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La feria ambulante de Azok Zemka.

en Grandes Series

LA FERIA AMBULANTE DE AZOK ZEMKA.

De las Crónicas de Mephisto.

Te doy la bienvenida, joven erudito humano.

Sí, sí, estás soñando. Todo cuanto te rodea son símbolos oníricos que representan la catedral del saber imperial, así que pasa y acomódate. No parpadees tanto que te vas a marear. Siéntate y deja que te explique someramente como funciona este entorno y quien soy. Así, así, ¿mejor? Eso está bien.

Verás, sin duda habrás escuchado hablar de mí en los círculos académicos en que debes moverte. Soy Mephisto, el Cronista Imperial, y guardo cada instante, cada suceso ocurrido en el Imperio, desde el aleteo de una mariposa al más trágico desastre. En este santuario podrás encontrar cualquier evento que busques, así como sus implicaciones.

Tu cuerpo físico se encuentra, en este momento, descansando en una sala de la biblioteca imperial, adormecido por el icor de haskm, ya que a estas salas inmateriales sólo se puede acceder oníricamente, a través de los sueños. Este pequeño cuerpo que ves y que te habla es meramente una construcción de tu mente para ubicar el sonido de mi voz, así que, realmente, no soy el tierno infante que imaginas. No dudes en preguntarme cuanto quieras y necesites mientras te encuentres aquí y lo narraré para ti con mucho gusto.

Veamos, quieres saber más sobre la juventud del Emperador, cuando aún no había tomado la decisión de aferrar las riendas de Mü, ¿no? Bien, aquellos fueron años tenebrosos y no hay mucha gente que se interese por ellos, así que tendré un gran placer en relatarlos.

Como eres humano, haré un breve resumen sobre Mü aunque supongo que son cuestiones que ya conoces, pero es mucho mejor para situar el escenario, así que haz como si las ignoraras, joven erudito.

Mü es un mundo espejo de la Tierra, un planeta gemelo situado en un Plano colindante, o sea, en otra dimensión. Es muy parecido a tu mundo natal climatológicamente hablando, así como en su geología y su astrofísica, sin embargo mantiene ciertas diferencias en cuanto a la forma de sus continentes, su flora o su fauna. En este mundo, los grandes dinosaurios no se extinguieron y, por supuesto, no se desarrolló nunca la raza humana. Otras razas aparecieron de la mano del Padre Creador, repartiéndose la hegemonía del planeta.

Diez mil años atrás, Mü estaba dividido en multitud de reinos y estados que no dejaban de atacarse mutuamente y firmar acuerdos para acaparar los territorios de aquellos más débiles. En esto, las razas mutaanas no son muy diferentes de la humana. La codicia, la ambición y la envidia son constantes que os hermanan, desgraciadamente. En aquellos días, las ciudadelas de altas murallas protegían las tierras y aldeas de cada reino y los viajes entre continentes duraban mucho tiempo.

Por entonces, Noorkhiel, el Ungido, aún no había salido de la adolescencia. Acompañaba a su mentor de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, ayudándole en el espectáculo con el cual había crecido. Dway Ugme era su mentor y quien le había criado, un buen mago ilusionista con muchísimos y vistosos trucos en su morral y, a aquellas alturas, tras ochenta años de recorrer caminos, su nombre empezaba a resonar en las plazas y marquesinas de barrio.

Habían pasado ochenta años desde que Dway se encontró con el insólito evento que cambiaría toda su vida, desde el mismo instante en que Noorkhiel entró en su vida. Dway aún soñaba frecuentemente con aquella extraña vivencia con una claridad absolutamente diáfana, como si la reviviera cada vez. Al despertar, solía apretar los puños y maldecir quedamente, sintiendo el doloroso pellizco que martirizaba su poderoso corazón con cada evocación de aquel día.

Dway Ugme pertenecía a una rama de la gran raza onmáh, los calani, los Hombres Rojos. La raza onmáh es la más numerosa y extendida de todas las que moran Mü, digamos la raza base. También es la que ostenta más diferencias entre sus subgrupos y, además, mantiene mucho parecido con vosotros, los humanos. Tengo que comentar que el aspecto físico de los humanos no es debido a ningún azar biológico, ni a motivaciones evolucionistas, sino que sigue un patrón estético y lógico impuesto desde la creación de las primeras estrellas. La frase bíblica “Dios creó al hombre a su imagen y semejanza” es absolutamente cierta. Los divinos Arcanos tienen un gran parecido con los mutaanos y los humanos, así como con la mayoría de razas estelares. Claro está que su poder divino les permite asumir cualquier aspecto o cambio, pero sus creaciones mantienen formas antropomórficas que es el patrón estético más generalizado en los Planos.

