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Francés, je l´aime bien.

en Hetero: General

      -...y entramos en la carpa del circo, donde había un gran cartel rojo que decía que era el catorceavo festi...

     -¿Qué herejía has dicho? - preguntó d. Diego.

     -Eeh... - el niño buscó en su redacción, y miró al maestro y director de la escuela elemental, sin saber qué había dicho mal. 

    -No se dice “catorceavo”, se dice “decimocuarto” - corrigió el director. - Subráyalo, y luego lo copias diez veces, para que no se te olvide. Esto no es un castigo - dijo al resto de la clase - Cuando copias una palabra, a fuerza de repetirla, se os queda grabada, y ya no la olvidáis más. Sigue. - el chiquillo asintió y siguió leyendo su redacción, pero pocos segundos más tarde, entró el conserje, a quien los niños llamaban el Vinagrón.

    -Perdone, sr. Director. - dijo el vigilante - Le esperan en su despacho. 

     Don Diego ya sabía quién le esperaba, de modo que le pidió al conserje que se quedase a cuidar los poco minutos que aún quedaban de clase y mandó a sus alumnos que fuesen haciendo los ejercicios que había mandado hasta que sonase la campana del recreo. 

     El director se dirigió a su despacho, y la vio a través de la puerta entreabierta del mismo. Estaba de espaldas a él, vestía de manera sencilla, con ropas parduscas y ligeramente austeras, pero llevaba zapatos de tacón, limpios y brillantes.  

     -Buenos días. - dijo al entrar en su despacho, y la mujer se volvió. Su media melena de color claro flotó por un momento alrededor de su cara, y el director vio sus ojos. Sonrientes, de un cálido color castaño claro, como el de las avellanas. El hombre le tendió la mano y ella la estrechó en un apretón decidido, quizá una pizca más fuerte de lo que él habría esperado. Llevaba un relojito muy fino, dorado, y olía muy bien, pero había prescindido de joyas, ni siquiera llevaba pendientes ni anillo alguno, y su olor era jabón y colonia, no perfume. - Siéntese, por favor. 

    La mujer se sentó en la silla frente al escritorio del director, y éste hizo lo propio, mientras se ponía las gafas de cerca para examinar el currículum de la nueva maestra. Mientras lo hacía, también ella aprovechó para estudiarle. Don Diego pasaba bien de los cuarenta, pero no llegaba a los cincuenta todavía, pelirrojo, con bastantes cabellos rubios que en su caso, eran canas. Ojos castaños y nariz bastante grande. Alto, delgado en general, pero echando algo de tripa. Traje y corbata, muy formal para un profesor elemental, zapatos impecables y reloj caro. Se consideraba un maestro de la vieja escuela, con él no iban los rollos de la pedagogía moderna, y se le notaba. A él, los niños le llamaban Don Diego, o señor profesor, jamás le tuteaban, ni le llamaban “profe”. Era del tipo de profesor al que le basta una palabra o una mirada para dejarte clavado en el sitio, y que no necesita alzar la voz para mantener el orden... 

     -Muy bien. - dijo, alzando la mirada del currículum. - Filología francesa, Magisterio, varios cursos de Pedagogía, Psicología infantil, Logopedia... y además, varios años en Francia.

    -Sí, señor. Aunque alli fui profesora de español. - sonrió la mujer. D. Diego devolvió la sonrisa, aunque casi exclusivamente por amabilidad. 

    -¿Y cómo se ha decidido a volver ahora?

    -Deseaba volver a España. En París era feliz, y tenía ya mi carrera bien orientada, pero mis padres ya son mayores, me van necesitando más y sobre todo, quería ejercer de profesora de francés, que es para lo que estudié. 

    -Bueno... - d. Diego se quitó las gafas y las sostuvo entre los dedos mientras sonreía a la maestra, intentando expresarse con delicadeza - Tenga en cuenta que sus alumnos, no van a pasar de los diez u once años... no dudo que aprenderán francés, pero no van a salir de aquí hablando como Molière... Particularmente, pienso que con aprender inglés, los chicos tienen ya bastante; lo principal es que aprendan a la perfección su lengua materna, y después meterse en fantasías, pero los padres y la dirección dicen que quieren grupos de doble idioma, y se les dará. Pero ya le digo que no se haga demasiadas ilusiones. 

     -Soy consciente de ello - sonrió. - Y le agradezco la franqueza. Pero el aprender una lengua como el francés, también servirá para que los niños comprendan mejor la suya propia y la aprendan. Y sé que cuando se marchen de aquí a Secundaria, no van a salir de aquí traduciendo a Jean Paul Sartre, pero sí con rudimentos y curiosidad, que es lo más importante. Eso, no sólo les servirá para seguir aprendiendo la lengua, sino también la cultura y la historia de un país fascinante como es Francia. 

     -Ah... ¿la cultura y la historia? - preguntó d. Diego.

    -Naturalmente. El idioma no se puede aprender sin el marco adecuado. Es un error pretender lo contrario. He visto muchas clases de inglés donde los niños aprendían gramática y vocabulario sin parar, pero si les pedías que te dijesen una frase, una frase sencilla, una petición, o que te dijeran cómo se decían tal cosa en inglés, no lo recordaban. Para ellos, el aprendizaje del idioma, era algo que se usaba sólo en esa clase, fuera de ella, no servía para nada y no tenía ningún sentido. No les enseñaban a comunicarse, sino sólo a memorizar, sin enseñarles lo más importante... qué objeto tenía aprender lo que aprendían. 

    -Y según usted, eso se soluciona...

