paso por el piso compartido primero, donde me agencio un par de armas que no están registradas, que meto junto con unos cuantos cargadores de 9mm en un maletín reforzado. Escojo un buen cuchillo lastrado y una picana de alto voltaje que añado a las pistolas. Más vale ser precavidos, decía el instructor de Jack, y seguro que tenía más razón que un santo. Sonrío al pensar en la frase. Aún no me acostumbro a que no me burbujee la boca cuando digo esas cosas.

   Me dirijo directamente al burdel. Por la hora que es, Arnold estará a la mitad de su recorrido. Tengo que hacer tiempo. El sitio tiene clase y está decorado con gusto, no es uno de esos habituales clubes de strip tease forrados con plástico. No hay mucha gente. Es martes y es temprano, por lo que puedo admirar a la mayoría de chicas en el salón. Hay música suave y se sirve cerveza sobre todo. Desde el salón, se remonta una gran escalera curvada que sirve de techo a media estancia. Es impresionante, la verdad, bien pensada estéticamente, pues quiebra la visión desde cualquier punto del salón.

   Arriba se encuentran las habitaciones donde trabajan las chicas y una especie de balconada interior hace de pasillo a ambos lados de la escalera. Hay muchas puertas abiertas ahora y dos pasillos que se pierden hacia el interior de la planta.

   Una joven mulata, de no más de veinte años, se acerca a tantearme, para lo que inicia una conversación muy ensayada, me digo.

         --- ¿Qué hay? Me llamo Zaira –me dice con una bonita sonrisa. La música no está alta y podemos hablar en un tono comedido.

         ---Jack, bonita.

         ---No te he visto antes por aquí. ¿Es tu primera vez?

         ---Sí, algo así. Soy nuevo en la ciudad.

         ---Ah… ¿Y de dónde vienes?

         ---Oh, digamos que de otra parte del mundo –le digo riendo y señalando al suelo.

         --- ¿De Australia? –pregunta, pegándose más a mí.

         --- Caliente, caliente.

   Ella sonríe ampliamente. Es bonita y aún parece ser un tanto ingenua. Debe de ser nueva. Por mi parte, repaso lo que Jack sabe de las prostitutas. Si quieres hablar con ellas, tienes que invitarlas a una copa…

         --- ¿Quieres beber algo?

         ---Sí, gracias –se gira hacia el camarero y pide un ron con cola.

   Lo que saco de los recuerdos de Jack me dice que es sólo refresco lo que le ponen en la copa pero a mí me lo cobraran como un combinado de marca buena. El negocio es el negocio. Brindo con el gollete de mi cerveza y un dedo de su mano libre se desliza sobre mi antebrazo, realizando sencillos arabescos.

         --- ¿A qué te dedicas, Jack? –me pregunta sin dejar de posar su mirada sobre el maletín que no he soltado para nada.

   Es un maletín rígido del tipo que llevan los ejecutivos. Está reforzado y contiene el arsenal que he sacado de casa.

         --- ¿Qué crees tú que hago para ganarme la vida? –la reto a jugar.

         ---Vender seguros no, eso está claro –me sigue la broma, tras palparme un brazo y echar un buen vistazo a mi cuerpo. -- ¿Bombero o algo parecido?

         ---Algo parecido… preparador físico. Trabajo para los Saints –le digo, recordando una conversación con Saikano esta misma mañana.

         --- ¿No se habían mudado a Texas? –parpadeó ella.

         ---Sí, a San Antonio pero este fin de semana vienen a jugar a Baton Rouge y yo estoy aquí para comprobar que las instalaciones estén bien. Para la temporada que viene, los Saints volverán a Nueva Orleans, ya verás.

         ---Me alegro –dijo ella justo antes de atrapar la cañita con sus gruesos labios y sorber con ganas.

   “¡Por el tridente del Jefe, debe de ser su especialidad! ¡Esta vuelve un tío del revés si le hace eso en el cipote!”, divago al mirar aquella boca succionadora. Pido otra cerveza para mí y otro ron para ella.

         --- ¿Nos sentamos un rato? –le pregunto, apuntando con mi barbilla hacia el fondo del salón. Arnold pronto estará aquí y quiero situarme estratégicamente para observarle.

