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Detective 666 (6)

en Grandes Series

MAMÁ HUESOS.

   Sé que estoy viviendo un tiempo de prestado. No puedo estar esperanzado a que Basil siga perdonándome la vida. No viene a por mí porque aún no está seguro de lo que hay detrás de mi extraño caso de transmigración. Las entidades de Tercer Estamento son muy astutas pero también cobardes. No actuará hasta que esté seguro de que su envoltorio no corre peligro. Cuando llegue ese día, puedo darme por muerto. No podré oponerme a su poder y experiencia.

   A no ser…

   Llevo dándole vueltas a ese asunto varios días y he terminado aceptando que mi única posibilidad de seguir con vida es jugármelo todo a una carta. Los Príncipes Infernales son los seres más vanidosos y egocéntricos del multiverso. No pasa demasiado tiempo sin que necesiten adularse ellos mismos y, para ello, organizan un baño de multitudes en el que relatan, por millonésima vez, sus logros en el mundo humano.

   Fue en esos mítines –en los que era obligatorio asistir –donde escuché mencionar las armas que, en su nombre, se habían creado en distintos momentos de la Historia humana; unas armas malditas que enloquecían a sus poseedores humanos y condenaban las almas de cuantos morían por ellas. Había espadas, lanzas, flechas, escudos y hasta una armadura completa. Todas estas herramientas de muerte y destrucción tenían dos cosas en común: una, eran tan poderosas que arrasaban cuanto se interponía en su camino y, dos, enviaban al Infierno todas las almas de aquellos que ejecutaban.

   Para los Príncipes, esto era muy importante, claro está. Siempre estaban necesitados de almas para sus proyectos. Veréis, el averno no es como os lo pintan a los humanos… claro que tampoco el Cielo se acerca demasiado a lo que cuenta la Iglesia, ni mucho menos. Por eso, tanto un bando como el otro, mantienen el secreto a toda costa. Yo estoy en un punto equilibrado, diría… fuera del sistema. Así que… ¿por qué no contarlo?

   Bueno, ahí va... Si esto lo supiera la Iglesia o la misma humanidad, se generaría un caos apocalíptico de cojones. Cuando un humano muere, de la forma que sea, incluso suicidándose, su alma se libera. Hasta ahí lo sabe hasta el Tato… pero lo que no se sabe es que el camino que todas las almas emprenden es hacia el Cielo, absolutamente todos… salvo unas excepciones de las que ahora hablaré. Las almas son un bien tan preciado que no pueden desperdiciarse, no pueden perderse. Así que ascienden y pasan un tiempo en un limbo que no conozco personalmente pero del que se comenta que alimenta los sueños y deseos de cada humano. Es como si cada alma crease su propio mundo de parientes, amigos, fantasías, anhelos, recuerdos… Se forma una mezcla mística en la que el alma se siente reconfortada y cómoda. A eso, algunos lo llaman Cielo o Paraíso.

   Entonces, el alma en cuestión, tras pasar un tiempo descansando en ese mundo que se ha creado, cargándose de energía mística, termina sintiéndose fortalecida y rejuvenecida. Es el momento idóneo para que se deslice en el impetuoso y ancho río de la Creación y dejarse llevar hasta reencarnarse en un nonato. Así empezará una nueva vida sin consciencia de sus estancias anteriores pero en la que se aportará unos rasgos de personalidad que lleva compartiendo con todas sus encarnaciones. Esa es la transmigración del alma humana.

   En cuanto a las excepciones a las que me refiero son básicamente dos. En algunas ocasiones, las almas recién liberadas sufren un trauma o una alteración de la conciencia que las hace apegarse a lo que es conocido y seguro para ellas, o sea su última vida. Se quedan estancadas, atraídas por un lugar, por una persona, por un hecho histórico. A veces sólo vagan por toda la Tierra, en una interminable vida de mirones etéreos. Es a lo que los humanos llaman fantasmas, por supuesto. Estos, en algunas ocasiones, recuperan su conciencia y ascienden pero la mayoría sigue orbitando alrededor de los lugares y personas que han conocido. No entraré en detalles de si pueden comunicarse con este plano o si tienen aptitudes para mover objetos físicos... Eso es lo de menos, siguen siendo almas pero errantes.

   La otra excepción son aquellos humanos que desean ir al infierno de forma voluntaria y consciente, lo que les lleva a hacer en vida todo lo posible para asegurar el camino. No son muy numerosos estos individuos pero sí acaban teniendo una muy negra reputación entre sus semejantes, del tipo de Calígula o el Carnicero de Boston, sin contar con el inolvidable Hitler.

    Pero acabar en el infierno es una empresa ardua y difícil, no creáis. No se trata de pecar con las menudencias que listan esos diez mandamientos que todos conocéis. En verdad, sólo hay dos de ellos que son condicionantes hacia la malignidad: “No mataras” y “No codiciaras los bienes de tu prójimo”. Ambos son la piedra filosofal de todo aquel humano que desee hacerse un hueco en el infierno. Los demás mandamientos fueron pensados y escritos por unos humanos manipuladores que deseaban controlar un pueblo de brutos analfabetos. Son simples normas de lógica convivencia. Sin embargo, el humano que busca ser aceptado en el infierno debe ser plenamente consciente de desear este final sobre todas las cosas porque si se arrepiente, aunque sea un solo segundo, de cuanto haya podido cometer, su alma tomará el curso natural de la encarnación y ascenderá.

   Esa es la razón por la que Lucifer y sus colegas Príncipes siempre buscan sellar tratos que condenen almas de antemano, que es como solicitar una beca para sacarse un diploma en bestialidad malévola. Debo también añadir que ningún inocente acaba en el infierno, ni siquiera los herejes y brujas quemados por la Inquisición. Todas y cada una de aquellas víctimas se arrepentían en cuando las llamas le achicharran los pies y… ¡pum! Todos al Cielo de repente. Tampoco aquellos asesinados en rituales oscuros y paganos, degollados o descuartizados en sacrificios satánicos, acaban en el infierno, por mucho que digan los supuestos eruditos en estos temas. Vuelvo a repetir, ningún inocente –llamo inocente a una persona normal que no ha asesinado conscientemente a nadie –puede entrar en los dominios infernales. A no ser… que su vida se vea arrancada por una de estas famosas “armas de especial naturaleza”.

    Así que esto explica por qué los Príncipes están tan agradecidos a esas “armas malditas” y tratan de convencer a sus subalternos que ellos las crearon para entregársela a los humanos. ¡Una mierda de caimán para todos ellos! No tienen ni idea de quién pudo enseñar a los humanos cómo forjarlas ni con qué extraño material fueron hechas. Escapa a su control totalmente. De hecho, sé de buena fuente que ni siquiera pueden detectarlas. Por algún motivo desconocido, estos artefactos son invisibles para las criaturas sobrenaturales. No pretendo saber más que los Jefes pero no me chupo el dedo. Me han pedido demasiadas veces, mientras recibía emisiones de Luz Blanca, que tratara de visualizar el paradero de alguna de estas armas porque, según el listo de turno, yo me encontraría fuera de las condiciones naturales demoníacas y podría actuar como un jodido detector de metales. Pues bien, no he visto nunca nada. Sin embargo, me empapé de muchas cosas que los Príncipes hablaron en mi presencia. Ya se sabe, yo no era nadie para ellos, un mísero Excavador, así que presté mis orejas a mi propio interés.

   Lo que saqué en claro es que los humanos fueron los verdaderos forjadores de estas armas y que el material con el que están hechas no proviene del mundo natural. Quizás vino desde las estrellas, en un meteorito, o lo trajeron visitantes de otros mundos, no lo sé. Lo único que sé es que matan sin discriminación y envían directamente al infierno las almas segadas, sean inocentes o no. Esas armas son un atajo directo al infierno para cualquiera y subrayo cualquiera, hasta para un demonio de Tercer Estamento integrado en un cuerpo humano. Esa es la carta que pretendo utilizar.

   Claro que la teoría está muy bien pero ponerla en práctica me va a costar algo de trabajo. Sin embargo, tengo varios pasos ya definidos y pensados. Uno de ellos tiene que ver con atraer una de esas almas encadenadas a la Tierra y convencerla de ayudarme. Pero, para ello, necesito disponer de unos poderes que sólo puedo recuperar con las mariposas pecado. Así que lo primero es encontrar un pecador a punto de “jubilarse” y tengo un lugar localizado donde puedo encontrarlo.