    -Eso se soluciona mostrando a los niños no sólo la gramática, sino también la cultura. Haciéndoles ver que en Francia, hay niños igual que ellos, que también celebran fiestas, y tienen comidas favoritas, y juegan, y cantan y ven la televisión. Haciéndoles ver que un idioma, no es una cuestión abstracta, sino que forma una parte muy concreta de un país y de las personas que habitan en él. Enseñándoles que lo que aprenden, es un vehículo de comunicación, no un montón de conocimientos que sólo sirven para pasar un examen y después pueden ser olvidados. Cuando los niños entienden que lo que están aprendiendo les será útil para leer tebeos en francés, o entender canciones, o jugar a juegos, o hasta jugar o cartearse con niños de otros países, entonces desean aprender. Y es entonces cuando aprenden, y no olvidan lo aprendido. 

 Don Diego asintió con la cabeza. La entrevista duró algo más de media hora, pero él ya había tomado su decisión sobre la nueva maestra: se quedaba.

                                                       ************************

     Asunción empezó a dar sus clases aquélla misma semana; el curso apenas había empezado, y la hora que anteriormente los niños habían tenido de “deberes”, se convirtió en la clase de francés. Es cierto que sólo eran tres horas semanales, pero dña. Asunción tenía buena mano con los niños, y sabía interesarlos contándoles historietas y curiosidades. Los niños de tercero, cuarto y quinto, los cursos donde daba sus clases, empezaron a aprender las bases del presente simple francés y el verbo être (ser), pero a la vez, aprendían algo más... aprendían dónde estaba Francía, con qué limitaba geográficamente, qué clima hacía en París, qué horario escolar tenían los niños de su edad y qué clases daban, qué programas veían en la tele, o qué dulces preferían. Cómo vivían, en suma, y eso les producía curiosidad. Y nada es más productivo para el aprendizaje que sembrar curiosidad. Los niños esperaban la clase de francés con la misma impaciencia que la de dibujo o gimnasia, porque eran interesantes y entretenidas, y aunque hubiera que hacer deberes, esos deberes tenían una utilidad. Tal y como dña. Asunción había predicho, sus pequeños discípulos aprendían con mucho mayor interés algo a lo que le veían utilidad inmediata. 

     La maestra empezó a llevar cómics, adaptados a la edad y el nivel de los niños, como historietas sencillas de Los Ñam-Ñam o chistes gráficos muy visuales, a sus clases, para que vieran que, con su poquito de francés, ya podían entender ciertas cosas y sacarle provecho a sus esfuerzos. Si sólo con un poquito ya podían coger algunas cosas, conforme aprendiesen más, podrían ver cosas mucho más complejas y divertidas... y a ésta conclusión, ni siquiera tuvo que llevarles ella, llegaron ellos mismos. 

    Tanto los padres como d. Diego se mostraron muy contentos con la maestra, y doña Asunción se sentía muy a gusto en la escuela. Pero, fuera de las conversaciones entre compañeros, la mujer apenas hablaba. No contaba nada de su vida personal, absolutamente nada, y eso intrigaba al director. No es que fuese un cotilla, pero... ¿realmente había sido sólo su deseo de enseñar francés lo que le había hecho dejar París? Según su currículum, había pasado allí cinco largos años, y la Ciudad de las Luces le gustaba, se notaba, bastaba con hablar con ella dos minutos, ¿por qué la habría dejado entonces? 

     -Dígame una cosa, doña Asunción, ¿es usted feliz con nosotros? - preguntó el director una tarde, terminando la comida en el comedor. Generalmente, d. Diego solía sentarse en la silla del centro, pero aquél día, se sentó en un extremo de la mesa, para sentarse junto a ella.

    -Por favor, Don Diego, Asunción a secas. Los niños no me tratan de usted, y no veo motivo para que usted tampoco lo haga. Y sí, soy feliz aquí, muchas gracias.  

    -Está bien. Asunción. - el director sonrió - Pero a cambio, usted tiene que dejar de llamarme “don Diego”... Diego es mi primer nombre, y lo uso por que sé que es lo legal usarlo, pero mis colegas, entre amigos, siempre me llaman por el segundo. Era el nombre de mi padre, y me gusta más. Anselmo. - lo mujer sonrió - Sí, sé que no es muy bonito... Pero prefiero eso a don Diego, me da la sensación de que están hablándole al Zorro y no a mí. 

    -Como quiera. Anselmo. - Asunción sonrió y al director le pareció que tenía una manera muy dulce de decir su nombre. Pero enseguida volvió a la conversación. 

     -Verá, le preguntaba si es feliz, porque... yo sé que a usted le gustaba París, y por más que lo pienso, no acabo de entender por qué una mujer, después de cinco años enteros en una ciudad, con un puesto fijo, una casa amueblada, una vida, en suma... de un día para otro, coge sus maletas y se va a otro país. 

     -Oh, bueno, fue casi lo mismo a la hora de irme allí. Me salió una oferta de trabajo, yo quería visitar Francia, y fui. - a Anselmo no le pasó desapercibido que ella había dejado de mirarle a él para mirar sólo su taza de café. - Pasado el tiempo, quise volver y volví, eso es todo. 

     -Pero, ¿no tenía usted allí a amigos, compañeros sociales... personas a las que echaría de menos?

      -No. - contestó enseguida. - Tenía compañeros de trabajo, sí. Gente con la que sales a tomar un café, con la que charlas, pero no son “amigos”, y puedes dejarlos atrás. 

     -Ah, ¿sale usted habitualmente con los compañeros de trabajo...?

    -Bueno, habitualmente... de vez en cuando. 

