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Especial Halloween I

en Autosatisfacción

Hola… ¡qué alegría verte de nuevo por aquí! Parece que nunca te cansas de leer nuevas historias, y eso es bueno, porque yo no me canso de escribirlas. Pasa, por favor, y deja los abrigos donde quieras, Igor se ocupará de ellos. ¿Igor…? Es el sirviente de nuestro anfitrión. No, no lo ves. No quieres verlo. Sí, he dicho verlo, no “verle”. Sígueme, por favor. No te separes de mí, el castillo es amplio y podrías perderte… Estamos en el Castillo de la Desesperación, en las Montañas Oscuras. Aquí siempre es de noche, siempre hay luna llena, y llueve o truena con mucha frecuencia. Hoy, por ser la noche que es, que se celebra la Gran Fiesta, la tormenta ha respetado la festividad y la luna llena brilla majestuosa en el cielo, en medio de tenebrosos y negros nubarrones… Ven, hay que atravesar el cementerio familiar para llegar hasta la Cripta. No tengas miedo. Mi tito siempre dice “teme a los que están fuera del cementerio. Los que están dentro, no pueden hacerte daño ya….”. Es a él a quien vamos a ver, al Tío Creepy, el Guardián de la Cripta… igual que vosotros venís a mí para que yo os cuente historias, yo voy a él para que él me las cuente a mí. Así que se nos ha ocurrido, por ésta noche tan especial, colaborar. 
 
     El cementerio, lleno de lápidas grises y verdosas, medio cubiertas de musgo y partidas en algunos casos, para mí es un lugar agradable, y más hoy. Todos los residentes se preparan para la fiesta, los esqueletos están ensayando su baile… procura no pisar las tumbas, por favor, nunca se sabe cuando alguien puede estar a punto de salir y puedes, sin querer, pisarle la cabeza. No, no es que vaya a enfadarse… no encontrarás a nadie más paciente que un muerto, pero siempre es conveniente ser bien educado. Ah, ya llegamos. La Cripta. Sostenme el candelabro, por favor, necesito las dos manos para tirar de la argolla…. Ya está. Gracias. Podemos entrar, yo bajaré primero. Quédate cerca de mí, la Cripta está muy oscura. Cógete a la barandilla, eso es, la escalera de caracol va bajando y nos adentramos. No hagas caso de los ataúdes que resuenan en el primer piso, ten en cuenta que los muertos pueden pasar siglos sin ver a nadie… es lógico que quieran llamar la atención. ¿Ese trueno? No, no era un trueno, es el portón de la Cripta, que se ha cerrado. Sí, sólo se puede abrir desde fuera. No te preocupes, yo estoy contigo, y yo también tendré que salir, ¿no te acuerdas de la Gran Fiesta? ¡Yo al menos, no me la quiero perder! 
 
     Notarás que hace más frío conforme bajamos escalones. La Cripta está construida en medio del cauce de un río, por eso también hay tanto moho y humedad en los escalones y las paredes. Ten cuidado de no tocar nada salvo la barandilla, o te pringarás. Cuando lleguemos abajo, en el saloncito, mi tito tiene siempre la chimenea encendida y se estará mucho mejor… Mira, ya casi hemos llegado, ¿ves el resplandor al final del túnel? Es su saloncito. Aaaaah… esto ya es otra cosa, ¿verdad? El piso principal de la Cripta está decorado como un gran salón-biblioteca. Las paredes están llenas de libros del suelo al techo. Una escalera móvil, hecha de hueso, permite desplazarse cómodamente de una a otra. Si miras, verás todos los clásicos del terror en ellas: Stoker, Poe, Lovecraft… La chimenea despide un calor muy agradable, mientras los leños crepitan y chisporrotean suavemente, ¿no quieres acercarte? No hagas caso del ataúd que hay justo en medio de la estancia, no seas aprensivo… está vacío, ¿no lo ves? Su dueño nos está mirando, pero no te has dado cuenta de que está ahí. No te asustes, es mi tito… Es que a veces, puede ser muy callado, tanto como un muerto… oh… bueno, eso ha sido un chiste muy malo, lo reconozco. 
 
     El tío Creepy es delgado, flaco, y camina siempre un poco encorvado, con las manos una sobre otra, lo que le da cierto aspecto de cuervo con las alas plegadas. Sus manos son huesudas, de dedos largos con uñas largas y afiladas. Tiene la cabeza deformada y casi calva, apenas unos mechones blancos cubren su coronilla abultada. En su cara, llena de arrugas y con alguna que otra verruga perdida, luce una sonrisa llena de malignidad, y sus ojillos grises brillan con picardía no exenta de cierta curiosidad… a fin de cuentas, son pocos los humanos que acuden a verle últimamente. Yo le sonrío y no puedo evitar ir hacia él con los brazos abiertos. Mi tito me abre los suyos y me abraza contra su pecho, estrecho y de apariencia frágil, pero en realidad muy fuerte. Me besa en los labios, su boca es áspera y él huele a tierra húmeda, tierra de tumba… huele también a libro rancio, a polvo aposentado en páginas y páginas olvidadas… su boca sabe a lluvia, a té caliente, a chocolate a la taza, a aventuras, a miedo, a tripas retorcidas, a tardes enteras leyendo con avidez mientras la lluvia golpea la ventana, a libros prohibidos leídos a escondidas, o con una linterna bajo las mantas… su boca sabe a todo eso, y a mucho más. 
 
    Oh, qué grosera soy, había olvidado por completo presentaros… Querido Lector, éste es el Guardián de la Cripta, mi tito Creepy, el mejor cuentacuentos del Más Allá. Querido tío Creepy, éste es mi Lector, me ha seguido hasta aquí para oír una historia erótica. De esa parte, me ocupo yo, del resto, mientras él se sienta en el cojín, a nuestros pies, tú te acomodas en tu butacón de orejas y yo en la alfombra, abrazada a tus piernas, pronuncio las palabras mágicas:
 
      -Por favor, Tío Creepy… ¡cuéntame otro cuento!
 
 
 
 
 
***********
 
 
     -Por encima de mi cadáver. – masculló el Decano. Iván, su secretario, suspiró, como quien alberga esperanzas de que la persona que tiene delante, no diga exactamente lo que acaba de decir.
 
     -La señorita ya me dijo que usted estaría disconforme, señor… me encargó decirle que, durante los últimos años, usted se ha preocupado especialmente por hacer notar en todos los ámbitos posibles, que la facultad de Bellas Artes no forma parte realmente de la Universidad, y, por lo tanto, ella afirma que no están sujetos a sus normas. Concluyó que, si quiere hacer la fiesta, la hará. 
 
