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Placer Fugaz

en Hetero: Infidelidad

Las huellas que dejaban en la arena de playa se difuminaban enseguida, apenas llegaba de nuevo el mar. “¿Seremos así también los humanos?” pensó Nato, uno de esos pensamientos que sabía que no tenían los otros chicos de su edad. “Intentando dejar huella de nosotros mismos, de nuestra existencia, pero esta sólo dura un momento antes de ser barrida por la Eternidad”. Le molestaba un poco tener esas ideas, pero ya había aprendido a callárselas; sus primos y los otros chicos ya le tenían bastante por un marciano con todo lo que aprendía y sabía, como para darles más motivos aún. Decidió dedicarse a prestar atención a la niña que paseaba junto a él, su prima Tercero.
 
     —Pues al final la película de anoche, no estuvo tan mal. Pensé que iba a ser un peñazo, pero me gustó – decía ella. – El malo actuaba muy bien.
 
     —¿Sabías que también era el guionista? Usaba dos nombres, el nombre español para firmar el guion y dirigir, y el nombre inglés para actuar, porque sonaba mejor. – dijo el chico.
 
     —Sí, me lo dijo mi padre después, que el nombre inglés era el “nombre artístico”. – A Tercero ya no le sorprendía que su primo, de sólo doce años, supiera las mismas cosas, y a veces más cosas, que los adultos. Renato siempre sabía de todo. A veces, demasiado de todo, como demostró cuando preguntó:
 
     —¿Te gustó por que actuaba bien, o te gustó él sin más?
 
     —Bueno… - como el sol rojo del atardecer les daba de costado y les bañaba en ese color, no era fácil saber si ella se había ruborizado, pero Nato sabía que lo había hecho.
 
     —No tiene que darte vergüenza, a mí me gustó la actriz, la que hacía de mala.
 
     —¿Esa? ¡Si tenía cara de serpiente!
 
     —Digamos que en su cara, me fijé más bien poco – sonrió el chico, y los dos se rieron en risas apuradas. La noche anterior fueron al cine de verano y vieron una vieja película española de terror. Igual que el villano protagonista salía a pecho descubierto en más de una escena, su novia hacía lo mismo en buena parte del metraje. La curiosidad por los encantos femeninos era una de las pocas cosas que Nato compartía con los chicos de su edad, y con Tercero tenía suficiente confianza para hablar de ello.
 
     —Secreto por secreto; sí, me gustó él sin más – admitió la niña.
 
     —¿Sabes que el que te guste es porque te recuerda a tu padre?
 
     —¿¡Qué?! – Tercero puso gesto de asco.
 
     —¡No digo que te guste tu padre en ese sentido! Pero fíjate en el malo, y en tu padre: espaldas anchas, robusto, peludo, tipo de boxeador… son muy parecidos. Es un hecho psicológico que, cuando una chica empieza a fijarse en chicos, inconscientemente busca patrones parecidos al paterno, porque se siente segura con ellos, y piensa que van a tratarla como…
 
     —Te garantizo que ése, no me recuerda a mi padre. – la voz de Tercero había cambiado en un segundo. De repente, no tenía nada del timbre infantil que la caracterizaba, se había hecho grave y parecía propio de una mujer adulta. Renato la miró, y vio que se había quedado inmóvil mirando un punto del horizonte, con los labios entreabiertos y los ojos muy brillantes. Siguió su mirada, y le vio.
 
     Un extraño montón de sentimientos golpearon el pecho del chico con un impacto casi físico. Rabia, envidia, dolor, autocompasión… la terrible consciencia de que nunca, jamás, sería ni remotamente como aquél hombre en ningún aspecto. Ni en altura, ni en belleza, ni en presencia física, fortaleza y no, tampoco en inteligencia. Renato, consciente de su propio intelecto desde muy temprana edad y que ya el curso anterior había empezado la carrera de Matemáticas y Ciencias Exactas, se sintió peor que tonto; se sintió un gusano.
 