    -Se lo digo por que yo tengo debilidad por el café, y he notado que a usted también le gusta mucho. - La mujer le miró, inquisitiva. Ella tomaba café, claro, ahora mismo estaba tomando uno, pero, ¿cómo sabía él si le gustaba mucho o poco? Anselmo sonrió y señaló la taza que tenía entre las manos - He visto que usted lo toma solo. Sin leche ni azúcar, y antes de tomarlo, lo huele para disfrutar del aroma primero. - Su expresión se volvió muy amable, porque sabía que su modo de mirar a la gente y sacar conclusiones, a veces, molestaba. - Sólo las personas a las que les gusta de verdad el café, lo toman así, amargo y sin echarle nada, para disfrutar del sabor puro. 

     Anselmo omitió decirle que también cerraba los ojos al oler el café y sonreía, y se ponía muy guapa disfrutando de ese olor, y que cuando tomaba el primer sorbo, despacio, dejaba el líquido en su boca unos segundos antes de tragarlo, para paladearlo, y se le escapaba un “mmmh...” del que ella ni siquiera era consciente, pero la favorecía mucho. Asunción se quedó pensativa. Por un lado, no le gustaba nada que su jefe fuera tan observador y se hubiera centrado tanto en observarla precisamente a ella. Por otro, tenía razón, le encantaba el café desde bien pequeña, su sabor fuerte, denso y amargo que se quedaba en la boca, su aroma potente que le hacía recordar tantos momentos de su niñez y su vida... No tenía sentido negar lo evidente. 

     -Por eso, si le gusta el café, el del comedor no es malo del todo, pero conozco un sitio, donde dan uno que hace que esto, parezca achicoria recalentada, el Café Royal, ¿lo conoce? Junto a la Universidad. - Asunción negó con la cabeza, casi temerosa del cariz que estaba tomando la situación - Pues, si le apetece, esta tarde podemos ir allí.  

     Asunción no quería aceptar. No tan pronto. No con el director. No con un compañero, con un jefe... pero Anselmo la miraba con esos ojos verdes tan tristes y tan amables e  inteligentes a la vez, y tuvo la sensación de que aquél hombre, no pretendía llevársela al huerto; por lo menos, no esa misma tarde, sino más bien parecía pretender que se abriese un poco más con todos. Asunción tenía que reconocer que se había cerrado como una ostra, no quedaba con nadie y no hablaba más que lo imprescindible, y en cuanto la conversación se desviaba a terrenos familiares o personales, contestaba con evasivas y buscaba la menor excusa para marcharse. Era lógico que el director del centro hiciese lo posible para que se integrase... Aceptó. 

     No sería la última vez que aceptase; desde entonces, casi todos los viernes el director se ofrecía a llevarla allí a tomar café, y Asunción quería negarse, intentaba negarse... pero Anselmo tenía razón: el café era delicioso, hacía honor al acrónimo: Caliente, Amargo, Fuerte y Espeso. Le recordaba mucho al que tomaba en París, en su cafetería favorita. La verdad que el Royal recordaba a París en su totalidad, tan agradable, tan íntimo y cálido, con tan buena música de fondo... Estaba segura que Anselmo lo había elegido a propósito para que ella no pudiera negarse, y no le faltaba razón. Todos los viernes se sentaban en la misma mesa, frente a frente, en los cómodos silloncitos, en un rincón un poco oscuro, junto a la foto de la Torre Eiffel. No era como estar allí, claro que no, pero... 

     Anselmo contaba y escuchaba. Pero escuchaba silencios que, en el caso de Asunción, decían más que las palabras. Anselmo le habló acerca del plan de estudios, de sus ideas de dar clase, y Asunción hablaba y rebatía y daba ideas; él y ella tenían puntos de vista diferentes... él era muy rígido y perfeccionista, ella mucho más flexible. Anselmo le habló acerca de su mujer, que se fue con otro, y Asunción asentía y callaba. Anselmo le hablaba de la calle en la que había crecido y jugado de niño, y Asunción contaba alguna anécdota que otra. Anselmo le hablaba de sus amigos, de dónde se conocieron, de aquéllos con los que tenía contacto, y Asunción contaba cosas de sus compañeros del colegio francés, pero siempre intercalando silencios, que llenaba acercándose la taza a los labios, simulando beber para pensar en qué decir, sin mentir, pero sin contarlo todo. Una tarde, ya casi a punto de marcharse, cuando el camarero les trajo la cuenta, los dos intentaron cogerla a la vez, y sus dedos se rozaron. Asunción sonrió, intentando no tomarlo en cuenta, pero Anselmo recogió la nota, y al hacerlo, le acarició los dedos con toda intención, mirándola a los ojos. 

    Asunción dejó de sonreír, ¿pero qué pretendía...? Con esa cara de sapo, ese narigón enorme y ese pelo zanahorio... ¡la culpa era de ella, por confiar en ningún tío! 

     -Creo que es mejor que sigamos pagando cada quien lo nuestro. - la frialdad de su voz hubiera servido para apagar un incendio. 

      -¿No me va a permitir que la invite tampoco hoy? - preguntó Anselmo, y quiso esbozar una sonrisa, pero la expresión de la maestra le congeló el gesto. 

     -No. Ni tampoco creo que se lo permita la próxima vez, así es que la semana que viene, puede ahorrarse el intento. Y hasta el traerme al Café. - dejó su parte del importe de mala gana sobre la mesa y se levantó, dispuesta a marcharse, pero el director salió tras ella. 

      -Asunción, espere... - Ya en la calle, la maestra buscaba rápidamente un taxi, ansiosa por alejarse lo antes posible. - Permítame que la acerque en coche, por favor.

     -No se moleste. - Asunción se dio cuenta que había elevado un poco la voz, que había contestado más arisca de lo que pretendía, y se encaró con el director, algo más calmada, pero igual de fría - No hace falta... no es preciso que haga nada por mí. No quiero que lo haga. 