Así que Dway, el ilusionista era un calani, un Hombre Rojo, con un brillante tono cobrizo en su piel. Llevaba el oscuro pelo muy aceitado y corto, tapándole los agujeros de sus oídos pues los calani no disponen de pabellones auriculares externos. Solía vestir elegantemente, con túnicas engalanadas y bordadas con hilos preciosos. Era un sujeto alto y desgarbado, que había alcanzado la madurez hacía poco. Poseía una sonrisa que solía desarmar a las mujeres y un brillo sabihondo en sus oscuros ojos que avisaba de su astucia. Pero a pesar de cuanto había aprendido, de cuantas maravillas había presenciado desde aquel fatídico día, aún seguía llorando cuando regresaba a él en sueños.

Lo que sucedió fue esto: recorrían el camino que llevaba de Bosse-Nun a Mooaban, rodeando el Mar Cerrado – el mar Mediterráneo para los humanos, aunque en Mü ese mar está totalmente cerrado, sin canal de Suez, ni estrecho de Gibraltar – para asistir al Festival de la Cosecha de dátiles. Durante dos semanas, varias poblaciones se unían para recolectar el inmenso bosque de palmeras datileras que se apoderaba completamente de la cuenca del Sahara. Se celebraban fiestas en honor a la Madre Tierra, y a Osgrom, dios de la Gula, así como a varias deidades menores de fecundidad y bienestar.

La pequeña caravana de artistas llevaba un buen ritmo, entre alegres tonadas de los arrieros que conducían los tiros. La música resonaba desde el interior de los grandes carromatos – algunos de varios pisos – revestidos de brillantes telas coloridas y pieles curtidas e impermeabilizadas. Las bestias tiraban con facilidad de aquellas auténticas casas viajeras que levitaban a un codo – un metro – del suelo. Enormes toros mulanos y grandes lagartos de seis patas formaban la mayoría de los tiros, aunque, aquí y allá, se podían ver otros especímenes más bizarros, como un whyrm terrestre amaestrado o un gigantesco oso cavernario enjaezado con bridas doradas.

Aunque los mutaanos conocían el uso de la rueda desde tiempos inmemoriales no era frecuente verlas en sus transportes. Más bien se reservaba para utilizarla en sistemas de poleas y engranajes. Un glifo de levitación era mucho más útil y ofrecía mucha menos resistencia a la hora de que las bestias tiraran. De esa forma, al no tener contacto directo con la dureza de los caminos, el trayecto se hacía mucho más cómodo y rápido, alcanzando velocidades muy altas si eran necesarias.

Dway conducía su propio carromato que consistía en su casa, su escenario, y su laboratorio, todo en uno. Languidecía en su pescante en forma de poltrona y dejaba vagar su vista en lontananza. Se sentía somnoliento y la boca se le abría de vez en cuando. Pensó que debería haberse acostado antes la noche anterior y no haber bebido tanto vino con stugma, o bien haberse marchado antes en la compañía de Tarina, la bailarina del viento, pero era joven y se rió al razonar que si no podía con todo eso a su edad, merecía estar muerto.

El lujurioso verdor que les envolvía se hacía monótono, incitando a sus ojos a cerrarse. Palmeras, ficus, y helechos gigantes, sin pausa ni fin hasta donde la vista alcanzaba.

―           Puto reino – masculló antes de escupir a un lado del camino de tierra apisonada.

En ese momento, un destello atrajo su atención. Al costado del carromato, entre los gruesos troncos de las palmeras y entre las raíces colgantes de los ficus, algo malva y dorado se movía. El sol relucía sobre algún tipo de metal o quizás un tejido metalizado. Se incorporó en su cómodo sillón, intrigado. El sueño había desaparecido. La caravana era suficientemente grande como para repeler cualquier asaltador de caminos y, por otra parte, el paraje era considerado como seguro desde hacía años.

Esforzó sus oscuros ojos en adentrarse en la penumbra del bosque e, inconscientemente, sus manos tiraron de las bridas refrenando a la jorobada pareja de toros de cuernos recortados. Sasupra y toda su extensa familia de cursores acróbatas le adelantó por un lado del ancho camino con un reniego.

―           ¡Jodido mago de chiste! ¡No te pares así! ¡Tienes que avisar! – le expelió el patriarca con cara y cuerpo de niño.

Dway le miró sin contestarle. Pensó que resultaba ridículo que un tipo que no pasaba de un poco más de un codo le amenazara con el puño en alto. Nadie tomaba en serio las amenazas de un cursor; era como si un niño de nueve años propusiera una pelea. Volvió su mirada de nuevo a la espesura y captó otro brillo, pero esta vez se quedó suficientemente quieto como para que distinguiera un rostro delicado mirándole a su vez. ¿Era una mujer?, se preguntó, sin estar seguro. Había atisbado unas guedejas rubias ocultando parte del rostro, pero la distancia y la penumbra no le permitieron distinguir nada más.

Con una súbita inspiración, tiró de las riendas para dirigir a sus bestias hacia un lado del camino, saliéndose de la fila de carromatos. Se detuvo fuera y los conductores le miraron al pasar.