     El desconocido salía del mar vestido sólo con un calzón negro. Era alto y calvo, y su piel atezada parecía relucir en tonos dorados, como si estuviera hecho de oro. Era armonioso y cada músculo de su cuerpo se perfilaba en su piel al moverse; parecía una estatua griega que se pudiera mover. A pesar de salir del mar, estaba completamente seco. Notó que los niños le miraban y volvió la cara. Una sonrisa de picardía apareció en su hermoso rostro y se acercó a ellos. Por instinto, Nato se colocó entre él y su prima, como hubiera podido hacerlo si se hubiera acercado un perro, pero el desconocido acentuó su sonrisa. Alzó dos dedos y los movió en el aire, y Nato sintió que le apartaban con desprecio, pese a que él no le tocó.
 
     Las rodillas de Tercero temblaban y sintió que se ruborizaba. No podía ni parpadear. El desconocido la miraba sólo a los ojos, y ella había oído acerca de los hombres que la desnudaban a una con la mirada, pero este no lo necesitaba. Este estaba desnudando mucho más que su cuerpo. Tercero tuvo miedo a la vez que sentía ganas de tomarle la mano y decir “llévame contigo”. De forma maquinal, agarró la mano de su primo. Cuando éste la apretó, la niña pudo soltar aire y pensar con claridad. Por primera vez, aquél hombre pareció tomar nota de la presencia de Nato y se dirigió a él.
 
      —Cuida bien de tu novia. – También su voz era bellísima. Grave, modulada, acariciadora, insultantemente hermosa.
 
     —No es mi novia. – espetó el chico. El desconocido le dedicó una mirada extraña. Parecía reírse de un chiste que sólo entendiera él.
 
     —Así será, puesto que tú lo dices. – Nato tiró de la mano de su prima y los dos niños se fueron corriendo de allí. Tercero estuvo a punto de volver la cabeza en más de una ocasión para mirar por última vez a aquél hombre, pero se contuvo. Ninguno de los dos mencionó aquello de nuevo.
 
     Bael los vio marchar sin retenerles. Hubiera podido quedarse con la niña si hubiera querido, pero el chico hubiera armado jaleo y habría tenido que matarle. No le convenía. Se agachó en la orilla y tomó agua del mar en el hueco de la mano. Con la izquierda, pellizcó el agua y la sacó convertida en tela de color azul. Después tomó un puñado de arena y lo estrelló contra la tela, y sobre la misma se formaron cenefas doradas. Extendió la tela y se la puso como un blusón que le llegaba un poco más abajo del calzón. Con el cuerpo que había elegido, en realidad daría igual si llevase papeles de periódico; estaría impresionante de todos modos. Echó a andar por la playa camino al paseo. La arena no se pegaba a sus pies descalzos.
 
 
 
     En casa de Nim y Magda, el cabo Arcadio Fugaz se acababa la taza de café que ella le había ofrecido mientras los tres hablaban en voz baja. No es que nadie les fuese a escuchar, pero se trataba de cosas que invitaban a ser conversadas en voz baja.
 
     —Si necesitas más, pídelo; sin problema – decía Nim.
 
     —Fugaz, te lo digo de nuevo: yo puedo ir a hablar con Aura. No es que seamos amigas, pero ya que ella ha hecho algo por mí, estoy dispuesta a lo que sea.
 
     —Muchas gracias, pero no. Creo que no será preciso.
 
     —Tío, si llega a serlo y no lo dices, no me sentará bien. – apostilló su compañero, y Fugaz sonrió. En ausencia de sus padres, el resto de agentes no sólo eran compañeros y, por más que supiera que el mejor amigo de Fontalta siempre iba a ser el sargento Buenavista, sabía también que podía contar con él de todas-todas. Se terminó su café y recogió el paquetito de papel albal que el cabo le había preparado, y con él subió a su casa. Ya en ella, hizo algo que era poco usual en la casa-cuartel y que sólo se hacía de noche o, como era el caso, cuando uno estaba haciendo algo en lo que no deseaba ser molestada: cerrar la puerta de casa.
 