     -La verdad, no entiendo qué he podido hacer para molestarla tanto, sólo por pretender pagar la consumición. - sonrió Anselmo, intentando quitarle hierro al asunto, mientras se maldecía por dentro, ¿quién le mandaba tocarla con tanta intención? ¡Sabía de sobra que algo ocultaba, y no era precisamente miedo a los dentistas! Sea como fuere, a Asunción le dio pena verle allí, tan educado, tan mayor, y tan apurado por ella... 

     -No es culpa suya, Anselmo... es sólo que... - negó con la cabeza - Usted y yo... No. Se lo agradezco, pero no. 

     -Reconozco que soy feo - sonrió él - Pero eso no nos impide seguir quedando y disfrutando juntos del café, ¿no le parece? 

     -Anselmo, no se engañe. No voy a cambiar de idea.

     -¡Ni yo lo pretendo! Es sólo que usted es una de las pocas personas que me aguantan el café, y me gustaría conservarla. - Asunción permaneció pensativa - ¿Me deja que la acerque a su casa? 

     La maestra estuvo a punto de decir que no, que cogería un taxi, que no se molestase... pero Anselmo la miró con esos ojos verdes y esa sonrisa de profe bueno, y ella entendió que se sentía culpable. Culpable y ridículo, por haberse expuesto y que ella le rechazara. Y accedió. 

     Durante los días siguientes, Anselmo notó que ella quería a la vez hablar con él y esquivarle. Le gustaba estar con él, pero se mostraba aún más distante, prefería sólo escucharle. El director, sin cortarse un pelo, se sentaba a su lado en todas las comidas y charlaban de trivialidades, intentaba hacerla reír (y lo conseguía), e intentaba que fuera tomando parte en la conversación, y, poquito a poco, fue hablando de nuevo. 

     -Siempre me ha parecido que el francés es una lengua muy musical - dijo Anselmo aquél mismo jueves - Yo nunca lo he dominado, lo estudié un par de años, pero reconozco que no soy nada bueno para los idiomas... 

      -Eso es prejuzgarse a uno mismo. - opinó ella - Cada quien puede ser bueno en lo que desee, sólo hace falta darse tiempo y esforzarse. Yo podría darle clases, si a usted le apetece - Nada más decirlo, ya se había arrepentido, pero ya era tarde.

     -¡Hombre, eso sería estupendo...! - sonrió Anselmo - Dígame una cosa... ¿cómo digo en francés “soy el director”? 

     -”Je suis le directeur.” - contestó ella

     -¿”Che suí le directer....”? - intentó Anselmo, y Asunción soltó una risita. 

     -”Directeur”... - vocalizó con cuidado, pero el director intentó repetirlo y no conseguía hacer el sonido de erre francesa, se le atragantaba como una cápsula medicinal atascada en la garganta, y cuanto peor lo hacía, más risa le daba, y más se reía también Asunción, hasta que la maestra le tomó la mano y la puso en su propia garganta - Mire, aquí.... grrrrrrrrrr.... ¿oye cómo... - pero no pudo terminar la frase. Su corazón se aceleró de tal modo en un segundo, que tuvo que tomar aire rápidamente. Quiso soltar la mano de Anselmo, pero éste había apresado la suya con el pulgar, y parecía completamente interesado en el sonido de la maestra. De hecho, no mostró la menor alteración al contestar. 

     -Sí, ya veo... “Digrectegr...” ¿es así? - llevó la mano de Asunción a su vez a su garganta y repitió - “gggrrrrrr...” ¿así? 

    Asunción intentó obviar el rubor que subía a su rostro, e hizo acopio de toda su presencia de ánimo para asentir. 

     -Sí. Un poquito fuerte quizá, pero muy aproximado. Está bien. - Anselmo sonrió y le soltó la mano y Asunción, para evitar retirarla como un rayo, lo hizo lentamente, acariciando sin querer la nuez del director. Casi le pareció sentir cómo él tragaba saliva. 

     Aquélla tarde, Asunción recogió sus papeles y se dirigió a su coche hecha un mar de dudas. Anselmo no tenía la culpa de nada, él era inteligente, y bueno, y amable... Pero también “el otro” había parecido... “No”, se corrigió. El otro nunca había sido así. Había sido inteligente, desde luego, pero sólo era amable y bueno cuando le convenía serlo, el resto del tiempo era más bien seductor. Anselmo no era culpable, pero no le convenía. No ahora. Ella quería tomarse tiempo, descansar, no enredarse, tener tranquilidad... no era el momento de iniciar una relación, sino de reposar... Entró en su coche y dio a la llave de contacto, pero el motor gimió y no arrancó. 

     -¿Qué pasa? - se dijo la maestra, y probó de nuevo, pero el coche gimió otra vez, y se paró. Al tercer intento, ni gimió, directamente permaneció callado como un muerto. - Maldita sea.... - masculló Asunción, salió del coche y levantó el capó, pero ella no veía nada anormal... le daban ganas de darle una patada a una rueda, pero en lugar de eso, sacó el móvil para llamar a la grua. No había marcado el segundo número, cuando:

     -Asunción, ¿todo bien? - era Anselmo, desde su coche, quien también se preparaba para irse y la había visto parada en su plaza. 

     -No, no muy bien. No quiere arrancar. - admitió ella. 

     -Vaya, qué contrariedad... - Anselmo paró el motor y salió del coche, dispuesto a echar un vistazo. Asunción quiso decirle que no hacía falta, que ya estaba llamando a la grúa... pero el director ya estaba mirando el motor con gesto grave. - Buf. Me lo temía. La maldita junta de culatas. 