―           ¿Te ocurre algo, Dway? – le preguntó Anielle, la vidente de auras.

―           No, está bien. Solo voy a detenerme un rato, enseguida os alcanzo – la tranquilizó.

―           Está bien. No te retrases demasiado.

―           Gracias, Anielle – se despidió agitando una mano.

Pronto la caravana le dejó atrás y el mago dejó su pescante-butacón, saltando al suelo con agilidad. Sus ojos estaban fijos en el lugar donde había vislumbrado aquel rostro, aunque en ese momento ya no había nada. Tomó su resistente báculo y se internó en el bosque. No era en absoluto consciente de su alterado estado. Por muy segura que fuera aquella zona, nadie en su sano juicio dejaría la protección del grupo y se adentraría solo en el bosque. Algo le estaba llamando sin voz y le atraía a la espesura; algo que nublaba su entendimiento y su natural instinto de protección.

La vio al apartar unos grandes helechos. La sorpresa clavó sus pies al suelo de crujiente hojarasca. La impresión abrió tanto sus ojos como su boca. La joven apoyaba la espalda contra el tronco de una palmera, el trasero en el suelo, las piernas dobladas. Transpiraba copiosamente y su boca estaba abierta, jadeando con fatiga. Sus manos abrazaban su enorme vientre y parecía sufrir, los ojos cerrados. Entre la larga melena rubia, enrevesada por el sudor, asomaban dos puntiagudas y largas orejas.

“¿Qué cojones hace aquí una elfa y encima preñada hasta la boca?”, se preguntó el mago, parpadeando.

Sabía que los elfos estaban lejos de aquel territorio, hacia el sur o al oeste, cruzando el Gran Oceáno. Se acercó un poco, mirando aquellos rasgos hermosos que delataban el sufrimiento de la joven.

“Es casi una niña… y muy hermosa.”

Su pie pisó una rama seca, haciéndola chasquear. La joven abrió los ojos, mostrando unas enormes pupilas gris azuladas, enmarcadas por unas frondosas pestañas albinas que orlaban sus rasgados ojos élficos. Aquella mirada se posó sobre Dway, absorbiéndole, anulando su voluntad. La chica elfa no mostró inquietud alguna, como si estuviera esperando su llegada.

―           Hola, me llamo Dway – dijo el mago, levantando las manos y mostrándole las palmas vacías.

―           Ayúdame… – susurró ella.

―           Claro – respondió él, arrodillándose a su lado y tomando una de sus manos. -- ¿Estás de parto?

―           Sí.

―           No tengo experiencia con estas cosas – Dway le limpió parte del sudor con el borde de su propia túnica.

―           Ya no hay tiempo – masculló ella a través de los dientes apretados. – Ya viene…

―           Bien, haré todo lo que pueda – el mago se movió sobre sus rodillas para encarar la entrepierna femenina, que pudo ver a través de la sucia y ajada túnica que la elfa portaba.

En ese mismo instante, Dway fue consciente de la sorda respiración que resopló en su nuca, erizando todo el vello de su cuerpo. Se giró con la velocidad de una serpiente asustada y su nariz quedó aplastada contra un húmedo y oscuro hocico. Dos rojizas pupilas le estudiaron mientras el Hombre Rojo se arrastraba sobre manos y pies hacia atrás, buscando el refugio del tronco.

―           No… te hará… daño – musitó la elfa, a su lado. – Es mi protector.

El protector medía casi tanto como un león unicorniado y contraía sus fauces, revelando media docena de largos y afilados colmillos en cada mandíbula. Parecía alguna especie de oso exótico, con un cuerpo más felino que ursino, con unas patas tan grandes como la cabeza de un hombre y unas espinas dorsales que sobresalían por encima del oscuro pelaje del lomo.

―           ¿Qué… jodido bicho es ese? – murmuró.

―           No lo sé… pero se llama Mög y yo… Anthalas…

―           Bueno, bonito – Dway movió una de sus manos para intentar alejar la bestia. – Déjame espacio.

El animal pareció entenderle de inmediato y reculó sobre sus cuatro patas. Una corta y movediza cola se izó sobre sus cuartos traseros antes de echarse sobre la hojarasca y apoyar la poderosa mandíbula sobre sus patas delanteras, mirando a la agobiada pareja.

Dway volvió a retomar su puesto, con las manos sobre las rodillas femeninas, pero no las tenía todas consigo. Sentía los ojos de la bestia clavados en su espalda y escuchaba el ronroneo de su respiración. Aunque no era un erudito, el mago no se consideraba un necio. Había estudiado y leído y nunca tuvo noticias de un animal como aquel. Quizás fuera algo salido de la tierra de Tyr, una creación de los dioses, o algún extraño híbrido tocado de la gracia de la Madre… había muchas cosas extrañas pululando por ahí…

Un gemido descontrolado le hizo volver a la realidad. La elfa estaba a punto de dar a luz y ni siquiera podía llevarla hasta el carromato. En sus condiciones ya no daría ni un paso.