         --- ¿No quieres subir mejor? –dice ella, haciendo un puchero delicioso con sus labios y barbilla.

         ---Aún no, bonita. Es demasiado temprano para vaciar la reserva –bromeo, despegándome del mostrador. Ella se ríe y me sigue.

  En cuanto nos sentamos, su mano se posa sobre mi muslo y comienza a hablarme al oído. Me pregunta cosas sobre los jugadores de los Saints y yo me divierto inventándome las respuestas. A cada pregunta, su mano trepa por mi muslo con mucha suavidad, acercándose a mi entrepierna. Sabe cómo calentarme pero yo tampoco soy manco. Si cree que su mano es la única que se va a mover, va lista…

   Su faldita deja poco de sus muslos a la imaginación pero lo que a mi me interesa está atrás, oculto bajo la tela y mi mano se desliza por debajo como una entidad viva. La chica no se espera el movimiento, ni la suavidad con el que lo he hecho. Respinga levemente y acabar mordiéndose el labio inferior. Mis dedos alcanzan sus nalgas sin que nadie más se de cuenta de lo que hago. Entonces, me mira a los ojos y sonríe. Su trasero se alza imperceptiblemente, sólo lo justo para que mis dedos ahonden en busca de su vulva. La braguita es ínfima y mis dedos embuten la mayor parte de la tela entre sus labios mayores. Al mismo tiempo, su mano alcanza el bulto que crece sobre mi regazo. Mientras palpa, vuelve a mordisquear su grueso labio inferior. Creo que le gusta el tamaño de lo que está sobando.

   En ese instante, varios hombres entran al salón. Reconozco a algunos, entre ellos Arnold. Como señor de la casa, se acerca al mostrador, acompañado de sus dos habituales incondicionales y pide una ronda para todos. A sus pies, ha dejado una bolsa de tela o quizás es una mochila. Sin duda, debe estar llena de pasta. Arnold brinda con sus hombres y como si con ello les hubiera dado permiso, se desparraman por el salón, acosando a las chicas que parecen acostumbradas a este tipo de visitas.

         ---Brutos –murmura Zaira a mi oído.

         --- ¿Qué dices? –respondo de la misma forma.

         ---Son unos brutos… esos tipos –sus ojos se clavan en algunos de los más cercanos pero su mano sigue sobre mi regazo.

         --- ¿Te han hecho daño?

         ---Nos lo hacen a todas. Son los amos… y el calvo de la barra es el peor de ellos.

         ---Lo siento –le digo mientras beso su mejilla pero es mentira. No lo siento lo más mínimo pero puedo comprenderla.

   Según me cuenta, ella y sus compañeras tienen que atender a esos tipos cuando vienen, totalmente gratis y eso no es prostitución, sino esclavitud sexual. El consuelo de mi compañía y mi mano entre sus nalgas, dispara su libido como nunca ha sentido. Me echa los brazos al cuello y me besa toda la cara hasta apoderarse de mis labios. Se arrodilla sobre el pequeño diván donde estamos sentados, permitiendo que mi mano recorra libremente toda su entrepierna, desde el esfínter hasta la vulva. Sus bragas están más mojadas de lo que es natural en ella, seguro. Se ha entregado a mí y yo sonrío mientras la abrazo y mantengo un ojo en Arnold.

   Pasados los brindis, el jefe Dassuan se inclina y recoge la bolsa, encaminándose hacia mí. Me tenso de tal manera que Zaira deja de besarme pero la conformo cambiando de posición. No viene hacia mí, sino hacia una puerta que hay al fondo del salón, a unos metros del diván que ocupamos. Teclea un código en el panel que hay sobre la jamba de la puerta y esta se desliza transversalmente. Creo que tengo el código, aunque no sé si el último número es un ocho o un nueve.

         --- ¿Quieres subir ahora? –casi gime la mulata sobre mi cuello.

   No puedo hacer nada en este momento, con tantos hombres desplegados. Necesito dejar pasar algo de tiempo, así que asiento, sacándole el dedo corazón del culo. Cuando se lo pongo ante la boca, no duda en sacar la lengua y chuparme el dedo a conciencia. Zaira será joven pero me hace ver que está bien entrenada. Me conduce al piso de arriba, caminando por la balconada de la derecha hasta una de las puertas. El dormitorio que se encuentra detrás es amplio y confortable, bien acondicionado y amueblado.

