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Siempre hay un roto para un descosido

en Fantasías Eróticas

   “Desde siempre, la primera ley de la Naturaleza ha sido la supervivencia del más fuerte. Sólo el más fuerte puede hacerse con nutrientes, espacio vital y compañeros con los que pasar sus genes, mientras que los más débiles perecen en el intento. En las civilizaciones más avanzadas, esto ya no es así, y actualmente es difícil encontrar una sociedad civilizada en la que aún persista ese pensamiento. La de los ruzani es una de ellas.”  Cuadernos de biología multiversal, por el dr. Wtzaen-D´To.

 
     Su hocico achatado se movió, olfateando el aire con avidez. Había una hembra cerca y él lo sabía. Entre las de su especie, sabía que no tenía ninguna posibilidad; podía parecer robusto, pero no lo era para los de su raza. Para ellos era bajito y justo de peso, las hembras eran más fuertes que él y siempre que intentaba montar a alguna, ésta lograba sacudírsele con facilidad y escapar después de darle un buen par de golpes. Estaba harto de tener ganas, harto de que se rieran de él, harto de ser virgen. Si con las ruzani no podía aparearse, entonces tomaría una hembra de otra especie.
 
     La lilius estaba tan tranquila. Era una joven sacerdotisa de la Diosa que estaba pasando su período de aprendizaje, durante el cual viven en soledad e intentan hacer cuanto bien pueden y llevar a todos lo que ellas llaman el “´Alurí U´rreh”, El regalo de la Diosa. El orgasmo. Si el ruzani se lo pedía, si simplemente se acercaba a ella lo suficiente para que le detectase con sus antenas sensitivas, se lo concedería sin ninguna condición, gustosa. Pero el ruzani ya se sentía bastante avergonzado por verse obligado a saciar su deseo con una hembra de otra especie, como para encima, eso. Tenía que hacerlo a su modo, y el modo ruzani sólo conocía la dominación por la fuerza. Y además… si ella le concedía sexo, si le sondeaba con sus antenas, quién sabe de qué podía enterarse. Sólo su nombre ya sería bastante malo, pero podía sacarle información de su pueblo, sus armas, sus bases… era demasiado arriesgado, pensó Canijo, y esperó.
 
     Tendida boca abajo al sol, la lilius simplemente descansaba. Su piel azul celeste brillaba y ella apenas se movía. Es probable que se hubiera quedado dormida. Canijo supo que era el momento, y corrió hacia ella. Sus botas metálicas atronaron el suelo a pisotones, pero antes de que la sacerdotisa pudiera reaccionar, tenía un enorme peso caliente sobre ella que la aplastó, la empujó con brutalidad y la agarró con… espera, ¿cuántas manos tenía?
 
     “Eres un ruzani” pensó Roldra, la joven lilius. Sólo los ruzani eran tan brutos y sacaban dos pares de brazos adicionales en el momento del sexo, a fin de dominar a sus hembras; si no lo hacían así, si no eran más fuertes que ellas, éstas se los quitaban de encima. La joven no se resistió lo más mínimo, alzó un poco las caderas para facilitar la penetración e intentó calmar un poco a su compañero, a través de ondas mentales. Canijo notó el calor en su miembro y embistió. Con fuerza. Roldra apretó los dientes. A pesar de que, según su religión, el sexo era una forma de rezar y siempre era hermoso, el ruzani no era precisamente una criatura con la que fuese fácil dejarse llevar por la piedad. Estaba tan excitado, que sus ondas no le hacían nada, y al incrementarlas, rugió y la empujó aún con mayor violencia.
 
     Canijo estaba embelesado, ¡era mucho mejor de lo que le habían contado! ¡Era increíble, su polla estaba abrazada en un agujero estrecho y ardiente que le hacía temblar, estremecer de gusto! Las formas de la lilius, debiluchas y delgadas, carentes de púas, de escamas o de ninguna fuerza, así como su modo de rendirse a él y casi de disfrutar, le asqueaban, pero cerró los ojos e imaginó una hembra bien grandota y fuerte, con la espalda musculosa llena de púas aceradas. Una poderosa tiritona le sacudió y le hizo encogerse del culo a los hombros, mientras su garganta emitía un chillido porcino de placer y su polla se vaciaba dentro del cuerpo de la sacerdotisa. Roldra gimió, más de alivio que de gusto. Había terminado.
 
