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Ángel de la noche (18)

en Grandes Series

CASTA GUERRERA.

6 de febrero de 2014.

Cuando despertó al ocaso siguiente, Ángela observó a su nueva compañera atentamente. No había nada en la postura o gestos de Barbie que indicaran un cambio emotivo en ella. Seguía mostrando la misma alegría que siempre con sus compañeros y las mismas bromas obscenas. Cuando finalmente se encontraron con David, en la cena, ninguno de los dos hizo algo que les traicionara lo más mínimo, lo cual tranquilizó a la rubia vampira. No obstante, decidió soltar una pulla.

―           Sabes, David, anoche tuve que soñar con Mirella o algo así porque me pareció escuchar su voz en el barracón – dijo, entre cucharadas de sopa. David estuvo a punto de espurrear la última cucharada que se llevó a la boca.

―           ¿Mirella? – balbuceó mientras se limpiaba con la servilleta.

En el costado de enfrente, dos sitios a la derecha de Ángela, Barbie soltó una risita.

―           Sí, fue algo extraño ya que no suelo soñar con tu novia, pero creo que se quejaba o algo así. ¿No la habrás metido aquí de contrabando, no? – Ángela miró fijamente a su colega, la cuchara detenida a dos centímetros de sus labios.

―           ¿Qué dices? No estoy tan loco, joder – negó el chico mientras miraba de reojo a la pelirroja, quien seguía intentando contener la risa. – Pero un sueño es un sueño, ya sabes… no hay quien los entienda…

―           Sí, tienes razón. ¿Quién sabe? Quizás estoy deseando tener algo de telepatía inconsciente y recojo pensamientos no debidos – Ángela sonrió y encogió un hombro, antes de alzar el plato de sopa con las manos y apurarlo bebiendo directamente del borde. – Así, como las niñas buenas – murmuró, relamiéndose.

David se rió y la imitó, dejando que la tensión entre los dos se disipara.

―           ¡Qué guarros! – rezongó Adela, arrugando su naricita.

―           Así es como se bebía la sopa cuando no había nada que echar en ella – contestó Ángela, atacando la escarola que hacía de base para el pescado asado que había de segundo.

―           ¿Viviste esa época también? – preguntó Barbie, algo inclinada hacia delante para divisarla por delante de Antón, su vecino comensal.

―           No, que va… mi familia estaba bien situada económicamente pero recuerdo lo que contaba mi abuela sobre la postguerra – respondió la rubia mientras quitaba hábilmente la espina central a uno de sus lenguados.

―           ¿Y durante todos esos años lejos de tu familia… creaste una propia?

La pregunta provino esta vez de la joven Adela y, aunque parecía perfectamente lógica e inocente, Ángela intuyó un matiz casi ansioso, oculto bajo la indeferencia que mostraba la chiquilla.

―           Nunca he tenido una pareja sentimental, o, al menos, que pudiera definirse así. Buscaba refugio, alguien que me alimentara, que cuidara de mí, en quien confiar plenamente…y hubieron varias personas durante algo más de medio siglo – otros chicos de la larga mesa, a los que apenas conocía de vista, también prestaron atención a sus palabras. – La verdad es que nunca me he quedado demasiado tiempo en un mismo sitio como para fomentar la subyugación que uso en mis…

―           Acólitos – ayudó Barbie con la palabra que buscaba.

―           Sí, acólitos. No he dado tiempo para que la fascinación que sentían por mí se convirtiera en algo más. Con eso me bastaba para mis intenciones. Tenía una cama caliente, un plato en sus mesas y me dejaban abrirle una vena cuando lo requería.

―           Todo lo que una chica necesita – bromeó Barbie.

―           Justo eso – asintió Ángela, acabando de limpiar el segundo lenguado de su bandeja –, así que nunca he tenido compañeros sentimentales, tan sólo amantes ocasionales.

―           Dios, ¡qué sola has debido estar! – la sorprendió David, mirándola intensamente.

―           Bueno, te acostumbras… ya sabes. Me inventé diversos juegos de identidades que obligaba cumplir a mis acompañantes y eso ayudaba.

―           ¿Juegos de identidades? – preguntó el hasta entonces callado Antón.

―           Sí, unas veces debían tratarme como una hija o una sobrina, en otras, no era más que una aprendiza o una pupila acogida, incluso, en una ocasión, fui una huérfana sacada de un convento orfanato por una madura pareja sin hijos. Mala época – Ángela movió la cabeza con disgusto.

―           ¿Por qué? – preguntó el chico de su otro costado, un joven francés de ojos tiernos y claros, con tres pelos rubios en la barbilla.

―           Les dejé encoñarse conmigo, cada uno a su manera. Al final, acabaron matándose, literalmente, intentando dejar claro quien de los dos se quedaría conmigo – respondió antes de meterse una bollita de miga de pescado en la boca, con ayuda de sus dedos.

―           ¿Te acostabas con los dos? – preguntó Barbie. -- ¿A la vez?