     Arcadio Fugaz había tenido una aventuracon Aura, la mujer que regentaba el chiringuito de la playa y de quien se decía que era bruja. Él sabía que era cierto, y no sólo porque ella se lo hubiese confesado. Después de un par de encuentros sexuales, ella le había dejado. Según decía, porque se había cansado de él, porque ya “se había dado el capricho”, pero la nariz de policía de Fugaz le decía que había algo más hondo allí, y también su orgullo masculino le exigía razones que Aura no le daba. Pero creía conocer un modo de averiguarlas.
 
     En las veces que habían hecho el amor, ella se había introducido en su mente y recogido de ella un sortilegio que también ella misma había puesto allí. La primera vez que lo intento, Arcadio, sin saber cómo, logró encerrarla en su mente. La segunda vez, ella fue tan delicada y rápida que no lo logró, pero sí notó que había entrado, algo, según le hizo entender la propia Aura, que jamás había notado nadie. Sabía pues, que a la hora del sexo, tenía posibilidad de contactar con ella de algún modo. De lo que no podía estar seguro es de si sería en toda clase de sexo, porque Aura no iba a prestarse a hacer el experimento con él, de manera que tendría que intentarlo él solo; para ayudarse, había pedido a Fontalta parte de la hierba que sabía que tenía (lo sabía él y lo sabía medio barrio, pero el único que sabía a quién pertenecía el pestazo, era Fugaz). Esperaba que le diese el empujoncito de inconsciencia que necesitaba.
 
     En el salón de su casa, se desnudó casi por completo y se encendió el porro. Había pensado en mirar algo por internet, pero pensó que era preferible dejar actuar a su cerebro sin interferencias; si se excitaba pensando en Aura, sin duda podría llegar a ella más deprisa. Pegó una calada y el humo le hizo toser. Hacía un par de inviernos que no fumaba y desde luego nunca había tenido una hierba como aquella. Fontalta le había asegurado que era maría, no hachís, y él se fiaba pero, jodó, cómo pegaba. Una calada y ya estaba medio ido. Se recostó en el sofá y dejó que sus ideas vagasen hacia Aura.
 
     Recordó aquella vez en la playa de noche, cuando se metió bajo su falda y le besó el coño recostados contra la pared del chiringuito, sin importarles un cuerno si alguien, desde el paseo marítimo, miraba y les veía. Recordó la sal de su cuerpo, cómo el sabor parecía quemarle la lengua y el modo en que ella se reía y brincaba sobre su boca cada vez que él lamía. El modo en que ella gimió y sus muslos temblaron cuando él le metió la lengua y le frotó el clítoris con los dedos. Gimió al dar la segunda calada y ya no tosió. Su miembro se alzaba con cierta pereza; conservó el porro entre los labios y empezó a acariciarse, aún por encima del calzoncillo.
 
    Un travieso cosquilleo le hizo estremecer, y su polla pareció pedir más. Se bajó la prenda y dejó libre su erección. A pesar de que el deseo le pedía agarrarse y tirar con fuerza, se acarició muy despacio, buscando el frenillo, sin dejar de pensar en el cuerpo de Aura. Sus preciosas tetas, su gloriosa boca… aquella vez que la encerró en su mente sin querer, pudo sentir todo lo que ella sentía al tener sexo con él, ¡fue increíble! Dio un respingo en el sofá, su dedo había acariciado su punto más sensible y un escalofrío cosquilleante le hizo encogerse y gemir. Se sacó el porro de la boca y le pareció que flotaba. Sin dejar de tocarse, con el dedo índice aleteando en su punto dulce, miró el humo ascender en volutas e imaginó que él también era humo. Que podía flotar y volar. Podía salir de su casa por el balcón abierto y flotar por el cielo, recorrer la playa y mirar a la gente que recorría el paseo, hasta llegar a la casita blanca de Aura y entrar por su ventana. Allí podía verla. Estaba sacando hielos del congelador y echándolos en una jarra de cristal. Con mucho cuidado se acercó a ella y se metió en su oreja.
 
 
       En su casa, Aura estaba haciendo té frío cuando notó algo extraño en el ambiente, como si hubiera entrado un abejorro o algo así, pero antes de poder preguntarse qué sería, lo notó en su oído. Se llevó la mano al mismo, pero enseguida supo de quién se trataba.
 