   Salgo de la casa flotante y me encamino hacia el centro del Barrio Francés. Hace una mañana calurosa pero radiante. Sonrío al pensar que nunca había experimentado el calor hasta que me convertí en un humano. Este calor pesado y opresivo del mes de agosto sería apenas una mañana invernal en el infierno, seguro. Aprovecho el taxi del que se baja una pareja de turistas para que me lleve a Little Woods, a orillas del gran lago.

   Me entretengo repasando los datos que tengo: una de las dos residencias geriátricas del municipio está en la avenida Poitevent. Es la que se ocupa de pacientes de cuidados permanentes, o sea inválidos, terminales y, sobre todo, sin familiares cercanos. Es lo más parecido a un buffet, con un montón de ancianos humanos en la lista de espera de lady Pómulos de Hueso. Espero encontrar a un pecador entre todos sus pacientes. He intentado descubrir la lista de internos por Internet pero Jack no era muy bueno con eso de las teclas y yo menos aún, por supuesto. Así que tendré que improvisar una vez allí.

   Introducirme en el geriátrico no es ningún problema. He averiguado cuales son las horas de visita y he ojeado los planos en el registro municipal, así que sé que la mejor entrada para esquivar los básicos controles es acceder por el jardín. El centro posee un bien cuidado y extenso jardín en el que pasean los internos que aún pueden moverse con facilidad. Tal pedazo de vegetación está enclaustrado entre altos muros que hicieron más contra el Katrina, impidiendo el agua colarse y joder todo el jardín, que contra los intrusos. Las clases de urbanismo han servido para algo. Jack sabía que una puerta trasera como esa en un edificio con muchos empleados, acaba estando casi todo el día abierta, permitiendo al personal escaquearse momentáneamente para fumar, charlar, beber, e incluso hacer un par de rápidos recados sin tener que dar explicaciones a nadie.

   Me cuelo en el jardín por esa misma puerta descuidada que localizo rápidamente. Es importante adoptar un paso seguro y decidido, que muestre que mi presencia allí está justificada y, verdaderamente, parece funcionar. Me cruzo con algunos celadores y un par de enfermeras que están al cuidado de pacientes de aspecto débil y cansado. Saludo a diestro y siniestro y ellos me corresponden con moderada afabilidad.

   Las instalaciones tienen tres plantas superiores. Es fácil suponer que los internos más delicados o de condición grave estarán en el piso bajo o primera planta, todo lo más. Sorteo el mostrador de recepción, el escollo más evidente, siguiendo a un celador que empuja una silla de ruedas sin pasajero. Deduzco que va a recoger a un paciente y, efectivamente, se mete por un pasillo directo que lleva al ascensor.

   Le dejo subir y me muevo por el piso bajo pero sólo me encuentro con un almacén, una despensa, una gran cocina y la reserva farmacológica del estado al menos. ¿Para qué quieren esos viejos tantos medicamentos si van a morirse igualmente? No comprendo algunos de los procesos mentales humanos, sobre todo aquellos que tienen asumidos por una larga costumbre. Tampoco es que tenga experiencia alguna con ancianos. Jack no tiene recuerdos de ese tipo y, por mi parte… ¿Qué queréis que os diga? ¡En el infierno no hay viejos! Las almas humanas no muestran la edad que tenían cuando fallecieron, sino que expresan la apariencia que su autoestima y su vanidad ha generado durante toda su vida. Si se han visto siempre como ganadores, guapos y ponderados pues será así como su aspecto luzca; si, por el contrario, tenían complejos de fealdad, de sobrepeso, o de algún tipo así, pues… ya podéis imaginaros que imagen arrastraran de ellos. ¿Qué por qué? ¡Y yo que sé! ¡No soy psicoanalista y, además, esas almas han ido al infierno por algo! ¡No están en un crucero por el puto Caribe!

   Bueno, a lo que iba… Busco unas escaleras que me lleven a la primera planta para no tomar el ascensor. No hay un sitio más jodido para que te pillen antes que un ascensor. Al detenerme en el primer rellano, ya sé que estoy en el buen camino pues el estómago me ronronea como un saco lleno de gatos. Un delicioso tufillo altera mi ánimo, descontrolando el hambre que, hasta el momento, llevo sujeta firmemente.

   Me alegro de haber elegido el horario en el que moverme. Es la hora del desayuno y el personal se ha dividido, unos reponiendo fuerzas en la cafetería, los otros sobrecargados con las tareas de todos. Seguramente la mayoría de los ingresados en esta planta no desayune, enganchados a sondas y maquinuchos médicos, así que no habrá más que…

   ¡Uuuuy! Hay un puesto de control en medio del pasillo y una enfermera de guardia, con una actitud francamente displicente que puedo intuir sin necesidad de hablar con ella. La he visto a tiempo y eso me da oportunidad para dar un paso atrás y quitarme de su vista. Hay algunas habitaciones hacia el otro lado, en su ángulo muerto. Probaré suerte allí. La primera puerta que abro me muestra una habitación vacía y no parece que haya sido utilizada en días. Pruebo la segunda puerta y el anciano que me encuentro está dormido, con una bolsa de suero conectada al antebrazo. A mí me parece un señor corriente y moliente, la verdad. No me resulta apetitoso en lo más mínimo.

   Sé que no es una ciencia exacta, más bien el resultado de una fuerte intuición en mi interior, pero el viejo no parece a punto de palmarla o bien sólo ha cometido pecadillos veniales que ni siquiera se manifestaran el día de su juicio. En la siguiente habitación encuentro a mi candidato. Está tan delgado que parece un esqueleto y su tono de piel es amarillento, casi virando al ocre. Respira gracias a una máquina que hace saltar un recuerdo de Jack en mí, algo sobre ver “El retorno del Jedi” con Benny. Aquellos que la hayan visto asociaran el sonido rítmico del respirador del anciano con el ruido cibernético del aliento de Darth Vader.

   Sin embargo, lo que me atrae hasta su cama es el fragante aroma a trucha a la parilla que desprende todo su menudo cuerpo. Goteo saliva sobre la sábana que le cubre. Mis ojos se deslizan por el monitor que hay a un lado del cabecero y, a continuación, sobre la bomba que se alza y contrae, insuflando aire en los cansados pulmones. Si la apago… debería ser suficiente para que el anciano muriera en paz, ¿no? Cuando estoy a punto de apretar el cuadrado botón verde marcado con “on/off”, me detengo. ¿Y si hay una alarma conectada que salta cuando el aire se detenga? Es absolutamente posible, me digo. Contorneó la máquina, encuentro el enchufe y tiro de él. Sin electricidad, no hay alarma que valga. La máquina se detiene inmediatamente y me quedo allí de pie, mirando la débil lucha del anciano por llevar de nuevo aire a su cuerpo.

   ¿Lástima? ¿Quién ha dicho eso, coño? Ni siquiera he nacido con ese sentimiento… y si la tuviera que experimentar, no sería por un tipo que está a punto de dar el gran salto de una hora a otra. Además, ya os diré qué tipos de pecados cometió este individuo cuando me los zampe.

   En un par de minutos, le quito la máscara transparente que le tapa boca y nariz y aprieto la barbilla con el pulgar, lo suficiente para abrir la mandíbula. Meto los dedos en su boca, palpando la retraída lengua y saco la primera mariposa pecado. Parece alegrarse de verme porque agita graciosamente sus antenas antes de que me la lleve a la boca. Su cuerpecito, al crujir, deja escapar una esencia que me hace pensar en el miedo y en la huida frenética. Una segunda mariposa asoma y ni siquiera levanta el vuelo, como si esperara a ser devorada. No la hago esperar, por supuesto. Más de lo mismo, sabor a puta adrenalina, al frío sudor del miedo y un toque a metal y sangre. Aún no soy un experto en estos sabores pero empiezo a comprender que van ligados a la naturaleza del propio pecado. ¿Un accidente o un atropello con muerte y fuga? Podría ser pero no estaré seguro nunca.

   Espero unos minutos pero no brota ninguna mariposa más. Un hombre comedido, me digo con humor. Solamente un par de pecados en una larga vida, casi un santo, vamos. Vuelvo a ponerle la máscara y conecto de nuevo el respirador. Un vistazo al pasillo y me largo de allí como un zorro tras saquear el gallinero.