     -¿La qué? - preguntó Asunción. 

     -La junta de culatas, si logra arrancarlo, se parará de aquí a veinte metros, y se quemará el motor. Mal arreglo tiene esto... Y menos, hoy, que mañana es festivo y después el fin de semana. 

     -¡Maldición...! - negó con la cabeza la maestra - Bueno, voy a llamar a la grúa.

     -A la grúa... Asunción, ¿se ha fijado que ya son más de las seis, y mañana, festivo nacional? - sonrió Anselmo.

     -Bueno, pero las grúas funcionan todo el año... 

    -Claro que sí, pero usted pruebe a pedir una el primero de Enero... ¿Por qué no deja que la lleve a casa yo? Desde su casa, llame a la grúa tranquilamente, y ya le da igual si la grúa tarda una hora o dos.

     -Oh... no, no es preciso - Sonrió Asunción. No, eso no, después de lo sucedido en la comida, no... - No hace falta, prefiero esperar a la grúa y que lo lleve al taller... 

     -Sí, dos horas aquí, con el frío que hace, y amenazando lluvia, y cuando salga del taller a las tantas, a buscar un taxi... Asunción, ¿no ve que yo no tengo corazón para dejarla aquí tirada? Soy capaz de quedarme aquí con usted hasta que venga la grúa, pero no la dejo aquí. 

     -¿Pero cómo se va a quedar usted aquí...? ¡No hace falta! Por favor, ni que fuera tonta - sonrió - No va a venir el coco a llevarme, Anselmo, puede irse sin reparo, y además no hace tanto frío, y yo no creo que vaya a llover. - El cielo eligió ese preciso momento para descargar un sonoro trueno. Asunción puso los ojos en blanco. - Está bien... Tal vez sea lo más juicioso. 

    A Anselmo no le cabía la sonrisa en la cara cuando le abrió la puerta del coche para que subiera. Apenas habían cruzado el portón del Colegio cuando ya empezó a chispear, y no habían llegado a la rotonda cuando empezó a caer agua con tanta fuerza como si fuera el Diluvio. Asunción odiaba admitirlo, pero Anselmo había tenido razón; de haberse quedado allí a esperar a la grúa, por poco que tardase, ya estaría hecha una chupa. No pasaron ni diez minutos cuando estaban ya frente a su casa, y la maestra pensó que sería muy grosero despedirle con un simple “gracias y lárguese”... a fin de cuentas, la había traído a su casa, y ella sabía de sobra que, de haber persistido en negarse, se habría quedado allí con ella, con lluvia o sin lluvia. 

     -Ha sido muy amable... ¿le gustaría entrar y tomar un café? - sugirió ella. Casi rezaba porque dijese que no, que estaba ocupado, que tenía que corregir exámenes... 

     -Oh, no quisiera molestar... - sonrió Anselmo.

    -No es molestia... - contestó casi automáticamente, e intentó corregirse al instante - A-aunque, bueno, la verdad es que no tengo muy ordenado el salón, y...

     -Por favor, eso no tiene ninguna importancia, subiré de todos modos y si quiere, cerraré los ojos. - Anselmo sonrió más aún y tomó su paraguas del asiento trasero. Mientras salía y le abría la puerta, tapándola con el paraguas, Asunción pensaba en francés. En una palabra muy concreta: mèrde. 

     La maestra salió del coche, y de forma instintiva se pegó al cuerpo de Anselmo, para quedar lo más dentro que podía del área protegida por el paraguas, y el director la tomó de la cintura para andar con paso bien ligero los pocos pasos que separaban la plaza de aparcamiento del portal. Pese a no ser más que unos metros, cuando el director cerró el paraguas, ya protegidos en el zaguán, todo su traje pardo brillaba de gotitas de lluvia, y Asunción se le quedó mirando un segundo de más, hasta que se acordó de sacar la llave y abrir. 

     El piso de la maestra no era muy grande, pero sí acogedor, decorado con esa indolencia que produce más el amontonamiento de cosas que la distribución estratégica de las mismas, y que induce a pensar que su propietario las coloca no donde puedan quedar mejor, sino donde las encuentra fácilmente y siempre las tiene a mano. El salón era más bien una biblioteca; el tresillo y la mesita baja eran los únicos muebles que no contenían libros, por lo demás, todo eran estanterías repletas, si bien es cierto que, aquí y allá, había alguna foto, una figurilla de porcelana o algo similar... pero se notaba que habían sido colocados sólo por acompañar. Los protagonistas de la estancia, eran los libros, no había televisor y hasta sobre la mesita baja había un par de volúmenes que sin duda la profesora había estado consultando el día anterior, o quizá aquella misma mañana. 

     -Le ruego que disculpe el desorden... - se excusó Asunción, por más que Anselmo no consiguiera ver desorden alguno, hasta que la maestra tomó los libros de la mesita baja y los colocó en su estantería. 

     -No tiene ninguna importancia, no se preocupe. Tiene una casa preciosa. 

    -¿Le parece? 

    -Oh, claro que sí... y muy ordenada. Tiene... tiene los libros por orden alfabético y autor, como en una biblioteca - observó el director - Es usted muy meticulosa. 

    Asunción se sintió un poco embarazada e intentó escabullirse.