―           Voy a necesitar agua y algunos paños – dijo, poniéndose en pie. – Mi carromato está justo ahí. ¿Puedes esperar?

Ella asintió, mirándole con aquellos ojos tan preciosos. Apretó los dientes, reprimiendo un nuevo gemido. Dway salió a toda prisa hacia su casa flotante y no tardó más de dos minutos en regresar con varios paños y un cubo de agua. Ayudó a la chica elfa a situarse mejor para poder abrirse más de piernas y remangó la túnica, dejando la abultada y dilatada vagina expuesta. Un pequeño mechón de vello rubio remataba la vulva. Mojó uno de los paños y remojó las sudorosas ingles así como el sexo femenino.

―           Bien, Anthalas, tienes que empujar con fuerza cuando llegue la próxima contracción. Empuja hacia fuera con los músculos de la pelvis, ¿me entiendes? – le dijo el mago, recordando lo que decían las comadronas.

La elfa asintió sin palabras y le aferró una de las manos. Tomó aire mientras su rostro se desencajaba. La contracción la alcanzó y ella intentó soltarla a través de su vagina, como si fuese una onda sónica, pero no fue tan fácil. Su sexo se abrió como una fruta madura revienta, dejando asomar una membrana irisada y brillante, perlada de mucosidad.

―           ¡Ya tengo la cabeza! – exclamó Dway, tomando con delicadeza aquella parte. -- ¡Inténtalo de nuevo, pequeña!

Anthalas jadeó con esfuerzo y sus delicados dedos se clavaron como garfios en la muñeca del mago. Rechinando dientes y dejando escapar un escalofriante chillido, la elfa expulsó la cabeza de su retoño al completo. Al mismo tiempo, un chorro de roja sangre surgió de su nariz, manchando el pecho de su túnica. Dway maniobró con cuidado, tirando del bebé para extraer el cuerpo. Se dio cuenta que era un bebé muy grande y pesado y, a pesar de su escasa experiencia, se preocupó inmediatamente por la gimiente elfa.

Consiguió sacar los piececitos y comprobó que estaban mucho más ensangrentados que el resto de su cuerpo. Aquello no le dio una buena impresión.

―           Ya está, ya está… lo tengo… es un varón, Anthalas, todo un niño hermoso y grande – sonrió el mago, envolviendo al recién nacido en uno de los paños.

Se lo entregó a la joven, la cual tenía los labios exangües y estaba muy pálida. Sus manos temblaron al recibir el preciado fardo, pero lo apretó contra su pecho y admiró el rostro manchado de su retoño. La sonrisa que mostró iluminó totalmente su faz, volviéndola aún más hermosa, a pesar de las huellas de sufrimiento. Dway se atareó en cortar el cordón umbilical y hacer un nudo sobre el ombligo del bebé.

El paño que estaba bajo la vulva de la elfa estaba totalmente empapado en sangre y otros fluidos. Mientras la chica mecía a su hijo, él pasó varios paños por la zona, limpiándola con agua. Se mordió el labio cuando comprobó que la hemorragia no remitía. Colocó uno de los trapos para que empapara la sangre y alzó la cabeza. Comprobó que la nariz femenina seguía escurriendo un hilillo sanguinolento que bajaba por las comisuras y barbilla.

―           Es precioso – murmuró ella, mirándole.

―           Sí que lo es – sonrió Dway, intentando desviar su atención.

―           Muchas gracias por tu ayuda. Sin ti hubiera estado perdida… no hubiera nacido…

―           He hecho lo que he podido pero has sido tú la que has hecho todo el trabajo.

―           Para eso soy su madre – sonrió ella a su vez. Su mano atrapó la del mago. – Te deseo todas las bendiciones de los dioses, Dway… gracias…

―           Bien. Debo llevarte a mi carromato. No dejas de sangrar – la incitó él.

―           Lo sé… noto como se me va la vida…

―           No digas eso.

―           Me muero y no creo que puedas hacer nada con eso – Anthalas le soltó la mano y la subió para acariciarle delicadamente la cara.

―           Quizás si pudiera…

Ella negó lentamente y se quedó mirando el rollizo rostro de su bebé.

―           No me quedan fuerzas – jadeó. – Llámale Noorkhiel, por favor. En la antigua lengua élfica significa “el designado”… será apropiado…

Su voz casi se perdió al bajar varias octavas. Por un momento, Dway creyó que se había desvanecido o algo peor, pero Anthalas volvió a inspirar con fuerza y le alzó los ojos hacia él.