―           No, en diferentes momentos. Ya hacía unos años que esos dos ya no se tenían ganas, sexualmente hablando. Dormían en dormitorios separados y yo me paseaba por sus camas, según la necesidad. Les hice las mismas promesas a cada uno y me divertía con eso. Empezaron a competir con la ropa que me compraban, con la bisutería y los regalos, los singles de vinilo que me regalaban cada semana… Corría el año 68, creo, y los Beatles arrasaban, buenos tiempos… – los ojos de Ángela se nublaron por un momento, perdiéndose en los recuerdos. – El caso es que siguieron compitiendo por todo, por mis besos, por quien pasaba más tiempo en la cama conmigo, por cual de los dos tenía mejores planes para un futuro conmigo… y yo les animaba y me reía. Me sentía tan superior como un maestro de marionetas componiendo un frenético acto sobre su pequeño escenario. Ni siquiera vi llegar el desenlace, no creía que su odio y rencor pudieran superar la fascinación que sentían por mí. Les dejé tumbados en un enorme charco de sangre, en la cocina. Se mataron mutuamente mientras ponían la mesa para almorzar. Él le clavó el cuchillo jamonero varias veces en el vientre y ella le desgarró el cuello con unas largas tijeras. No pude hacer otra cosa que verles agonizar a mis pies, sin saber a cual de ellos atender y consolar. Me marché inmediatamente, con una maletita de cartón y dejando atrás todo cuanto me regalaron. Malditos idiotas… – las últimas palabras de Ángela hicieron saber a David que ella tampoco salió indemne de aquella historia y asintió, comprendiéndola.

―           Debes haber tenido una vida muy interesante – musitó Barbie, retirando la tapa de su flan de huevo.

“Y triste”, se dijo Ángela. Al repasar brevemente sus pretéritas andanzas y compararlas con lo que había vivido en el último año, había comprendido lo sola que había estado, sin una amistad sincera, sin un solo reflejo sentimental que pudiera considerarse auténtico. Hasta que no conoció a Ginger y, junto a ella, las demás personas que se habían colado en su vida, Ángela nunca experimentó la verdadera amistad y el amor. Por eso mismo, se juró en silencio que nunca abandonaría a Ginger, como había dejado atrás a tanta gente en su pasado. No escaparía de ella…

14 de febrero “San Valentín” de 2014.

Ginger surgió del largo camerino de La Gata Negra enfundada en unos ajustadísimos leggins que imitaban la piel de leopardo y que dejaban en un puesto de honor sus hermosas piernas. Unos zapatos de tacones imposibles, también moteados, la elevaban sobre su habitual estatura. Se los había comprado para la ocasión, dos días antes, al recibir el mensaje de Ángela, que le comunicaba que estaría libre para la noche de San Valentín. Inmediatamente, anuló una cena con Ruth que estaba aún en el aire.

En Tailandia también se celebraba esa celebración tan comercial, pero más que nada en la capital, donde había muchos jóvenes que bebían de las modas occidentales. En el interior del país, aún se llevaban a cabo rituales de fertilidad y bodas floridas en los templos fálicos de la montaña. No era algo que Ginger hubiera llevado a cabo en su vida anterior, pero que había aprendido a amar desde que estaba en España.

“Ponte wapa para día de San Valentín. T voy a sacar a cenar.”

El mensaje era corto pero sugerente y cuando lo leyó, Ginger estuvo a punto de dar saltos de alegría. Había estado mustia desde que Ángela se marchó, aún teniendo mensajes de ella a diario. Había algo que le decía que sus vidas ya no serían iguales a raíz de su partida. Ginger había vivido una especie de luna de miel, teniendo a Ángela en casa, las dos solitas, y ahora era como tener que compartirla con el mundo, un mundo que ella no conocía ni conocería.

Pero dispuesta a celebrar el día libre de su amiga, cubrió sus turnos finales de viernes en el club – de todas formas, era un día flojo para el strip tease – y sólo acudió a hacer el pase inicial, de las nueve de la noche. Por eso mismo, salía cambiada y maquillada del camerino. Se acomodó el oscuro corsé de fieltro y encaje con las dos manos, uniendo aún más sus senos para mejorar el canalillo, y satisfecha de lo que vio, estiró un poco más su alta cola de caballo, dejando sus sienes absolutamente repeinadas y tirantes. Agitó la cabeza ligeramente para que la lacia y larga cola se despegara del cuello de su roja chaquetilla de vinilo y cayera en cascada por su espalda.

Domingo la silbó al llegar al vestíbulo donde estaba sentado. Ginger rió con la cómica expresión de asombro que adoptó el rostro del titán.

―           ¡Dioses del Olimpo! ¡Retad a los humanos a contemplar semejante belleza! Juno acaba de bajar de la escalera celestial – recitó Domingo con engolada voz.

―           Muchas gracias, Domingo – respondió ella, abanicando sus largas pestañas exageradamente.

―           Tienes una cita, supongo.

―           Pues sí. Ángela viene a recogerme – sonrió, notando como sus mejillas enrojecían.

―           ¡Ángela! ¡Nuestro ángel rubio va a venir! – exclamó el masivo hombre, saltando al suelo de su alto taburete. -- ¡Es una magnífica noticia! Desde que se fue, esto no ha sido lo mismo.

―           Yo también notado eso, Domingo, pero vida así – Ginger alzó una mano y encogió levemente un hombro.

―           Sí, por supuesto. Me alegro de que haya encontrado un trabajo menos… sugerente, aún a riesgo de que su hechizo no embelese nunca más los recovecos de este templo…

―           Ay, Domingo, a veces no comprendo nada de lo que tú dices – dijo Ginger, con una carcajada.

Unos tacones repiquetearon sobre la acera, en dirección a la puerta, resonando sobre la amortiguada música que provenía del interior, atrayendo la atención del cancerbero y de la asiática. Sonaba a tacón femenino, de alto y afilado estilete usado con experiencia y aplomo. Inconscientemente, ambos pares de ojos barrieron la zona a ras de suelo que podían entrever en la entrada para ver aparecer dos lindos zapatitos de un bonito azul cielo que se detuvieron como por sorpresa.