   Sin embargo, mi hambre es contenida por esas dos mariposas pecado como si me hubiera atiborrado. No parece que la cantidad sea un factor a considerar. Ya veremos qué sucede después pero, a lo largo del día, me pregunto varias veces si podría conservar algunos de estos simpáticos insectos lepidópteros cuando encuentre nuevamente a un donante tan generoso como el viejo Con Chó Cû. Al Viejo Ladino le sobraban mariposas a montones. ¿Podría meterlas en un tarro y conservarlas hasta que necesite consumirlas? Vale la pena intentarlo, me animo con voz mental de gourmet.

   En casa, me ocupo en leer un par de libros virtuales sobre magia negra e invocaciones y hago una lista de lo que necesito. Hay una buena tienda de artículos esotéricos en el Vieux Carré. Es lo bueno del viejo barrio francés, hay de todo aunque hay que buscar en los sitios adecuados porque también hay mucha trampa para turistas. Me refiero a la Casa vudú de Marie Laveau, la cual se supone que aún sigue estando regida por descendientes de la Reina Vudú. Por supuesto que no es uno de los mejores antros de brujería y religión de la ciudad pero es un negocio honesto y si te venden un tarro con ojos de tritón, seguro que son ojos de tritón.

   Al anochecer salgo de casa portando una pequeña mochila en la que llevo los artículos que me he agenciado y serán necesarios en mi intento de invocación. Es algo que jamás he hecho antes, así que no estoy seguro de nada. Hay doce manzanas hasta el primer cementerio de St. Louis, el más antiguo, y no pienso tomar un taxi. No sé cómo acabará esta intentona y no deseo que un taxista recuerde mis rasgos al dejarme por la zona cercana al cementerio. Además, me vendrá bien el paseo. Me detengo en el camino y tomo unas cañas con cangrejos picantes, para hacer tiempo más que nada ya que mi hambre está saciada. A las diez pasadas, me cuelo en el cementerio. He estado pensando cual sería el sitio más adecuado para la invocación, quizás la misma tumba de Marie Laveau o la de John Phillipe Leclerc, famoso por sus capturas y matanzas de haitianos, pero, finalmente, me decanto por una tumba poco conocida en la esquina sureste, la perteneciente al bokor Samuel Alassant.

   Un bokor es un houngan o brujo vudú que usa sus artes para la magia negra y, en ese aspecto, Alassant fue un muy destacado hijo de puta, créanme.

   El cementerio es una gran sombra temblorosa que las distanciadas luces de las calles adyacentes, Basin y St. Louis, no consiguen espantar. Es como si no fueran más que mortecinas velas de sebo en la gran caverna de Platón. Joder, eso no es de Jack, sino mío… ¿Cuándo he estado navegando en páginas de Filosofía? ¡Ahí no salen tías guarras!

   Me centro en lo que me ha traído hasta aquí. No tardo en localizar la tumba de Alassant. Como todas las demás en el cementerio, está construida sobre piedra, formando una cripta. Eso es debido a que Nuevas Orleáns está a cinco pies por debajo del nivel del mar, así que todo lo que cavas se llena de agua enseguida. No se puede enterrar nada sin asegurar el terreno. Los tres cementerios de la ciudad, este de St. Louis, el Metairie al este y el de Lafayette en el Distrito Jardín, están llenos de criptas y nichos con hermosas lápidas que los turistas no dejan de fotografiar. Es lo que podríamos llamar turismo necrológico, por favor, risas…

   La lápida de Alassant es grande y plana, una verdadera losa de granito que puede soportarme perfectamente, aislándome de la grava del suelo. Saco de la mochila aceite de mirra y clavo, una pequeña geoda de jade, un dedo de difunto momificado envuelto en vendajes, las cenizas de un gato negro y me agencio lo último que me hace falta: tierra consagrada. Puesto que estamos en un cementerio, esta tierra servirá. Del interior de la mochila, saco un machete que he prevenido en traer y aparto con la mano la gruesa grava que rodea las tumbas, hasta topar con tierra que apuñalo repetidas veces hasta conseguir un buen puñado.

   Dispongo los objetos sobre la losa de Alassant en el orden que me indicó el pasaje esotérico que leí este mediodía y me siento en posición de loto sobre la piedra. Recitando mi plegaria, arrojo un poco de tierra consagrada hacia los puntos cardinales y luego hago lo mismo con las cenizas del gato, las cuales no tengo ni idea para qué sirven. Ahora, a esperar. Dejo que mis sentidos fluyan, intentando que los dones que me hayan concedido las mariposas pecado los potencien o que me ayuden de alguna forma. He ahí mi esperanza. Ya pensaréis que estoy gilipollas perdido con un plan tan traído de los pelos pero me han criado así… La cuestión es que, tras un periodo en silencio y a oscuras –ni siquiera he traído una vela o encendido la linterna del móvil –, la pequeña geoda empieza a vibrar y, de repente, gira sobre sí misma lentamente, una y otra vez. No es más grande que una pelota de ping pong y tiene una apertura, muy parecida a un mordisco, que revela su verde interior. Precisamente de ahí, de sus entrañas minerales, brota un haz de luz del mismo tono verde pero con una cualidad casi fluorescente.

   Me quedo mirando aquel faro en la oscuridad que esparce alrededor de mí su luz verdosa con cada rotación. Casi no puedo creer que haya funcionado el ritual que, la primera vez que lo leí, parecía un cuento de brujas. Es de locos que un demonio diga algo así pero todos sabemos que las brujas no eran más que sanadoras incomprendidas y sobrevaloradas, ¿no? ¿O acaso hay algo más que el Jefe no nos ha contado?

   El caso es que estoy contemplando, casi como un hipnotizado, como el jade gira y emite un poderoso brillo, por lo que el primer fantasma me da un susto del copón. Está flotando sobre mí, mirándome con atención, como intentando averiguar mis intenciones. De pronto, parece llegar a una determinación y con un movimiento sinuoso que deja atrás parte de su cuerpo neblinoso, se aleja rápidamente hacia otra parte del cementerio.

   Me froto los ojos como aquel que sueña y despierta, convenciéndome de que es real lo que he visto. ¡Un alma en pena! Pero no me da tiempo a considerar la situación cuando veo otras dos venir hacia mí, como atraídas y guiadas por la luz de jade. Ninguna de ellas es la que apareció primeramente. No parecen tener género, son más bien jirones de alma que me recuerdan a las volutas de humo que dejaría un enorme cigarrillo.

   Inspirando con fuerza, levanto la mano y las saludó con un “hola” que podría haber sido un “¿Qué pasa, tronco?” dado el salto que dan las dos almas hacia atrás, literalmente.

         --- ¡Este nos ve! ¿Cómo es eso posible? –escucho decir a una de ellas, a pesar que estoy seguro que no tiene labios que mover. El tono es parecido al de un adolescente, una voz que si no te aseguras con la mirada, no sabes si pertenece a mujer u hombre.

         ---Hace mucho tiempo que nadie nos ve, así que eso tiene que significar que los hougan verdaderos han vuelto –dice la otra, con el mismo tono de voz.

         ---No soy ningún brujo, espíritus errantes, pero necesito vuestra ayuda –suplico.

         ---Este se ha creído que esta es la oficina de Quejas del ayuntamiento –responde una de ellas, demostrándome que el tono de voz también puede adoptar tintes burlescos.

         --- ¿Espíritus errantes? ¿De qué siglo vienes tú, amigo? –pregunta la otra alma.

         ---Bueno, es lo que siempre he sabido sobre vosotros, los encadenados a la Tierra, que necesitáis un empujón para ascender –levanto las manos y me encojo de hombros. ¿Hay algo más que Lucifer no nos haya dicho? No me extrañaría a estas alturas.

         ---Este tío no conoce a mi parienta –contesta una, orbitándome a toda velocidad. –Me enteré que estaba esperándome ahí arriba y me dio tal escalofrío la idea de encontrarme de nuevo con ella, tras seis años de buena viudez, que me caí de la fila de la ascensión… y aquí me he quedado.

   Su compañera empieza a reír con una risita que me recuerda claramente a la de una hiena. ¡De pronto caigo en la cuenta! ¡Me está contando un puto chiste! ¿Desde cuándo tienen sentido del humor los fantasmas?