    Canijo sintió que las fuerzas se le iban en un momento. Sabía que pasaba eso, pero también que ella no podría tirarle. Su semen era pegajoso y les mantendría unidos hasta que todo quedase bien dentro, adherido a su útero y le pegase las paredes vaginales durante varios días, de modo que no pudiese eliminar su semilla, ni ningún otro macho pudiese tomarla hasta que quedase en estado. Inmóvil sobre la espalda de la lilius, Canijo fue más consciente que nunca de su debilidad en comparación con los de su raza. Cualquier hembra de su especie habría luchado hasta arrancarle el pene y quitarle de encima de ella, pero la lilius no. Ella se limitaba a tenderse allí y dejar que le hiciera lo que quisiera. A Canijo le había gustado y ya no era virgen, sí, pero no era ni remotamente tan satisfactorio como hubiera podido ser con una hembra de su pueblo. Si sacaba su polla intacta, su cuerpo no la regeneraría nunca en otra mayor, ni él crecería más. Se quedaría siempre canijo y esmirriado, y su único alivio sería tomar hembras de otras razas enclenques. Mierda de vida.
 
     Apenas pudo moverse, se deslizó fuera sin dificultad. Había esperado que, al menos, su propio semen pegajoso le arrancase el miembro, pero ni eso. La sacerdotisa le miró y le sonrió.
  
     —Me alegra haberte dado el regalo, hermano — dijo con dulzura —. Si alguna otra vez lo necesitas, estaré encantada de ofrecértelo.
 
     “¡Ni siquiera me guarda rencor!” se lamentó el ruzani. “¡Soy un asco!”
 
     —¡Oh, no, no lo eres! De verdad, me ha dolido. He pasado mucho miedo. — La sacerdotisa leía sus pensamientos y, como seguidora de la Diosa del amor, no podía consentir que el ruzani se sintiera mal consigo mismo, pero cuando éste la oyó dándole ánimos, le dieron ganas de matarse. Sin saber ni qué decir, emitió un gruñido de indignación y se alejó corriendo. Roldra supo que tenía que encontrar a ese ruzani y hacer lo que fuese preciso para consolarle, pero antes tenía que reponerse y adecentarse un poco. Se acarició el vientre y sonrió con ganas, ¡iba a dar vida! La semilla del ruzani daría un hermoso fruto en su interior, al que ella ya quería con todo su corazón. “Ya sé cómo voy a llamarte”, pensó. “EresAkdannaian. El que vino por sorpresa”.
 
     Muchos años más tarde, su nombre seguía siendo adecuado, todo el mundo lo decía, pensó, mientras el agua caliente resbalaba por su piel azul y se llevaba el sudor y parte del dolor. Cerró el agua y salió del cubículo. El suelo de las duchas absorbía el agua y le secó los pies al instante. Danna no se molestó en envolverse en la toalla, dejó que los regueros de agua se escurriesen por su cuerpo hasta el piso absorbente. En lugar de ello, se miró al espejo y examinó las señales, en lo que podía, porque el ojo izquierdo iba a permanecer cerrado un par de días. Tenía todo ese lado de la cara hinchado y purpúreo. También varios moratones en el pecho, sobre todo por las costillas y los brazos, y los nudillos tenían morados que le llegaban a las muñecas. Pero había ganado, sonrió. Tomó un trago de agua destilada para enjuagarse y escupió, y asintió con satisfacción al ver que ya no salía con sangre.
 
     Sus rivales solían ser más grandes que él, más pesados y más fuertes, y Akdannaian no vencía con facilidad, pero vencía. Ni siquiera otros ruzani había podido con él. El combate de aquélla noche había sido precisamente contra un luchador ruzani, un puerco enorme a quien Danna sólo le llegaba a la barbilla y que le sacaba casi ochenta quilos, pero, puesto que no se trataba de peleas estrictamente legales, el que uno de los luchadores fuese un poquito más grande que el otro, no importaba demasiado. Claro que, por grande que fuera, Danna podía ralentizarle unos segundos con las ondas relajantes que emitían sus antenas. Los segundos precisos para asestarle seis golpes en lugar de uno solo. Mientras que el ruzani sólo podía sacar sus brazos adicionales si se encontraba en el acto sexual, a él le bastaba con pensar en sexo para lograrlo, y ni siquiera tenía que concentrarse mucho. Una imagen en su cabeza, y sus brazos saltaban o se ocultaban a voluntad. Puesto que no se trataba de peleas estrictamente legales, el que uno de los luchadores poseyera pequeñas ventajas genéticas sobre el otro, no importaba demasiado. Sus seis puños siempre llegaban por sorpresa, siempre cogían desprevenidos a sus rivales.
 