Al levantar la mirada, se encontraron con una sonriente Ángela que abría los brazos hacia ellos. Parecía haber salido de una fotografía de los años sesenta, con un vestido de satén celeste, con falda de pliegues y vuelos por la rodilla que le daban el aire de una Norma Jean Baker juvenil y muy desenfadada. Ginger se lanzó hacia ella, como si hubiera estado perdida en un desierto y descubriera un hermoso lago de frescas aguas. Ángela la atrapó en pleno salto, girando a su amiga en el aire, cual romántico anuncio de colonia, lo que dejó algo asombrado a Domingo. Hubo unos rápidos picos antes de depositar a Ginger en el suelo y, a continuación, fue la propia Ángela la que saltó para caer en brazos del hercúleo garante del club. Domingo también la volteó como si se tratase de una liviana muñeca y la besó en ambas mejillas sonoramente.

―           ¿Tan lejos has conseguido ese trabajo que no puedes venir a visitar a los amigos? – preguntó Domingo con un sonsonete.

―           Sí, es un poquito lejos como para pedir un día libre en las primeras dos semanas – asintió Ángela, aferrando a Ginger por el talle. Ambas compartieron una enorme sonrisa.

―           Se te echa de menos ciertamente, hermosa doncella de dorados bucles.

―           Ah, yo sí que he echado de menos esa verborrea galante, sir Domingo – Ángela flexionó las rodillas en una leve reverencia.

―           ¿Quieres entrar? – preguntó Ginger, señalando hacia la pesada cortina del vestíbulo.

―           No, prefiero los recuerdos – negó la rubia, tras pensarlo. – Vamos a cenar que me muero de hambre.

Se despidieron del portero con besos envueltos en promesas y perfume, que le dejaron con el corazón agitado y una bobalicona sonrisa. Caminaron tomadas de las manos y poniéndose al día, sobre todo Ángela respondía a las inevitables preguntas de su amiga. Sabía que no podía decirle gran cosa sobre la estructura interna de la Casta, por lo que sí describió a sus nuevos compañeros a conciencia, permitiendo que la asiática pudiera imaginar las semanas que había estado ausente.

―           Te ves muy guapa – susurró Ginger, admirando de nuevo el estilo retro de su amiga.

―           Gracias, tú también.

―           ¿De dónde has sacado esa ropa?

―           Barbie me la ha prestado. Esa chica tiene un baúl increíble. Pero, también podríamos hablar de ti. Sólo te falta el látigo para ir de ama putona – rió la rubia.

―           No sabía qué ponerme. La ocasión es confusa…

―           ¿A qué te refieres?

―           Somos muy amigas, pero esta noche es como cita, ¿no?

―           Sí, tienes razón, es confuso.

En ese momento, llegaron hasta su destino, un cercano e íntimo restaurante en la calle de la Palma de Sant Just, llamado Pla Restaurant, un bonito bistró de carta mediterránea recomendado por Basilisco.

―           ¿Aquí? – parpadeó Ginger, señalando la acristalada puerta de entrada con un dedo. – Debe de ser caro – con un ademán, abarcó las colindantes antiguas fachadas de más de doscientos años, así como los verdaderos pórticos tallados en piedra que podían verse a lo largo de la calle sembrada de pivotes de cemento y hierro.

―           No importa. Es San Valentín, tonta.

Un joven de oscuro pelo rizado y divertido acento sudamericano las atendió nada más cruzar la puerta con una simpática sonrisa y, comprobando la reserva, las condujo al segundo piso, que se encontraba subiendo unas escaleras casi voladas, mezcla de cristal y acero. Una pianola electrónica de dos teclados se apoyaba al costado de la base de las escaleras, dispuesta quizás para que un artista la acariciara más tarde. Todo el piso inferior ya estaba lleno de parejas que cenaban a la luz de velas embutidas en estilizados candelabros de dos brazos. Un amplio semi arco de piedra daba paso al segundo piso, dispuesto en una galería en L, donde se repartían una docena de mesas en íntimos y artificiales rincones.

―           Es muy bonito – alabó Ginger, una vez sentada a la pequeña mesa tras unos grandes maceteros de juncos chinos secos y pintados. La mesa se adosaba a la pared, retirada de la barandilla que cerraba el otro extremo del piso.

―           Me lo recomendó Basilisco – respondió Ángela, mirando la espalda de la pareja más cercana a ellas; no estaba lo suficientemente cerca como para escuchar su conversación y se mantenían codo con codo, de espaldas a su mesa. El maître, quien bajaba la escalera en busca de sus bebidas y aperitivos, las había situado en un sitio perfecto.

―           Pero como decía… esto es confuso – insistió Ginger.

Ángela, situada al lado de su amiga y no frente a ella, alargó la mano y tomó la de Ginger.

―           No es confuso, cariño, es diferente, sólo eso.

―           Hemos vivido juntas, dormido juntas… ¿por qué una cita ahora? ¿En día de enamorados? – Ginger parpadeó con aquellas pestañas que parecían postizas, en ese gesto tan suyo.

―           Porque jamás había echado de menos tanto a una persona en estos días como a ti y es algo que no me había dado cuenta hasta ahora.

―           ¿Me echas a faltar? – los ojos de Ginger se abrieron todo cuanto pudieron.

―           Mucho.