    -Voy... voy a hacer el café. Siéntase como en su casa. - la maestra se dirigió a la cocina, y Anselmo aprovechó el momento para mirar, en lugar de simplemente pasar la vista por las cosas. A Asunción le gustaba dar clase, tenía muchos libros acerca de cómo tratar con niños, manualidades, juegos para aprender... pero eso ya lo sabía, quería saber cosas de ella como persona, no como maestra. Había también varios libros sobre embarazo y parto, pero ella no tenía hijos; aunque no lo hubiese hecho constar en el currículum, si tuviese hijos, habría fotos de ellos por la casa, no hay mami que no tenga fotos de los niños... No podía ser que hubiesen fallecido o nacido muertos, entonces no tendría esos libros, le dolería tenerlos y se habría deshecho de ellos... más bien parecía que hubiese intentado quedarse en estado y no hubiese podido, y guardase los libros por si le resultaban útiles en el futuro, eso tenía más sentido.

    ¿Qué más había por allí? Un par de fotos de ella misma de pequeña, con sus padres, otro par de fotos de París, un gran puzzle-poster de la Torre Eiffel, y una foto un poco rara... era Asunción, y se veía la noria del Arco de Triunfo al fondo, pero la foto estaba doblada, se veía el cartón del marco. Anselmo se asomó al pasillo y, viendo que no venía nadie ni se oía el silbido de la cafetera, se atrevió a tomar la foto y desdoblarla. Como temía. Junto a ella, había un hombre, un tipo de la edad de Asunción, alto y moreno, que la tomaba de la mano. Le pareció oír unos pasos y colocó de nuevo la foto en su marco, y llevó las manos a la espalda, limitándose a mirar la estantería, como si simplemente hubiera estado mirando los libros. 

    Asunción entró con una bandeja con una cafetera humeante que despedía un olor delicioso y dos tacitas blancas. No traía lechera ni azucarero, puesto que ninguno de los dos echaba nada de eso al café, pero sí unas galletas de nata. Entró al salón sonriente, pero cuando vio dónde estaba Anselmo, la bandeja le tembló en las manos. Sabía que había visto la foto, el director era un maldito sabueso... bueno, tampoco importaba tanto, no era más que una vieja foto y un viejo novio, ¿qué más daba que lo supiera en realidad...? “Mucho” se dijo, pero intentó no hacerse caso, empezaba a estar harta de sí misma y su silencio.

     -Bueno... - musitó la maestra, colocando la bandeja en la mesita baja - Verá que mi café, no es tan bueno como el del Royal, pero se deja beber.

     -Seguro que está delicioso. - sonrió Anselmo - de hecho, huele de maravilla. - La maestra sirvió café en las dos tazas y por un momento, ninguno de los dos dijo nada, se limitaron a saborear la bebida, si bien fue ella la primera que rompió el silencio, aunque no con palabras; miró a Anselmo, esperando su veredicto - Exquisito. - dijo él, y Asunción no pudo evitar sonreír con cierto orgullo - Con mucho, de los mejores que he probado. 

    La maestra sonrió, pero estaba inquieta. Sabía que había visto la foto, y con eso, ella había quedado al descubierto. Es cierto que Anselmo no era hombre de cotilleos, no contaría nada por ahí... pero prefería decírselo ella. Bueno, a decir verdad, hubiera preferido no decir nada, pero en el momento en que le dejó a solas en su salón, tuvo que haber previsto que él lo descubriría... Era mejor por las claras. O eso esperaba. 

    -Anselmo.

    -¿Si?

    -Ha visto la foto, ¿verdad? - la maestra no pudo mirarle a los ojos - La foto que está doblada... 

    -Sí. - reconoció. Anselmo sabía que Asunción también era observadora, no tenía sentido mentir, y no quería hacerlo - No pretendía ser indiscreto con ello, si me dice que olvide por completo esa foto, yo no la habré visto nunca. 

    -No, al contrario. A lo mejor eso era justo lo que yo necesitaba. - Asunción logró alzar la cabeza y mirarle. - Ese hombre, era mi padrastro. - Anselmo no se esperaba semejante confesión, y su cara reflejó la intensidad de su sorpresa. - Yo no lo sabía... Me fui a París huyendo, y huyendo me fui de allí. Mi madre es buena, pero... es muy dominante. Ella quería que fuese abogado, como mi padre, que había muerto un par de años antes, y yo no quería estudiar Derecho, lo aborrecía. Mi madre me obligó a ello durante años,  hasta que lo abandoné, consideró poco menos que una traición el que yo estudiase Filología Francesa y quisiese ser maestra, dijo que sólo los inútiles y vagos se meten a maestros... pude estudiar porque mi padre dejó un fondo de estudios para mí, donde se especificaba que podría estudiar lo que yo quisiera, y mi madre no pudo impugnarlo... pero cuando terminé la carrera, empezó a hacerme la vida imposible, todo eran gritos, chillidos, discusiones... hasta que me fui. 

     Anselmo había dejado su taza, sin apurar, sobre la bandeja, y se acercó más a ella. La maestra suspiró y también ella dejó su taza. En los ojos del director había una mirada llena de amabilidad, y continuó: 

     -Fui muy feliz en París. La primera vez en años que lo era. - sonrió, y sus ojos se iluminaron - empecé a dar clases, y como un año después, le conocí a él. Era español también, y muy educado, muy galante... en pocas semanas, ya vivíamos juntos. Era abogado, y viajaba con frecuencia, pasaba temporadas en otros países, o eso me decía a mí, porque siempre iba a España. Pasábamos juntos los fines de semana, las fiestas, tiempo en vacaciones... Yo le amaba. - suspiró. Se sentía dolida y estúpida, pero también un poco aliviada al reconocerlo y dejarlo salir de una vez.  

     -¿Y dices que era tu padrastro...? - preguntó Anselmo, pasando a tutearla. Ella asintió.