         ---Eh, colega, lo siento –se disculpa el alma, levantando un remedo de brazos que se deshilachan al menor movimiento. –Hace tanto tiempo que no charlaba con un vivo que no he podido resistir la tentación de cachondearme.

         --- ¿Así que no eres brujo? Entonces… ¿cómo puedes vernos y hablar con nosotros? –me pregunta el otro.

         ---Sí, porque ahí veo los elementos de una invocación –argumenta la primera, bajando su esencia hasta la lápida como si tuviera que mirar más de cerca la luz que sigue emitiendo la geoda.

         ---Es una larga historia…

         --- ¡Tiempo es lo que nos sobra, amigo! –exclaman a dúo, como si fuese una respuesta ensayada. Estos dos son unos cachondos, menuda seriedad fantasmal…

         ---Bueno, tengo que confesar que no soy un humano normal…

         --- ¡Ya decía yo…! –me interrumpe uno de ellos pero el otro se lo recrimina y me indica que siga con una ondulación de su mano etérea.

         ---Soy un Excavador de Cuarto Estamento y he despertado aquí, sin saber muy bien cómo…

         ---Tío, ¿tú te enteras de algo? –vuelve a interrumpirme una de las almas, poniéndose de nuevo a orbitar mi cuerpo.

         ---Ni papa, compadre. ¿Qué es un excavador? ¿Algún tipo nuevo de sepulturero? –pregunta la otra, cruzando los intangibles brazos.

         --- ¿No será que te has pillado una buena melopea que ni siquiera recuerdas dónde vives? –argumenta la otra, incisiva.

         --- ¡¡BASTA YA!! –aúllo, tomándolos de nuevo por sorpresa.

   Se quedan estáticos, flotando y mirándome, sus formas rilan en el aire pesado de la noche.

         --- ¡Soy un demonio Excavador y procedo del infierno! ¡Me desperté en el mundo humano cuando no debería ser posible! ¡Por eso puedo veros y hablaros, capullos!

   En el mismo instante en que esas palabras surgen de mi boca, las dos almas en pena se colocan a una distancia prudencial de mí y empiezan a mostrar cierto respeto. Supongo que ser uno de los tipos que van a controlar el final de la cadena de tu vida te enseña a usar la prudencia.

         --- ¡Hombre! ¡Haber empezado por ahí! –se queja débilmente una de ellas. -- ¿Dice la verdad, no?

   La pregunta a su compañero me coge desprevenido. Siempre se ha dicho que a los espíritus no se les puede engañar, reconocen la mentira. Entonces, ¿a qué viene la pregunta?

         --- No lo sé. No puedo saber si miente o no… --contesta su compañera.

         --- ¡Vaya cagada!

         ---Bueno, eso solo quiere decir una cosa, ¿no? –digo con una enorme sonrisa, impidiendo que tomen alguna decisión.

         --- ¿Cuál? –preguntan a coro.

         ---Que no soy humano –susurro, levantándome. –Así que puedo estar diciendo la verdad o no pero eso ya supone una cuestión de suficiente peso, ¿no os parece?

   Ambas almas se miran y asienten, mostrando su acuerdo. Les hago una seña con el índice para que se acerquen y lo hacen con algo de indecisión. Al parecer, sus formas de humo se están haciendo más borrosas. ¿Es fruto de ellos o es que el don, sea el que sea, otorgado por las mariposas pecado se está agotando?

         ---Busco un arma, una de esas que aparecen en las leyendas, que puede matar cualquier criatura. Seguro que sabéis a qué me refiero –les susurro cuando están a un palmo de distancia.

         ---Las Mata Dragones –musita una de ellas y la otra asiente con vehemencia.

         ---Sí, esas… necesito una de ellas y debo saber dónde encontrarla. Vosotros estáis unidos a la Tierra, conocéis todos los lugares donde se han escondido tesoros y enterrado cadáveres. Por eso, os pregunto, ¿dónde está el arma más cercana?

   Súbitamente, las dos almas ascienden en el cielo nocturno, saliéndose del haz de luz verdoso que era el que las delataba realmente. Acallo un reniego al creer que escapan por algún motivo pero al tomar la geoda con la mano y alzarla, las descubro orbitando a unas decenas de metros de altura en amplios círculos que abarcan todo el cementerio. Decido esperar y ver lo que ocurre, así que enciendo un cigarrillo.

   Justo al tirar la colilla, las almas en pena vuelven a bajar y, esta vez, se posan ingrávidamente sobre la losa funeraria.

         ---Hay una aquí, en este estado –dice una.

         ---Pero no podemos situarla más exactamente por su propia naturaleza esquiva –añade la otra.

         --- ¿Entonces…? –arqueo una ceja.

         ---Deberás preguntarle a un vivo, que son los únicos que pueden rastrear algo material sobre la Tierra.

         --- ¿Un humano? ¿Qué humano? –barboto, furioso.

         ---Un vidente, uno de verdad –sisea uno, lo que me deja dudando si se está riendo o revelándome un secreto.

         --- ¡Joder! ¿Cómo voy a saber si es un farsante o el puto Nostradamus?

         ---Demonio excavador, busca a Mamá Huesos y hazle la pregunta; ella te ayudará –claman las dos almas a la vez, como si me estuvieran cantando un telegrama en los años cuarenta. Inmediatamente, remontan su vuelo zigzagueante y desaparecen en la noche.

   La geoda de pronto pierde su luminosidad y me quedo en la más absoluta penumbra. ¿Quién coño es Mamá Huesos?, me pregunto, recogiendo los elementos y metiéndolos nuevamente en la mochila. Miro hacia la calle Basin y me pregunto si aún podré parar un taxi a estas horas porque me queda una buena caminata hasta casa.

                            * * * * * * * * * * * *

   Al levantarme, lo primero que hago es llamar al comisario y ducharme, bueno, no en ese orden precisamente. El comisario me da peores alegrías que la ducha fría. No hay señales de Dylan Brestton o sus cómplices. La investigación se está estancando y el Éxtasis Final sigue en la calle, matando a desgraciados. Me pregunto quién estará almacenando todo ese karma maligno para el día de mañana descender a los infiernos con un puesto asegurado.

   Decido buscar algunas respuestas pendientes y, para ello, tengo que ir a desayunar a un sitio especial: el Hogar del Gumbo. Está justo entre la catedral de St. Louis y Jackson Square, en un lateral del viejo hotel Place of Armes. A Benny le gustaba ir allí para comer el que, según ella, era el mejor gumbo de la ciudad. Sin embargo, lo que me atrae a mí no es eso precisamente, sino que en el local se reúne la mayor parte de la comunidad esotérica de Nueva Orleáns. Adoradores vudúes, sacerdotisas engoladas, ritualistas de opereta, videntes, brujas y otros temarios a tratar, la mayoría más falsos que el Iscariote. Pero, quizá, alguno de ellos habrá escuchado hablar de Mamá Huesos y hasta darme una dirección.

   El Hogar del Gumbo no está lejos del muelle donde mantengo mi casa flotante; cruzar la carretera y la plaza Jackson y helo ahí. Es un pequeño restaurante con muchos años de vigencia. La madera de su suelo y paredes parece muy vieja porque en verdad es así, no es un truco decorativo. Tanto sus anteriores dueños como los actuales, los cuales llevan veinticinco años con el negocio, apostaron por la comida más casera y artesana que se pudiera hacer y el boca a boca les ha conseguido unos muy fieles clientes.

   Llego un poco pasada la hora habitual del desayuno pero aún hay bastante cola esperando café y beignets, los buñuelos típicos del Barrio Francés, rectangulares y cubiertos de azúcar “glasé”. Me uno a la fila y contemplo a la clientela. Las mesas están todas ocupadas y me pregunto quién de todos ellos se dedicara a la brujería y la videncia. Seguramente todos. Hay muchos brazaletes y collares vudúes sobre ellos; también hay matronas de piel brillante y rollizos brazos que portan pañuelos habaneros cubriendo sus cabellos. No tengo que decir que la mayoría son afroamericanos o mulatos. La brujería va en los genes negros, es lo que se suele decir en el sur, a riesgo de parecer racista. Bueno, pensándolo bien sí que lo soy un poquito, diría yo. Mi piel es mulata pero ese era Jack; yo soy demonio y, a veces, tengo un serio problema con los jodidos humanos: ¡que me suelen tocar los cataplines!