―           Yo también – susurró la asiática, inclinando su cabeza hasta apoyar su frente contra la de Ángela. – Me falta tu cuerpo en la cama, tu frialdad cuando sale el sol y la piel que quema por las noches…

―           Qué bonito verso – musitó la rubia, moviendo los labios y besando suavemente la punta de la respingona nariz de su amiga.

―           No verso, sino verdad. He pasado años sola pero no creo que pueda volver a estarlo, no sin ti – el aliento de Ginger prácticamente la quemaba mientras se miraban a los ojos.

―           Eres la única persona humana que me ha aceptado tal y como soy, sin excusas moralistas, sin miedos supersticiosos, y que se esfuerza cada día en comprenderme a pesar de nuestras diferencias. Nunca pensé que encontraría a alguien que fuera mi amiga, mi hermana, mi amor… todo a la vez.

Ángela disparó su lengua para lamer las lágrimas que desbordaron los almendrados ojos de la tailandesa y que hicieron brillar aún más el oscuro iris como el carbón. Ginger sorbió y se recompuso aprovechando el momento en que un camarero situó un cubilete de hielo sobre un trípode, al lado de la mesa. Sonrió ampliamente cuando el hombre descorchó una botella de Möet y llenó ambas copas.

―           Champán para cenar, como los ricos – dijo al coger su copa.

―           ¿Qué tenemos nosotras menos que los ricos? – respondió con una pregunta Ángela, alzando su copa.

―           Nada. Por nosotras – brindó la asiática y las dos se rieron antes de beber.

―           ¿Sabes? – dijo Ángela, abriendo una de las cartas dejadas por el maître. – En un principio, pensé en hacer de esto una cita doble, con David y Mirella. Él lo ha pasado mal alejado de ella y hubiera sido bonito que os conocierais más…

―           ¿Pero?

―           Pero he comprendido que cada uno de nosotros necesita estar a solas para definir lo que siente. David está realmente enamorado de esa superficial pija catalana – Ginger se rió al escuchar la descripción de su amiga. – Ni siquiera dio un vistazo a Barbie cuando se la folló; le estaba haciendo el amor a su novia y sólo existía eso, así que no puedo ni culparle de ponerle los cuernos.

―           No comprendo, ¿qué pasó?

Ángela le explicó la situación con todo detalle y Ginger cabeceó, asintiendo.

―           Tienes razón. No es engañar si la transforma en Mirella. Es romántico.

―           Es innatural, al menos en nosotros, la Casta. La fidelidad no se encuentra en nuestra personalidad ni en nuestros genes. No podemos ser fieles cuando nuestro alimento depende de la sangre e influye totalmente en la libido. Usamos las feromonas para atraer el alimento, para atarle a nuestras ansias; en mi caso, uso el sexo para frenar el poder, para dosificarlo. Lo uso para hechizar, para convencer, para subyugar… El placer sexual lo es todo en mi vida y eso no permite un sentimiento de fidelidad.

―           Pero, a tu manera, lo eres; vuelves siempre, no importa con quien te encuentres ni lo que hagas… vuelves a mí – susurró Ginger, apurando su copa para controlar de nuevo sus emociones.

―           Sí, lo mismo que David vuelve a Mirella… no sé, quizás seáis nuestras almas gemelas humanas – sonrió Ángela, llenando de nuevo las copas.

―           Puede ser.

Volvieron a brindar y bebieron en silencio, mirándose a los ojos, admirando otra vez la belleza de la otra.

―           ¿Ángela?

―           ¿Sí?

―           ¿Qué va a pasar ahora?

―           ¿Conmigo, te refieres?

―           Sí – la mirada de Ginger era ansiosa y temerosa en ese momento.

―           No lo sé con seguridad. Hemos terminado el periodo de entrenamiento y hemos hecho las pruebas en las que fuimos valorados por nuestros posibles patronos, aunque ni los vimos, debo decir. Nos han dado un par de días de permiso pero tenemos que volver para cuando den su veredicto sobre cada uno de nosotros. Unos seremos guerreros y otros no, pero se nos dará un destino a cada uno. Hasta entonces, nada es seguro para mí, para nosotras, ¿lo entiendes?

―           Sí. Serás Guerrera, una de las mejores.

―           Sí, creo que así será por lo que he visto y escuchado, pero también se oyen rumores entre los profesores.

―           ¿Qué tumores?

―           Rumores, Ginger, habladurías… se dice que algunos de los nuevos Guerreros se destinarán a un nuevo grupo con un cometido distinto al que se ha visto hasta ahora.

―           ¿Y eso es bueno?

―           No lo sé, puede que sí, puede que no… como he dicho, lo sabremos en un par de días.

―           Yo ya estoy suficientemente nerviosa – rezongó la asiática, apurando de nuevo su copa. – Más champán, honey…

Se concentraron en los chipirones fritos que les habían servido como aperitivos y en leer el menú de las encuadernadas cartas. Pidieron una ensalada tibia de rábanos indios, col y remolacha, con queso fundido y manzana asada, que fue toda una gozada compartir. Para después, se decidieron por una cazuela de arroz frito con cigalas y caldo picante para Ginger – según ella, se parecía a un plato de su tierra que hacía tiempo que no probaba – y una tartaleta de pastel de pato con cuscús para Ángela.

Cuando les trajeron un postre de San Valentín a compartir, las dos estaban retrepadas en sus sillas, bien cebadas por la apetitosa cena. El corazón de flan de queso con baño de vainilla y kirsh, y rodeado de medias fresas sumergidas en chocolate caliente animó a Ginger a pegar la silla contra la pared, muslo con muslo con su amiga, y meter la cuchara en el esplendoroso plato para introducir la primera porción en la boca de Ángela.