―           No te conozco pero creo que eres un buen hombre. Cuídale… búscale una madre… una familia que le quiera…él será… será…

No acabó la frase. Sus ojos se volvieron casi transparentes y se quedaron quietos, fijos en algo que había a la espalda del mago, inmóviles al entrar en el reino de la muerte. El rostro perdió ese rictus de sufrimiento, relajándose y adquiriendo una belleza marmórea sin precedentes a los ojos de Dway. Éste tomó al bebé de los brazos de su madre muerta y lo apretó contra su pecho cuando el tremendo rugido a su espalda le sobresaltó. Se había olvidado de la bestia echada y que parecía molesta con la desaparición de la chica elfa. Arrodillado en el suelo, contempló al desconocido animal acercarse al cadáver y husmearlo largamente. Una larga lengua rosada surgió y lamió una de las pálidas mejillas.

Después, se quedó mirando al mago y al bulto que se estremecía entre sus manos como si fuera a decirles algo, pero bajó la cabeza y lentamente se internó en la espesura, desapareciendo. Dway suspiró, aliviado. Se puso en pie y regresó a su carromato. Dejó al bebé sobre su propio lecho y buscó hasta encontrar una pala. Mientras cavaba, Dway no dejó de llorar con gran sentimiento. No comprendía por qué había quedado tan impresionado por esa desconocida mujer, ni por qué tenía la sensación de que los dioses habían tenido mano en aquel asunto. No se tenía por un individuo afín a los pronósticos ni augurios, pero, en aquel momento, tuvo un atisbo de la grandeza venidera que les esperaba.

Aún sin conocerla, la impresión que la difunta había dejado en él era poderosa e inexplicable. Su corazón estaba desgarrado por una tristeza inmensa y dolorosa. Por eso mismo, tras grabar a fuego la corteza del ficus bajo el cual había enterrado a Anthalas, se hizo la firme promesa de ocuparse él mismo del recién nacido, en honor a su memoria. No tardó mucho tiempo en que el cariño y un profundo sentimiento de paternidad hicieron mella en él, considerando al retoño como hijo propio.

Y desde aquel día que recordaba tan bien, habían pasado ochenta años. Él se había convertido en un mago un poco más maduro y Noorkhiel era un chico que empezaba a dejar atrás los juegos de niño. A pesar de la longevidad de algunas de las razas mutaanas, Dway se vio obligado a cambiar cada pocos años de compañía de artistas al ver la extrema lentitud con la que se desarrollaba su cachorro. Sabía que su madre era una elfa, la raza más longeva de las mortales, pero ni siquiera los elfos crecían tan lentamente.

Así que Dway y Noorkhiel recorrieron diversos reinos y un par de continentes, siendo unos artistas nómadas que se unían a la compañía que más les interesaba. En aquellos años de vagabundeo, Dway comprendió que participar en aquel parto le había cambiado de una manera radical. A título personal, descubrió, apenas un par de lunas después de haber enterrado a Anthalas, que podía leer lenguajes olvidados, esotéricos, incluso mágicos, y no solamente leerlos sino también comprenderlos. Cualquier mago que se preciase necesitaba dedicar media vida para entender los viejos escritos cargados de secretos y poder y aún así nadie garantizaba una comprensión plena.

Dway no sabía a qué era debido, pero él podía leerlos como si se tratase de un cuento infantil y su comprensión era clara y precisa. Aunque no estaba seguro de nada, presentía que aquello era una especie de regalo por ayudar a Anthalas. Pero un regalo ¿de quien? No tenía ni idea aunque sospechaba que alguna divinidad estaba metida en toda esa historia, y más después de descubrir lo que su hijo podía hacer…

Todo comenzó cuando aquella bestia, Mög, empezó a rondarlos. No es que los siguiera pero, cada pocos años, se topaban de nuevo, como si se tratase de una peregrinación encontrarles. Noorkhiel había cumplido cuatro años cuando la divisó en la colina que coronaba la aldea donde se habían detenido. La bestia rugió a la luna, despertando al mago. Se asomó por la ventana de su carromato y vio la silueta recortada entre sombras. Quiso asegurarse por lo que rebuscó hasta encontrar su catalejo de lente lunar y lo enfocó sobre su objetivo. Se le olvidó respirar mientras estuvo mirando a la criatura. Parecía más grande de lo que la recordaba y sus espinas dorsales habían crecido en altura y anchura. Rugió una vez más antes de desaparecer con un par de imponentes saltos.

Con un suspiro, Dway guardó el catalejo y se metió de nuevo en la cama. ¿Era una coincidencia haber visto de nuevo a la bestia o les estaba buscando? Con esa pregunta en la mente, se giró para encarar el camastro que estaba al fondo, ocupado por un dormido Noorkhiel, y estuvo a punto de orinarse en la cama.

El niño estaba dormido en posición fetal pero estaba levitando a medio codo sobre la cama. Se levantó y empujó delicadamente el cálido cuerpo del niño hacia abajo para acostarle de nuevo. Era como intentar hundirle en el légamo de una ciénaga; cedía a su empuje pero muy lentamente, casi con delicadeza. Cuando tuvo de nuevo a Noorkhiel acostado, lo arropó y se acostó. Se pasó toda la noche vigilándole desde su cama pero no volvió a alzarse en el aire. Al día siguiente, cuando le preguntó, el niño no supo responderle.