   Alguien me ofrece un folleto y lo tomo instintivamente. Una cola de gente esperando es como una enorme pancarta publicitaria. El hastío te hace leer cualquier cosa que caiga en tus manos. Levanto los ojos y me encuentro con el rostro de una hermosa mujer tan negra como mi corazón. Le sonrío y ella me devuelve la sonrisa mientras alarga otro folleto a mi vecino en la cola. No tendrá más de veinte años, quizás ni siquiera los ha cumplido, ya se sabe con el temprano desarrollo de esos espléndidos cuerpos. Se aleja un par de puestos hacia delante, repartiendo más folletos y su frondosa cabellera rizada se mueve graciosamente sobre su cabeza, atrapada por una cinta roja que cuelga sobre su nuca. Es alta y de cuerpo rotundo. Sus piernas están cubiertas por una larga falda suelta de coloridos motivos tribales y un generoso pecho se entreve por la estudiada abertura de la camisa.

   Bien, al menos me ha alegrado la mañana. La contemplo dirigirse a la puerta del restaurante tras repartir sus folletos. Antes de salir, gira un tanto su cuello para dirigirme una última mirada. Deliciosa, pienso. Y entonces, le echo un vistazo al papel que tengo en la mano. La impresión que recibo es brutal; la respuesta del azar, aterradora.

   “MAMÁ HUESOS, mambo vudú acreditada. Lecturas personales, rituales de purificación y buena suerte, conjuros varios. Atención personalizada de Mamá Huesos. Visítenos en el 422 de la avenida Lafitte, en el Faubourg Tremé.”

   El folleto publicitario muestra la vieja fotografía de una sacerdotisa vudú de los años treinta o cuarenta, bailando en medio de una multitudinaria ceremonia, entre tambores tocados por hombres medio desnudos. En el reverso hay un pequeño plano de cómo llegar a la consulta y un cartelito que indica que se puede pagar con tarjeta también. Ni siquiera he tenido que preguntar, la respuesta ha venido a mí en alas de un… ¿ángel o diablesa? Aún es pronto para definirla, ya veremos. Me guardo el folleto en el bolsillo del pantalón y decido que ya no voy a querer los malditos buñuelos, así que me voy.

   Por la tarde, recibo la visita de Tom y Jipper. Haddillan está preocupado por la visita de un abogado que le ha hecho una magnífica oferta por el taller pero no le ha querido decir el nombre del comprador.

         --- ¿Crees que puede tratarse de Dassuan? –le pregunto, sintiendo los ojos de Jipper encima de mí.

         ---No sé pero todo me huele a él –suspira antes de apurar el café que su propia nieta ha hecho al llegar.

         --- ¿Qué fin tendría? O sea, ya sé que te da por el culo que sea él pero… ¿tan malo sería venderle tu negocio y retirarte de una puta vez?

         ---Ahí le has dao, Jack –comenta Jipper, apoyando mi sugerencia.

         ---Dos cosas, pareja de engreídos: una, no quiero retirarme. El trabajo es lo único que me queda y me gusta lo que hago.

         ---Está bien –me retiro dignamente de la discusión.

         ---Dos, si es Basil quien quiere comprarlo… entonces tiene una intención oculta. Él no quiere un taller arregla barcas por muy de moda que esté.

         --- ¿En qué piensas? –creo que el viejo se ha montado su propia película en su mente.

         ---No estoy seguro pero recuerdo lo que me contaste sobre los negocios legales como ese Dynamics lo que sea…

         ---Impulses.

         ---Eso. ¿Y si quiere un negocio legal que esté situado en un canal como Bywater para sus chanchullos?

         ---Bueno, ya no sería problema tuyo lo que haga con el taller –le recuerda su nieta.

         ---Pero arrastraría mi nombre y el de mi familia al fango… otra vez –el viejo no ha perdonado a su cuñado por muy calmado que se le vea. Yo tampoco lo hubiera hecho, desde luego.

         ---Bueno, no podemos hacer nada de momento. Así que dale todos los rodeos que puedas a ese abogado y a ver qué ocurre. Lo mismo estás equivocado y es una oferta decente…

         --- ¡Y yo fui el amante de Marie Laveau! –se ríe de su propia imprecación.

         ---Siempre he escuchado decir que Duminy de Glapion la tenía como un obús –bromeo, consiguiendo que Jipper se atragante con su propia risa.

         ---Vale, vale, ya sé cuando un viejo sobra. Volveré al taller en un taxi –dice levantándose y estrechándome la mano.

   Hemos hecho buenas migas el viejo y yo y confío plenamente en él. Jipper se pone en pie y besa a su abuelo en la mejilla, acompañándole a la puerta.

         ---Hiciste un magnífico trabajo con esta vieja gabarra, Jipper –le suelta antes de marcharse, echando una mirada al espacioso salón “todo en uno”.

   La rubia se abraza a mí en cuanto su abuelo se marcha. Me da un delicioso beso que sabe a café y se cuelga mi brazo.

         ---Me gustaría saber que os ha unido tanto, tú y mi abuelo –musita, mirándome a los ojos.

         ---Él me cuenta sus batallitas y yo escucho como un buen hijo –me encojo de hombros pero sé que no se lo traga. -- ¿Para eso nos hemos quedado a solas? ¿Para preguntarme sobre lo que hacemos tu abuelo y yo cuando nos vamos al Vieux Carré?

   Se ríe de nuevo, los ojos brillantes. Su cuerpo está pegado al mío, mi antebrazo entre sus firmes pechos.

         ---Creo que sería mejor que entraras en el dormitorio, te desnudaras y te pusieras esa cremita que guardo en la mesilla, ¿sabes? –le digo, inclinándome para besarle la nariz.

         --- ¿Y dónde se supone que debo ponerme la cremita? –pregunta ella, burlona.

         ---Tú verás… si no quieres que te duela –y le arreo una palmada en la nalga.

   Jipper sale corriendo hacia el dormitorio, haciendo gestos obscenos con una mano y con la otra rascándose la nalga sobre el jeans. Me saco el folleto de Mamá Huesos del bolsillo y lo guardo en un cajón de mi escritorio. De paso, tomo una botella de suave Cabernet Blanc que pienso echarme al coleto mientras me follo a la rubia toda la tarde.

                            * * * * * * * * * * *

 

 

    El 422 de la avenida Lafitte, en el Faubourg Tremé. Me quedo mirando el corredor Lafitte que parece más bien un estercolero. La inundación dejó allí toneladas de residuos, barro y broza de todo tipo. Hay un proyecto que tratará de revitalizar el parque y remodelarlo con nuevo paisajismo, así como un recorrido de 2,6 millas para paseantes y bicicletas, desde el Barrio Francés al Bayou St. John. Pienso que es exactamente lo que esta ciudad necesita, un parque para bicicletas… A las colas de parados frente al ayuntamiento, a los camellos vendiendo felicidad a las puertas de los colegios o a las bandas que saquean las casas cerradas, ¡que le vayan dando bien untados en manteca! ¿Para qué coño querrá la ciudad un parque para bicicletas?

   ¡Por el Rabo de Mammon! ¿Qué me pasaaaa? ¿Por qué se me vienen estas burradas a la mente? ¿Qué me importan a mí los parados y los colegiales? Si debería estar contentísimo con el caos que padece la ciudad… Cada vez es más evidente que El Arrebato me ha cambiado profundamente, más de lo que quiero reconocer.

   Me dirijo a la casa con ese número. Es una de tantas casas del barrio, ni peor ni mejor que sus vecinas, aunque hay una pequeña efigie de Erzulie, la diosa reina, sobre el dintel de la puerta. Llamo al timbre y se escucha un delicado carillón en el interior, muy diferente al sonido de los timbres comerciales. Una carita de ojos redondos y marrones se asoma por una rendija que deja la puerta al entreabrirse. Es un niño de entre siete y diez años –no soy bueno con las edades de los niños, falta de experiencia me temo –me mira pero no pregunta nada.

         --- ¿Quién es, Josué? –pregunta una voz femenina en el interior.

         ---Me llamo Jack DuFôret y llamé antes para concertar una cita con Mamá Huesos –digo, elevando algo la voz.