     “Sólo soy yo” dijo la voz nasal de Fugaz, dentro de su cabeza “No te asustes, sólo soy yo. Quería verte, y como no me dejabas, se me ocurrió que quizá esto funcionara… parece que funciono”.  Aura oyó la risita y se forzó a conservar la frialdad. Fugaz no podía saber la verdad, pero estaba dentro de su cabeza. Si dejaba que la dominase la ira, sus motivos brillarían como un faro.
 
     “Yo no quiero verte a ti. Y no sé si te das cuenta de que has entrado en mi cuerpo sin mi permiso; señor policía, eso es un delito con un nombre muy feo, seguro que sabes cuál”. Pensó Aura y pudo sentir cómo Fugaz se avergonzaba ante la indudable razón de ella.
 
     “Lo siento… no lo sabía, ¡pero tenía que hablar contigo!” se disculpó “Me rehúyes, no me hablas, ni siquiera me miras, ALGO tenía que hacer. Podría entender que no quisieras seguir conmigo pero, ¿ni siquiera hablarme? ¿Qué daño te he hecho yo?”
 
     “No se trata de que me hayas hecho daño, Arcadio” contestó ella “Se trata de que…” intentó encontrar una razón de peso que justificase el no querer ningún trato en absoluto con él, pero no daba con ninguna que no pudiera ser rebatida. Acortó. “Mira, se trata de que no quiero volver a hablar contigo, me resulta incómodo y ya está, no es tan difícil entenderlo”.
 
     “Aura, te recuerdo que ya tuvimos esta conversación y te dije lo mismo que ahora: soy policía, sé cuándo me mienten. Pero es que ahora, estoy dentro de tu cabeza; si me dijeras la verdad, tendría que haber una luz que no hay”. El cabo, en el cerebro de Aura, se hallaba dentro de una vivienda muy oscura en la que había mesas y libros por todas partes, y muchas habitaciones cerradas y pasillos tenebrosos. No parecía un sitio acogedor salvo desde el punto de vista de un amante del terror gótico, pero aún así, él se había internado por aquellos pasillos. Cuando ella dijo que no quería verle, una luz lo iluminó todo por unos segundos, igual que cuando dijo “no se trata de que me hayas hecho daño”. La mente de Aura estaba envuelta en una densa oscuridad de secretismo pero, cada vez que decía una verdad, se iluminaba. La joven bruja estaba perdiendo la paciencia; no era nada cómodo hablar así con alguien, se cargaba toda la diplomacia, las mentiras piadosas, la delicadeza y la privacidad.
 
     “Podría matarte ahí dentro, no sé si lo sabes.” Dijo. “Podría mandarte a un monstruo de pesadilla y hacer que murieras dentro de mi mente. Nunca volverías a tu cuerpo, te quedarías el resto de tu vida como un vegetal”.
 
      “Pero no vas a hacerlo”. La voz de Fugaz no era de superioridad, sino de esperanza. “Sé que me ocultas algo, y sé que es grave. Mira, me da igual si no vuelves conmigo, ¡de veras! Pero para mí has sido más que dos revolcones, has sido una amiga, hace años que te conozco y me caes muy bien, aunque nunca más volvamos a acostarnos. Me gustaría ayudarte, si puedo”.
 
     Aura se sintió desarmada, ¿por qué tenía que ser tan estúpidamente bueno? ¿No podía darse por vencido y ya está? ¿No se daba cuenta que se estaba poniendo en el punto de mira de un demonio? No, no se la daba.
 
     Fugaz intentaba escuchar los pensamientos que Aura tenía. Sabía que estaba feo pero, caray, se había metido en su cerebro, no venía de una. No obstante, era como si Aura pensase por otro canal y éste le llegase mal sintonizado y a través de una tormenta. “Temoño” le pareció entender, pero no estaba seguro.
 
