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EL LEGADO II (19): El conflicto.

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                                                                                      EL CONFLICTO.

 

                                                

Antes de abrir los ojos, sé que me encuentro en un barco. El balanceo es clásico y digamos que no me sienta demasiado bien. Lo que daría por un chicle de biodramina…

La penumbra reina a mi alrededor, aún así creo reconocer la dependencia como un estrecho camarote. El ojo de buey debe de estar cubierto con algo pues no entra nada de luz desde el exterior. Tan sólo una agonizante lamparita lucha contra la oscuridad, desde el diminuto escritorio situado al lado de la puerta. Estoy tumbado en una litera, la de abajo por cierto, y cuando intento incorporarme, me doy cuenta de que una de mis muñecas está esposada al largo travesaño que sostiene el colchón. Al menos tengo una mano libre y con ella tanteo el somier de la litera superior. Hay alguien tumbado sobre el colchón.

―           Katrina – susurro, pero no responde. Así que lo intento de nuevo, más alto.

Nada. Sin embargo, apercibo un débil ronquido familiar. Sin duda es ella.

―           Debe de estar aún bajo el efecto de lo que fuese lo que respirasteis. Como ya sabes, nuestro cuerpo contrarresta rápidamente sus efectos.

―           ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? – musito entre dientes.

―           Calculo que unas cuatro horas. No sé si Nadia está a bordo también.

―           ¿Tienes idea de hacia dónde hemos viajado?

―           Sólo sé que navegamos hacia el este.

 

El lejano bocinazo de una sirena de puerto llega hasta nosotros, en ese instante. ¿Acaso hemos llegado a destino? ¿Qué hay a cuatro horas de Ibiza hacia el este?

―           Córcega y Cerdeña – me responde el viejo, haciendo que se me encienda el chivato de la inteligencia.

―           ¡Jesucristo! – mascullo antes de que una acre bocanada de bilis suba por mi garganta. Es lo que tiene el acojonarse así, de repente. -- ¿Estamos en manos de los socios de Arrudín?

Ras no responde, ni falta que hace. Los clanes sicilianos nos la tienen jurada, ya lo sabemos, pero… ¿cómo coño se han enterado de mi visita relámpago a Ibiza? ¿Tenemos un nuevo topo?

―           Pocas personas sabían lo del viaje. Esta vez se trata de un grupo muy reducido. Encontraremos al traidor rápidamente.

―           Eso si salimos con vida de ésta, viejo.

―           No nos han matado en la emboscada, así que algo desean de vosotros. Hay esperanzas.

―           Si tú lo dices…

Otros pitidos cortos se cuelan desde el exterior. Sirenas y bocinas. Chillidos de gaviotas. Voces roncas. El balanceo se atenúa. Estamos entrando en el puerto. Media hora más tarde, unos sujetos entran en el camarote. Me hago el dormido y pongo mi cuerpo pesado. Ras me ha convencido de que simule mi inconsciencia aún. De esa forma podemos tener una oportunidad o averiguar más datos de nuestro entorno, por si los necesitamos.

Me colocan sobre una camilla metálica, del tipo que llevan en las ambulancias, y me sacan a cubierta, a pulso. Sin duda hacen lo mismo con Katrina pero no puedo verlo. Me han atado las muñecas con una fuerte presilla y me han colocado una capucha de lona sobre la cabeza. Puedo notar como nos suben a la trasera de un vehículo, un furgón seguramente, y nos ponemos en marcha.

Ras controla los giros y el tiempo, así como la dirección. Es como un puto GPS el tío, aunque no sé para qué nos va a servir todo eso. Lo más seguro es que nos peguen un tiro a la mínima.

Pierdo la noción del tiempo, aunque Ras me informa que ha pasado una hora y media cuando llegamos a destino. En cuanto abren la puerta del furgón, llegan hasta mi nariz olores familiares que reconozco de inmediato. Excrementos frescos de animales, abonos y estiércol, grano almacenado… Apostaría que estamos en una granja, o, al menos, en una finca agrícola.

Una ráfaga de añoranza me traspasa. En ese momento, me gustaría estar talando árboles en la granja de mis padres, o rotulando parte del monte con el tractor… pero, ¿se avendría Katrina en vivir en una casita de madera en los terrenos familiares?

NAAAH, ni de coña. Esa chica no está hecha para vivir entre cerdos, vacas, y huertos, ni yo se lo propondría nunca. Es una diosa y, como tal, dispondrá de las mayores riquezas que pueda ganar con mis manos, aunque tenga que espachurrar muchos cuellos.

Las ruedas de la camilla pasan del traqueteo puro a deslizarse por un suelo liso y plano. Hemos entrado en el interior de un edificio. Puedo escuchar conversaciones a media voz, pero no entiendo el idioma. Parece francés o algún dialecto galo. No es lo mío.

Me atrapan en volandas y me sientan en una robusta silla. Siento varios clics metálicos sobre mi cuello y algo se queda allí, oprimiendo levemente. Entonces, cortan la presilla de mis muñecas y me sacan la capucha. Mis ojos se cierran con el brillo de la luz que incide sobre mí. Tardo unos segundos en acostumbrarme.

De nada sirve ya fingir. Estoy sentado ante una gran mesa de comedor, vieja y robusta, de oscura madera desgastada por el uso y los años. Alrededor de ella, cómodamente sentados y observándome, varios sujetos sonríen cínicamente.

―           ¿Los reconoces?

“Sí, aunque me fallan sus nombres. Es el clan corso. Tenemos informes sobre ellos.”

―           Te refrescaré la memoria.

 

Frente a mí, en la otra cabecera de la impresionante mesa, un hombre de mirada adusta, bien metido en los sesenta años, me devuelve la mirada. Una espesa barba blanca cubre el bajo de su rostro.

―           Giovanni Belleterre, actual patriarca del clan. Es temido por sus decisiones radicales. En su juventud era bastante violento, cuando militaba en el grupo independista corso. Viudo y padre de Aina, Julián y Ramus.

Repaso a los más jóvenes Belleterre, los hijos de Giovanni. Ramus es el mayor, de unos cuarenta años. Se ha quedado casi calvo y mantiene una barba como la de su padre, aunque ésta es aún negra. Posee un rostro brutal, de nariz ancha y aplastada, y una sonrisa feroz. Me da mala espina.

Aina es la mediana. Sobrepasa la treintena y lleva el pelo corto y aspaventado. Lo tiene pintado en un castaño claro, con mechas rubias. Posee un rostro afilado y grave que recuerda al de un ave de presa. Es la única que no me sonríe.

Julián es el más joven. Estará al final de la veintena. No se parece a sus hermanos, por lo que supongo que habrá sacado los rasgos de su madre. Es el que tiene los ojos claros, al contrario que todos los demás. Sin embargo, su sonrisa es retorcida y malévola.