    -Oh, ¿eso concluyó? Es cierto que la facultad de Bellas Artes yo no considero que forme parte de las instalaciones, pero sí de los terrenos, y los terrenos me pertenecen, por lo tanto yo decido qué se celebra y qué no, y la celebración de una festividad importada de yankilandia, que nada en absoluto tiene que ver con nuestra cultura, y que carece por completo de base formativa, NO se celebrará. Puedes ir a decírselo. 
 
    -La señorita también me dijo que más o menos esa sería su respuesta, de modo que, si lo desea, puede comunicárselo usted personalmente, señor… - el Decano palideció – Está en el vestíbulo. 
 
    -¿Qué…? ¿¡Que mi mujer está aquí y no me lo habías dicho!? – Zato agarró un tintero de su mesa, y se lo lanzó a su secretario, quien lo escudó hábilmente con la carpeta. Trabajando para el Decano, había que tener buenos reflejos. 
 
    -¡Señor, usted no me dejó hablar…!
 
    -¡No es excusa, eso se me dice apenas entres por la puerta! – El Decano se apaciguó. Estando allí su ex mujer, no quería armar jaleo en el despacho. Se miró en el espejo. Tenía buen aspecto. – Dame el tintero y hazla pasar. Otra de éste tipo, y la próxima vez, no estará tapado. – amenazó, tomando el tintero, mientras Iván salía apresuradamente de su despacho. Zato se aclaró la garganta y permaneció de pie, frente a su mesa, con una mano apoyada en ella, y la barbilla muy alta… enseguida pensó que no quería dar una imagen de expectación, indiferencia sería mejor, y tomó unos papeles cualesquiera de su mesa y dio la espalda a la puerta. 
 
      -¿Zato…? – era la voz más dulce del mundo entero, y Evaristo Zato, cuarenta y cuatro años, catedrático de Matemáticas y Ciencias Exactas, Medicina, Historia e Historia del Arte, Físico y Decano de la Universidad, sintió su estómago retorcerse y su piel ponerse de gallina, como la primera vez que ella le llamó por su nombre, a la edad de doce años. 
 
     -¿Hum…? Oh, sí, Nastia… - dijo sin volverse, fingiendo la más completa frialdad, y oyó satisfecho un resoplido de su ex mujer. Odiaba que la llamase Nastia. Le recordaba que habían estado casados. – Algo me ha dicho Iván, acerca de que querías verme, sobre no sé qué estúpida idea de una fiesta… 
 
    Se volvió por fin. El Decano y ella parecieron estudiarse. Llevaban separados más de cuatro años, casi cinco ya… casi el mismo tiempo que habían permanecido casados. Anastasia Cerezo seguía siendo la misma mujer bellísima y seductora que él había adorado durante toda su vida… no muy alta, era más bajita que él, y él no era alto. De deliciosas curvas y pechos abundantes, pero bien proporcionados, enormes ojos verdeazulados, muslos jugosos… llevaba el pelo corto a lo chico y teñido en un degradado de rosas y violetas. Llevaba una faldita color canela que le llegaba por medio muslo y se le subía un poquitín, porque le quedaba algo justa. Las faldas siempre le quedaban un poquito justas… La blusita azul de tela brillante le quedaba también algo justa del pecho, por eso llevaba un camafeo en mitad de la línea de botones, para evitar que ésta se abriera. Sonreía. Sabía que él seguía sintiendo debilidad por ella, y más aún ahora que tenía motivos de peso para estar celoso, y eso le volvía vulnerable. Zato sabía que era imposible fingir que no se la estaba comiendo con los ojos, de modo que no trató de ocultarse.
 
     -Cada día estás más guapa…. – Iván, que llevaba trabajando para el Decano prácticamente desde que éste ostentaba el cargo, y que estaba acostumbrado a oír su voz muchas horas al día, no le hubiese reconocido en esa frase. Ni en las palabras, ni en el tono, ni en el sonido de la voz. Pero en la siguiente frase, sí le hubiese conocido. – Parece que tus travesuras con el abogado, te sientan bien. Nadie lo diría, tiene pinta de ser muy soso… 
 
     -Zato, no empecemos, ¿quieres? –Nastia sonrió, como si estuviera de tan buen humor, que las habituales pullas de su ex marido, no pudiesen afectarle - Por enésima vez, no es mi amante, es mi modelo. Le pinto desnudo, eso es todo. 
 
     -¿Sabes…? Me recuerdas a una chiquilla de veinte años que, después de retozar como una gata en celo con su novio, volvía a casa de su tía, y le decía a la buena señora… “por supuesto que Zato no es mi novio… le quiero como a un hermano, me ayuda con los estudios, y eso es todo”. Lo decías exactamente con el mismo tono que ahora, y tenías exactamente la misma credibilidad. 
 
     Nastia estuvo en un tris de contestarle que, precisamente su pobre tía siempre la había prevenido contra él, y que de haberla hecho caso, se hubiese ahorrado muchos serios disgustos… pero que entrase al trapo, era justo lo que quería Zato.
 
     -Como comprenderás, el que me creas o no, Evaristo – paladeó el nombre. Sabía que Zato lo detestaba, por eso todo el mundo le llamaba por el apellido. Risto, mal que bien, pero Evaristo… - hace muchos años que dejó de importarme. He venido para decirte que MIS estudiantes me han pedido el gimnasio de la facultad para celebrar allí una fiesta de Halloween, y se lo he concedido. Con los fondos, podremos comprar materiales y hacer reparaciones, que buena falta hacen… te recuerdo que Bellas Artes está, sistemáticamente, la última en los presupuestos de la Universidad. Si quieres asistir, estás invitado, eso sí.
 
    Zato la miraba con una sonrisa venenosa.
 
    -¿Y… qué te hace pensar que yo, voy a permitir por lo más remoto que los estudiantes de una facultad indigna, de un criadero de vagos sin salidas profesionales que pretenden vivir del cuento toda su vida, encima monten una jarana en MI Universidad, por favor?
 
    -Pues, exactamente, me hace pensar que vas a permitirlo, el hecho de que ya lo permitiste. – Zato soltó una risita, pero ésta se le cortó al instante, cuando ella le extendió un documento fotocopiado – Según éste documento, que el bibliotecario jefe tuvo el buen juicio de hacerte firmar, tú concedes a la biblioteca el horario de estudio independiente, mediante el cual, la biblioteca, y por extensión los terrenos de la Universidad y las instalaciones que comprenden, pueden usarse fuera de horas para fines lectivos o no estrictamente lectivos, siempre y cuando se observen unas ciertas normas de limpieza y orden y haya alguien responsable de las actividades. Puedes leerlo, allí está tu firma. 
 