―           Mmmmmhhh… – suspiró la rubia, tragando la dulce mezcla.

Ginger se inclinó sobre ella hasta posar sus labios sobre los de Ángela y abrirlos para introducir su lengua, dispuesta a saborear el postre en la boca de su amiga. El juego bucal continuó con intensidad, las lenguas atareadas en un simulado combate donde no importaba quien ganara, sino el mismo impulso de la lucha en sí. Con la dulzura que la caracterizaba, Ginger succionó lascivamente la punta de la lengua de la rubia, consiguiendo sacar de su escondite casi un palmo del apéndice. Ginger conocía de sobra las aptitudes y dimensiones de aquella ciega serpiente de rosado músculo. Instintivamente, dirigió una de sus manos bajo los pliegues de la falda, sumergiéndose entre la muselina del refajo necesario para dotar de vuelo la prenda. Ángela no usaba medias si no eran necesarias, incluso en pleno invierno, y en esta ocasión así era. Las uñas de la asiática arañaron suavemente la tersa y suave piel de los muslos y subieron lánguidamente recorriendo su interior.

Notó que Ángela se estremecía ligeramente, sin abandonar el largo beso que las unía. Sus piernas se entreabrieron un poco, dándole el acceso necesario hacia la cúspide de la entrepierna. La sensitiva punta de sus dedos rozó delicados encajes y seda pura que cubrían un Monte de Venus que más que un monte parecía un volcán, por la temperatura que irradiaba. Por un momento, deseó meter su cabeza debajo de la tela de la amplia falda y comprobar qué tipo de lencería llevaba Ángela, pues no se parecía a nada que le hubiera visto con anterioridad.

―           Tenemos que terminar el puto postre… – gimió Ángela sobre su boca.

Como respuesta, Ginger deslizó su índice sobre la tapada vulva, hundiéndose entre los gruesos labios vaginales sin vello alguno. Aunque no rozaba más que la seda de la prenda íntima, la carne se moldeaba a su paso, pegando hilos de humedad a la braguita de encajes.

―           Llevo quince días sin que me toque nadie, cariño – susurró Ángela tras pasar la lengua por la mejilla de la asiática. – Vas a hacer que me corra en segundos si sigues así.

―           ¡Qué más da! Tú te corres muchas veces seguidas – respondió Ginger, retirando la mano solo para cambiar de postura.

Deslizó el brazo del hombro que tenía pegado a su amiga sobre el cuerpo de Ángela, y la mano se introdujo entre las olas de celeste tejido como una anguila traviesa. Al mismo tiempo, Ginger se llevaba a su propia boca el dedo de la otra mano que había contactado con la tórrida vulva. Ángela se aferró a ese brazo que quedaba casi entre sus senos con ambas manos, deslizando una hacia la muñeca, la otra asiéndose a la altura de la axila de la asiática. Con un pequeño impulso, la obligó a encastrarse más en ella, haciéndola alcanzar la anhelante entrepierna fácilmente. Entreabrió la boca, cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia un lado hasta apoyarse en el hombro de Ginger, abandonándose totalmente al deseo de su compañera. Bajo la mesa, sus piernas se relajaron y se abrieron como pétalos al rocío, los afilados tacones arañando la bonita solería.

―           Ah, mi puta diosa – susurró Ginger con una sonrisa mientras que sus dedos se introducían bajo la prenda íntima que, asombrosamente, no parecía disponer de bandas elásticas.

Ángela no dejaba de mordisquearse los labios, en un intento de acallar cualquier gemido que las delatara, y seguía acariciando el dorso y la muñeca de la mano con la que Ginger la martirizaba dulcemente. Conseguía así que la asiática imprimiera el ritmo y la presión que más deseaba en ese momento.

―           Ooooh… sí… ya, yaaaaaa… me vien…neeeee – dejó escapar con la fuerza del grito de un ratoncillo, justo al oído de Ginger, mientras que sus caderas dejaban de rotar para iniciar un par de espasmos tan procaces que la asiática los definió mentalmente como pura pornografía.

Ginger dejó que su amiga recuperara el aliento y la compostura y, durante esos segundos, se metió un par de cucharadas de postre entre pecho y espalda, con esa exquisitez natural que tienen las damas orientales.

―           ¡Trae, putón, que te lo vas a comer todo! – susurró Ángela, quitándole la cuchara y dándole un beso en la mejilla.

16 de febrero de 2014.

Todos se miraban los unos a los otros, en total silencio. Vestían la ropa de faena de la granja, aunque estaba limpia y no llena de sudor y barro como otras veces. Se mantenían en pie, en una postura estática y cómoda, unos con las manos unidas sobre el pubis o a la espalda, otros con los brazos cruzados, e incluso Adela llevaba diez minutos adoptando la postura del lirio pensante en yoga.

Todos esperaban, aunque ya sabían que habían sido escogidos como Guerreros. Los que no superaron las pruebas ya se habían marchado. Formaban un círculo alrededor de una mesa redonda cuya base maciza había sido tallada de un tronco de árbol, de al menos un metro de diámetro. La talla era muy hermosa e intrincada formando volutas de hojas que se rizaban verticalmente en la madera; también aparecían extraños caracteres y símbolos que recordaban ciertos jeroglíficos e incluso runas celtas. Todo ello se intrincaba delicadamente hasta no dejar ni un solo centímetro de madera libre del trabajo del buril y la navaja. La cubierta de la mesa, también redonda y al menos dos veces más extensa que la base, era de algún sedimento blanco, quizás mármol o alguna piedra caliza pulida. El hecho es que tal mesa imponía respeto por sí sola, por lo que ninguno de los presentes se había acercado a ella y tocado.