Por su parte, Dway adquirió un grimorio de hechizos elementales. Como mago ilusionista tenía acceso a pequeños conjuros de ayuda y, sobre todo, a trucos mentales y mesméricos, pero no a los complicados embrujos de los hechiceros. Había que educar la mente durante muchos años para retener y comprender los pasos adecuados. En aquellas fechas, aún no existía el Enclave, ni escuelas apropiadas para educar magos, así que solo se podía aprender magia sirviendo de aprendiz de uno.

Sin embargo, Dway podía leer y entender perfectamente cuanto venía descrito en el grimorio y pronto estuvo poniendo en práctica cuanto leía. Fue un método tosco de aprendizaje, por supuesto. “Arriésgate y aprende de tus errores”, se podría decir, pero funcionó. Además, Dway no tenía ninguna prisa y ocultaba los nuevos hechizos aprendidos bajo la patina de ilusionismo. Retorcía los efectos de los conjuros hasta hacerlos parecer meros trucos de feria.

En otro par de ocasiones, vio a Noorkhiel flotar e incluso saltar desde muy alto, esta vez totalmente despierto. La bestia tardó casi otros dos años en aparecer de nuevo, para dispersar una banda de salteadores que les había arrinconado. Noorkhiel chilló de alegría, como si estuviese ante un gran peluche, y se subió de un salto sobre el gran lomo de la bestia, alojándose perfectamente entre las grandes y puntiagudas espinas, quedando como si estuviese en el interior de una jaula.

Con el alma en vilo, Dway contempló como niño y bestia jugaban y correteaban hasta el anochecer, momento en que Mög, la gran fiera, se marchó en silencio. Dos días después, el mago se encontraba practicando un hechizo de fuego rampante cuando la cortina de llamas cambió de rumbo sin motivo alguno. Persiguió a un asustado Noorkhiel hasta atraparlo y envolverle sin que su padre pudiera controlarlo. Desesperado, Dway intentó un contra conjuro ya que sabía que aquellas llamas no se podían apagar de forma natural. Noorkhiel chillaba y corría de un lado a otro, envuelto en fuego rosado, cuando se detuvo de repente y empezó a reír. Alzó una manita para contemplar las llamas más de cerca y exclamó:

―           No duele, papá. Es fuego amigo.

Dway sí que se quemó los dedos cuando alargó la mano. El fuego quemaba y mucho, sólo que no le hacía nada a su hijo, por algún motivo. De nuevo volvió a pensar que Noorkhiel tenía alguna conexión con las divinidades, ¿quizás un bastardo? Más calmado, consiguió apagar las llamas y examinó a Noorkhiel. Nada, ni una sola marca. El hechizo no le había afectado.

A lo largo de aquellos ochenta años, la bestia regresó regularmente cada dos años. Cada vez que se la veía, resultaba haber crecido un poco más, pero Noorkhiel la trataba como el adorado juguete que hubiera perdido y Mög respondía de la misma forma. Para mí estaba claro que ambos disponían de un nexo permanente e indisoluble, como si se leyeran las mentes, aunque tenía que ser a un nivel primario ya que no podía detectarles. Supongo que Dway se devanó los sesos buscando una explicación, el pobre. El caso es que a cada aparición de Mög, los dones de Noorkhiel se incrementaban, cambiaban o aparecían otros nuevos. Era como si la bestia los activara.

Y así llegamos al momento indicado, el que nos interesa. Noorkhiel ya era un mozalbete de ochenta años, que medía algo menos de dos codos, con una mata de pelo sin control, dorada como el trigo maduro y habitualmente atada con una cinta a la altura de la nuca. Los iris de sus ojos cambiaban de color en respuesta a su humor y tenía una tez muy bronceada. Su mentor aún no había dilucidado que atributos raciales había heredado de su padre ni a qué etnia pertenecía.

Poseía un cuerpo fibroso, bien definido, y pletórico de energía. Poseía unas orejas élficas, picudas pero más pequeñas que las de su madre, y sus cejas se encrestaban con un rasgo particularmente feérico. Cuando sonreía, dejaba entrever lo afilados que tenía los caninos, aunque de un tamaño normal para un hombre.

Noorkhiel solía ayudar en el número de su padre pero no como ayudante, sino como gancho. Además, robaba cuantas bolsas se ponían a su alcance y en sus ratos libres, vagaba por pueblos y ciudades buscando hogares ricos en los que colarse. Su agilidad para moverse por tejados y lugares de difícil acceso era milagrosa y no es que fuera atrevido u osado, sino más bien un adicto total a la adrenalina.

Ya hacía tiempo que no le contaba a Dway cuanto hacía y éste procuraba no enterarse de ello para no pasar un mal rato. El mago sabía que su hijo era más fuerte, más resistente, y más rápido que cualquier otro, lo que le ofrecía una ventaja enorme frente a posibles represalias, así que procuraba no preocuparse demasiado.