Finalmente, el cuñado de Giovanni, hermano de su fallecida esposa, Marco Saprisa. Cincuenta años, engañosamente orondo, pulcramente afeitado, y elegantemente vestido, a diferencia de las ropas de faena que portan los demás.

El clan Belleterre, los aliados corsos de Arrudín. Contrabandistas, narcotraficantes, y mala gente, en general.

―           Bienvenido a Córcega, Sergio Talmión – dice el patriarca, con una voz grave y correosa, en un afectado castellano.

No respondo. He descubierto a Katrina, sentada en un lateral del comedor donde estamos reunidos. Aún no ha abierto los ojos y tiene la coronilla descansando sobre la pared, el rostro girado. Sus piernas están estiradas, casi desnudas, ya que la falda se le ha subido sobre los muslos.

Giovanni Belleterre sigue hablándome pero mi mente no asimila nada de eso. Tampoco soy consciente de lo jadeante que se ha vuelto mi respiración. Tengo los puños firmemente cerrados sobre los brazos de la silla, haciendo crujir la madera. Sólo tengo ojos para el puñetero piloto verde que parpadea en el cuello de mi esposa.

Reconozco el modelo, el jefe Sadoni me mostró uno en la academia. Es un inhibidor Macusse, un collarín con explosivo integrado para campos de prisioneros, y está activo. Mis manos suben a mi cuello, tanteando la superficie roma y metálica. Es eso lo que hizo “clic” antes.

―           Le sugiero que no lo golpees demasiado. Esos collares suelen ser duros pero yo no me fiaría demasiado – susurra Julián, ampliando su media sonrisa. Su español es mejor, aunque con acento.

“Por eso me han soltado las manos. Estoy más que atrapado.”

―           ¿Qué quieren los Belleterre de nosotros? – pregunto, enronquecido.

―           Así que sabes de nosotros, ¿no? – sonríe el patriarca.

―           He hecho mis deberes – mascullo.

―           Eso está bien – asiente Marco Saprisa. – Un hombre debe conocer a sus enemigos.

―           No he tenido ninguna afrenta con vosotros. Mi lucha es contra Arrudin y, por ahora, hemos llegado a un…

―           Un impasse, ya sé – palmeó la mesa con fuerza Ramus.

―           Verás, hijo – retomó la palabra el patriarca—somos aliados de Nicola, pero no sus socios. Sus negocios van en una dirección y los nuestros en otra. Esa decisión tuya de cerrar la entrada occidental del mediterráneo nos está costando dinero y no podemos permitirlo. Hemos perdido muchas cargas vitales para nuestra economía.

No puedo dejar de sonreír. El control que ejercemos en el estrecho de Gibraltar está dando fruto, por lo visto.

―           Ese control hace más daño a los corsos y sicilianos que a Arrudin, pues él obtiene sus drogas a través del canal de Suez, procedentes de Asia – explica Marco, con un tono educado. – Así que hemos decidido tratar una vía de salida contigo.

―           ¿Ah, sí? – tengo que parpadear. Es algo que me toma por sorpresa. -- ¿Y no podíais haber enviado un correo como todo el mundo?

―           No es algo para tratar a la ligera. Te hemos “invitado”, junto con tu esposa, para negociar una salida, lejos de oídos indiscretos.

―           Vale, os escucho – me recuesto en el respaldar y relajo mis manos. No sirve de nada estar en tensión.

―           Queremos que dejes pasar ciertos cargamentos por el Estrecho, con discreción. Arrudín no sabrá nada de ello y las cosas seguirán igualmente equilibradas como hasta ahora – explica el patriarca, sirviéndose un poco de vino en la copa que tiene delante.

―           ¿Sólo para ustedes?

―           Y para algunos amigos italianos. Nada demasiado ostentoso, un par de barcos al mes… ya me entiendes.

―           A cambio, recibirás el diez por ciento del valor de la carga. Sin hacer nada, tan sólo cerrar los ojos – se ríe Julián.

―           Es un buen trato – recalca Ramus.

―           ¡Ni pensarlo! Es un caballo de Troya… empiezan así e irán subiendo el flujo de cargas. Te obligarán a abrir la mano cada vez más. Además, no podrás conocer ni el destino, ni la composición del cargamento, lo que podría volverse en contra tuya.

 

Asiento despacio, comprendiendo lo que pretende decirme Ras. Ya lo había supuesto por mi propia cuenta. Sin embargo, estamos atrapados como moscas en la miel.

―           Puede que parezca tonto por preguntar esto, pero… ¿y si me niego?

―           Fácil. Un par de tiros, te metemos en un cajón de verduras y te enviamos a Francia, para que Nicola se divierta con tu cadáver – expone Julián con sorna.

―           Como comprenderéis, no estoy solo en este tema. Mis socios pueden averiguar este asunto y ponerme las cosas difíciles – me encojo de hombros.

―           De ahí la necesidad de ser muy discretos, tanto tú como nosotros – el índice de Marco dibuja algo sobre la superficie lacada.

―           ¿Qué hay de los asaltos que estamos sufriendo últimamente? – insisto.

―           ¿Te refieres a los barcos asaltados? – pregunta el patriarca.

―           Sí, y a los ataques a nuestro personal de casting.

―           Eso es cosa de los griegos y los rumanos, no nuestra. Decidieron pinchar por su cuenta. No obstante, trataremos de convencerles de que olviden esa presión. Claro está que seguramente ellos también quieran paso franco.

―           Ya – me siento arrinconado. Contemplo a mi esposa con el rabillo del ojo. Está tan indefensa en este momento que me siento mal, muy mal. – Está bien. No me queda más remedio que aceptar.

―           Perfecto. Has elegido bien – me adula el patriarca. – Ahora te llevaran a un dormitorio, junto con tu esposa, mientras que discutimos los detalles.

Me levanto de la silla y me estiro en toda mi estatura, clavando la mirada en el más cercano a mí, que no es otro que el sonriente Julián, quien en ese momento ya no parece divertirse tanto. Me acerco a Katrina y la tomo suavemente en mis brazos, alzándola como una pluma. Inmediatamente, un anciano aparece en el comedor y, con un gesto, me indica que le siga. Me despido con un movimiento de cabeza y echo a andar.

Cuando Katrina despierta, minutos más tarde, la estoy rodeando con mis brazos, tumbados en una gran cama. Parpadea, confusa, contemplando la desconocida habitación. Intenta tragar saliva al sentir su boca pastosa.

―           Tranquila, cariño. Toma, bebe – le digo, alcanzándole el vaso de agua que hay sobre la mesita.

―           ¿Dónde estamos? ¿Qué ha pasado? –me pregunta tras casi vaciar el vaso.