    Zato le arrebató el papel de un manotazo. Lo recordaba perfectamente, hacía ya casi cinco años de aquél jaleo. Había sido un año horrible para él. Nastia le había dejado definitivamente, había pasado una durísima inspección de Hacienda de la que había salido indemne de milagro (…bueno, y gracias a mostrarse caballeroso con una inspectora), y su única sobrina, Arnela, había sacado los pies del tiesto y había ido a liarse con el peor gamberro de la Universidad. 
 
     -Esto, y nada, es lo mismo. – masculló, lanzándole el papel con desprecio. Nastia lo cogió al vuelo, sin dejar de sonreír.  – Una cosa es usar la biblioteca para estudiar por las noches, y otra muy diferente, montar una fiesta. 
 
     -Suponía que lo dirías. Por eso, he consultado con un abogado antes de venir a verte. – El Decano la miró con estupor – Zato querido, hace ya tiempo que aprendí que el único modo de tratar contigo, es con abogado de por medio. Según él, la fiesta entra perfectamente dentro de las consideraciones permitidas por ti en éste documento, y por lo tanto, si te niegas, puedo recurrir contra ti por incumplimiento de contrato. – Nastia dio un paso hacia él y le repasó la hoja por la nariz afilada, haciéndole cosquillas. - ¿Quieres pleitear por Bellas Artes… Cariño?
 
    Si sólo de Zato hubiese dependido, se hubiera abalanzado encima de ella en ese mismo momento, la hubiese poseído sobre la alfombra de su despacho, donde habían hecho el amor tantas veces… cuando se ponía peleona, sabidilla, cuando creía que le había ganado, y pasaba de gatita a leona,… estaba increíblemente deseable. 
 
     -Sea. Haced la maldita fiesta. Y que sepas que iré. 
 
     -Nunca lo he dudado. – Nastia sonrió una vez más, y se marchó, contoneándose sobre los botines con media caña de terciopelo. Cuando salió del despacho, aún pese a ir con la victoria en la mano, no se sentía tan bien como esperaba… de hecho, se sentía tan culpable como si hubiese cometido una infidelidad. 
 
     Desde que se separó de Zato, por los continuos escarceos de éste, Anastasia había tenido alguna que otra aventura, nada serio en realidad… Ya no amaba a Zato, pero en el fondo de su corazón, le seguía deseando, y pensando que no podría ser feliz con otro hombre, ni en la cama ni fuera de ella. Al conocer a Arturo, Artie como ella le decía, todo eso cambió. Se encontró con un hombre… tierno. Bondadoso. Caballeroso, formal, y al mismo tiempo, un poco travieso. Y educado, terriblemente educado. Nastia, acostumbrada al modo de ser del Decano, que todo lo conseguía con dobleces, que fingía caballerosidad sólo por lo que a cambio pudiera sacar, las maneras de Artie, tímidas y nobles, la cogieron por completo de sorpresa. Ella era muy natural, muy expansiva, y el abogado, digamos… se dejó querer. Y Nastia era una mujer que no tenía problemas en gozar del sexo, pero sólo Zato había conseguido llevarla a puntos de perder el control. Ella había estado convencida de que, los éxtasis que sentía con él, sólo él sabía dárselos. Hasta que hizo el amor con Artie y éste consiguió que ella gritara… bueno, que gritara exactamente, no… que maullara. Nastia maullaba cuando gozaba con intensidad, y Artie la había llevado a ese punto, después de cuatro años de separación, y orgasmos buenos, pero que la dejaban pensando “¿es esto TODO…?”. 
 
    Artie sólo tenía un defecto: estaba casado, y su mujer no sabía nada de su aventura. Le había prometido que se lo diría cuanto antes, pero habían pasado varias semanas, y aún no se lo había dicho…. Pero ella sentía que él la quería. Y, maldita fuese su estampa, Nastia lo quería a él. Lo amaba y no podía evitarlo. Precisamente por eso, cada vez que hablaba con Zato, y más aún cuando le “ganaba”, le parecía que le estaba siendo un poco infiel a Artie. Porque le quería, claro que sí. Amaba a Artie, y quería pasar su vida con él… pero su cuerpo seguía incendiándose cada vez que estaba cerca de Zato y la embargaban los recuerdos, y sentía que sus ojos le quemaban la piel, y su voz le acariciaba los oídos… toda ella temblaba. Y se sentía culpable por ocultarle a Zaza. 
 
     Zaza era la hija que había tenido de él. Ya prácticamente formalizado su divorcio, cuatro años atrás, él se las había apañado para seducirla una vez más… “Sólo te pido un recuerdo, algo que quede para los dos… ¿es demasiado pedir una última vez? Un condenado a muerte, tiene su último deseo, ¿vas a negármelo a mí, después de matarme con tu abandono…?”. Podía recordar casi palabra por palabra lo que él le dijo esa noche… en su despacho, sobre la alfombra color canela. Hacía casi un mes que ella se le negaba, precisamente porque iban a separarse. Pero esa noche estaba tan triste, se sentía tan sensible y tan necesitada de afecto, que cedió. Tres semanas después, su regla no bajó. El embarazo que tan tercamente los dos habían buscado durante su matrimonio, llegaba justo cuando ponían fin al mismo.  De haberlo sabido Zato, no hubiera tenido cielo suficiente para pegar saltos de alegría, porque el compartir una hija con Nastia:
 
a)          a) Era  su sueño dorado desde antes que se casaran.
 
b)          b) Era la excusa perfecta para seguir viendo a Nastia siempre que se le antojara. 
 
c)           c) Era el método ideal de llegar hasta ella, haciéndose querer a través de la niña.
 
     Zato podía ser encantador, arrebatador cuando le daba la gana serlo, le sería muy fácil ganarse el corazón de un bebé, y Nastia sabía que, si ya tenía poder sobre ella, con un hijo de por medio, ese poder se triplicaría, por eso se lo ocultó. Apenas al segundo mes de su embarazo, se marchó a París, “a empaparse de nuevas tendencias picto-escultóricas, gracias a una beca…”. Era cierto, porque sabía que a su ex esposo, no se le podía mentir, rastrearía la procedencia del dinero, y en efecto, lo hizo… y provenía del Ministerio de Cultura, si bien, lo que Zato ya no pudo saber, es que se trataba de parte de los ahorros de la propia Nastia, desviados a través de una amiga suya, que trabajaba en dicho Ministerio y le hizo el favor. Nastia quería que la niña naciese en París. Era su ciudad favorita. En ella, TODO le recordaba a Zato, desde los rincones de las calles, hasta los cuervos de la Torre Eiffel, pasando por cada árbol, cada chocolatería y hasta cada croissant… en ella, había pasado su Luna de Miel con él, y en ella habían pasado juntos al menos una semana al año, todos los años… a veces, más. Cuando había un puente, vacaciones, una posibilidad de escaparse… Iban allí. Nastia cerraba los ojos, y podía recorrerla en su memoria… “salimos del hotel, cruzamos, y a la derecha, está el café, donde sirven los croissants más deliciosos del mundo… Salgo fuera, y voy calle abajo, y está la tienda de quesos, con sus estantes fuera, al lado de la tienda de ropa cara… más adelante, la tienda de dvd´s de ocasión, y después, el parque, junto a una iglesia, que hace que el parque quede oscuro, y tan romántico… frente al parque, la parada de autobús. Y cogiendo el autobús, la Torre Eiffel en la quinta parada…”. Sí, Nastia adoraba París, y no había vez que no hubiera ido con Zato que éste no le dijese que ahora sí que iba a volver embarazada, que cuando naciera su bebé, podrían decirle sin mentir, que había venido de París… Puesto que aquello ya no era posible, al menos, su embarazo y su parto, sí que los pasaría en París. Ella sola. 
 