La ciudad de Lenussia era pequeña pero rica y protegida por unas altas murallas de enormes bloques de granito. Se situaba bastante cerca de la capital del extenso ducado de las Cataratas, por lo que había bastantes ferunsi viviendo en ella, alejados del bullicio del centro neural.

¿No habías escuchado antes ese término? ¿Ferunsi? Es una vieja palabra utilizada para designar al estrato más bajo de la aristocracia, los nobles menores. También acabó englobándose en ella la burguesía que nació con el Imperio y los mercaderes que se enriquecieron. En aquel tiempo, estos ferunsi eran parentela alejada de los sinimari, la nobleza con título; en pocas palabras, eran los que se ocupaban de sus asuntos mundanos, ya sabes.

Así que la feria ambulante de Azok Zemka había llegado a Lenussia para aprovechar la temporada veraniega. La aristocracia solía veranear en las villas a orilla del gran lago de montaña. La ciudad se elevaba desde la desembocadura del torrente que alimentaba el lago hasta incrustar sus sólidas murallas en las abruptas faldas de la montaña. Lenussia tenía fama de no haber caído nunca por un asedio.

La feria se había instalado fuera de las murallas, en un vasto prado cercano a la calzada empedrada que llevaba a las puertas. Azok Zemka era un adinerado semiogro que había hecho fortuna en Oriente y había invertido en diversas compañías de artistas. Las había depurado hasta conseguir una magnífica compañía que tenía fama de innovadora en todo el circuito.

Dway formaba parte de ella desde hacía poco más de un año y cuidaba mucho su número, cambiándolo cada pocas lunas. Miró a su derecha, atento a las palabras que Cotissia, la arpía, soltaba con voz bien medida. La mujer pájaro era una de las atracciones estrella de la feria. Su belleza, su trino hechizador y su espléndido plumaje atraían muchos curiosos, sin hablar de su necesidad de meter un hombre en su cama nido cada día. Las arpías son unas verdaderas ninfómanas, ya te digo.

―           Toda la feria no puede ir a casa del comendador, Cotissia – respondió con una voz profunda Azok Zemka. Estaba sentado en un taburete de tres patas, recubierto de una fastuosa piel que se caía en grandes pliegues al suelo. – Quiere un espectáculo para esta noche, lo mejor de nuestra cosecha.

―           ¿Con qué motivo? – preguntó Dway, cruzando los brazos.

―           Da una cena para los Ediles del Cabildo de la ciudad.

Dway asintió. Sabía que en un evento así podía hacer trucos más impactantes que en uno religioso o familiar.

―           Así que quiero que escojáis a cinco números para que acompañen los vuestros que, por supuesto, serán el plato fuerte de la velada – dijo el semiogro, señalándoles con un grueso dedo de negra uña. Vestía un amplio batín de seda que anudaba sobre su abultado vientre y parecía ir desnudo debajo. – Yo mismo os acompañaré para presentar las actuaciones.

―           Está bien – dijo Dway, dando media vuelta y saliendo de la tienda. Cotissia, a su lado, desplegó un tanto sus alas para acomodarlas mejor al empezar a caminar.

―           Espero tener el placer de montar un aristócrata esta noche – dijo con una risita.

―           ¿En qué se diferencia de uno de tus habituales amantes? – le preguntó el mago, girando la cabeza hacia ella.

―           En la cantidad de monedas que puedo sacarle – respondió ella, guiñándole un ojo.

―           Por supuesto – se rió Dway. -- ¿A quien se lo vas a decir?

―           Necesitamos bailarinas y acróbatas para deleitar sus sentidos; alguna prueba de fuerza o puntería para asombrarles, y algo que les haga reírse.

―           Tienes razón – contestó el Hombre Rojo mirando la larga melena plumosa de la arpía. – Vamos a buscar a R’zzan…

―           ¡Buena idea!

* * * * * * *  *

La espléndida villa Tapu’nri estaba situada en una de las mesetas dedicadas a las bellas viviendas de los sinimari, que escalonaban en grandísimos bancales la gran montaña que servía de dorsal a la ciudad fortificada.

El comendador Ivrid Sok había gastado mucho dinero en contentar a su última esposa, reformando completamente la antigua casa solariega de su familia. La propia Tissany, del clan élfico de las Espadas Bailarinas, había viajado desde el continente del oeste para diseñar y decorar el nuevo hogar de Edanna, la tercera y última esposa del comendador. Tissany era todo un referente en cuestión de embellecer hogares, sobre todo entre la más alta nobleza. La madura elfa tenía en su haber varias mansiones de la Corte Verde, sede del Parlamento Elfo en Ferussia – que vendría a ser el norte de los Estados Unidos y parte de Canadá.