    -Sí. En cierta ocasión, llamé a mi madre. No solía hacerlo, porque hablar con ella, era acabar discutiendo, pero le dije que quería ir para Navidad, para presentarle a una persona... le mandé su foto por correo electrónico, y le dije que era mi novio... mi madre me contestó insultándome, me llamó de todo, y yo no entendía nada... El médico de mi madre me llamó poco después. Ella había sufrido una crisis de ansiedad y le habían dado calmantes para que durmiera... me explicó que ese hombre, era el nuevo esposo de mi madre, se habían casado cosa de medio año después de que yo me fuera. Todo encajaba, yo le había conocido como cinco meses después de aquélla boda... sabiendo que mi madre y yo casi no nos hablábamos, él supuso que su truco nunca se descubriría. Le interesaba estar con mi madre porque ella le pagaba todo...

     -...Pero también necesitaba estar contigo, porque la heredera legal eras tú, ¿verdad? - Asunción asintió - Qué... ¡qué puerco canalla! - Anselmo se golpeó el muslo, era normal que la maestra no quisiese decir una palabra de su pasado. Un novio que te deja ya es bastante malo, pero aquello era demasiado. La tomó suavemente por los hombros - No te preocupes. No me has dicho nada. 

     -La verdad... - a Asunción le temblaba la voz - La verdad es que sí que quisiera decirte algo... 

     El estómago de Anselmo dio un giro. La maestra tenía un tono en la voz que... Asunción le miró a los ojos y por primera vez notó el dulce calor de las manos del director en sus hombros. Es cierto que era narigón, mayor que ella y no muy atractivo, pero... cuernos, ¿qué exigencias puede ponerle a la vida una mujer de treinta y ocho años que perdió la virginidad con su padrastro?

     -Anselmo... todas estas semanas, todo este tiempo... Has sido paciente conmigo, me has escuchado, has intentado que me integrara... 

     -Por favor, Asunción, no tienes que agradecerme nada... - sonrió Anselmo, acariciando arriba y abajo los brazos de la maestra.

     -No es eso... lo que quiero decir es que... una vez te dije que no. Y ahora especifico. No. No quiero que nos sigamos viendo sólo para tomar café, ni sólo como amigos, ni sólo para hablar de métodos. Deseo... me gustaría que... - la mujer buscó más palabras, decir con más exactitud que... pero Anselmo, el literato, el director de la escuela y fanático de la corrección lingüística, encontró una vez más la forma más exacta de expresarse. La besó.  Asunción se dejó llevar, disfrutando del beso como lo hacía del café, saboreando los labios y enseguida la lengua de su compañero, que se entrelazó con la suya y se acariciaron mutuamente. 

     Anselmo la apretó contra sí y le acarició el cabello, el rostro, deteniéndose en el cuello, lentamente... como en todo, también en el amor era un clásico, pero Asunción tenía métodos modernos y le llevó la manos a sus pechos, mientras se dejaba reclinar en el tresillo. El director no pudo resistirse y acarició el tibio pecho de la maestra, sin dejar de besarla, sintiendo cómo el pezón se hacía notar aún bajo el sostén y la blusa, y cómo las manos de Asunción aflojaban lentamente el nudo de su corbata, pero apenas tocó los botones, Anselmo se detuvo, separándose con un beso.

    -Espera... - otro beso rápido - La verdad que a los dos nos han traicionado; a ti el fresco ése, a mí mi ex mujer... Creo que, para una primera vez como es debido, nos merecemos la cama, y no un rápido en el sofá... ¿no te parece? 

     Asunción sonrió y asintió, encantada, pero emitió un risueño chillido cuando Anselmo se incorporó y la tomó en brazos, dispuesto a llevarla así al dormitorio. La mujer, colorada y sin dejar de reír, le señaló el otro pasillo, mientras pensaba como una tonta que nunca la habían tomado en brazos, nunca... el otro nunca la hizo sentir importante, siempre era donde primero pillaba... Anselmo la dejó en la cama, se sentó a su lado y la miró. Asunción sabía que aún llevaba puesta toda la ropa, pero le pareció que estaba desnuda a los ojos del director, y tenía razón. Su compañero se descalzó con los pies y se tumbó junto a ella, besándola de nuevo, a la vez que la abrazaba por los hombros y la cintura, bajando hacia las caderas...

     Asunción metió las manos bajo la camisa del director, y éste gimió sin separar su boca de la de ella, qué caricia tan dulce, hacía tanto tiempo que nadie le tocaba así... no pudo resistir a tocarla del culo y sacarle también la blusa, mientras su compañera ya le tanteaba el cinturón. “Cómo le gusta besar... no me suelta...” se maravilló la mujer, ayudándole a quitarle la blusa. Cuando Anselmo echó mano al cierre del sostén, le pareció que se moría de vergüenza, pero cuando él miró sus tetas y soltó un “mmmmmmmh...”, su autoestima rozó el cielo, y ella misma le tomó del cuello y le apretó contra ellas. 

     Anselmo sonrió embobado al sentir el tacto tórrido de sus tetas contra su mejilla, ¡qué suaves y calientes...! Las apretó entre sus manos sin poder contenerse, y llevó un pezón a sus labios, que se puso duro al momento bajo su lengua, mientras su compañera se derretía de gusto y se reía por lo bajo, quitándose la falda, y él sentía que su virilidad se apretaba cada vez más en su pantalón, y exigía que alguien se ocupase de él. 

     La mujer abrazaba al director, acariciándole la espalda, gozando de las cosquillas que le subían hasta la nuca cada vez que él chupaba su pezón. Sólo entonces se dio cuenta de lo mucho que le atraía ese viejo perfeccionista, de las ganas que había tenido de que sucediera aquello, quizá desde la primera vez que le vio, en su despacho, con aquél pelo rojo y esos ojos tan dulces... ¡ah, tenía que tenerle, no aguantaba más!