―           Estamos en la isla de Córcega, en manos del clan Belleterre…

A medida que le explico lo sucedido y sus implicaciones, sus ojos se desorbitan, las aletas de su preciosa nariz se contraen y se dilatan con furia, y acaba apretando los dientes fuertemente.

―           ¡No podemos permitirlo! – exclama, cortando mis explicaciones.

―           Lo sé, pero no tengo más salida que aceptar. Al menos hasta salir de aquí – razono.

―           ¿Y no podrías…? – sus ojos se clavan en mí, esperanzada. Me ha visto hacer locuras antes.

―           No haré nada que te ponga en peligro, mi vida. No mientras tengas ese juguetito al cuello…

Con cuidado, toca el collarín explosivo y se estremece. Ni siquiera se ha dado cuenta de que lo lleva. No es nada tonta, mi mujercita. Aunque no sabe exactamente qué es, no duda de su peligrosidad. Se lo explico delicadamente y las lágrimas brotan mansamente de sus bellos ojos. Mi lengua recoge rápidamente el fluido acuoso y la tranquilizo, beso tras beso.

―           No te preocupes, saldremos de aquí, ya lo verás…

―           Por supuesto que sí, cielo – me sonríe, abrazándose a mi cuello.

Una llave resuena en la puerta y un tipo fornido asoma. Detrás de él, Julián y Aina penetran en la habitación, seguidos de otro par de hombres. Sin una palabra, me levantan de la cama y me obligan a recular hasta la pared de enfrente. Intento protestar y me cae encima una lluvia de fuertes puñetazos. Me cubro como puedo y me quedo resollando contra la pared, una vez pasa la tormenta de ostias.

Uno de los tipos aplasta mi cuello hasta atraparlo con una especie de gruesa argolla de hierro que no había visto antes. Está fija en el muro y me sujeta al muro por el cuello, impidiéndome cualquier movimiento. Debo mantenerme en pie, mirando hacia la cama. Dejan un espacio entre ellos y mis manos, que aún siguen libres, y se relajan. Katrina les mira con miedo, semi incorporada en la cama.

―           ¡Es toda una muñequita! – dice Aina, con una risita, señalando con un dedo a mi esposa.

―           ¡Y que lo digas, hermana! – responde Julián, apoyando una rodilla en la cama. No puedo ver su mirada, pues está de espaldas a mí, pero apuesto lo que sea a que se está comiendo a Katrina con los ojos.

―           ¡Habíamos llegado a un trato! – exclamo, rabioso.

―           Oh, claro, por supuesto – se gira la mujer hacia mí. Su sonrisa me recuerda a una hiena. – Sólo estamos atando cabos…

―           Verás, Talmión, los corsos tenemos una larga experiencia en negocios… digamos turbios – explica Julián, sin apartar los ojos de mi mujer.

―           Ya… “patente de corso” es toda una frase acuñada – escupo despectivo. – Corsarios – la palabra surge como un disparo.

―           Ya veo que me entiendes – se ríe el más joven. – sin embargo, también tenemos palabra, y tienes la de nuestro padre de que podrás marchar sin daño, pero nos aseguraremos de que cumples tu parte.

―           Por eso, ella se quedará con nosotros, como garantía – deja caer Aina, inclinándose sobre la cama y acariciando el revuelto cabello de Katrina.

Ésta se echa a un lado, apartándose de la Belleterre, y me mira con terror en sus bellos ojos turquesa. ¿Qué puedo decir? Aunque me queje, no soluciono nada.

―           Está bien, está bien. Lo comprendo. Ella se queda como rehén, pero no hay necesidad de ser desagradable – intento ser lógico y cabal, pero ellos tienen sus propias ideas ya marcadas.

―           Lo siento, pero hay una razón más personal en todo esto – los ojos de Julián se estrechan malévolamente, pero tiene mucho cuidado de no ponerse a mi alcance. – Tus órdenes de cerrar el estrecho me han hecho perder la oportunidad de conseguir un R8 que ya tenía apalabrado, y eso me ha cabreado un montón, amigo.

―           Joder…

―           Sí, eso mismo pienso hacer con ella, jodérmela – su lengua se pasea lentamente sobre el labio superior mientras contempla a Katrina, la cual parece encogerse sobre la cama.

―           Tío, piénsalo bien. Te aconsejo que no lo hagas. Hasta ahora todo esto sólo es un negocio que se puede razonar y ajustar – mascullo con los dientes apretados. Mis ojos se clavan en él, letales, intentando quemarle mentalmente. – No lo conviertas en algo personal… aún estás a tiempo…

Tengo el placer de contemplar cómo traga saliva y sus ojos se abren con miedo. Le tengo… El despiadado golpe cae sobre mi mejilla, haciéndome perder el control de la mirada de basilisco. Aina me ha golpeado con una gruesa fusta que ha sacado de algún sitio. Tiene los dientes apretados y mirada de loca. Me cubro el rostro con las manos y ella aprovecha para ponerme las costillas lindas a golpes.

―           ¡No te atrevas a amenazar a mi HER-MA-NO! – chilla a cada fustazo.

Julián recupera la confianza y se ríe a carcajadas, contemplando la brutal paliza. Katrina salta de la cama, intentando engancharse a la corsa, pero Julián la atrapa al vuelo de un feroz puñado de pelo.

―           Aina ha sido quien ha cuidado de mí desde la muerte de nuestra madre. Yo tenía seis años cuando me tomó bajo sus faldas – explica el joven Belleterre, obligando a Katrina a caer de nuevo sobre la cama. – Tiene cierta obsesión comigo… ¡Sujetadla!

Los tipos que se reparten en el dormitorio se mueven en silencio, por lo visto acostumbrados a este tipo de órdenes. Dos de ellos sujetan las muñecas de Katrina, uno a cada lado de la cama, abriendo sus brazos en cruz. Ella se debate con fuerza y grita, agitando la cabeza de un lado a otro, pero no consigue nada. Los tíos son duros.

Aina, que ha dejado de golpearme, se sube a la cama de un salto, arrodillándose por encima de la rubia cabecita de Katrina. Julián coge a mi esposa por los tobillos y tira de ella hasta sacar sus piernas fuera de la cama. Los hombres que la sujetan se mueven para tomar nuevas posiciones. Aina aprovecha para deslizar sus rodillas bajo la nuca de Katrina y elevar así su cabeza, como si estuviera dispuesta a que no se perdiera un solo detalle de lo que iban a hacerle.