La fortuna familia de los Sok había financiado una de las más hermosas villas de la Cresta Polus, como se denominaban las dos últimas mesetas más glorificadas. Varios kemler – es una medida mutaana de área que viene a ser algo más de cuatro hectáreas – de terreno circundaban la propiedad, repletos de lujuriosas plantas, setos primorosamente recortados, cascadas de hidromiel, y altísimos árboles moggi. Esta especie arbórea posee grandes hojas que forman techumbre impermeable cuando se entrelazan y, además, se mueven siguiendo el sol, como los girasoles, así que es ideal para proteger zonas sensibles entre follaje.

Y de acuerdo con la última tendencia que Tissany traía del continente elfo, las paredes y tejados de las casas ya no se llevaban. Los elfos, muy volcados en sus preceptos naturistas, pretendían influir lo menos posible en la disposición de la Madre Tierra. Sus habitáculos apenas se diferenciaban del terreno, adaptándose perfectamente al entorno. Así, se habían usado los árboles moggi para que sus tupidas ramas, a diversas alturas, sirvieran de techo para la gran villa, impidiendo que la lluvia, el granizo o la ventisca cayeran en el interior de las abiertas habitaciones. Sin embargo, dejaba entrar la brisa y el embriagador aroma de los macizos florales.

Grandes arcadas pétreas limitaban los habitáculos con los senderos de piedra y los arroyos cantarines, difusos velos y cortinajes separaban las estancias del exterior, impregnados con suaves encantamientos que mantenían los insectos y cualquier animal fuera. Así mismo, varias runas esotéricas, repartidas y cinceladas en las piedras de las arcadas, protegían las estancias de cualquier intrusión sin el permiso adecuado, del frío o del calor cuando era necesario, e incluso de cualquier arma arrojada desde el exterior.

Todo ella era novedoso y un tanto radical para aquellos que no eran elfos, pero no se podía negar que era toda una experiencia, como vivir en el edén primigenio. Sobre todo, Noorkhiel se preguntaba, al deambular por sus estancias, cuanto costaría mantener todos aquellos caprichos. La magia estaba presente en cada rincón de la villa. Cada cierto tiempo, las runas y sellos mágicos debían ser reemplazados, recargados de nuevo. Los magos acumuladores no eran baratos precisamente. No era lo mismo recargar una piedra de fuego o renovar la vitalidad del espantapájaros de un labriego que musitar encantamientos en cada rincón de una mansión tan vasta.

El hecho es que aquella noche se encontraba allí, entre los más poderosos de la ciudad, ayudando a su padre a preparar el espectáculo que mostraría durante la cena. Noorkhiel estaba bastante acostumbrado a los hechizos, después de todo, Dway solía probar cada una de sus investigaciones con él. La mayoría de las veces los resultados eran inesperados, diferentes a lo que se esperaba de ellos. Según su mentor, él desestabilizaba la magia con su presencia. Un hechizo explosivo podía quedar en simples chispas de colores con sólo estar presente, o, al contrario, un simple conjuro traductor podía enloquecer a una aldea completa. Por eso mismo, Dway le usaba para ver los resultados de los nuevos hechizos que él mismo desarrollaba, cómo funcionaban con él y sin él, cual era su área de influencia, a cuales podía favorecer en su desarrollo y cuales expiraban al estar cerca.

En ese momento, Noorkhiel jugueteaba con una de las antorchas de cebo colocadas en cada una de las esquinas del atrio central del pabellón superior. Pasaba su mano por encima de la llama azulona, consiguiendo que creciera en llamaradas casi descontroladas, alterando así el diminuto sello que garantizaba una cremación lenta y controlada de la grasa de su depósito.

―           Deja de hacer el tonto y vamos a repasar tu actuación de esta noche – masculló Dway, apareciendo bajo uno de los arcos.

―           Estaré detrás de las bailarinas, como si fuera uno de los músicos o un ayudante de escena – dijo con un suspiro el chico, apartándose de la antorcha. – Y tendré que esperar tu señal.

―           Eso es – cabeceó su mentor. – Entonces, en ese momento, tienes que empezar a repartir las “semillas”, tal y como hemos diseñado.

―           Sí, padre, sé cual es mi cometido. De paso, aprovecharé para…

―           ¡Para nada, jodido crío! ¡No vas a robar nada ni a nadie esta noche! ¡No aquí! ¿Entendido! – silbó el ilusionista entre dientes.

―           Pero…

―           Ni pero ni peras. Ya me has oído. Nada de sisar en este sitio. El comendador ha convertido a tipos en esclavos por mucho menos. Prométeme que te portaras bien, Noor.

―           Está bien. Te lo prometo, padre – el chico alzó los hombros al escuchar el tono suplicante de su mentor. – Me portaré bien.

Noorkhiel hizo aquella promesa con toda sinceridad pero no iba a durar mucho, aunque mantuvo su palabra de no robar a nadie. Es que, al rato, ya no fue consciente de que estaba haciendo algo mal, sobre todo cuando se vio reflejado en aquellos hermosos ojos verdosos.

CONTINUARÁ...

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