     Anselmo notó que la mujer le empujaba de los hombros para que alzase la cara, y él no opuso resistencia, le soltó los pechos y le besó la boca una vez más, pero casi se quedó sin aire cuando notó que ella le bajaba la cremallera del pantalón y le bajaba los calzoncillos, acariciándole el bajo vientre, haciéndole cosquillas que le hicieron estremecerse entre risas, y finalmente abrazándole la polla con la mano y acariciándosela suavemente, ¡qué gusto...! 

      -Anselmo... penétrame. - rogó la maestra. Le pareció que la petición sonaba artificiosa, fuera de lugar, pero quería pedirlo, quería hacerle saber que le deseaba. El director no se lo hizo repetir, le ayudó a quitarse medias y bragas de una vez, y se colocó entre sus piernas. Qué dulce calor salía de allí... se dejó caer sobre ella y se abrazaron, frotándose a placer, disfrutando de la intensa calidez mutua, gimiendo en voz baja, hasta que ninguno de los dos aguantó más, y Anselmo se incorporó ligeramente, tanteó con el pene, y un poderoso escalofrío de placer le hizo temblar y saber que había dado con la entrada. Jugueteó en ella, haciendo círculos, moviéndose de arriba abajo, mirando cómo Asunción le sonreía y se ponía tensa a cada roce, ¡qué cosquillas tan maravillosas! ¡Qué placenteros escalofríos!

    La maestra se reía suavemente, era tan divertido y tierno, haaaah... el glande de Anselmo, redondo y tan caliente, la cosquilleaba de una forma deliciosa, se hacía desear tan intensamente, mmmmmmh... el interior de su vagina picaba, ardía, y parecía suplicar que su nuevo amigo se metiera hasta el fondo, y el pene de Anselmo debía sentirse igual, porque su dueño no dejaba de gemir a cada suave caricia, hasta que no pudo más y franqueó la entrada. Asunción soltó un gritito y sus caderas dieron un temblor y empezaron a menearse, pidiendo más. Anselmo luchaba por contenerse, quería meterse despacito, centímetro a centímetro, pero lo que sentía en su glande era tan delicioooso... todo su bajo vientre parecía hervir, y empujó una pizca más, disfrutando del nuevo gemido de Asunción. Y un poco más... y al fin, su pelvis y la de ella quedaron pegadas. 

    -Te quiero... Anselmo, ¡te quiero! - gimió Asunción casi en un sollozo, extasiada de placer, llena de él, empapada de jugos y plena de sensaciones. 

     -....Te adoro, Asun. - logró contestar él, y empezó a moverse, frotándose contra ella, haciendo círculos, para pasar a bombear y enseguida a hacer círculos de nuevo, intentando alternar los movimientos para no acabar enseguida. Pero Asunción no parecía estar muy lejos del clímax, sus caderas se mecían buscando más intensidad y abrazaba al director con fuerza contra su pecho, como si quisiera que la atravesara. El placer no cesaba de crecer en ella, no se detenía, ¡era demasiada tristeza yéndose de golpe, demasiada alegría llegando a la vez! No podía resistirse a ella. Su interior quemaba, una quemazón dulcísima que sólo pedía más y más calor, y Anselmo se lo dio, empezando a bombear sin poder contenerse.

     La mujer gemía, agarrada a la chaqueta negra de su compañero, sintiendo que las olas de placer la devoraban con mayor intensidad a cada segundo; cada vez que él se introducía en su cuerpo, se movía sobre ella, un escalofrío delicioso la recorría de pies a cabeza y la hacía gemir de gusto, y sentir que se desmayaría de gozo... el placer se hizo más intenso, se cebó en su pared vaginal como una chispa que fuera brillando más y más, y por fin, la tensión alcanzó su punto álgido y cedió en una gran sacudida de placer que la hizo temblar y estremecerse debajo de él, gritando su nombre y tirando de su chaqueta. Anselmo quizá hubiera podido resistir un poco más, pero oír cómo ella gritaba su nombre en pleno gozo orgiástico, fue demasiado y el frenesí también le venció a él; el placer le cosquilleó de la cintura a las nalgas, y escapó por su pene, robándole media vida, mientras sentía las contracciones del sexo de Asun masajearle y darle tirones, casi al compás con los suyos, que expulsaban la descarga de semen y le dejaban en la gloria...

      Asunción jadeaba, sudorosa y feliz. El peso de Anselmo sobre su pecho, el suave escozor de su semen dentro de ella, la hacían sentirse... completa. Era como si le hubiese faltado algo, desde siempre, un vacío en su interior que los estudios, los éxitos, ni siquiera el otro, habían logrado llenar jamás, pero el director sí lo había conseguido. Vagamente pensó que lo habían hecho sin protección de ninguna clase, pero no fue capaz de preocuparse por ello, la felicidad y la dulce somnolencia la vencieron y se durmió, aún con la sonrisa en los labios.

     El lunes siguiente, los dos fueron juntos al Colegio, aunque acordaron que, por el momento, era mejor que nadie supiese de su relación. Lo contarían, claro está, pero había que ir con calma, irlo diciendo poco a poco... era mejor que el resto de profesores, padres y niños, se acostumbrasen primero a verles juntos. 

      En otro orden de cosas, Asunción pudo recoger su coche esa misma tarde, al parecer sólo había sueltos un par de cables que impedían el arranque y fue cosa de poca monta. Lo que ella no supo jamás, es que, también esa misma tarde, Anselmo le dio treinta euros al Vinagrón, el conserje, por sus oportunos conocimientos de mecánica... 

Et ça, comme dit le mème directeur, dans l´amour et dans la guerre, tout est permis!

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