Se les había dicho que entraran en el edificio, uno que nunca visitaron con anterioridad, y esperaran. El barracón, como todos los demás, estaba hecho de madera por fuera y revestido de otro material en el interior; en este caso, estaba recubierto de cuero natural, pieles tratadas hasta curtirse sobre las que habían grabado y pintado muchos más símbolos parecidos a los de la mesa y que llenaban paredes, suelo y pecho. Para Ángela, todo aquello tenía cierta disposición hacia algún tipo de ritual mágico, pero no tenía ni idea de qué se trataba.

El ruido de la puerta corredera del exterior sobresaltó a algunos y atrajo la atención de todos. A pesar de ser noche cerrada en el exterior y no disponer de ninguna luz en el porche, una claridad difusa penetró, detectada por los ojos nictálopes de algunos de los presentes. Una chica desconocida, vestida con una sencilla túnica de lino blanco, se acercó a la mesa. No saludó, ni dijo nada, tan sólo dejó resbalar la túnica por su cuerpo hasta el suelo, mostrando la más completa desnudez. Entonces, se subió de rodillas sobre la superficie de la mesa. Ángela sintió que era una herejía, de alguna forma, pero mantuvo la boca cerrada.

Lentamente, la chica dejó caer la cabeza hacia atrás, hasta doblar su espalda y los cortos cabellos de su coronilla tocaran la pulida losa de la mesa. Extendió los brazos como si fuesen alas abiertas y posó los dorsos de la mesa suavemente sobre la superficie. Sus rodillas seguían dobladas y sus desnudas nalgas reposaban sobre sus talones. Era una postura incómoda y difícil, pero la chica no pareció dolorida ni molesta. Se quedó allí, sin moverse, respirando muy sosegadamente, con los ojos cerrados. Al poco, un murmullo llenó el silencio del barracón, apenas roto por algún roce o algún tosido; el murmullo provenía de la garganta de la chica aunque no movía sus labios y parecía un acallado canto litúrgico.

 Ángela estaba cada vez más sorprendida por lo que ocurría. Hubiera querido tener a Basilisco allí para acribillarle a preguntas. Los presentes se miraban cada vez más con frecuencia, con cientos de preguntas en el brillo de sus ojos. El cántico de la chica doblada seguía sin interrumpirse ni elevar el tono. Temió, por un momento, que la verdadera razón de ser de la Casta fuera algún tipo de secta religiosa, pero no habían dado señal alguna de ello antes. A esta altura, cualquier otra secta le habría puesto la cabeza como un bombo con toda clase de doctrinas.

Frente a ella, al otro lado de la mesa, estaba Raquel, “Barbie”, y junto a ella, Antón. En la posición norte del círculo, se hallaba Adela y David al sur. Una buena veintena de chicos y chicas habían conseguido pasar la prueba como Guerreros, y todos se temían algo que no era lo acostumbrado. Nadie les había hablado sobre ese barracón ni de esa reunión.

La puerta volvió a abrirse y cinco siluetas se marcaron contra el umbral hasta acercarse a la difusa iluminación que enmarcaba el círculo. Uno de los recién llegados era Basilisco, para alivio de Ángela y de la mayoría. Se situaron rodeando la mesa, sin hacer apenas caso a la chica, como si ya hubieran visto eso muchas veces antes, y encararon al círculo de Guerreros. Basilisco quedó en la posición sur con respecto a Ángela y le veía de perfil. Frente a ella, se posicionó una mujer con aspecto regio. Era hermosa, de cabello casi plateado y ojos grises. Vestía un traje de chaqueta sastre con unos pantalones a juego muy bien ceñidos, lo que evidenciaba que todo el conjunto había sido hecho a mano para ella. Al otro lado de la mesa, se encontraba otra chica a la que no podía verle la cara por llevar una especie de velo que le recordaba al jitam clásico de las mujeres mayores musulmanas. Llevaba de la mano a un niño de no más de diez o doce años, el cual parecía mirarlo todo con mucho interés. En la posición del norte, un hombre con buena planta y con rasgos que se parecían mucho a los de la dama, se mantenía recto, con los brazos atrás, una mano aferrando la muñeca de la otra, en una postura casi marcial.

―           ¡Adanitas, habéis sido escogidos para realizar algo histórico! – comenzó Basilisco, con una voz estentórea. – Habéis superado las pruebas y habéis sido aceptados por el clan Santiago. ¡He aquí a los máximos responsables de vuestro clan! Miguel Ángel y Rowenna Caprizzi, esposos y etnimai del clan.

“¡Los Alta Cuna!”, se dijo Ángela. “Los dirigentes de todo el clan. Estoy segura que esa palabreja… etnimai, significara algo así como presidentes o reyes”.

―           ¡Desde ahora, ya nadie os podrá llamar niños! ¡SOIS GUERREROS del clan Santiago! ¡Sois la sangre del clan, la espada que segará a nuestros enemigos! – exclamó Miguel Ángel Caprizzi, dando un paso adelante pero sin mover su postura. Se balanceaba lentamente, cambiando el peso de sus talones a la punta de los pies. – Pero como bien ha dicho Basilisco, estáis destinados a una tarea aún mayor que nunca se ha realizado en ningún otro clan. Creo bien decir que todo el mundo aquí sabe que el clan mantiene todos los asuntos humanos que nos atañen bajo control y que llevamos más de doscientos años infiltrados totalmente entre ellos, desarrollando sus trabajos, sus negocios, sus diversiones…

Ángela miró a sus compañeros, comprobando como sonreían y asentían. Ella y David eran los únicos que no estaban aún al día de todo lo que abarcaba la Casta en el mundo humano.