―           Aún no tenemos decidido un plazo de tiempo para mantener tu colaboración – comienza a explicar Julián, al mismo tiempo que se desabotona la camisa, de pie entre las piernas dobladas de mi esposa. – Quizás sean cuatro meses, ocho, o bien algo más de un año… ¿Quién sabe? Pero puedes estar seguro que tu bella esposa se quedará con nosotros durante todo ese tiempo. ¿Sabes? Aquí el invierno es aburrido, no hay muchas cosas que hacer… una rubita como ésta será todo un regalo para el clan…

―           ¡Jodido bastardo! – exclamo, los músculos de mi cuello tan tensos que casi no puedo hablar. No consigo soltarme. -- ¡Os exterminaré! ¡A todos! ¡Yo mismo ataré las piedras a vuestros tobillos antes de tiraros al mar!

―           Bla… bla… bla – se burló Julián, levantando el vestido de Katrina y bajándole las braguitas con mucha delicadeza. – Recuerda… cuanto más tiempo se quede ella aquí, más veces nos la follaremos. Así que te interesa dar con una pronta continuidad a nuestro trato, españolito.

El salvaje tirón que doy a mi cuello me corta la respiración y no puedo responder, ahogándome entre tosidos y esputos. Además, no creo que pueda decir nada coherente. Lo estoy viendo todo rojo. Ras aúlla dentro de mí, intentando calmarme, intentando hacerme comprender que así no conseguiré nada. No le escucho, de hecho, ya no escucho a nadie, totalmente inmerso en la escena que se desarrolla a continuación; una escena que me asaltará demasiadas noches…

No voy a hacer una descripción detallada de ello, me duele demasiado. Pero hay ciertos detalles que se han clavado en mi cerebro como metralla humeante, quemando y horadando hasta instalarse en lo más recóndito de mis sesos.

La sonrisa lasciva de Julián al internarse entre las piernas de Katrina; el eterno mordisco que Aina luce en su labio inferior, mientras clava sus fieros ojos en el miembro fraternal. Los soeces comentarios de los jocosos subalternos; el chirrido de los muelles de la cama, constantes y enervantes. La desesperada mirada de Katrina que vuela del rostro de su agresor al mío, sin dejar de soltar una riada de lágrimas. Los exagerados quejidos de gozo del maldito Belleterre, al hundirse, una y otra vez, en las entrañas de mi esposa…

… y, sobre todo, los gritos de ésta; los desgarradores chillidos de angustia de una mujer que está siendo violada ante su esposo, una mujer que tan sólo ha conocido un varón sexualmente, al que se entregó con todo amor. Los gritos espeluznantes de Katrina…

                                                                                        * * * * * *

Me quedo un momento quieto en la solitaria caleta, mirando la Zodiac que se aleja tras desembarcarme en la costa de Ibiza. Más allá, contra la línea del horizonte, el barco pesquero la espera para tomar un nuevo rumbo. Paso una mano por mi cuello, rascando la pequeña erupción que ha surgido a causa del collar explosivo, el cual me han quitado justo antes de subirme a la lancha de caucho. Deben de ser alrededor de las once de la mañana.

La visión de mi esposa me asalta, rota y vencida sobre la cama, tras una larga violación. Ni siquiera le quedaban fuerzas para llorar, su rostro oculto bajo uno de sus brazos, como si se escondiera de mí, avergonzada. Los Belleterre se habían marchado, pero yo seguía atado por el cuello al muro. No me quedaba más que susurrar con voz enronquecida palabras de aliento: “Aguanta, cariño, te sacaré de aquí. Lo juro”. Katrina me mostró su rostro, arrasado por las lágrimas y el dolor, me miró con los ojos enrojecidos y asintió con la cabeza.

El patriarca apareció poco después, ufano y casi alegre. Sin duda estaba orgulloso de lo que habían hecho sus hijos. El pellizco que encogió mi vientre aún me dura. Mientras sus hombres me quitaban la argolla, me dijo que un barco me esperaba para llevarme de regreso a la isla mallorquina, y que ya se pondría en comunicación conmigo para darme más instrucciones. Ni siquiera me dejaron despedirme de Katrina, ni darle un simple beso. Cabrones corsos.

Guardándome la rabia, me pongo a caminar. No tardo mucho en dar con un chiringuito en el que hay un teléfono público. Menos mal que Ras recuerda el número de teléfono de la mansión. Llamo a cobro revertido y Basil casi pierde los papeles al escuchar mi voz. Le explico lo que puedo y le tranquilizo haciéndole saber que estamos bien. Al menos, él puede darme buenas noticias. Nadia está viva y aún sigue en la isla, buscándonos como loca. Tengo algo que agradecer a los Belleterre y es que no la hayan matado.

Basil me asegura que la llamará en cuanto cuelgue y le dirá donde puede encontrarme. Le pido una cerveza al camarero y me dedico a esperar, contemplando los bañistas. No pasan veinte minutos cuando tengo a Nadia en mis brazos, besándome las mejillas como una desesperada. La gente nos mira, extrañados de la efusividad.

Nos sentamos a una mesa y pedimos algo de comer. Ella me cuenta lo ocurrido tras el ataque. No ha habido bajas, aunque sí una pierna rota, pero no pudieron encontrarnos por ninguna parte. Suponía que nos habían sacado de la isla, pero no había forma de rastrearnos.

―           Pudimos dejar a la policía fuera del asunto – me susurra Nadya, mientras estruja un limón sobre el plato de coquinas que nos han servido. – No disponíamos de ninguna pista. Ni idea de quien era el autor del rapto. Claro que Arrudin era el primer sospechoso, pero nadie se ponía en contacto con nosotros. He temido lo peor, Sergio.

Su expresión es sincera, verdaderamente preocupada.

―           Yo también, Nadia, yo también. Esos corsos son de cuidado. Ríete de la puta mafia…

―           ¿Y ahora, qué hacemos? ¿Cómo recuperamos a Katrina?

―           No podemos. Tenemos que volver a casa – le confieso, sin querer mirarla.

―           ¿CÓMO? ¿No vamos a hacer nada?

―           Mi esposa tiene un collar explosivo al cuello y está retenida en una finca que no tengo ni idea de dónde está, y que supuestamente estará vigilada y defendida – exploto. – Necesitamos más información antes de intentar algo.

Nadia asiente, comprendiendo mis temores.

―           Volvemos a Madrid. tengo que dar ciertas órdenes para que la vida de Katrina no peligre.

No estoy de humor para esperar en un aeropuerto, no tomar un vuelo regular, así que Nadia se ocupa de contratar un vuelo privado que nos lleva directamente a Madrid, directo a casa. Mis hombres han tratado de disculparse durante el trayecto, y les tranquilizo, sabiendo que han sido heridos cumpliendo con su trabajo. El viaje de regreso es bastante depresivo. El silencio reina entre Nadia y yo, enfrascado en la visión de Katrina que tengo grabada a fuego. Nadia parece entenderlo y me deja en paz, sirviéndome copa tras copa de frío vodka.