         ---Deja que te desnude –casi me suplica la atractiva prostituta, desabrochando mi camisa antes de pasar a mi pantalón. –Ven, ven… sígueme… te voy a lavar esa gruesa polla…

   Y me conduce de la mano al cuarto de baño, donde se ocupa de todo con suma delicadeza y veteranía. Lo único que la delata es esa punta rosada de lengua que asoma entre sus labios mientras se atarea en enjabonarme el rabo. Creo que tiene una idea muy detallada de lo que piensa hacer con ella.

   Es mi turno de desnudarla mientras nos encaminamos hacia la gran cama que es el centro de la alcoba. Mis manos abarcan su esbelta cintura y se deslizan por sus caderas, presionando la prieta carne hasta hacer que se estremezca. Está tirando de mí para llevarme a la cama, no está para esperas. Mi mente hace una especie de rápido memorando de las mujeres humanas con las que he estado hasta el momento. La primera fue Benny y la volví loca desde el primer momento. La segunda mujer fue una patrullera, un mes y medio después de volver al trabajo. También se comportó de una forma extraña en el asiento trasero del coche patrulla, como si se abandonara al pecado más sublime. La tercera fue la dependienta de una tienda de ropa a la que acudí a comprarme un par de trajes cuando ascendí a detective. Creo que toda la tienda se enteró que estábamos follando en el probador. Ella se apoyaba en el gran espejo y casi lamía su reflejo mientras la embestía bajo sus nalgas.

   Hubo otras chicas, sobre todo profesionales, pero incluso ellas perdieron, en algún momento, la compostura ante mis avances amorosos y, ahora, Zaira, toda una profesional, se comportaba de la misma forma. Ya llevo tiempo sospechando que algo en mí las libera de sus frenos adquiridos.

         --- ¿Cuánto me va a costar esto, cariño? –le pregunto suavemente al dejarla caer sobre la cama.

         ---Deja solo cincuenta dólares sobre la mesita. Es lo que tengo que darle al gerente por cada cliente… el resto de la tarifa… te lo regalo yo –me dice con una sonrisa mientras abre sus brazos para atraerme sobre ella.

   En definitiva, hay algo en mí que activa la lujuria de las hembras humanas y aún no sé qué es ni cómo controlarlo.

   Me acoge ansiosamente entre sus morenas piernas y frota su ardiente pelvis contra mi entrepierna, anticipando el placer que está a punto de recibir. Un penacho muy recortado remata su vulva, sombreando aún más su acaramelada piel. Aún sin disponer de mi sentido demoníaco del olfato, puedo percibir el aroma de su humor vaginal. Yo tampoco quiero dedicarme ahora a florituras eróticas, así que coloco el glande contra sus labios mayores y ella jadea, muy dispuesta. Empujo lentamente pero sin pausa. Su vagina se abre para aceptarme y le cuelo todo el prepucio hasta que la oigo quejarse. Parece costarle adaptarse a mis medidas.

   Ya he dicho que Jack estaba bien servido y no me pareció relevante aumentar esas dimensiones. Tampoco hay que exagerar, pero creo que la cosa está en unos veinte centímetros. Quizás el problema radica en que es un pelín gruesa… y así se lo pregunto a Zaira.

         ---Calla… calla… una polla gorda siempre está bien, mi guapo Jack –me contesta entre jadeos –, sólo que me has tomado por sorpresa, chico… ¡Jesús de mi vida,… cómo me abres!

         ---Sin prisas, bonita… tómate tu tiempo –pero yo no quiero esperar, quiero metérsela entera, de un trancazo. Me puede mi vena diabólica.

   Por fortuna para Zaira, se acopla a mí en unos segundos, gruñendo y mordiéndome en el hueco del hombro cuando su vagina admite más de la tercera parte. El interior es firme y muy suave, bien lubricado sin necesidad de cremas ni potingues.

         ---Oh, Dios mío… quisiera una así todas las noches –jadea en mi oreja y es todo un halago para mí.