     Y así había vivido su maternidad desde entonces, sola y feliz por estar sola. Coriza se parecía mucho a su padre, con sus ojos verdes aunque fuese pelirroja como ella, y tan increíblemente inteligente… Había empezado a preguntar por su padre, y Nastia le había dicho que ella no tenía papá. No es que se hubiese muerto, es que no tenía, simplemente. Había niños que sólo tenían mamá, o sólo papá. Ella era hija sólo de mamá, y eso la hacía diferente a los otros niños, y por lo tanto, especial. Zaza había suspirado. Ser especial, no era lo que más ilusión le hacía, y eso Nastia lo sabía bien. Ya tenía suficiente “especialidad” con ser superdotada, ir a un colegio interno sólo para niñas como ella, ver a su madre sólo los fines de semana y algún tiempo en vacaciones, y no vivir nunca en una casa, sino en hoteles. Nastia no quería llevarla a su casa, por miedo a que alguien las viera, a que Zato descubriera todo el pastel… Cuando Zaza fue bebé, la había criado la tía de Nastia, la misma que la crió a ella, y la profesora tenía que aguantarse sin ver a su hija más que una vez al día, y sólo un par de  veces por semana podía verla en casa de su tía, el resto de veces, se contentaba con verla en el parque, cuando la criada, a quien Zato no conocía, la sacaba a pasear. Su tía vivía en un bloque de apartamentos de más de ochenta vecinos; la niña podía ser de cualquiera de ellos. Ahora, la niña vivía en el Colegio Amadeus Mozart, para niñas superdotadas. Esa era su casa. Nastia no lo sabía, pero la niña, a pesar de su corta edad, estaba empezando a pensar en el colegio como “cárcel en régimen abierto”.
 
 
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     Desde la ventana de su despacho, Zato veía a Nastia alejarse en la oscuridad creciente de la tarde. Su mujer no volvió la vista atrás ni una sola vez, ni una sola… el Decano dejó escapar el aire en un suspiro indignado, dándose cuenta que aún pensaba en ella como “su mujer”. Probablemente nunca sería capaz de verla de otro modo; desde que se conocieron, siendo sólo dos niños, él la había considerado algo suyo, propio, para él. El divorcio, al que se había negado tajantemente, pero con el que, por ley, había tenido que acabar tragando, había sido para él un golpe más duro de lo que quería admitir. Nastia le abandonó por “traicionarla”, por “sus continuas infidelidades”. Y era cierto que él sometía a favores sexuales a las estudiantes, pero eso, era parte de sus obligaciones como Decano. Cuando una chica venía a pedir un favor, un aprobado, una subida de nota que no merecían, ellas tenían que saber que ese tipo de favores, costaban caros. Si no querían aprender por las buenas, de algún otro modo tenían que educarse… no había sentimientos allí, ni juegos, ni pasión. Sólo un intercambio, una demostración práctica de que el camino duro, NUNCA es tan duro como el camino fácil. Pero eso, su Nastia era incapaz de entenderlo, y lo llamó traición. Tenía gracia, ella le abandonaba, y se atrevía a hablar de traición. 
 
      Durante los casi cinco años que venía durando su separación, Zato no había dejado de perseguir a Nastia ni por un instante. La vigilaba, la hacía seguir, se colaba en su casa, la llamaba, le hacía regalos, la agasajaba… todo en vano. Antes Nastia se había puesto terca en muchas ocasiones, pero siempre había acabado cediendo; toda pelea, por violenta que fuera, al final siempre había acabado en la cama, en el suelo, tendidos en la mesa, a caballo sobre una silla, o revolcándose en la alfombra, entre risas y besos… salvo ahora. Lo de las alumnas, no se lo perdonaba. Entre otras cosas, porque el mismo Zato no consideraba que tuviera que pedir perdón por ello, era una más de sus obligaciones, no podía dejar de hacerlo. No obstante, él seguía insistiendo y teniendo esperanzas. Al menos, hasta hacía pocas semanas, hasta que supo que su mujer tenía una aventura con un abogado. Ella decía que sólo era su modelo, pero no le podía engañar, a él no… Se notaba por cómo hablaba, cómo le temblaba la voz cuando él estaba delante, cómo le miraba… él reconocía esa mirada. Antes, era a él a quien miraba así. Nastia había tenido alguna aventura anterior, nada serio, pero ahora… Había estado frente a ella, y había visto cómo le salían estrellitas de los ojos. 
 
     “Vas a volver a ser mía, Nastia…” pensó el Decano, apretando el puño contra el marco de la ventana, sonriendo con malignidad, mientras apretaba en su mano el medallón plateado y rojo. “Vas a volver a estar debajo de mí, y a gritar mi nombre cuando te posea, así que ve haciéndote a la idea”. En ese momento, sonó el dictáfono. 
 
     -¿Si? – su voz no denotaba precisamente buen humor, pero Iván, su secretario, estaba demasiado acostumbrado para extrañarse u ofenderse por ello.
 
     -La señorita Sanguino desea verle, señor.
 
    -Ah, sí, el asunto del paquete… - la voz del Decano se volvió marcadamente indiferente. – que pase, por favor.
 
    -Puedes pasar. – sonrió Iván a la chiquilla, y ésta le devolvió la sonrisa mientras entraba en el despacho. 
 