   La puerta se abre de par en par y una mano oscura tira del chiquillo para atrás. La diosa de ébano se planta ante mis ojos, con una increíble sonrisa de bienvenida que revela sus blancos y perfectos dientes. Hoy viste unos jeans descoloridos y una camisa celeste de hombre, con las mangas recogidas sobre los codos, pero está tan espectacular como ayer.

         ---Sí, por supuesto, señor DuFôret, la mambo le está esperando. Pase, pase… --me indica, haciendo un ademán de invitación.

         ---Gracias, señorita… --intento sonsacarle el nombre.

         ---Dayane y él es Josué, mi hermano –contesta ella, señalando la cabeza del niño que asoma desde detrás de su cuerpo.

         ---Un placer –le echo un buen vistazo al vestíbulo así como a la pequeña salita de espera a la que me hace pasar a continuación. Es una casa con muchos detalles familiares y recuerdos. Supongo que ha sido habitada durante muchas generaciones por una misma familia.

         --- ¿Nos hemos visto antes? –me pregunta, mirándome a la cara mientras conduce al niño con un brazo sobre su hombro.

         ---Ayer coincidimos en el Hogar del Gumbo. Repartías folletos…

         --- ¡Sí, ahora caigo! Vaya, parece que estaba esperando alguna señal para decidirse a llamar.

         ---Algo así, algo así –cabeceo.

   Me encuentro con un abuelote sentado, de piel más gris que negra y una matrona con una cría sobre el regazo. Saludo educadamente y me siento en una clásica silla de asiento de cuerda de pita. La diosa Dayane se marcha, llevándose con ella a su hermanito. La niña que tengo enfrente me mira muy atentamente y, en un gesto del que apenas soy consciente, le saco la lengua. Ella se ríe y hace palmas. No pasa de los cuatro años, fijo, y su rostro redondo es todos ojos y sonrisa que destacan enormemente sobre su tez de chocolate. Bizqueo los ojos y la hago sonreír de nuevo. La matrona me mira, también sonriente.

   Estoy dispuesto a hacerle una monería más, para matar el aburrimiento, ya sabéis, cuando noto mi cara burbujear bajo un ardor enorme. La niña estalla en un llanto tan desesperado que la madre no puede consolarla. La niñita hipa y se asfixia por la emoción que le llena el interior. Por una vez puedo olerla claramente: es miedo, un profundo y paralizante terror que la está matando. Algo ha debido ver cuando sentí ondular mi rostro.

         --- ¡Sácala a la calle, mujer! –restalla mi voz, dirigiéndose a la atónita matrona. –Se calmará en cuanto le dé el aire.

 

   No iba a decirle “en cuanto deje de verme”, seguro. La madre me hace caso y dejo de oír los hipidos del llanto al salir al exterior. El viejo me mira y se encoge de hombros, como diciéndome que así es la vida. ¡Vaya moral! Sin embargo, me pregunto qué puede haber condicionado a una niña tan pequeña a un berrinche tan súbito y, sobre todo, si ha visto algo, por qué los demás no lo han percibido también…

   Dayane reaparece por la puerta que imagino dará a la consulta. Le indica al abuelo que es su turno y le acompaña al interior para asomar minutos después.

         ---La señora con la niña se ha marchado. Dice que volverá mañana. Es extraño… esa niña suele ser muy modosita cuando viene y ahora se niega rotundamente a entrar en la casa –comenta la diosa de ébano de pie ante mí.

         ---Estoy realmente sorprendido por la intensidad de… ese llanto. ¿Para qué está viendo una niña tan pequeña a Mamá Huesos? –pregunto como de pasada.

         ---Lo siento, no comentamos los historiales de otros pacientes –me responde con total aplomo en un tono realmente profesional.

         ---Me disculpo –digo, levantando las manos en una simulada rendición.

         ---Nos tomamos muy en serio esta religión, señor DuFôret. Mi tía no es una echadora de cartas de feria, no, señor –su ceño está serio.

         ---Eso supongo porque… de otra manera no habría venido a verla. Podría decirse que me la han recomendado efusivamente –pongo una sonrisa en mis labios para rebajar la tensión.

         ---Comprendo –Dayane me devuelve la sonrisa. ¡Mucho mejor, dónde va a parar!

         ---Así que eres la sobrina de la gran Mamá Huesos…

         ---Una de sus sobrinas, sí. Mamá Huesos no ha podido tener hijos en sus dos matrimonios, así que nos ha convertido en ellos.

         --- ¿Todas las sobrinas la ayudáis o tú has demostrado tener cierta disposición a las artes vudú?

         ---Algo de eso hay –dice ella con ligereza. -- ¿Y usted, cree en los loas?

         ---Nada de usted, por favor… haces que me sienta como el abuelo ese –indico con el pulgar la puerta de la consulta. Ella sonríe de nuevo. –Digamos que, bajo cierto prisma, soy un creyente, sí. ¿No me vas a preguntar a qué he venido? ¿Hacerme el patrón de preguntas habituales en estos casos?

   Creo que me he colado de cínico ya que vuelve a cambiar el gesto de su bello rostro transformándolo en algo serio y distante. Es increíble la enorme capacidad de micro gestos que posee su faz. Podría representar una obra de teatro sin pronunciar diálogo alguno.

         ---Mamá Huesos no funciona así. No necesito analizar a sus pacientes, antes de que los vea por primera vez, para después soplarle mis valoraciones. No es una charlatana, señor DuFôret –recalca bien la palabra “señor”.

         ---Está bien, lo siento. En mi trabajo veo muchos impostores y creo que me he puesto demasiado en guardia. Esperaré a ver a Mamá Huesos para formarme mi opinión.

         ---Ya lo verá con sus propios ojos –me dice, suavizando algo el gesto, como si aceptara mis palabras como una especie de disculpa. –Además, ya sabemos que es usted policía y que estuvo desaparecido dos semanas con el huracán Katrina. Eso está en Internet, por si no lo sabía, pero no son datos revelantes para una mambo como mi tía.

         ---A propósito… soy nacido en Louisiana y he escuchado algunas veces el término mambo… ¿significa bruja?

         ---Significa muchas cosas, señor DuFôret, entre ellas bruja, pero el significado más acertado es comparar a una mambo con un houngan. Una es en mujer lo que el otro es en hombre.

         ---Sí, parece razonable aunque en los pantanos se habla con mucha más familiaridad de las brujas vudú. Están… más integradas en la sociedad, diría yo.

         ---Puede ser. Una mambo participa en eventos que un houngan no puede. Actúa de comadrona, de consejera matrimonial, procura filtros para el embarazo, para abortar, para enamorar o para el mal de ojo… Todo ello son actividades sociales en las que un hougan no se inmiscuye. La gente sólo busca al brujo cuando no hay otro remedio, cuando la desgracia se ha abatido sobre una familia o una comunidad. Eso no los hace demasiado cercanos, ¿no le parece?

         ---Visto así… --me encojo de hombros.

 

   El débil sonido de una campanilla llama su atención y me indica que ya puedo pasar. ¡Vamos al lío!, me digo. Ahora es cuando empieza lo bueno. La consulta es como si se hubiera mezclado un museo con una botica. La sala es grande pero aún así parece un cuchitril por lo atestada que está. Hay un montón de animales disecados, ninguno más grande que un búho. Hay mangostas, ardillas, tejones, pájaros de muchas clases y sobre todo serpientes, que a diferencia de los demás bichos, estas están vivas y metidas en un gran terrario. También hay innumerables botes de vidrio, unos con tapas estancas, otros con cierres de corcho o tapaderas de rosca. Contienen todo tipo de ingredientes, minerales, orgánicos, líquidos de distintas densidades y colores. En un segundo, he visto más cosas raras en esta consulta que en toda una mañana deambulando por una de las tiendas esotéricas del Barrio Francés.

   Y en medio de todo ese maremagno, sentada a una mesita redonda con enaguas de rutilantes colores que caen hasta el suelo, se encuentra Mamá Huesos. Ella me mira fijamente y yo le devuelvo el gesto. Dayane carraspea para sacarnos del ensimismamiento cuando pasa de cinco minutos nuestro duelo de miradas. Me indica que me siente en otra de las sillas que hay alrededor de la mesa. Contemplo mejor la figura de la mambo. Es una mujer menuda, sesentona y lleva el pelo muy corto por lo que me deja ver el pañuelo de picos de diferentes colores, al más puro estilo Marie Laveau. Sus ojos son oscuros y brillantes, llenos de astucia y saber. A pesar de su edad, apenas está arrugada y conserva todos sus dientes que, de pronto, me enseña en una abierta sonrisa.