    “Pero no puedo seguir haciendo esto toda la vida” pensó Danna, mientras tomaba sus pantalones y se los colocaba de una sacudida. Los cierres-imán se ajustaron con un chasquido y tomó la camisa blanca que usaba, con aberturas en los costados para sacar los brazos adicionales sin romperla, y se la puso intentando mover lo menos posible el brazo izquierdo. Llevaba ya muchos años ejerciendo como luchador y, qué duda cabía que había sido estupendo. Al menos al principio. Ganaba muchísimo dinero de forma rápida y relativamente fácil, el dolor no era gran cosa para él. Tenía una bonita casa, lujos, chicas, y llevaba un tren de vida muy alto. Pero eso se estaba acabando y él lo sabía bien.
 
     “Sabes que siempre puedes volver conmigo, cielo. A tu casa”, le decía su madre. La buena de Roldra siempre había deseado que su hijo fuera sacerdote como ella. Para ella, para muchos lilius, la mera existencia de un mestizo como él, era motivo de profundo orgullo, una prueba viva de a dónde podía llegar el amor y de que la Diosa aprobaba y bendecía toda unión. Para ella, que él regresase y se hiciese sacerdote, sería la mayor felicidad. No se lo decía, pero el que Akdannaian se ganase la vida peleando, la entristecía muchísimo. Ella, que adoraba a la Diosa Sin Nombre que promulgaba el amor por encima de todo, tenía un hijo luchador, que hacía fortuna pegando a otras criaturas… Danna sabía que, si volvía, ella jamás se lo echaría en cara, que le admitiría sin hacer preguntas. Pero no había salido de Lilium-Arcadia en su día para regresar con el rabo entre las piernas. Si quería follar, como luchador ya lo había hecho de sobra y, siendo sacerdote de la Diosa, ese sería el destino que le esperaba, el “dar consuelo” a toda criatura que lo precisara. No era para él. Ya no.
 
     De joven nunca pensó que pudiera pasarle, pero lo cierto era que se estaba hartando de pelear, de vivir a todo tren y hasta de follar. Zesso decía que era una fase, que se le pasaría y volvería a encontrar sal en todo, como antes, pero Danna sabía que no era una fase, venía durando demasiado como para ello. La verdad era que… que quería dejarlo, pero no sabía cómo.
 
    Se echó la chaqueta, larga y negra, de cuero de urotón, por los hombros. Sólo esa chaqueta costaba más de lo que ganaban al mes muchos de los que pagaban por verle pelear. Hasta hacía poco, no había dado la menor importancia al dinero. ¿Para qué? Para él, para Leviatán Danna, no había nunca problemas de dinero, tenía todo lo que se le antojaba, y siempre lo mejor y lo más caro. Zesso le había acostumbrado a ello, a que pensara que para él, la vida sería siempre un regalo y, por lo tanto, jamás había ahorrado nada ni pensado en el futuro. Su bonita casa estaba a nombre de su manager hasta que la pagara, y él ni siquiera sabía el importe de las mensualidades. Jamás iba a la compra, el servicio compraba para él y la factura se la mandaban a Zesso. Su transporte, su joyas, ¡hasta los calzoncillos que llevaba, todo era pagado por Zesso de sus ganancias! Danna no sabía lo que costaba ni un paquete de chicles.
 