     Tatiana, o Iana, como la llamaban para acortar, carraspeó suavemente para hacer notar su presencia, y el Decano se volvió. Sonreía. Iana no aparentaba más de dieciséis años, pero tenía ya más de cincuenta, y sabía diferenciar una sonrisa amistosa de una peligrosa, y la de Zato, era del segundo grupo. Sin dejar de sonreír, el Decano la observó. Iana tenía toda la apariencia de una niña. Vestía deportivas tobilleras, leotardos de rayas de muchos colores, unos pantaloncitos muy cortos, un jersey verde de cuello vuelto y mangas largas, un chalequito rojo y varios collares de cuentas al cuello, algunos casi una gargantilla, otros tan largos que les daba varias vueltas y aún así, le llegaban casi a la cinturilla del pantalón. Llevaba un par de prendedores en el pelo rojo con forma de mariposas, y pendientes de plumas en las orejas. Zato llevaba… más de quince años ejerciendo su decanato, y había visto pocas veces a Iana, la hija del anciano conserje de noche del Instituto, Alfonso Vladimiro, a quien los estudiantes llamaban “Vladi dos veces”, porque solía repetirlo siempre todo, pero recordaba muy bien que la primera vez que la vio, cuando él aún estudiaba en la Universidad, y entonces la chiquilla tenía exactamente el mismo aspecto que ahora. Por él, habían pasado más de veinte años. Por ella, ni un solo día. 
 
     -Buenas tardes, Iana. Me figuro que has venido por el asunto del paquete, ¿verdad?
 
     -Sí, señor, buenas tardes… - la chiquilla sonrió, parecía un poco azorada – Sí, me mandan mis padres para recogerlo.
 
     Zato se dirigió a la mesa y sacó el paquete de su cajón, examinándolo.
 
     -Nada menos que de Budapest… - dijo, pensativo. - ¿No es allí donde estabais?
 
     -Cerca, pero no, señor. Transilvania. Fuimos allí a pasar las vacaciones. Parte de nuestra familia es de ese lugar, ¿sabe? – El Decano asintió – Fue una suerte que usted se ofreciera a recoger el paquete, de lo contrario, Correos lo habría devuelto y lo habríamos perdido, ¿sería tan amable…? – la chiquilla tendió las manos hacia el paquete, y Zato se lo mostró. Iana puso cara de horror - ¿Está…? ¡Está abierto!
 
     -No quedó más remedio… - repuso el Decano con voz suave – La policía quiso investigarlo.
 
     -¿La policía?
 
     -Al parecer, había sospechas de que pudiese contener drogas, u… otro tipo de objetos que debían pasar un control de aduanas más riguroso. 
 
    -¡Pero, señor Decano, eso es una tontería! – soltó la chiquilla - ¿Cómo le iba a enviar drogas a mi madre su familia?
 
     -Eso les dije yo, pero quisieron comprobarlo, tenían una orden para ello… Se tranquilizaron cuando vieron que no contenía nada ilegal, sólo un pequeño medallón. Éste medallón. – Zato abrió la mano, y, sujetando la cadenita, dejó caer el medallón plata y rojo. Iana ahogó un grito y adelantó la mano inconscientemente, a la vez que Zato retiraba la suya. La joven trató de sonreír con inocencia.
 
     -Menos mal que usted lo tiene, señor… se trata de un recuerdo de familia, y a mi madre le sabría mal perderlo…
 
     -¿Qué es este medallón, Iana? – preguntó Zato, como si la joven no acabara de decírselo. 
 
     -Se lo he dicho, señor, es un re…
 
     -No, no, la versión oficial, no… La verdad. 
 
     -Yo no… no sé qué quiere decir, señor Decano… 
 
     -Verás, es un medallón muy curioso… - dijo, llevándoselo a la mano de nuevo.
 
     -¡No lo…! – previno la chica, pero ya era tarde. – Abra. 
 
     Zato, con el medallón abierto sobre la palma de su mano, sonreía. La luz rojiza que emanaba de la joya, le pintaba de rojo la cara y le daba aspecto de demonio. Levantó el dedo índice, que había usado para presionar el cierre y abrirlo, y la joven vio una gota de sangre resbalar de él. Luchó por contenerse; estaba recién levantada y aún no había comido nada, la sangre despertaba su apetito. El Decano dejó caer la gota de sangre en el interior del medallón, y la luz rojiza se apagó lentamente. 
 
      -Es muy curioso, como te decía… - prosiguió Zato – para abrirlo, forzosamente, es preciso pincharse con la púa del resorte. Al principio, me llevé un buen susto, pero luego vi la inscripción del interior: “Dame de beber y yo saciaré la sed de tu corazón”.
 
     -Señor, por favor… debe dármelo - musitó Iana, tendiendo la mano, pero el Decano fingió no ver su gesto. 
 
     -Pensé que sólo era una baratija. O un producto de broma, quizá… muy bien presentado, desde luego… Pero enseguida me di cuenta que es plata pura con un rubí auténtico, no es bisutería precisamente; de los cuatrocientos euros, no baja. Pero en realidad, eso es sólo un valor aparente. En realidad, vale mucho más, ¿verdad que sí?
 
      -Señor, por favor, quiere dármelo. Puede creerme, usted quiere dármelo, no se lo quiere quedar… - repitió la joven, pero el Decano ni siquiera parecía oírla.
 
     -Se me ocurrió pedir un deseo, simplemente para probar, para reírme de la superstición. Pedí un helado de vainilla. Qué casualidad, ni dos minutos  más tarde, mi secretario me entregó una muestra gratuita de un helado de ése sabor, que al parecer, acababan de darle; una marca nueva que quería vender en las cafeterías y poner máquinas expendedoras. Para probar, pedí otro deseo: que “alguien”, volviese a llamarme “cariño”. Y acaba de hacerlo. Quizá no en el contexto que yo deseaba, pero mi deseo tampoco era muy concreto, sólo hice esa petición… y la ha cumplido. – Zato se volvió hacia Iana, que le miraba suplicante, y con un punto de temor en los ojos – Voy a quedármelo. Al menos de momento, me lo voy a quedar.
 
     -Señor, usted no puede…
 
     -No me digas lo que puedo o no puedo hacer. – sonrió con falsedad – Aquí, yo lo puedo TODO. Pierde cuidado, cuando haya conseguido lo que quiero, os lo devolveré. – Zato se volvió de espaldas a ella y se dirigió hacia la ventana, señal de que daba por terminada la conversación.
 
    -¡Pero, señor, debe escucharme! – Iana apretó los puños, intentando hacerse entender - ¡El medallón funciona mediante un demonio vampírico, y sus dones son adictivos, no…!
 
    -Iana… ¿te parece que te esté escuchando? – murmuró el Decano, con aire ausente.
 
    -No, señor, ¡pero debería hacerlo! 
 
    -Hija… vete. 
 
   -Señor…
 
   El Decano volvió la cara de una forma deliberadamente lenta, luciendo una sonrisa peligrosa. Si los tigres pudieran sonreír, usarían la sonrisa del Decano.
 
     -¿Tendré que enfadarme…? – preguntó con voz suave.
 