   Eternizo esa postura del misionero, adoptando un ritmo algo contenido pero profundo. Zaira me aprieta contra ella como si quisiera fundir nuestros cuerpos. Me ha echado los brazos al cuello y no me deja moverme, aunque yo tampoco quiero hacerlo. Me limito a bombear y besar sus carnosos labios cuando los encuentro cerca. Es memorable todo lo que suelta por la boca una puta cuando se la hace delirar.

   Se ha corrido por tercera vez cuando yo me vacío en su interior, largamente. Me acaricia el cabello mientras nos reponemos y sonríe con mirada ensoñadora.

         --- ¿Qué? –le pregunto.

         ---Hay que felicitar a tus padres, Jack –me dice con una sonrisa que revela sus dientes blanquísimos.

         --- ¿Mis padres? ¿Por qué? –no sé de qué está hablando.

         ---Por hacerte tan guapo y con tan buena herramienta –susurra, antes de besarme.

         ---A saber dónde están ahora mis progenitores –mascullo, quitándome de encima y bajándome de la cama para tomar el paquete de tabaco del bolsillo de mi camisa. -- ¿Te enciendo uno?

         ---Nada de esa porquería en mi cuerpo pero puedes fumarte uno en la ventana, guapo.

   Abro la ventana y me coloco de pie, desnudo, ante ella. Enciendo el cigarrillo y expulso la primera bocanada hacia la calle iluminada por los neones del burdel. Siento los ojos de Zaira repasar mi cuerpo de arriba abajo. Me gustaría saber lo que está pensando.

         ---Zaira… ¿Qué hay tras esa puerta con código numérico que había a nuestras espaldas?

         ---No lo sé. Es una zona privada para el tipo que entró por ella… Arnold –comenta ella, estirando su cuerpo voluptuosamente. –Una de las chicas más veteranas comentó, en una ocasión, que vino una empresa de construcción desde Nueva York para construir lo que sea eso. Nadie entra ahí salvo él, ni siquiera sus hombres. ¿Por qué te interesa?

         ---Simple curiosidad, bonita. ¿Así que ese es el dueño del burdel?

         ---Uno de sus hijos. Es de la familia Dassuan, al menos. ¿Has escuchado hablar de ellos?

         ---No, la verdad. Es la primera vez que viajo por esta zona del país –la mentira sale natural en un demonio.

         ---Bueno, es mejor no acercarse a ellos. Vuelve a la cama, grandullón, que te…

   Un grito y una serie de carcajadas la hacen callar. Miro por la ventana pero no veo a nadie, aunque el sonido procede de la calle y no del interior. Ruidos entrecortados de dolor… un cubo de basura que rueda…

         ---Es en el callejón de atrás –Zaira deja caer el dato sin pretenderlo. En sus ojos ha aparecido el miedo.

         ---Quédate aquí dentro –le digo, recogiendo mis pantalones y añadiendo otro billete de cincuenta sobre los anteriores.

         --- ¿Qué vas a hacer? –me susurra al mirar como me visto rápidamente.

         ---Voy a echar un vistazo, sólo eso. Volveré enseguida, bonita. Mantén la cama caliente –la animo antes de salir por la puerta, sin olvidarme coger el maletín.

   No tengo que salir al callejón para ver lo que ocurre. En vez de bajar las escaleras, tomo uno de los pasillos interiores que me lleva ante una ventana que da al callejón. Hay un tipo a cuatro patas en el cemento del pasadizo trasero al que se abren la puerta de emergencia y una entrada de mercancías. Está escupiendo sangre, los labios reventados. Arnold está de pie a su lado y parece enfadado.

         --- ¡Te dije que tenías que entregar el dinero hoy jueves, capullo! –le grita y acompaña el epíteto de una patada al costado que tumba al tío de dolor.

         ---Me pagarán… esta madrugada… te lo juro, Arnold –balbucea entre jadeos el hombre sobre el pavimento.

         ---Un poco de respeto, joder… soy un Dassuan. ¡Señor Dassuan si no te molesta! –exclama. –Así que esos putos mexicanos te pagaran esta madrugada, eh… ¿y eso por qué?

   El caído contesta algo tan bajito que no puedo entenderle. Una nueva patada le cae en el flanco aunque medio la detiene con las manos.

         --- ¡A ver, repite que se te entienda! –le grita Arnold.