    “No lo puedo dejar de hoy a mañana”, pensó, y tenía razón. Si lo intentaba, se vería en la calle con la misma rapidez, y Zesso podía muy bien decirle aún que le debía dinero. Sí, claro, él podía ver si le mentía gracias a las ondas simpáticas de sus antenas, pero, ¿cómo probarlo? Era Zesso quien tenía libros de cuentas, cifras y abogados. Sin embargo, quería dejarlo, pero, ¿qué haría después? ¿A qué se dedicaría? Salió del baño y vio a una chica rubia sentada en los escalones, que jugaba con un proyector holográfico. Nada más oír la puerta, cerró el holograma y se levantó, estirándose el corto vestido. Adoptó una postura insinuante y una sonrisa calculada y le saludó.
 
     —Hola — Su voz, su boca, su postura, y hasta el modo en que alargaba las palabras, delataba a la vez su profesión y su escasa cantidad de seso —. Soy Bambi.
 
    La joven dejó los labios entreabiertos y paseó la lengua por ellos. Danna recordó que, años atrás, aquello le habría gustado, le habría hecho sentir importante y deseado. Hoy día, le hastiaba. Se limitó a asentir y echó a andar, pero la joven le siguió.
 
     —Zesso me dijo que te acompañara — dijo ella, dudosa —. Que me fuese contigo y que te… divirtiera.
 
     —Genial, pues, ¿por qué no te vas a cualquier otro sitio y me dejas tranquilo? Eso te garantizo que me divertirá muchísimo. — Sacó la cartera y le alargó un billete. Ni siquiera miró la cantidad, pero debió ser alta, porque la chica lo tomó, lo guardo con presteza y se marchó sin protestar. Danna se metió en su transporte y pidió al ordenador que lo llevase a casa y mientras, se sumió en sus pensamientos. “Si mañana tuviese que dejar la lucha, ¿de qué viviría?”. Excluyendo los combates y a su madre, no había gran cosa que supiese hacer. Podía trabajar de guardaespaldas, pero sabía que, igual que estaba cogiendo edad para ser luchador, la estaba cogiendo también para eso; podría aguantar aún algunos años muy bien, pero desde luego no los suficientes para ganar el dinero que necesitaba si quería conservar su tren de vida, y sí, quería conservarlo. Y aunque no quisiese seguir siendo luchador, la verdad que el ambiente nocturno de las peleas y los clubes le encantaba. Eso no lo quería perder. Tenía que haber una manera de conservarlo, sin necesidad de que le siguieran friendo a guantazos, pensó. Y pensó.
 
     —¡Vuelve al club! — Y al fin, dio con la idea precisa.
 
     En otro tiempo, en otro lugar, y en otro planeta…
 
     
     Intentaba mantener la calma, pero lo cierto es que las sonrisas se le escapaban, y se sentía nerviosa como una colegiala. Trudy miraba por encima de la carta a Malaquías, quien parecía estudiar cuidadosamente los diferentes tipos de cafés que servía el Royal. Por detrás de él, un par de mesas más atrás, había una pareja adorable, muy alto, de cabellos grises y rostro bondadoso él, y atractiva, de cabellos oscuros y ojos verdes ella. Gertrudis no había pretendido ser indiscreta, pero les había visto darse con tantas ganas un beso de película, que no fue capaz de dejar de mirar. Su corazón brincaba y fantaseaba con la idea de que Mala y ella… notó que se estaba empezando a sonrojar, y se centró en la carta.
 
     —Creo que me pediré un canadiense. — dijo al fin.
 
    —Hum, café, nata y jarabe de arce — Malaquías sonrió —-. Tiene buena pinta. Yo… creo que un bombón especial.
 
     En pocos minutos tuvieron en su mesa las bebidas y una bandejita con cuatro simpáticos pastelillos de crema, y Mala levantó su copa de café para brindar con Gertrudis. La mujer la chocó con la suya.
 
     —Por un principio. — musitó él, vacilante, y Trudy repitió sus palabras con un asentimiento. Si Mala tuviera una idea, una ligera idea de lo mucho que le gustaba su timidez, de lo tierno que le parecía en su inseguridad... Una parte de la joven gritaba de frustración porque se hubiera sentado frente a ella y no a su lado, pero otra despedía chispas de emoción por lo educado que era y el modo en que respetaba su espacio. Durante unos momentos, cada quien saboreó su bebida (¡y qué guapo estaba Malaquías llevándose la copa a los labios y cerrando despacito los ojos!) sin hablar.
 