Basil y el jefe Sadoni nos recogen en el aeródromo de Torrejón. Sorprendentemente, traen un buen despliegue de hombres y vehículos, pues aún no saben a qué atenerse. Aprovecho para pedir su opinión durante el trayecto. Llegan a la misma conclusión que yo: no hay una solución inmediata. Katrina tendrá que aguantar un poco más. Tanto Ras como yo estamos de acuerdo que todo esto acabará con un asalto a la finca corsa, tarde o temprano, pero, para eso, necesitamos mucha más información. No podemos atacar a tontas y a ciegas un grupo criminal, sin conocer más de su estructura.

Nada más bajarme del coche, Krimea se echa en mis brazos, llorando a mares. Está muy unida a Katrina, más de lo que creía, y está inconsolable. La llevo abrazada hasta el interior, donde me esperan todas las demás chicas, incluida Juni que ha bajado de La Facultad para tener noticias frescas. Denisse y Nadia se besan y se abrazan, mostrando sus sentimientos públicamente.

Elke sostiene a mi hermana por un codo. El rostro de Pam está enrojecido y sus ojos anegados de lágrimas. También la noruega parece muy afectada. Ellas son las que más han tratado con Katrina y la estiman mucho. Pam se abraza a mi brazo y apoya la frente en él. Por mi parte, atraigo a la bella nórdica para que se una a nosotros y echa sus brazos alrededor de mi vientre.

―           ¿Qué le va a pasar? – pregunta Pamela, entre sorbos de nariz.

―           Está bien, por ahora. Es un rehén. No le pasará nada mientras cumpla con mi palabra.

―           Temimos lo peor cuando nos informaron del ataque en la carretera. Nadia estaba conmocionada y no sabía lo que ocurría.

―           Sí, nos asustamos muchísimo – susurra Elke, secando las lágrimas de mi hermana con sus dedos.

―           Estoy muy cansado – murmuro. Es cierto. Puede que no sea un cansancio físico, pero emocionalmente soy un guiñapo.

―           Vamos. Hoy dormirás con nosotras – las chicas me arrastran hacia la escalera. Pam hace un gesto hacia una de las criadas para que no nos molesten.

Ellas se ocupan de todo. Me desnudan y me meten en la ducha, donde Elke me enjabona delicadamente mientras mi hermana se ocupa de afeitarme. Me secan y me conducen a su cama en la que nos acurrucamos los tres. Sus manos se aferran suavemente a mi cuerpo desnudo y me duermo agradeciendo infinitamente el apoyo moral que consiguen traspasarme.

                                                                                            * * * * * *

Despierto temprano. Apenas ha amanecido. Pam duerme con su cálida mejilla sobre uno de mis pectorales. Su brazo cruza mi pecho y se aferra a la mano de su amada, la cual tiene su nariz metida bajo mi brazo. Me levanto sin despertarlas y paso por mis aposentos para vestirme. Las doncellas, encabezadas por Niska, merodean en la cocina y todas se interesan por mí y por Katrina, preguntándome por su ausencia. No veo el sentido de ocultarles lo que sucede. Todas ellas saben de nuestros negocios, aunque no conozcan los detalles.

Sasha me aprieta la mano con las suyas, verdaderamente emocionada por lo que les cuento. A pesar de la forma en que Katrina se portó con ellas, al principio de traerlas de Barcelona, han aprendido a quererla, viviendo cada uno de sus cambios. Con un suspiro y un gesto, las disperso para que vuelvan a sus tareas. Desayuno y salgo a dar un paseo que me acaba llevando hasta la academia.

El jefe Sadoni me recibe en su oficina y le comento lo que llevan dándome vueltas por la cabeza desde que dejé Ibiza. Le comento los dispositivos de rastreo que utilizamos cuando el secuestro de Dena y Patricia.

―           Pienso que deberíamos llevar algo parecido pero de forma permanente – le digo.

―           ¿Rastreadores geoposicionales?

―           Sí. Al menos, para los puestos revelantes de RASSE.

―           Es una buena idea. Podemos insertarlos quirúrgicamente – asiente. – De esa forma, podríamos localizar a cualquiera en caso de secuestro o…

―           Asesinato – termino la frase. – Hemos sufrido demasiados percances de este tipo. Definitivamente, esto es una guerra y nos hemos relajado demasiado últimamente.

―           Sí, puede ser. Tendremos que incrementar la plantilla.

―           ¿Te refieres a soldados? – le pregunto.

―           Ajá. Ahora mismo cubrimos perfectamente los puestos necesarios para la mansión, los diferentes locales, y los puestos de escolta. Pero los pocos hombres de sobra de los que disponemos los he adjudicado al bloqueo del estrecho.

―           Comprendo. Necesitaremos más…

―           Muchos más – cabecea el jefe Sadoni, endureciendo la cuadrada mandíbula. – Lo ideal sería mantener un retén de cien hombres bien entrenados y pertrechados aquí, en la academia.

―           Cien hombres – musito, frotándome la barbilla. -- ¿Cuánto tiempo tardaríamos en tenerlos?

―           Si buscamos un perfil alto en esos hombres, tipo mercenario, calculo que mes y medio, pero costará caro.

―           No me fío de los mercenarios, no en este momento. ¿Qué tal si alternamos esos efectivos?

―           ¿A qué te refieres?

―           Digamos que necesitamos unos veinticinco mercenarios capacitados como grupo de respuesta rápida, y entrenaremos setenta y cinco hombres como los que tenemos ya, como ejército permanente.

―           Doblaría el tiempo que te he dicho.

―           No importa. Lo que cuenta es la confianza. Ponte a ello, jefe. Organiza otra demanda de hombres a través de los clubes.

―           Está bien. Haré un listado de dispositivos de rastreo implantables para que le eches un vistazo.

―           Perfecto – dije, poniéndome en pie. – Y recuerda, máxima alerta en todos nuestros movimientos a partir de ahora. El frente se ha dividido. Arrudin no es nuestro único enemigo.

Algo más tranquilo sobre el peliagudo tema, regreso hacia la mansión y me detengo un momento ante la tumba de Dena. No se trata de un rezo lo que pasa por mi cabeza, sino más bien una sucesión de buenos recuerdos sobre aquella mujer, que se vio envuelta en una historia que no le concernía. Te extraño, Denia.

―           ¡Vaya! No sabía que vinieras por aquí – la voz de Patricia no me coge por sorpresa ya que Ras me ha avisado que se acercaba.

―           La verdad, no suelo hacerlo, pero hoy me pillaba de camino, así que me he parado. ¿Te importa?

―           Por supuesto que no, Sergio – susurra ella, poniéndose a mi lado y aferrándose a mi brazo. – Tú la querías tanto como yo.

―           Así es, canija.

―           Sergio… s-siento mucho lo de Katrina, de veras – musita.

La miro. Sus ojos están húmedos y trata de esquivar mi mirada. La aprieto más contra mi brazo.