         --- ¡Le hice un favor a García! Es mi compadre, joder –lloriquea el hombre caído, que está sobre los treinta años pero no parece latino. -- ¡Era la única manera que tenía de salvar la vida! Le dejé doscientos de los grandes que entregó al hombre del cártel… esta noche ha vendido una partida de maría de la buena y ya me ha llamado para decirme que trae el dinero… ¡Estará aquí a las dos de la mañana como muy tarde! ¡Lo juro, señor Dassuan!

         --- ¡Es que no me creo lo que escucho, maldita sea! ¿Me estás diciendo que le has dado mi dinero a un tío para que el cártel de Sinaloa no lo matara? ¡Mi dinero! ¿Y tú te crees esas chorradas de promesas? ¿Crees que volverás a verle, Donny?

          ---Sí, sí, señor Dassuan… lo ha jurado por la vida de su hermanita –el hombre caído no dejaba de llorar y soltar mocos por la nariz.

          ---A ver… Águila, coge este tío y llévalo a su casa. Que te acompañen varios chicos. Os quedáis allí hasta ver si aparece ese García, ¿entendido? –ordenó Arnold con aspavientos.

          --- ¿Y si aparece?

          ---Lo metéis con ese en el maletero y me los traéis de vuelta.

   El tal Águila, un nativo americano, asiente y señala a más de la mitad de los hombres para que lo sigan. Eso me viene genial. Arnold se va a quedar casi sin protección. Puede ser mi momento. Bajo corriendo las escaleras y veo el salón casi vacío. Las chicas han recogido sus clientes hacia las alcobas y, sin duda, los pocos clientes que quedaban sueltos han puesto pies en polvorosa con el jaleo del callejón. El camarero está en el extremo del mostrados, charlando con una mujer madura de impresionantes pechos, los dos bastante interesados el uno en el otro. Ni siquiera se me ocurre pensar en quien puede ser aquella señora. Mi pensamiento está puesto en la puerta y en código que la abre.

   El camarero alza los ojos al verme pasar, mirándome con asombro por mi velocidad. Giro en cuanto puedo y me meto en el baño que está oportunamente situado en la pared adyacente. Me río al imaginar lo que tiene que estar pensando el barman al verme pasar así: “Este no llega, se lo hace en los pantalones.”

   Maldiciendo mi suerte, veo acercarse Arnold, cruzando parte del salón y dirigiéndose a la puerta cerrada. Lo espío por la rendija que deja la entreabierta puerta del lavabo. ¡Maldita sea! Quería llegar antes que él y colarme para esperarle dentro. Ahora tendré que improvisar de nuevo. Esperando mi momento, me hago una pregunta que no puedo responder: “¿Qué pienso hacer una vez que esté dentro?” Como no tengo respuesta, abro el maletín y paso las dos pistolas a la parte trasera de mi cinturón. Cierro el maletín. Dentro aún están el cuchillo y la picana. Decido llevarlo conmigo ya que puede servirme de escudo.

   Al pasar unos minutos, el camarero le indica a la mujer que le siga a la trastienda, situada a la espalda del mostrador tras una cortina, y ambos desaparecen. “¡Ahora!”, me digo y salgo disparado hacia la puerta. Tecleó el código y, por una vez, acierto a la primera. El último número era un ocho.

   Unas estrechas escaleras en espiral, de estructura metálica pero con peldaños de madera, me esperan al otro lado de la puerta. Las paredes son lisas, de hormigón sin ningún detalle ni adorno, tan solo unos tubos de neón que iluminan toda la bajada. Escucho ruidos tenues abajo. Me asomo por la barandilla pero no consigo ver nada. Al parecer debe de haber un pasillo, un recodo o algo así. Empuño la Sig-Sauer antes de bajar la escalera. Es una P226 de 9mm con la que puedo sembrar de balas lo que haya abajo en tres segundos. Precisión suiza garantizada.

   Bajo despacio, asegurando los pasos para que los peldaños no crujan y sosteniendo el maletín contra mi pecho. Me oculto lo mejor que puedo tras la escalera al llegar abajo. No podía ver desde arriba porque la sala comienza más allá de la espiral metálica, cubierta por un repecho de roca. ¡La puta sala ha sido excavada en la piedra!