      Figuérez se dejó envolver por el sabor del café, con leche condensada, nata y cacao. Realmente bueno, pero no tan dulce como la persona que tenía enfrente y a quien deseaba tantísimo. Luchaba porque no se le notase mucho, pero sus largas piernas buscaban las de ella bajo la mesa a cada momento, por más que él intentase tener los pies quietos bajo la silla. Al fin, su pierna rozó las de Trudy, y la joven le miró y sonrió.
 
       El hombre devolvió la sonrisa con algo de apuro e intentó doblar la pierna, retirarla nuevamente, pero la caricia bajo la mesa casi le hizo derretirse. Gertrudis le acariciaba la pierna con la suya, con toda calma, balanceando muy despacio el pie, recorriéndole la pantorrilla. Antes de poder darse cuenta, las dos piernas de Figuérez estaban entre las de Trudy, quien las acariciaba alternativamente, sin dejar de mirarle, sonriéndole a la vez con los labios y con los ojos. Estaba ruborizada, y mucho se temía él que no era por el calor del local, ni del café.
 
     “Entre sus piernas” pensó, en medio de un temblor delicioso “Me tiene ahora mismo entre sus piernas”. Gertrudis se sentía traviesa y aventurera. Con picardía, no pudo evitar pensar que aquélla era una maniobra de las que intentaría su propio jefe, y que tan baratas y groseras le parecían a ella, pero que, haciéndolo ella, le estaba encantando. Y por lo que parecía, a Mala no le disgustaba tampoco.
 
      —Trudy… — susurró, inclinándose sobre la mesa. La mujer sonrió y se acercó a su vez. Al poner las manos en la mesa, Mala le tomó una y la apretó. La soltó al momento, como si temiera propasarse, pero ella le abrió la mano y él la cogió de nuevo y se acariciaron los dedos. La mano de Malaquías temblaba.
 
     —Dime. — sonrió la joven, acercándose más aún a él. Mala suspiró y por un momento pareció a punto de decir algo, pero no fue capaz. Bajo la mesa, Gertrudis se descalzó un pie y le acarició con él. Malaquías cerró los ojos, despacio, de gusto, como le había visto hacer con el café. El pie de Trudy reptó a su antojo por su pantorrilla y se metió ligeramente por el vuelo de la pernera, acariciando el tobillo desnudo de Mala.
 
     —Basta — sonrió él, tan inclinado sobre la mesa que se clavaba el borde en el estómago. —. Por favor, basta.
 
     —¿No te gusta? — la nariz de Trudy casi rozaba la suya, y podía sentir su respiración rozar su rostro.
 
    —Sí — Admitió, casi gimiendo —. Me encanta. Pero se me va a notar lo mucho que me… — Y no acabó la frase. Su boca y la de Trudy se encontraron, y cuando sus lenguas húmedas se acariciaron y la mano de la mujer le acarició la cara hasta la nuca, Figuérez pensó que tenía que tener un sitio reservado en el infierno por aquello. Y le importaba un cuerno. Fue dulce, fue tierno, fue apasionado, todo al mismo tiempo. La lengua de Trudy se metió en su boca con decisión, pero acarició la suya con ternura. Exploró su boca e hizo círculos infinitos en ella, mientras su mano le acariciaba la mejilla áspera y sus dedos se deslizaban por su cuello y le hacían cosquillas. La caricia de su pie le había provocado una erección lenta, cálida, que daba calor a todo su bajo vientre hasta los muslos, pero el beso hizo que la reacción fuese dolorosa. Sus huevos dolían en un dolor ansioso, pero dulce, algo como lo que sentía cuando de niño masticaba pedazos de miel cristalizada y la excesiva dulzura le causaba dolor en la garganta. Si de él hubiese dependido, no hubiera querido que acabara nunca. La mujer se separó lentamente de él y le besó la punta de la nariz. Cuando retiró la mano, él le besó los dedos.
 
     Gertrudis se sentía tan feliz como nunca hubiera podido soñar que lo sería. Ella y Mala se miraron, y el hombre le tomó ambas manos y las besó, frotándolas contra sus mejillas. Quería hablar, hacía esfuerzos por hacerlo, pero tenía la respiración tan agitada, que no lo lograba. Respiró hondo varias veces, y consiguió susurrar algo acerca de lo especial, lo maravillosa que era.
 