―           Lo sé, Patricia, pero no está muerta, solo prisionera. La liberaré, te lo prometo – ella asiente con fuerza, tragando saliva. -- ¿Qué tal te fue, el otro día, con Alexi?

―           ¿Alexi? – parpadea, confusa por el súbito cambio de tema, pero enseguida se repone. – Muy bien. Todo fue tal como tú dijiste.

―           ¿Cómo yo dije? – es mi turno de sorprenderme.

―           Sí. Dijiste que estaba más caliente que la alpargata de un calero, ¿no? -- No tengo más remedio que reírme con su salida. – Prácticamente, se echó en mis brazos.

―           Así que la has iniciado.

―           Pos sí. Descuida, he sido muy, muy delicada con ella.

―           Me alegro – mi brazo sube hasta acariciarle la nuca, bajo su melena.

―           Muy vergonzosa la chica, pero más puta que las gallinas. No paraba de agitarse y pedir más – sus ojos suben hasta los míos y su sonrisa se vuelve enorme.

―           Patricia, Patricia – la amonesto con otra sonrisa.

―           ¿Cuándo te la tiraras?

―           Ahora no – mi sonrisa desaparece, de repente, y ella se da cuenta. – No es el momento para esas cosas.

―           Lo siento. Es mi bocaza… ya sabes. Tienes razón, ya habrá tiempo cuando Katrina esté de vuelta.

Nos quedamos en silencio ante el pequeño ángel plañidero que Patricia misma escogió para acompañar la lápida, y, pocos minutos más tarde, ella toma mi mano para tirar de mí hacia la mansión.

Tras el almuerzo, Krimea trata de animarme buscando llevarme a la cama para una siesta. No soporta verme tan triste, pero su insistencia me irrita más que otra cosa y ella acaba colgando del techo de la biblioteca pequeña, desnuda y amordazada. Su larguísima cabellera barre el suelo mientras balanceo su cuerpo con una mano. Sus ojos suplican, pues no me ha visto jamás con ese humor. Llamo a Patricia para que se ocupe de ella. La rubita me lo agradece con un húmedo beso y sale corriendo a por sus sádicos instrumentos.

Me paso toda la tarde encerrado en mi despacho, ante una cartografía de Córcega, haciendo que Ras reproduzca, una y otra vez, el camino seguido hasta la finca de los Belleterre. Usamos varios puntos de inicio, tomando como partida los diferentes puertos del litoral occidental. Finalmente, llegamos a la conclusión que desembarcamos en el puerto de Propiano, al sur de la isla, y fuimos conducidos al interior hasta una zona boscosa en una pequeña localidad llamada Suara.

Me pongo en contacto con una agencia inmobiliaria de Sartène, la ciudad más cercana, interesándome por las diferentes fincas de recreo que hubiera disponibles en la zona. Con esa excusa, consigo una copia del registro de propiedad, con los límites de las distintas fincas. Sólo me queda afinar y averiguar en cual de esas está Katrina, pero, para eso, necesito personal de confianza “in situ”.

Tomo el teléfono y llamo al jefe Sadoni. Le indico que necesito un par de hombres espabilados en Córcega, para llevar a cabo una serie de averiguaciones. Me asegura que saldrán para allá a primera hora de la mañana. Mi ánimo se eleva, por lo que me paso por la biblioteca para liberar a Krimea. Sin embargo, la encuentro tan atareada devorando el coñito de Patricia, que decido dejarlas a solas un poco más.

Me retiro temprano a nuestro dormitorio, tras la cena prácticamente. No dejo que me acompañen pues he dejado claro que pretendo estar solo. No me siento con ganas de compartir lecho. Me ha costado dormirme en una cama tan grande y tan vacía. Todo me trae recuerdos sobre Katrina, el olor de las sábanas, los objetos del tocador, su enorme vestidor…

Me pregunto qué le estarán haciendo en este momento. Aunque me obligo a apartar esos detalles de mi mente, no soy tan amoral como para no darle importancia al sufrimiento que está pasando mi esposa. Sé que esas bestias no desaprovecharan la oportunidad de violentar a una mujer de las características de Katrina, y más sabiendo que se están vengando de mí. Tan sólo puedo esperar que Katrina sea lo suficientemente fuerte como para no quedar dañada por tal vileza. ¡No puedo abandonarla, pero necesito más ventaja!

Finalmente, caigo en un duermevela que me lleva al reino de Morfeo, donde las pesadillas se apoderan de mi alma, haciéndome gritar y sudar como un niño asustado. Apenas despunta el alba, salto de la cama, tiritando de angustia. Envuelvo mi desnudo cuerpo en un ligero batín marrón con rayas púrpuras, y camino descalzo hasta la alcoba de mi hermana. Sin hacer ruido, me introduzco y las contemplo dormidas bajo la sábana de seda dorada que las cubre. Están gloriosamente desnudas, dejando asomar un pecho enhiesto o un hombro redondeado y grácil, los perfiles casi rozándose.

Me despojo de mi batín y me deslizo bajo la sábana, a espaldas de Pam. Con un suave empujón, la echo en brazos de Elke, que ronronea al atraparla, sin abrir los ojos. Por mi parte, alargo un brazo, atrapándolas a ambas. Las observo dormir, respirando tan plácidamente que la inocencia parece brotar a la superficie, cubriendo la piel desnuda con un aroma especial. Con una sonrisa, cierro los ojos.

Un suave cosquilleo me despierta. El sol entra a raudales por la ventana, así que debe ser media mañana. Los dedos de Pam acarician lentamente mis pezones, dibujando arabescos sobre la piel de mi pecho. Cuando la miro, me está sonriendo con esa bella mueca que ilumina todo su rostro. Los verdes ojos chispean, alegres y amorosos. Detrás de ella, con la barbilla apoyada sobre el hombro de su amada, Elke me mira también. Su mano está haciendo lo mismo que la de Pam, sólo que sobre el vientre de mi hermana. No sé cual de las dos sonrisas me emociona más. Si no fuera por la desgracia de Katrina, me sentiría el hombre con más suerte del mundo.

―           ¿Te sentías solo? – me pregunta Pam, dándome un suave beso en el hombro.

―           He tenido una mala noche – confieso.

―           Puedes dormir con nosotras mientras que Katrina no esté, lo sabes – es el turno de Elke.

Muevo la cabeza, asintiendo, sin dejar de mirarlas. No sé cómo empezar con lo que tengo que contarles.

―           Un mal sueño se me ha quedado grabado en la cabeza – me decido. – Una pesadilla que no deja de perseguirme…

―           ¿De qué se trata? – me pregunta dulcemente mi hermana.

―           Estaba solo y cansado… viejo. Sentado en el porche de la granja. Todo estaba nevado y no se veía a nadie. Sabía que ya no estaban, ninguno de ellos. Ni padre, ni madre, nadie de la familia, y tampoco vosotras. Estaba solo y esperaba la muerte…

―           Joder, hermanito.