     “Podría matarle. Podría matarle ahora” pensó Iana. Si lo matase, se acabaría el problema…. Pero eso significaba tener que matar también a Iván, que la había visto entrar y forzosamente diría que ella había sido la última en ver al Decano vivo, y el pobre secretario del Decano no merecía morir por culpa de la terquedad del mismo. Si a Zato se le ocurría delatarlos… su madre pertenecía a una importante casta vampírica, los Lacrima Sanguis, pero su padre y su hermanastro mayor, pertenecían a la última, los Chupacabras, la escoria del mundo vampírico… si se corría la voz, tendrían que escapar de allí y buscar otro refugio, o los asesinarían. Simplemente, por ser Chupacabras. Y además, estaba aquél viejo asuntillo del chico de los Dementia, la primera casta de los vampiros, a quien su hermanastro había asesinado por violarla a ella… 
 
    -No, señor. No tendrá que hacerlo, ya me marcho. Sólo recuerde que he intentado prevenirle. – la joven salió del despacho, aguantándose las ganas de pegar un portazo. Se detuvo, ansiosa por entrar de nuevo, por gritarle al Decano lo idiota que estaba siendo… resopló, y se dio cuenta que Iván la estaba mirando. Dio un paso hacia él y apoyó las manos en su mesa – Tu jefe es gilipollas. – masculló y se marchó. Iván hizo ademán de contestar algo, pero desistió. Es cierto que el Decano era inteligentísimo, pero él sabía demasiado de su vida privada como para poder rebatir la afirmación de la muchacha. 
 
    -Ivan. – La voz del Decano salió del dictáfono. 
 
   -¿Sí, señor Decano?
 
    -Ya no te necesitaré más ésta tarde, puedes irte. – Ivan ya estaba casi con un pie fuera del despacho, pero Zato continuó – Una cosa, para mañana necesitaré un disfraz. De vampiro. No te pares en precio, quiero que sea algo elegante, nada de “talla única”, ¿entiendes? 
 
    -Sí, señor, avisaré a su sastre. Buenas tardes. – pero el Decano ya había cortado. Iván no recordaba que le hubiese saludado, en todos los años que llevaba trabajando para él, más de cinco o seis veces… Sin embargo, Iván le saludaba todos los días. No tanto por educación, como por que el silencio, la indiferencia, un gruñido, un “¡serán buenos para ti!” o similar, era preferible a una mirada lenta y maliciosa y un peligrosamente calmado “¿es que ya no se saluda….?”. La indiferencia o los gruñidos, se quedaban en eso. El cabreo calmado, le duraba al Decano toda la mañana, y se traducía en hacer que le quitase el abrigo, le entrase personalmente las bandejas de comida, y pagar con su secretario absolutamente todo lo que no estuviese a su capricho, incluyendo aquello que éste no podía controlar, como el tiempo, la cantidad de sal en la comida o la temperatura del café, cosa que Zato solucionaba lanzándoselo al grito de “¡cómetelo tú!”. Sí, Zato era un déspota. Existen pocas personas que se ajusten tan bien a la palabra, pero el Decano era una de ellas. Mientras Iván se ponía el abrigo largo y gris, y recogía sus cosas lo más deprisa que podía (a fin de evitar que Zato le viniese con más órdenes de última hora), se preguntó por qué seguía trabajando para él. Y la respuesta, en realidad era muy sencilla: pagaba muy bien. 
 
     Zato, mal que le pesase, sabía que Iván era un gran trabajador, conocía bien sus manías y era muy eficiente y notablemente discreto. Sabía más cosas del Decano, de las que ninguno de los dos querrían. Iván tenía ya más de cincuenta años y, pese a su currículum, encontrar otro trabajo no le sería así de fácil. Zato sabía que si Iván se despedía mañana, a él le costaría muchísimo encontrar a otro secretario ni la mitad de eficiente que él, y sobre todo, que aguantase los carros y carretas que éste aguantaba. Por eso, entre los dos, había una especie de acuerdo tácito, al que se había llegado sin que nadie negociase nada… Zato pagaba muy bien a Iván, tenía todas las vacaciones pagadas, incluidos los dos meses y medio de verano, libraba todos los puentes, cobraba lo mismo que un catedrático de la Universidad, lo que ya era dinero, y además tenía ciertos pluses por puntualidad, asistencia, incentivos… que, digamos, no figuraban en la nómina oficial… Es cierto que Iván sabía a qué hora entraba, pero la salida la fijaba el Decano, pero si el secretario tenía que disponer de uno o varios días de asuntos propios, o salir más temprano algún día concreto, no había necesidad de justificante o baja médica alguna, tan sólo tenía que decirlo, y Zato, salvo que fuese verdaderamente imprescindible su presencia, se los concedía siempre, sin hacer preguntas. O sin demasiadas.
 
 
***************
 
 
     Sentado en su sillón, Zato hacía girar el medallón suspendido ante sus ojos, girándolo por la cadena. La luz rojiza le daba en el rostro y hacía que todo su despacho pareciera lleno de destellos rojos. Sus dos primeros deseos habían sido un éxito, era hora de lanzarse hacia algo más… elaborado, y ahora que estaba completamente a solas en su despacho, era el momento perfecto para ello. Se levantó de su sillón y accionó uno de los libros de la gran estantería que tenía a su espalda, “Más allá del principio del placer”. De inmediato, la librería se deslizó hacia un lado, y dejó descubrir una pequeña habitación en la que sólo había un sillón reclinable, una mesita con un delicioso servicio de café,  y una enorme pantalla televisiva. Nadie en toda la Universidad, ni siquiera su fiel Iván, conocían la existencia de ese cuarto. Entró en el mismo y pulsó un interruptor, y el panel corredizo volvió a su sitio silenciosamente.
 
    Zato se sentó en el sofá y se echó hacia atrás, reclinando el asiento y haciendo salir el reposapiés, que le permitía estar casi tumbado, y encendió el televisor. Sabía que la policía podría poner serias pegas a lo que hacía, pero ¿qué más daba? Nadie lo sabría nunca. A través de un circuito cerrado, pudo ver a Nastia en su despacho, con expresión pensativa. La mujer no tenía ni idea que su bote portalápices tenía disimulada una cámara, y no era la primera que Zato colaba allí, a pesar de que las anteriores no habían sido descubiertas, pero, por prudencia, solía cambiarlas de vez en cuando. A Zato le encantaba mirar a su mujer cuando ella no sabía que estaba siendo observada. El Decano tenía cámaras en su despacho, en el garaje, en los pasillos y en varias de sus aulas, donde con más frecuencia impartía clases, y en muchos momentos del día, se ocultaba en su “rinconanista”, como para sí lo llamaba, y se daba placer mirándola. Hubiera dado cualquier cosa por verla desnuda, pero, para su desgracia, no había podido colocar cámaras en su casa. Lo había intentado, pretendió ocultar una en el dormitorio, pero Nastia se dio cuenta y echó con cajas destempladas al “técnico de la calefacción” que Zato había enviado. Aunque ella sabía de sobra que era él quien estaba detrás de aquello, no podía probarlo, de modo que la cosa se quedó en una discusión y amenazas, y desde entonces, Zato no dejaba de pensar un método lo suficientemente bueno para volver a intentarlo, sin lograrlo, de modo que se contentaba con verla trabajar, oír su voz, y dejar volar su fantasía… pero hoy, no. 
 