         ---Señor Jack DuFòret, vaya… no esperaba alguien famoso por mi casa –me dice alegremente, alargando su mano sobre la mesa y atrapando una de mis muñecas.

         ---Que conste que hasta ayer tampoco yo sabía que iba a venir. Me gustaría saber, señora…

         ---Tsssk… tssssk –chasquea la mambo la lengua, acallándome. –No quiero saber nada de lo que pretende. Estoy aquí para ayudarle, de alguna forma. En muchas ocasiones, mis pacientes creen saber lo que quieren pero no es así. Yo debo mirar en su interior y averiguar qué ayuda necesita realmente. Así que permítame que le tome la otra mano y guardemos unos minutos de silencio mientras indago en su alma, detective.

   Como golpe de efecto, no tiene palabras, por lo que me abstengo de decirle nada más. Cuando dos espíritus me la han recomendado, seguro que tiene que ser auténtica y, además, muy buena en lo suyo. Así que la imito y cierro los ojos cuando la bruja me toma la otra mano. Siento como una débil corriente eléctrica pasar por mi cuerpo al cerrarse el circuito. Vaya, estoy nervioso…

   Cinco minutos más tarde, en medio de una calma tan sólo rota por el murmullo de las plegarias de la mambo, que apenas surgen de entre sus dientes, decido abrir un ojo. Mamá Huesos no parece nada cómoda. Mientras no deja de murmurar con ese cerrado acento francés de Haití, su rostro no deja de ser surcado por tics y muecas relampagueantes que denotan el trabajo que le está costando hacer esa conexión que necesita. Finalmente, suspira y me suelta las manos. Sus ojos, al mirarme, están llenos de dudas y preguntas, pero lo único que balbucea es:

         ---No puedo… no puedo sentir su… alma, detective… es como si…

         --- ¿Cómo si no tuviera? –sonrío. –Créame, me lo dicen mucho…

         ---Necesitaré más poder. Llamaré a Daya.

         --- ¿Su sobrina? –me quiero asegurar al utilizar el diminutivo.

         ---Sí, aún es joven y no tiene control de su don pero es vigoroso y aumentará el mío para lo que necesito –me susurra antes de agitar la campanilla que lleva en un bolsillo de su bata de fantasía.

   Dayane abre la puerta de inmediato y se acerca a un gesto de su tía.

         ---Siéntate y une tus manos a la nuestras. Necesito dirigir tu poder, niña. No me he encontrado nunca tanta resistencia en un hombre…

   Dayane me mira, enarcando una de sus gruesas y definidas cejas. Nos damos las manos los tres y la bruja empieza de nuevo con su retahíla de rezos o lo que sea. A los pocos segundos, su sobrina la sigue, aunando las entonaciones aunque sigo siendo incapaz de pillarle el significado. Yo me quedo callado por el momento. Debo dejar que la mujer vudú llegue a la comprensión por ella misma.

   No sé qué músculos están utilizando las dos mujeres para dirigir su concentración de energía pero sus frentes se perlan de sudor y sus expresiones se tornan algo congestionadas. La anciana empieza a jadear y entreabre su boca para aspirar más oxígeno. Al cabo de unos pocos minutos, una vaharada de lava ardiente recorre mis venas aumentando muchísimo la temperatura de las palmas de mis manos, por lo cual las mujeres se ven obligadas a dejar el contacto y abren los ojos, en el caso de la mambo con un reniego digno de un viejo arriero.

   Vuelvo a sentir la misma sensación que cuando estaba haciendo muecas con la niña, en la sala de espera. Noto mi cuerpo rilar, oscilar a gran frecuencia, mucho más de lo que acostumbra y, justo entonces, Dayane se cae de la silla, golpeando con su terso trasero el suelo. Se queda allí, con las manos sobre la madera pulida, mirándome con la boca abierta. Me miro las manos y ya no son las del cuerpo de Jack. Son más anchas, erizadas de letales garras de ámbar anaranjado. Las palmas son más claras, de un violeta opalescente, mientras que el dorso es de color índigo.

         --- Mi cuerpo… ¡Ha regresado! –exclamo alzando las manos sin dejar de mirarlas. Me pongo en pie, volcando la silla.

   Las damas están aterradas, al menos Dayane, que es incapaz de moverse del suelo. Su tía, aunque atemorizada, mantiene la calma dentro de lo que cabe. Está toda echada hacia atrás, todo lo que le deja la silla, y sus manos se aferran al borde de la mesa. Me contempla con ojos muy abiertos pero noto que está calibrándome.

   Al dar un par de pasos por la consulta, distingo unos reflejos añil sobre la pared frente a mí. Hay un espejo detrás de un montón de objetos de veneración vudú. De un manotazo, aparto todo lo que me estorba y contemplo mi añorado rostro, mi verdadera faz, en la pulida superficie. Los rasgados ojos de pupilas doradas, la nariz pequeña y achatada de anchas fosas nasales y mi gran boca erizada de largos colmillos, de la que estaba tan orgulloso.

   Toco el rostro con la punta de mis dedos, sin preocuparme que las garras arañen mi piel ya que es más dura que el granito. Repaso con la mano las cerdas erizadas que forman la crin que crece entre los dos retorcidos cuernos de basalto que terminan sobre mi casi oculta nuca. ¡Ah, qué placer poder visionar de nuevo tanta belleza! Miro mi cuerpo pero está cubierto por la ropa humana. Mi cuerpo original es más bajo que el de Jack pero doblemente masivo. Las costuras de la camisa han estallado, así como las perneras del pantalón en la línea de costura de los muslos. Más abajo, las punteras de las zapatillas deportivas han reventado, dejando escapar las afiladas garras de mis pies hendidos.

   Aún estoy acariciando mi piel del color del añil, regodeándome en su textura marmórea, cuando el hirviente líquido que recorre mis venas comienza a desaparecer, trayendo un dolor atroz con su falta. Caigo al suelo, retorciéndome y chillando. En pocos segundos, vuelvo a ser humano, encogido sobre mí mismo y jadeando de dolor y desesperación.

         --- ¡Ayúdale a levantarse, Daya! –exclama la anciana, obligando a su sobrina a recobrar la compostura.

         --- ¿YO? –casi chilla la chica, aún aterrorizada. -- ¡Es un demonio!

         --- ¿Y qué? ¡Ha venido buscando ayuda, tonta! ¡Tiemblo al pensar qué harás cuando tengas que levantar tu primer muerto! –la mambo se levanta de la silla y manotea frenéticamente con las manos para esquivar a su sobrina, aún en el suelo.

   Pasa por lo alto y se inclina sobre mí, tratando de levantarme. Dayane viene inmediatamente en su ayuda y, entre las dos, me sientan de nuevo en la silla.

         --- Zombies, ¿eh? –gruño bajito. -- ¿Es eso lo que va a enseñarle a su sobrina? Creí que ese tema era más de la isla de Haití…

         ---Dónde hay rituales vudú, hay zombies. Son cosas que van juntas, aunque debo decir que no hace falta que estés muerto para ser un buen esclavo zombi –me dice en un susurro y sonríe, inclinada sobre mí. De pronto, levanta la cabeza y mira a Dayane. –Sube al baúl de mi dormitorio. Ahí hay ropa de Emile. Es tan antigua que puede pasar por retro pero le vendrá bien.

   La bruja se ríe mientras Dayane sale de la sala. Entonces, Mamá Huesos se sienta de nuevo en su silla y me mira atentamente.

         ---El dolor se está yendo, ¿verdad? ¿Sabes lo qué ha pasado?

         ---Lo que quedaba de poder prestado en mí ha debido reaccionar con vuestra energía mística, vuestro don vudú –elucubro a medida que el dolor me deja pensar. –Por un momento, he recuperado mi cuerpo original o, más bien, una imagen de él… no creo que esta casa siguiera en pie de haber sido mi verdadero cuerpo…

         ---Entonces, el dolor que sientes…

         ---Sólo está en mi cabeza. Es somático.

         --- ¿Qué tipo de poder tomas prestado? ¿Eres como un chupasangres? –quiere saber.