     —Creo que es la primera vez que noto un sentimiento tan hondo por nadie. Salvo quizá por mi hermano. — Admitió. Trudy le tomó la cara entre las manos y le miró con ternura.
 
     —Mala, me estás gustando mucho — Sonrió ella —. Me estás gustando de verdad, y… y yo quería ir más despacio, no pretendía besarte así tan pronto, pero es que eres tan dulce y tan amable conmigo, y tan bondadoso, que tengo ganas de estrecharte entre mis brazos y darte mimos, y mimos, y mim… — sus bocas se juntaron otra vez, y en esta ocasión fue la lengua de Mala la que penetró su boca y frotó su lengua, primero despacio, pero enseguida con decisión. La mujer gimió sin poder contenerse, un gemido bajito, pero que Mala oyó. Cuando se separó, apenas podía mirarla a los ojos.
 
     —T-Trudy, a esta hora… oh, Dios mío — había intentado alzar la mirada, pero la timidez, y también, por qué no decirlo, el deseo que leía en los ojos de su compañera, le impedían sostenerle la mirada, pero continuó hablando —-. A esta hora, mi hermano estará en GirlZ y no habrá nadie en casa… ¿querrías…?
 
     —Sí — Gertrudis se agachó para buscar los ojos de Mala, y sonrió, pícara. —. Por favor, vamos.
 
     Pagaron. Figuérez ayudó a Gertrudis a ponerse el abrigo, y a ella le vino un estremecimiento delicioso cuando él le tocó los hombros con los dedos y dejó las manos allí un segundo más, como si luchara contra el deseo de abrazarla. A ella siempre le había parecido que eso de que un hombre te pusiera el abrigo, o te retirase la silla, eran ranciadas paternalistas teñidas de cierto machismo. Pero en ese momento, creyó flotar. Era la primera vez que un hombre la trataba así y, mal que le pesase, le encantaba. Mala le ofreció la mano, y ella le tomó del brazo, y salieron a buscar un taxi que les acercase.
 
     La vocecita del sentido común de Gertrudis, esa que le recordaba que le conocía desde hacía poco más de una semana, que habían hablado sólo cuatro o cinco veces y que era sólo la segunda cita, hacía rato ya que había tirado la toalla y se dedicaba a lavarse hipotéticamente el pelo, con la cabeza dentro del lavabo y la radio a todo trapo, para no oír nada. Trudy sabía que era una decisión precipitada, que era el hermano de su jefe y mil cosas más. Pero le gustaba muchísimo y le deseaba con pasión. Siempre se había jactado de ser sensata, pero esa tarde quería disfrutar y hacerle gozar debajo de ella. Mala le gustaba demasiado como para ser racional, no quería ser sensata.
 
     Figuérez también sabía que aquello distaba mucho de estar bien. Pero cuando entraron en el taxi y ella se arrebujó contra su pecho y le dedicó una mirada llena de promesas y ternura, cuando sus brazos se cerraron en torno a ella y se besaron una vez más, sólo pudo pensar “a hacer puñetas todo”.
 
      Denso y pesado como una losa, así era el silencio que emanaba de Rósimo. Danna sabía que a veces el silencio con él era tenso e incómodo, pero ahora mismo le cerraba los oídos como un tapón. El club siempre estaba lleno de ruido, él no lo había conocido silencioso, pues aún cuando se duchaba y preparaba para irse, aunque fuese el último luchador en hacerlo, el hilo musical siempre estaba funcionando. Ahora que había vuelto y sólo quedaba Rósimo, el dueño, carecía por completo de ruido, pero además la proposición que le había hecho, había causado que el dueño proyectara el silencio casi como un golpe físico.
 
     “Quiero comprarte el local”. Le había dicho. Rósimo se lo había tomado poco menos que como un insulto, y su silencio lo dejaba traslucir ¿Cómo se atrevía él, un luchador a sueldo, explotado por el carnicero de Zesso, a pedirle semejante cosa? ¿Cómo pensaba pagarlo? ¿Acaso soñaba que podía ofrecer una cifra digna? En el silencio, Danna podía entender todas esas preguntas y más. Rosio le siguió mirando durante algunos minutos, y finalmente negó con la cabeza y se volvió.
 