     Hoy, podía conseguir que ella hiciese lo que quisiera para él. Ése iba a ser su deseo. Tomó el medallón y lo apretó en la mano para abrirlo. La púa introduciéndose en su carne, le pareció casi sensual antes que dolorosa… cuando abrió, casi no había sangre en su mano, y ésta desaparecía rápidamente, absorbida por el medallón. 
 
      -Nastia… - susurró, mientras la luz rojiza del medallón se apagaba poco a poco – Acuérdate de mí. Acuérdate de cómo te besaba, cómo se deslizaba mi lengua entre tus labios, y cómo te temblaban los hombros cuando te apretaba contra mí… 
 
     A casi un quilómetro de distancia, Nastia, quien pensaba en cómo arreglárselas con la pequeña Zaza durante los días del puente de Todos los santos, pensó de pronto en cierta ocasión que pretendió dar celos a Zato con otro chico un poco mayor que ambos. En aquélla ocasión, con apenas diecinueve años, Risto le sacudió a aquél chico (que le sacaba toda la cabeza y casi diez quilos de peso) una señora patada en la entrepierna, y tomándola de los brazos le dijo “si me haces daño a mí, yo a ti no puedo hacértelo, pero se lo haré a quien quiera que pretenda hacerte suya”, y la besó…. Había sido un beso sin ternura, el beso de la rabia, y, ahora que lo pensaba, precedido de una frase posesiva y egoísta… pero el sentirse tan salvajemente deseada, la hizo entonces sentirse muy culpable por haber pretendido dar celos a Zato, y también… también hizo que su sexo desbordase sin poder evitarlo. 
 
     “Era tan impetuoso… bueno, era, y sigue siendo” pensó Ana “Si dependiese sólo de él, si no estuviese tan seguro de que voy a defenderme, estoy segura que esta misma tarde, en su despacho, hubiera intentado… bueno, se me hubiera lanzado. No le quiero ya, claro que no… pero admito que a veces… Qué tonta estoy hoy, se me hace tarde, será mejor que me vaya yendo a casa”.
 
     Zato vio que su esposa empezaba a recoger cosas y meterlas en su bolso, y, viendo que se le escapaba, pasó a mayores. Agarró de nuevo el medallón y lo apretó más fuertemente.
 
     -Nastia, me deseas. Estás cachonda, estás tan cachonda que te pones húmeda, tu vagina arde, pica… te pica el chumino, te pica muchísimo. Las cosquillas suben y bajan por todo tu sexo y te llegan al estómago; no te levantes, no te puedes aguantar de pie. 
 
      Ana se dobló sobre su silla emitiendo un gritito ahogado, ¿qué le pasaba? Se llevó una mano al vientre, y notó que sus muslos empezaban  a frotarse uno contra otro, mientras su sexo pedía ser saciado de forma inmediata. 
 
    -¿Qué me pasa…? – susurró Nastia, y Zató sonrió al oír aquello. Se dejó reclinar más en el sofá y se abrió la bragueta, empezando a acariciarse de inmediato.
 
    Ana, con la cabeza inclinada sobre su escritorio, jadeaba… ¿pero qué le sucedía? ¡No podía controlar su cuerpo! Recordó vagamente una vez en que Zato probó con ella un gel caliente afrodisíaco, que le produjo un efecto muy parecido, pero no tan rápido ni tan potente… “Tengo que irme a casa, tengo que…” pensó confusamente, pero sabía que no podía, apenas intentó levantarse, sus rodillas temblaron y hubo de volverse a sentar… la simple presión de su propio cuerpo en la silla, la hizo gemir. Estaba sudando y hubiera dado cualquier cosa por un vaso de agua helada… o porque Zato entrase en su despacho justo ahora. “¡No, Zato, no, ¿qué estupideces digo?!”
 
    -Ahora te pican los pezones. – susurró Zato, sonriendo, pasándose la mano por el miembro, casi haciéndose cosquillas más que acariciándose. – se te ponen erectos y casi duelen un poquito… huy, huy, cómo pican,… tienes que pellizcarlos para que se calmen… venga, pellízcalos…
 
     Ana, en su despacho, quería llorar de impotencia, ¡ni de adolescente había tenido semejante calentón! Pero era como si sus pezones quisieran romper su camisa, y su mano derecha salió casi disparada y se apretó un pecho. 
 
    -¡Aaah…! – se tapó la boca con la izquierda y se echó hacia atrás en su silla, con la cara roja, ¡qué placer! Su pecho parecía agradecido por el estrujón, y Ana ya no fue capaz de aguantar más, se abrió la blusa, se sacó los pechos del sostén, y se pellizcó los pezones con ambas manos. 
 
     -Sí, así… - sonrió Zato, sin perder detalle, ¡qué preciosas eran sus tetas, y pensar que hacía casi cinco años que no las veía…! Mmmh, espera, Zato, no te corras tan pronto, aguanta un poco… ah, a la mierda, me gustan, apriétalos así… eso es, muévelas, más… mira qué rosados son… chúpate los dedos y pellízcalos otra vez… así, joder, sí…. Me… me estoy corriendo, ¡me corrooo….! 
 
    Zato jadeó, sintiendo deliciosas olas de placer estremecerle mientras una potente descarga latía en su miembro y en el kleenex con que se tapaba la punta… qué calorcito… qué gusto… Sintió que su pene empezaba a bajarse, y agarró de nuevo el medallón. 
 
    -Quiero seguir. – gimió – quiero otro, y que sea tan bueno como el primero. Mejor. – sintió su sangre cosquillear su mano cerrada y ser chupada por el medallón… le producía un hormigueo muy rico en el brazo, que le subía hasta el cuello, y una vívida sensación de placer, como si alguien le besase el cuello… como si Nastia le besase el cuello. Zato desencajó los ojos de gusto, podía notar perfectamente la boca de su mujer en su garganta, besándole y chupándole la piel, casi podía olerla… al segundo, la sensación había desaparecido, pero su pene estaba de nuevo erecto. 
 
    En su despacho, Ana se daba tirones de los pechos y se los apretaba alternativamente, sin poder dejar de sonreír. Estaba tan húmeda, que una gotita escapó por el lateral de sus bragas. “Está bien… me rindo”, pensó, y se alejó de la mesa para poder separar bien las piernas, se subió la falda y se quitó las bragas de una pierna, dejándolas en su muslo izquierdo. 
 