―           Intentaba recordar mi vida, sentir cuanto había vivido, pero nada conseguía llenar el vacío que sentía en mi interior. No importaba lo que hubiera experimentado a través de los años, porque me encontraba solo y pronto dejaría de existir. Nadie me recordaría, nadie me añoraría. Cuando me extinguiera, mis huellas de paso por la vida, desaparecerían también. Nunca he experimentado una sensación semejante, Pam… es algo desolador.

―           Sssh… tranquilo, es solo un sueño.

―           No, es más que eso. Es un aviso.

―           ¿Un aviso? – pregunta Elke, confusa.

―           Le he estado dando vueltas a la posibilidad de perder a Katrina. Está situación es muy peliaguda y no sé cómo acabará. Algo puede salir mal y Katrina morirá.

―           No digas eso, Sergio – mi hermana traga saliva.

―           Si Katrina muere, habré perdido la oportunidad de tener un heredero con ella, con la mujer a la que amo. Todo lo que venga después no tendrá importancia, pues habré perdido el momento perfecto – la mano de Pam acaricia mi mejilla con suavidad, indicándome que me comprende. – Necesito un vástago, no sólo como heredero sino como garantía para Ras.

―           ¿Para Ras? – esta vez, las dos preguntan a la vez.

―           Si muero, Ras se disipará. No podrá encontrar otro cuerpo afín a él. Gastó demasiado ectoplasma mientras me preparaba. No tendrá otra oportunidad. Necesitará un retoño de mi carne para aferrarse a esta realidad. De esa manera, continuará protegiendo a esta familia, asesorando y enseñando.

―           No lo había pensado – musita Pam.

―           Yo tampoco, al menos seriamente. Pero esta noche ha sido toda una revelación. Me he dado cuenta de lo frágiles que podemos ser, a pesar de nuestra vitalidad y juventud. Un golpe de mala suerte y todo se acaba. He conseguido demasiado como para que todo se pierda, o venga esa hija puta de Anenka a llevárselo todo. Por todo ello, necesito un hijo ya… y Katrina no está, ni sé cuando volverá, o si lo hará siquiera.

Pam se gira un poco hacia Elke y la mira intensamente a los ojos. Es una comunicación sin palabras, algo que siempre se les ha dado muy bien a las dos. La rubia asiente y le da un piquito en la punta de la nariz. Pam vuelve sus ojos a los míos. Su mirada es tan intensa que me estremece.

―           Yo te daré un hijo.

Aquellas palabras me atraviesan como un dardo de luz, con un dolor que no es físico pero que oprime mi corazón, estrujándole con amor y entrega. Siento como el amor de mi hermana se convierte en fuego, unas brasas que calientan mi helado cuerpo, aportando una esperanza que amenazaba con huir.

―           Pam, ¿estás segura? – murmuro.

―           Jamás he estado tan segura de algo. Elke y yo lo hemos comentado en varias ocasiones y estamos de acuerdo.

―           Hemos divagado con la posibilidad de que alguna de nosotras quedara embarazada de ti – toma Elke el relevo. – Repasamos todas las opciones, los inconvenientes también… siempre hemos llegado a la conclusión que seríamos felices de unificar más esta familia. No importa quien sea la afortunada.

―           Así es, cariño – Pam atrapa una mano de Elke y la acuna contra su pecho. – Para el caso de Ras, yo sería la más indicada, pues compartimos el mismo ADN. Un hijo nuestro tendría el material genético más adecuado para ser anfitrión, ¿no?

―           Podría ser – sonrío, agradecido.

―           Legalmente también serviría porque sería… digamos que tu sobrino – el tono de Elke es pícaro.

―           En el menor de los casos – asiento.

―           Entonces, decidido. ¡Vamos a hacerlo! – exclama mi hermana. – Dios, que morbo, joder… preñada de mi hermano…

―           Dejaremos de tomar anticonceptivos, pero habrá que disponer de múltiples ocasiones, ya sabes, para estar más seguros – expone Elke, poniéndose de rodillas en la cama y mostrando su escultural cuerpo desnudo.

―           ¿Tú también? – esta vez me toma desprevenido.

―           ¡Pues claro que sí! – exclama Pam, aupándose sobre un codo. – Con las dos hay más posibilidades. Deberíamos decírselo a las demás para que también colaboraran.

―           ¡Eso!

―           ¡Tranquilas! No divaguéis tanto. No pienso poner en brete la carrera de Krimea o de Denisse.

―           ¿Te imaginas a Nadia con un barrigón? – bromea Pam.

―           ¡Y pegando tiros! – remata Elke con una risotada.

―           Bien, con vosotras dos hay más que suficiente para empezar. Si alguna de las demás se apunta a ello después, bienvenida sea – me arrodillo también para abrazarlas.

―           ¿Cuándo empezamos? – pregunta Elke, alegre.

―           Ahora mismo, cariño, ahora mismo – responde mi hermana, empujándome sobre la cama.

No estoy seguro, pero me parece que la sola idea de quedarse embarazada de su hermano, ha desatado el fuego en el cuerpo de Pam. Se muestra ansiosa y terriblemente juguetona. Elke le sigue el juego de inmediato y las dos se lanzan a una guerra de delicados pellizcos, cosquillas, y lentos lametones por todo mi cuerpo. Las recuesto sobre mi cuerpo, sintiendo la calidez y la tersura de los suyos. Se frotan contra mí como si estuvieran asaltadas de terribles picores. Se turnan entre ellas para darme la lengua, que succiono con fervor, con total embeleso.

Muchas mujeres se me han entregado totalmente, derritiéndose sus almas entre mis brazos, pero no he conocido ninguna como ellas, y sobre todo Pam. Es como si hubiese alcanzado la meta de su vida, el último impulso que la llevara a alcanzara su cénit personal. Las cuatro manos femeninas aletean sobre toda mi piel, tanteando y buscando el punto adecuado para detenerse. Casi podría decir que se trata de una especie de agradable suplicio.

Finalmente, se deslizan, cuales sensuales serpientes constrictoras humanas, hacia mi entrepierna, lamiendo de paso todo lo que encuentran. Con una complicidad innata, una alianza entre hembras fogosas, se aposentan sobre mis dos costados, tumbadas de bruces y de través sobre la cama, ocupando toda la anchura del mueble. De esa forma, observan socarronamente mi miembro, que se yergue en toda su longitud sobre mi muslo.