―           Hace milenios que los clanes no han entrado en guerra entre ellos, salvo alguna disputa menor. Ya no nos matamos entre nosotros, así que los Guerreros se limitan a proteger al clan de actos humanos aislados que no hemos podido preveer con nuestros Técnicos. Ese riesgo siempre existe y, últimamente, se ha hecho más dinámico, más agresivo, por culpa de esos cazabrujas de la Sociedad Van Helsing.

Ángela parpadeó, intrigada. Los sotanas de la Sociedad no le habían parecido tan peligrosos, pero ella no conocía apenas nada sobre ellos. Quizás aquellos tíos implicados eran unos vainas, unos gilipollas santurrones que se habían metido en algo que era más duro de roer, y que ella no conociera aún el verdadero peligro.

―           Hasta ahora, teníamos a la Sociedad Van Helsing bajo vigilancia, impidiendo que creciera o que averiguara más sobre nosotros – esta vez fue la propia señora Caprizzi quien tomó la palabra. Al caminar, frotaba lentamente sus manos de perfecta manicura. – Pero, por desgracia, se ha visto reforzada con la coalición de los Caballeros de la Rosa de Malta y los malditos Templarios de Edimburgo. Así que van a ser mucho más activos ahora, tanto en España como en el resto de Europa. Por eso mismo, vamos a ser el primer clan en organizar un cuerpo de Guerreros de acción rápida, o sea, todos vosotros compondréis ese cuerpo.

―           ¿Cómo si fuéramos G.E.O. o algo así? – se atrevió a preguntar uno de los chicos.

―           Exactamente – asintió Rowenna Caprizzi, con una débil sonrisa. – Por ello, no vais a seguir los pasos de los demás Guerreros. Tendréis viviendas propias y una sede, independientes de los demás recursos Guerreros. Os entrenaréis juntos y controlaréis los movimientos del enemigo, preparando respuestas rápidas y terminantes. Así mismo, seréis requeridos en cualquier momento para posibles casos graves de confrontación entre especies: un brote sicótico en una comunidad humana, un improbable levantamiento adanita, o algo parecido que implique una fuerza recurrente contra el clan.

―           Pensamos seguir con este proyecto varios años, así que haremos reemplazos en el grupo cada tres años, con nuevos reclutas – el esposo alzó una mano para llamar la atención sobre sus palabras. – Aquellos de vosotros que deseen para entonces un nuevo destino, podrán solicitar traslado y unirse a las fuerzas acuarteladas, o disfrutar de algún puesto humano de control, policía o militar. Los demás se ocuparán del entrenamiento de las nuevas fuerzas. ¿Alguna pregunta, Guerreros? – nadie abrió la boca, pues lo que deseaban preguntar no era a ellos a quien hacerlo. – Bien, Basilisco se encargará de explicaros los detalles. ¡Dios salve al clan Santiago!

Todos corearon esas palabras, aunque Ángela solo movió los labios. Dios no estaba en la ecuación de su vida, sin duda. Los Caprizzi se marcharon, acompañados de Basilisco, salvo que, en esta ocasión, el jovencito iba entre los esposos, tomando sus manos. Ángela se preguntó si sería su hijo, aunque no había podido verle bien la cara. La chica de la cara oculta que lo acompañaba se había quedado pegada a la mesa, mirando a la yoguita desnuda que seguía tumbada sobre la redonda superficie. Enseguida comenzaron los murmullos, el círculo se rompió, organizándose en pequeños grupos que empezaba a comentar la nueva, pero Ángela se quedó mirando aquella chica estatua que seguía emitiendo el débil cántico, sin comprender el por qué de su presencia.

De repente, se movió hacia la chica del hiyab, plantándose ante ella. Unos melosos ojos la miraron por encima del velo. Aparecían rodeados de oscuro khol y pestañas engominadas con abeñula, y parecían muy serenos y tranquilos.

―           Soy Ángela – le dijo, alargando la mano hacia ella. -- ¿Te vas a unir a nosotros?

La chica ignoró la mano y se llevó el índice, el corazón y anular unidos de la mano derecha al centro de su frente, presentando el dorso recto hacia Ángela. El meñique quedó totalmente separado de sus congéneres, casi en un ángulo de cuarenta grados. El pulgar, en cambio, desapareció, oculto contra la palma.

―           Mi nombre Casta es Apoyo. Es un honor pertenecer a la B.A.E – exclamó con un fuerte acento árabe.

―           ¡Joder! ¿Alguien me puede explicar que coño es la BAE de los cojones? ¿Y qué se supone que significa ese raro saludo con los dedos? – preguntó en voz alta, sin girarse hacia sus compañeros.

―           Vosotros sois la B.A.E., capullos – respondió Basilisco, entrando de nuevo. – Brigada Adanita de Élite.

―           ¿Y por qué lo sabe ella y nosotros no? – Adela señaló a Apoyo con un dedo.

―           Porque Apoyo ha sido cedida a la Brigada por el clan Oasis de Dios, en África, y no es ninguna recluta. Ha estado pringada desde la primera idea de su creación. Será la ayudante del comandante y el sostén del grupo. ¿Alguna pregunta más antes de empezar con la charla?