     -Oh, Dios, eso es, eso es… mira, lo llevas depilado, como a mí me gustaba… aaah… ¡el vello del pubis… lo has teñido! – sonrió Zato, bombeándose – Aaah… antes lo llevabas arreglado… lo cortabas en forma de corazón… pero ahora llevas una rosa, y lo tiñes de rosa también…. Mmmmh… serás zorra… seguro que al imbécil del abogado le encanta, ¡perlas tiradas a puercos! Haaaah… Háztelo pensando en mí, Nastia… - sonrió con maldad – piensa en mí todo el rato, intenta pensar en tu soso abogado y no puedas, piensa en mí… 
 
     Ana se abría los labios vaginales con una mano, y con la otra se acariciaba el clítoris, húmedo y deseoso, ¡qué maravilla! Cada suave caricia era un escalofrío que le cosquilleaba toda la columna y le picaba en los pezones, tenía unas tremendas ganas de tener algo dentro, y se metió dos dedos sin dejar de frotar su perlita. Dio tal temblor en la silla que estuvo a punto de tumbarla, pero sus ojos se pusieron en blanco y una gran sonrisa se abrió en su rostro, ¡qué gusto…! Su vagina apretaba sus dedos y éstos le frotaban mil sensibilidades, hacían chispas de picor y la hacían gemir y contonearse sin poder contenerse… y en medio de ese gozo, no podía dejar de pensar en Zato. Recordó cómo él la hacía sentir así, sólo tenía que tocarla para ponerla caliente, podía llevarla al clímax sólo acariciándole los pechos, tenía fuego en las palmas de las manos y la hacía tocar el cielo cuando se fundía con él… “no está bien, esto no está bien, ¡yo no le amo, yo quiero a… aaah… oooh, Zato, penétrame, sí, sí… mmmh… hasta el fondooo…!”
 
    Zato sabía que no podría aguantar mucho más, y quería correrse a la vez que ella. Se agarró el glande y empezó a frotarse con rapidez, mientras tomaba el medallón una vez más.
 
   -Di mi nombre, Nastia…. – gimió con dificultad, sintiendo que el picor se hacía cada vez más insoportable – córrete diciendo mi nombreee….
 
     Zato aceleró, y vio como los dedos de su mujer entraban y salían más velozmente, y su dedo índice sobre su clítoris frotaba mucho más deprisa. 
 
     -No… no puedo más… - musitó Ana con esa vocecita tan dulce que ponía. Sus muslos se tensaban, su interior picaba y ardía de una forma deliciosa e irresistible, y sus dedos no hacían sino rascar tan dulcemente aquél picor… ya le llegaba, ya estaba a punto…
 
    Zato gemía sin dejar de bombear, con la mano izquierda en los testículos, mirando sin parpadear las tetas bamboleantes de Nastia, su vagina penetrada por sus dedos y su adorable carita de placer… la tensión acumulada en la base de su miembro iba a ceder… ya cedía… le venía….
 
    Nastia sintió la explosión crecer, crecer, su cuerpo temblaba, ¡qué agonía! ¡Qué dulce agonía! Apenas podía respirar, oh, cómo le gustaba, ya le llegaba… y entonces, su vagina pareció explotar de gusto, intentó contenerse, pero el placer fue demasiado fuerte…
 
    -¡Ah… ah, Zato… Zato… Zatoooooooooooo……! – sonrió, los ojos en blanco, las piernas temblando, su vagina dando convulsiones y una gruesa lágrima de flujo saliendo de ella, mientras un placer delicioso recorría todo su cuerpo… Zato no fue capaz de hablar, sólo aire en gemidos roncos salió de su pecho mientras una explosión dulcísima le mordía todo el bajo vientre, zumbándole en el miembro, los testículos y el ano, haciéndole temblar de tal modo que no fue capaz de recoger su semen y éste se le derramó por el miembro, mientras él saltaba de gustito en su sillón, extasiado en latigazos de placer que le dejaban cada vez más rendido, ¡pero tan a gusto…!
 
    Ana tomaba aire, aún con los dedos dentro de su vagina, notando las palpitaciones… ¿Qué le había sucedido…? ¡Pero si ella ya no amaba a Zato, ¿por qué su cuerpo le deseaba con tal intensidad?! ¿Qué clase de estúpida era ella? Se recolocó las bragas, se sentía tan culpable que tenía ganas de llorar… aquello no era como una fantasía, no era como soñar con un actor de cine o un cantante, era algo  más serio, se trataba de su exmarido, y, mal que le pesase, tenía que reconocer que no sólo le había gustado, sino que… “si hubiese llegado a aparecer, no creo que hubiese sido capaz de contenerme… le… le habría dejado que me tomase sin dudarlo… ¿soy imbécil o qué? Menos mal que Artie no sabrá esto nunca… sin duda estoy pasando por una etapa rara, nada más. Se me pasará en un par de días”. La mujer terminó de recoger sus cosas y se marchó, sin querer reconocerse a sí misma las terribles dudas que tenía… 
 
   En su despacho, Zato recuperaba el aliento, tirado en su sillón. Tenía mucha sed. Y sueño, mucho sueño. Pero se sentía tan bien… Qué increíble había sido, hacía años que no gozaba tantísimo, desde… “Desde que me dejó. Pero ahora, eso va a cambiar. Vas a volver a ser mía, Nastia”. Con dificultad, se levantó del sillón… Dios, qué mareo, todo daba vueltas… Tuvo que apoyarse en la pared unos segundos antes de accionar el interruptor que abría la cámara. Luego, entró en su baño privado, bebió agua ávidamente y se lavó las manos, sin dejar de sonreír. Llevaba años intentando convencer a Nastia por las buenas, y ella no se había dejado. Muy bien… había dado con el medio de conseguirlo por las malas.
 
 
*****************
 
 
     -Parece que el Decano ha encontrado un medio infalible de satisfacer sus apetitos, aunque le provoque sed… esperemos que no le deje seco antes que su mujer o el medallón le manden a que le den morcillas… - mi tito Creepy sonríe y junta las yemas de los dedos, mirándonos expectante. Yo le doy un apretón a las piernas y beso su huesuda rodilla.
 
    ¿Te está gustando la historia? A mí, sí, pero creo que es un buen momento para hacer una pausa para un chocolate con galletas, ¿te apuntas? Voy a traerlo, y seguiremos.
 
 
(¿No puedes esperar a la continuación? ¡Léela ya en mi blog! http://sexoyfantasiasmil.blogspot.com.es/2013/10/especial-halloween-ii.html )

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