La mano de Pam se adelante, tomándolo a la altura del frenillo y dejando el miembro recto como un bastón, apuntando hacia el techo. De inmediato, las bocas de ambas se lanzan hacia delante, ocupándose cada una de un lateral del largo cuerpo esponjoso. Las lenguas se pasean cuales amas y señoras por toda su dimensión, descendiendo hasta los testículos y el escroto, y vuelta a subir para coincidir ambas sobre el bien humedecido glande. De paso, las lenguas se unen en caricias atornilladotas entre ellas, que observo con enorme gozo.

Tales chupetones y mordisquitos hacen que mi pene alcance la máxima dureza de la que es capaz; en una palabra, casi se mantiene erecto por sí solo.

―           ¡Basta de juegos! – gruño, poniéndome de rodillas entre grititos divertidos de las dos. – Ha llegado la hora de meterla en vuestros coñitos…

De un par de manotazos, las tumbo en la cama, boca arriba, una al lado de la otra. Sus pechos se agitan, aquejados por jadeos de excitación. Se ríen bajito y separan obscenamente las piernas, intentando captar mi atención en una de ellas para ser la primera. Elke es quien gana dicho juego, presentando un montecito totalmente depilado y una vulva pálida, hasta que la abre con los dedos, mostrando el suave rosado de su interior. Mi hermana intenta levantarse para ayudarme con la faena, pero la sujeto contra el colchón, negando con la cabeza.

―           ¡Ni hablar! No te muevas de ahí – la ordenó – y ella se acomoda con gusto, pasando un dedo sobre el recortado y rojizo seto pubescente.

Me sitúo entre los blancos muslos de la bellísima noruega, que se mantiene expectante, con los labios entreabiertos y una cara de golfa que da susto.

―           Tengo entendido que la actitud lo es todo para la inseminación – susurro.

―           En este momento… me s-siento muy, pero que muy guarra… ¿Eso sirve? – responde en un extraño maullido.

Pam se ríe y alarga una mano, tapándole la boca.

―           Préñala, hermanito – me urge Pam, empujando mis nalgas para que empale su novia.

―           Amén – musito, introduciéndome lentamente en Elke, hasta que sus músculos vaginales frenan mi paso.

―           Espera, e-espera – gime, enganchada a mi cuello, sus labios cosquilleando sobre mi barbilla.

La dejo que se habitúe al miembro que pulsa en su interior. Elke no es la más ancha de las chicas, ni la más acostumbrada a hacer el amor con un hombre, de hecho. Hay que darle su tiempo, normal.

―           ¿Preparada, cosita mía? – pregunta dulcemente mi hermana a su media naranja.

―           Sí, sí, sigue Sergio – murmura, alzándose para morder mis labios.

Otro lento empujón y me detengo hasta introducir más de medio miembro. Es suficiente. Me centro y bombeo hasta diez veces, con un ritmo muy lento, sacando el pene hasta el inicio del glande. Elke está vibrando de gozo y sus piernas están prestas a cerrarse sobre mis riñones. En ese momento, me salgo y la dejo. Sus ojos se abren con sorpresa, y me miran, llenos de desilusión.

―           Un ratito cada una, así no sabré en quien me correré – le digo, aferrando a mi hermana por detrás de las rodillas y obligándola a encararme.

―           Sergiiiiii… por Dios – deja escapar cuando le cuelo casi media polla de un solo empujón. Sé que Pam lo soporta y que, en el fondo, le gusta.

―           Hola, preciosa. ¿Te importa que te mire a los ojos mientras te follo? Me encanta ver cómo te corres…

―           Oh, que cerdooooo eresss – silba al hablar a causa de la gran sonrisa que ilumina su cara.

Otros diez lentos empujones, que le dejan el coño bien cebado. Cambio de chica. Elke me recibe con mucho deseo, ni siquiera se queja cuando llego al fondo de su vagina. Inmediatamente, sus tobillos se entrelazan con los míos, para que no me escape, sin duda. Nos miramos a los ojos pero ella no aguanta. Al cuarto envite, sus parpados aletean y sus ojos se giran, nublados por el primer orgasmo. Le doy otros cuatro punterazos para mantener el placer y cambio a Pam.

Mi hermana se pega como una lapa a mí, estrechando mi cuello, mordisqueando mi lóbulo derecho. Literalmente, hace que bote sobre ella. Al llegar la cuenta a diez, está gritando mi nombre, a punto de explotar, pero no le hago caso y me retiro. Suelta un feroz insulto y rueda sobre la cama, hasta meter sus manos entre los muslos, quedando de bruces.

―           Aguanta – le susurro, antes de volver mi atención a Elke.

Ésta se encuentra de rodillas, como yo. Me echa las manos a la nuca y se cuelga de mí, abrazándome con sus piernas. Ella misma se deja caer sobre mi pene, aunque tengo que ayudarle con la mano para que no se salga. No me deja actuar, enseguida se agita como una enloquecida, estrujando mi miembro con una movilidad vaginal que desconocía. Esta vez sí me mira todo el tiempo y es capaz de adivinar cuando estoy a punto de vaciarme.

Como si fuese una amazona experimentada, me descabalga y me empuja hacia Pam, quien nos está mirando y acariciándose el clítoris al mismo tiempo.

―           Tienes que correrte en tu hermana la primera vez – me llegan las palabras de la noruega, a mi espalda. – Ella fue la primera…

Ya te digo, cuando la mujer tiene la razón, no hay Dios que se lo discuta. Pam vuelve a girarse con habilidad y se coloca en la postura anterior, la del clásico misionero, que para estos casos es la mejor y más cómoda. Sus brazos se abren, reclamándome, y me hundo en ella, notando toda la humedad que emana de ella y olisqueando el aroma a hembra plena que despide.

―           P-pam… es un p-placer follart-te – gruño al topar con su cerviz. Ella jadea fuertemente. – Te seguiré f-follando aunque estés bien gorda…

―           Oooooh… por Dios… que guarradassss – balbucea Pam, todo su cuerpo agitado por los embates que le estoy dando.

―           Aún no sabes nada sobre guarradas… tengo un par de ellas en la c-cabeza… joder, m-me viene… voy a d-darte por el… culo y t-tu n-novia… ¡Diosss, que gustazo!

―           ¿Qué hará Elke? – pregunta Pam en un hilo de voz, los ojos ya cerrados.

―           M-me la meneará m-metiendo su mano… por tu… ¡COÑOOOO! – grito en el momento de correrme.

―           S-santa madre de… Diosssss – recita ella, lanzando sus caderas hacia delante, inundada de semen y alcanzada por un fortísimo orgasmo que la ha tensado como un cable de acero.

―           Así, así, bien hecho – murmura Elke, apoyada en mi espalda. Su mano apretándome suavemente los testículos para que descargue completamente en el interior de su novia. – Ahora descansa, que tienes que llenarme a mí, campeón…

¿Qué queréis que os diga? Cuando las cosas se piden así de bien, uno rinde lo que haga falta, ¿o no?

                                                                                 CONTINUARÁ…

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