―           Vale, vale, Basi – subió las manos Ángela. – Me he quedado intrigada con su gesto de saludo. Me ha recordado un poco al inchallah musulmán.

Apoyo la miró y la vampira podía jurar que le estaba sonriendo bajo el velo.

―           Ese gesto sirve como saludo y reconocimiento entre la Casta. Cualquier adanita que te vea y te reconozca o te intuya, aún estando en un país extranjero, te indicará con ese gesto que estás ante un hermano y que te ayudará en todo lo posible. Al convertiros en Guerreros, pertenecéis a un grupo de poder, de élite, así que tendréis que aprender estos símbolos y someteros a la Marca.

―           ¿Y eso de la Marca? – esta vez fue David quien preguntó, pero en voz baja. Adela, que estaba a su lado, le respondió: -- Es un tatuaje que todos los adanitas con responsabilidad llevan en alguna parte de su cuerpo. Indica que eres Casta y a qué grupo de los cinco perteneces. Mi padre lo lleva en la planta del pie porque es Técnico.

―           Uuy, mamá se va a cabrear – musitó David, agitando la mano.

―           Muchas preguntas, pero ninguna es la adecuada en este momento. yo esperaba algo cómo: ¿qué está haciendo la buena de Cúpula sobre la mesa? – Basilisco avanzó hasta situarse al lado de la mesa, contemplando el cuerpo inmóvil de la joven de pelo corto.

―           Es que se me acumulan las puñeteras preguntas en la chorla, joder – gruñó Ángela.

―           ¡Atento todo el mundo! – reclamó la atención el Ojeador. – Cúpula es una constructora de campos. Es capaz de crear una cúpula invisible que mantiene diversos tipos de emisiones y rayos fuera de su área. En este momento, invalida cualquier espionaje radio magnético sobre nosotros y emisiones de frecuencia de banda ancha. En una palabra, impide que nadie nos escuche o grabe.

―           ¿La Sociedad Van Helsing? – preguntó un chico.

―           Entre otros. Nadie debe enterarse de la creación de la Brigada ni de lo que pretende. Ya tendrán tiempo de lamentarse – Basilisco levantó una comisura de los labios en una ladeada sonrisa.

―           ¿Cúpula es de los nuestros?

―           No, ella tiene sus propios asuntos, pero ha sido requerida por el clan para esta ocasión.

“Y así es como el clan enumera y requiere los dones de cada uno”, se dijo Ángela, comprendiendo cada vez más los recursos de los que disponía la organización secreta.

―           ¿Quién será nuestro comandante? – preguntó Adela, levantando la mano como una colegiala.

―           Le conoceréis en su momento. Ahora, es el momento de hablar de las nuevas dependencias. Vais a disponer de un cierto número de apartamentos ubicados en varios inmuebles continuos, para que, de esa forma, podáis estar cerca los unos de los otros y responder a una emergencia con la misma rapidez. Tendréis, así mismo, una sede cercana a vuestros apartamentos, con instalaciones de entrenamiento, un centro médico, algunos laboratorios, y varias disposiciones más. Allí es donde estará situado el C.O…

―           ¿El Centro de Ocio? – preguntó Ángela con una sonrisa.

―           ¡Me cago en mis putos muertos, Ángela! ¡Esto es serio! ¡El Centro de Oficiales!

―           O sea, donde todo se cuece, ¿no? – apuntó David.

―           ¡Eso mismo!

―           ¿Así que dónde estemos viviendo ahora, lo dejamos? – preguntó a su vez Barbie.

―           Ya lo sabíais. Los Guerreros se acuartelan en la Casa Madre o en las delegaciones. De todas formas, os habrías tenido que marchar.

―           Bueno, al menos estaremos todos juntos, ¿no? – respondió David, alzando un pulgar. -- ¿Podremos recibir visitas?

Basilisco puso los ojos en blanco y soltó un bufido. La mayoría de los nuevos Guerreros sonrieron y se dejaron de guasa.

―           Lo que quiero decir es que el comandante tiene nuevas ideas sobre lo que debe ser un Guerrero y cómo puede emplearlo para el bien del clan. A cambio, se os concederán muchos más beneficios que a los demás, los cuales ya se irán definiendo más adelante – enumeró Basilisco, apoyando sus nalgas contra el mármol de la mesa. – Actuaréis como grupo, nada de parejas ni solitarios. En cada misión, el comandante elegirá a los miembros más adecuados para la situación y decidirá la estrategia. Ninguna misión será igual a otra para evitar que nuestros enemigos saquen patrones. Esto es lo único que debéis saber por el momento. Ahora, id a vuestras literas y recoged. Nos vamos en diez minutos.

―           Maestro Ojeador – preguntó Adela con todo respeto –, ¿dónde está nuestra sede?

―           Ah, lo siento, no lo he dicho. La sede se encuentra en Sants-Monjuic, justo debajo del cementerio – explicó con una sardónica sonrisa.

―           ¿Qué? – los ojos de todos se abrieron de par en par.

―           ¿El cementerio? – balbuceó Barbie.

―           El cementerio, parte del monte que lo corona, y también bajo los nuevos pabellones deportivos. Lo ahuecamos todo cuando nuestras empresas construyeron allí. Es una base oculta y totalmente acondicionada. Vuestros apartamentos están situados en una urbanización al pie del Monjuic, en la calle l’Esparver, a cinco minutos escasos de la sede. ¡En marcha, Guerreros!

CONTINUARÁ…

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