         ---Me apodero de pecados ajenos, de esos pecados gordos y ocultos que os arrastran a los infiernos. Les busco cuando están a punto de morir y me los como…

         --- ¿Eres un Devorador de Pecados? –se asombra. –Creí que ese era un castigo de Dios para los arrepentidos…

         ---No sé de lo que hablas, bruja pero no soy eso… seguro. Nunca he sido un come pecados más que cuando me metieron en el interior de este humano. Esos pecados me dan poder temporal pero no controlo su naturaleza o su potencial… sólo lo dejo salir…

         ---Uffff… como dicen los jóvenes… ¡Vaya marrón!

   Sonrío y respiro hondamente. Parece que el dolor se ha retraído hasta no ser más una latente molestia. Dayane aparece trayendo ropa doblada en una mano y en la otra unos zapatos de corte clásico.

         ---No sé si serán de tu número –me dice en un susurro.

         ---Bueno, ya veremos cuando me los pruebe. Gracias a las dos…

         ---Sí, sí pero es hora de que cuentes toda la historia si quieres que te ayude.

         --- ¿Le crees, Mamá Huesos? –alza las cejas con sorpresa su hermosa sobrina.

         ---Para creerle o no, tengo que escucharle primero. Así que le escucharemos, las dos… Ve y cierra la puerta exterior y pon el cartel de “cerrado”. ¡Que nadie nos moleste!

   Me despojo de la ropa rasgada y me visto con otra que huele a naftalina pero es de mi talla. Los zapatos también me vienen bien.

         ---Su marido era un tipo grande –musito.

         ---Casi tan tanto como tú –asiente ella.

   Empiezo mi historia desde el principio en cuanto Dayane se reúne con nosotros y compruebo como se embelesan con la narración. Se lo cuento todo, sin guardarme nada, no por una necesidad de confesarme sino porque es necesario sincerarme para que su ayuda pueda ser efectiva. Dayane parpadea cuando cuento lo sucedido en el geriátrico ayer mismo. Creo que se está haciendo a la idea de mis motivos.

         ---Así que lo que quieres de mí es la ubicación de una de esas armas malditas, ¿no?

         ---Sí, Mamá Huesos –le respondo.

         ---Tienes una buena historia en la manga, demonio, pero ¿cómo puedo saber que es la verdad y no un bulo bien orquestado? ¿Y si quieres esa arma para matar indiscriminadamente?

         ---No sé cómo convencerte, mambo. Te he desnudado mi ser.

         ---Afortunadamente, yo sí sé de una prueba que clarificará la verdad pero puede ser letal someterte a ella si has mentido.

         ---Estoy dispuesto a afrontar lo que sea –y soy sincero cuando lo digo.

   La bruja vudú recorre la sala tomando una vasija de barro en la que vierte varios condimentos y se acerca de nuevo a la mesa.

         ---En Haití llaman a este ritual Verité Sanguinaire pero es muy anterior a la religión vudú o a la santería –explica a la par que mete un dedo en el líquido transparente como el agua –pero que no es agua –que hay en el pequeño barreño. Empieza a girar el dedo haciendo que el agua gire formando una especie de remolino en el centro de la vasija. –Es un ritual romano que utilizaban los primeros obispos para arrancar la verdad de sus numerosos enemigos. Ellos lo llamaban “verum sanguinem”…

         --- ¿Verdad sanguinaria? –pregunta su sobrina, un poco liada con la traducción.

         ---Es más adecuado decir la Verdad en la Sangre –contesta la bruja, mirándome. –Dame una mariposa de luz, niña. Aunque seas un demonio, tu cuerpo sigue siendo humano, así que estarás en poder del hechizo.

   Dayane le alcanza un trozo de corcho sobre el que se iza un cabo de mecha empapada en aceite y cera. La bruja sitúa la pequeña vela flotante en el borde final del remolino que ha creado con el dedo y, milagrosamente, la vela se sostiene allí, girando y girando en un pequeño círculo infinito.

         ---Magia –me susurra con una gran sonrisa. –Ahora, extiende tu muñeca.

   Le hago caso y en un abrir y cerrar de ojos, me corta profundo y a lo largo del antebrazo con una pequeña hoja ganchuda que no sé de dónde ha sacado.

         --- ¡Mamá! –exclama Dayane, impresionada por la cantidad de sangre que brota.

         --- ¡Joder! ¡Qué pedazo de corte! –mascullo, tratando de taponar la herida con la ropa rasgada que se encuentra en el suelo.

         ---Mírame con atención, demonio –de pronto la bruja se pone muy seria, reclamándome. –Tenemos poco tiempo. Tengo que hacerte tres preguntas y la sangre no dejará de manar hasta que las contestes. Si dices la verdad, la herida se cerrará, si no… te desangrarás en minutos por muy demonio que seas.

   Dayane se lleva la mano a la boca. Seguro que desconocía esta faceta de su tía.

         --- ¡Vamos al lío, bruja! ¡Pregunta! –exclamo.

   Sin prisas, Mamá Huesos recoge con la afilada hoja de su cuchillito una cantidad de la sangre que mancha todo el tapete de la mesa y la deja caer en el torbellino de líquido de la vasija. La sangre se va al fondo sin diluirse, como si fuese de plomo. La magia está presente realmente.

         --- ¿Dónde está el norte? –pregunta suavemente.

         --- ¿QUÉ? –la pregunta me deja a cuadros, confuso porque no tiene nada que ver con lo que estamos tratando.

         --- ¡Señálame el norte, demonio!

         --- ¡A ver, tengo que orientarme, maldita sea! ¡Me crié en un puto mundo subterráneo, me cago en todos los clavos del jodido Cristo! ¡Allí nos orientábamos de otra manera, bruja!

   Noto como la sangre se escapa con fuerza de mi cuerpo. Me doy cuenta que el asunto es serio.

         --- ¿Dónde? –pregunta de nuevo la suave voz de la mambo.

         --- ¡POR ALLÍ, JODEEEER! –grito señalando a mi izquierda.

   La sangre es tragada por el remolino en miniatura y desaparece. La bruja sonríe. Vuelve a recoger más sangre que arroja al barreño y vuelve a hacerse una pelota densa que no flota ni se diluye.

         --- ¡Dime tu verdadero nombre, demonio! –esta vez su voz restalla autoritariamente.

   “¡Joder, mierda, a tomar por culo…!”, pienso. Eso es lo peor que le puedes pedir a un demonio. Conociendo su nombre y con tener algún conocimiento de Teología aplicada, o sea Exorcismo, puedes enviar el trasero de ese demonio a la Siberia infernal… y esa bruja me está pidiendo que se lo entregue así como así.

         ---Nefraídes –dejo silabear mi nombre entre los dientes apretados.

   La sonrisa de Mamá Huesos crece al contemplar como la sangre vuelve a desaparecer, tragada por el vértice.

         ---Última pregunta –susurra, mojando de nuevo su cuchillo en mi sangre y añadiéndola al hechizo. -- ¿Todo cuanto has hablado bajo mi techo es la expresión de tu verdad?

         ---Oh, sí, ya lo creo, la puta verdad en letras grandes…

   No me da tiempo a terminar la frase. Me siento débil y algo mareado, sé que es por la pérdida de sangre. En el momento de contestar, la vasija se rompe en mil pedazos y el líquido, sea el que sea, se derrama sobre la mesa, sobre nosotros, se mezcla con los tres litros de sangre que al menos he vaciado sobre el tapete. Sin embargo, el movimiento giratorio del líquido no se ha frenado lo más mínimo. Sigue girando sobre la mesa, en el suelo, incluso moviendo las gotas que salpican el aire, como si un remolino invisible aún estuviera conectando cada molécula de esa cosa que parece agua. Y con ese movimiento inexplicable, arranca y transporta en su interior toda mi sangre vertida en una espiral que termina envolviéndome. Trato de levantarme, de apartarme por instinto, pero la delgada columna giratoria me sigue, empapándome, azotándome. Caigo al suelo de rodillas, incapaz de defenderme, de resistir el repetitivo azote. Ni siquiera soy consciente de que he dejado de sangrar.

   De pronto, todo termina y la cálida mano de la bruja se apoya en mi hombro y me da unas palmaditas tranquilizadoras. La debilidad parece haber desaparecido, tanto como el corte de mi antebrazo.

         ---Todo ha terminado, Nefraídes y ahora confío en ti –me dice con una sonrisa. Detrás de ella, Dayane también sonríe.

 CONTINUARÁ...

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