     —Primero, te lo alquilaré. Te pagaré el cincuenta por ciento de las ganancias durante dos años, y después te lo compraré; te pagaré el triple de lo que a ti te costó en su día. Si no puedo pagarte esa cantidad, te lo devolveré, y trabajaré para ti en lugar de para Zesso — Danna era un buen luchador, y sabía que Rósimo siempre había querido comprarle, pero Zesso siempre había pedido precios escandalosos para disuadirlo. —. Es una buena oferta, no perderás pase lo que pase.
 
     Rósimo le miró de nuevo. Es cierto, durante dos años tendría sólo el cincuenta por cien de sus ganancias actuales, pero tenía otros negocios. Si Danna tenía éxito, obtendría un beneficio que le compensaría de sobras; el local estaba viejo, no costaba el triple ni de lejos. Y si fracasaba, tendría un luchador que siempre había querido. Asintió. Y en su lengua silenciosa, preguntó: “¿Qué dirá Zesso a esto?”
 
     —Déjame a mí lo de Zesso. — sonrió Akdannaian, confiado. Confianza que en realidad no sentía, porque sabía demasiado bien lo que iba a decir Zesso.
 
     —¡Eres un estúpido, un gilipollas, te han dado demasiados golpes en la cabeza, maldita mula! — exactamente eso, es lo que dijo. Le arrojó a la cara el comunicador, la consola electrónica, y hasta el calendario de mesa, y Danna los cogió al vuelo sin dejar de sonreír, como si no tomase en serio el cabreo de su jefe. — ¡No puedes disponer así de ti mismo, YO tengo tu contrato, YO soy tu dueño!
 
     En vano intentó Und´Thea explicarse, decir que estaba harto de boxear, que quería pensar en su futuro.
 
     —¡De tu futuro, ya me ocuparía yo cuando llegase el momento! ¡Te abriría una cuenta de ahorros, te buscaría una colocación! — Danna sabía que no era cierto. Otros luchadores jubilados se habían encontrado que su cuenta de ahorros contenía apenas unos miles de créditos, y su “colocación” era un trabajo de minero o peón por el salario mínimo. De acuerdo, ninguno era tan bueno como él, quizá él hubiera podido contar con algo más, pero no era como para fiarse. — Tu contrato me pertenece, ¡vete a jugar al señor empresario si eso te place, pero no se te ocurra pensar que dejarás de luchar mientras yo lo tenga! ¡Y si dentro de dos años se te ocurre abandonarme, haré que te dejen en una silla de ruedas! ¡Tendrás deudas conmigo y con ese gorila mudo de Rósimo! ¡Tendrás que pagarlas chupando pollas tirado en una camilla, estúpido de mierda!
 
      —Te conseguiré la botellita roja.
 
   —¿Qué? — Zesso, que había estado dando grandes zancadas por el despacho, se detuvo de golpe. Una chispa de codicia brilló en sus ojos, pero enseguida la reprimió y sonrió con maldad — Crees que podrás comprarme con eso… Rósimo no te dejará ni tocarla, ni acercarte a ella.
 
     —Zesso, ¿recuerdas aquella vez, que precisamente Rósimo te dijo que yo no tenía aguante, que no soportaría más de un combate por noche, que no podría hacer un completo, y yo te dije que sí podía hacerlo? ¿Recuerdas que fui capaz de aguantar los diez combates de la noche y ganarlos todos?
 
     —También recuerdo que durante más de una semana, casi no te podías mover.
 
     —Pero lo conseguí, y esa noche te hice un montón de dinero — había rabia en su voz, Zesso sabía que Danna era terco como él solo. —. A partir del séptimo combate, nadie apostaba por mí, tú mismo jugabas a la contra usando a uno de tus matones, y en el décimo combate luchaba guiándome por las antenas porque ya no veía nada. Pero gané todas las peleas. Y ahora pienso hacer lo mismo. Puedes jugar a la contra, pero te conseguiré la botellita roja. Y si te la consigo, me devolverás mi contrato, ¿trato hecho?
 
      Zesso sonrió. ¿Qué perdía?
 
(continuará, ¡vuelve mañana!)

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