   Arnold está sentado a una mesa metálica y está contando billetes, no, mejor dicho, fajos de billetes. Más allá, hay toda una armería de pistolas, rifles y escopetas dispuestas sobre anaqueles metálicos. Dispone de un jodido arsenal a su alcance, así que tengo que ser rápido y frenarle como sea. Pero pensarlo y hacerlo son dos mundos muy distintos. La culata de la Glock que llevo a la cintura golpea el redondo pasamano metálico de la escalera y arranca un seco tañido que hace levantar la vista a Arnold.

   El muy imbécil ni siquiera se para al verme armado. Se lanza hacia atrás, en un salto desesperado a por el arma más cercana, que ni siquiera sé si está cargada o no pero no pienso exponerme. Disparo tres veces. Está a diez metros, así que le meto dos balas en la espalda y una en la nuca. Mala suerte para él.

   Me quedo quieto, respirando lentamente, desechando la adrenalina. No puedo escuchar nada que provenga del exterior y, seguramente, afuera tampoco han escuchado los disparos. Es lo que tienen los sótanos pétreos, me digo, guardando mi arma en la cintura. Me acerco al cadáver y meneó la cabeza. Tengo demasiada puntería a veces. Me giro hacia la mesa y los testículos se me suben de la impresión. Desde la escalera parecía que había menos pero hay un montonazo de pasta allí encima, así por encima un par de millones de pavos, pero no es solo eso… también hay euros, libras esterlinas y yenes en buena cantidad.

   Miro alrededor. Frente a las escaleras hay un perchero donde cuelgan algunas camisas, un par de chubasqueros, así como una parka y lo que parece ser un abrigo de invierno de esos de bajo cero, por lo que no sé lo que hace ahí. En Nueva Orleans no hace nunca menos de dieciséis grados. Coloco el maletín sobre la mesa y lo abro. Me decido a meter fajos de billetes de cien dólares, tras asegurarme que son usados y no son correlativos, hasta llenar bien el interior. Calculo que llevaré trescientos o trescientos cincuenta mil, suficiente para una temporada, me digo. Miro de nuevo el muerto, esperando ver salir alguna mariposa por la nariz o la oreja pero no hay nada. Parece ser que Arnold no estaba aún maduro para apiolarle. Seguramente aún le quedaban unos cuantos años aún en la Tierra. Me encojo de hombros al mirarle. Que le den.

   Estoy tentado de apropiarme de una buena arma pero reconsidero la idea, pues pueden estar marcadas por haber sido usadas en algún crimen. Así que me dirijo a las escaleras y me detengo antes de subir el primer peldaño. Voy hasta el perchero y descuelgo una de las camisas. Me la pongo, ocultando las armas de mi cintura.

   Al llegar ante la puerta, tomo aire, empuño esta vez la Glock 31 por su mayor poder de penetración, pues dispara munición 40S&W –similar a los proyectiles de la Magnum 357. Dejo escapar el aire al no me encontrarme con nadie. Me acerco rápidamente hasta el mostrador. La cortina de la trastienda se menea un poco y mi mano sube automáticamente para apuntar con la pistola semiautomática. Sonrío cuando comprendo que el camarero se está poniendo las botas con la señora, allí dentro.

   Abandono el local por la puerta principal y me subo al anodino coche que he sacado del aparcamiento policial. Me quedo un momento sin arrancar, mirando todas las direcciones. La ventana ante la que he fumado aún sigue abierta, pero no veo trazas de Zaira. No hay nadie a la vista. Arrancó y doy marcha atrás hasta girar. Al pasar por delante del callejón lateral, observo dos de los hombres de Arnold –los que han debido quedarse con él –, fumando y bebiendo, sentados sobre sendos barriles de cerveza.

   Sonrío de nuevo pensando en cómo esos dos explicaran al patriarca la muerte de su hijo. El jodido duende de la suerte ha estado sentado en mi hombro esta noche. Cediendo a un instinto que aún no entiendo del todo, me he cargado un criminal, he conseguido un buen montón de pasta para darme un capricho y una hermosa putita me ha regalado un buen polvo.

   Me encanta la Tierra.

 

CONTINUARÁ...

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