    Un bufido, y Sócrates, el gato tuerto de Aura, salió huyendo de la casa. La bruja supo quién se acercaba y su sorpresa hizo que empezasen a sonar alarmas en su cerebro. “¿Qué pasa?” preguntó el policía. “Debes irte, tienes que irte ahora”, le apremió Aura. Fugaz quiso contestar, oyó cómo Aura pensaba de nuevo, y antes de que terminase el pensamiento, Aura estaba allí con él. Se le abalanzó encima y le besó con lujuria.
 
     El beso le cogió tan de sorpresa como la presencia y más aún cuando ella le tumbó y cayeron flotando a un vacío sin fondo. “¿Qué…?” intentó preguntar el policía, pero Aura le sonrió y le montó. Estaba húmeda. Suave y caliente, muy caliente, y la sensación era plena de dulzura. De inmediato comenzó a botar sobre él, y sus tetas se movían al compás, en un bamboleo hipnótico mientras ella gemía y se sonrojaba. “Ooooh… Oh, Fugaaz…”
 
     El cabo no era capaz de pensar, sólo apretó las tetas de su compañera y se dejó llevar. El tacto de sus pechos era blando y cálido, y notaba cómo su polla era apretada de un modo maravilloso, cómo ella se movía con la única intención de complacerle, de vaciarle, ¡jamás se había sentido así, el placer era inmenso! Y entonces, cayó en que sí se había sentido así en alguna ocasión: cuando era adolescente y tenía sueños húmedos. Eran igual que esto; sin preliminares, sin preocupaciones de si su amante gozaba o no, de si la protección sería eficaz o no, de si…, sólo existía su placer y nada más. Sólo su placer, sólo… su… ¡placeeeeeeeeeeeer...! ¡Qué placer! Sus caderas dieron un último empellón y su polla se vació en medio de esplendorosas olas de gusto que le recorrían el cuerpo como caricias eléctricas y le estremecían de pies a cabeza. Su miembro latía en el interior caliente de Aura. Sintió frío. Y despertó.
    
 
      Abrió los ojos y le extrañó encontrarse en su casa, pero enseguida recordó lo sucedido. No había sido un sueño, estaba seguro. Estaba desnudo, empapado en sudor y un espeso   manchurrón de semen le escurría por el vientre hasta los muslos. Aún jadeaba y, cuando intentó incorporarse, las piernas le temblaron. No pudo evitar sonreír, había sido increíble, aún le zumbaba la picha hasta el culo y todavía estaba erecto.  No había sacado gran cosa en claro, pero ahora sabía con certeza no sólo que Aura estaba en un apuro, sino también que ella, por lo menos, sentía simpatía por él, al punto que había sido capaz de dedicarle un potente sueño erótico con tal de protegerle contra lo que fuera que la amenazaba a ella.
 
 
     La bruja y el demonio se miraron. Aura no se dejaba engañar por la imponente belleza física de Bael, sabía que en su interior no era más que una criatura malvada y envidiosa, de patas y cara de cabra, que sólo buscaba manipularla. Bael sonreía. Parecía encontrar aquello muy divertido, e intento traspasar el umbral de la puerta, pero apenas acercó la mano, la retiró al momento. La bruja luchó por no reír ante la cómica expresión de dolor y desconcierto de su adversario.
 
     —Cómo lo siento – ironizó – Pero no te puedes quedar en mi casa, no tengo sitio. – Se suele decir que “si las miradas mataran…”. En el caso de Bael, sí, su mirada mataba, pero se contuvo; sería más divertido cuando ella misma le suplicase que entrara. Y eso, él lo conseguiría. Se miró por un momento la mano y descubrió la piel quemada y con ampollas. No estaba acostumbrado a sentir dolor, ni a que nada pudiera dañarle, y aquello le indignó. Le puso la mano a Aura bajo la nariz con gesto de exigencia.
 
     —Si en lugar de asumir que puedes pasar, lo hubieras preguntado, no te hubiera sucedido. – El demonio le dio un golpe mental, y Aura volvió la cara, como si la hubiese abofeteado. Bael sonrió, pero la sonrisa se le cortó de golpe. Se llevó las manos al vientre y se dobló de dolor. Con aquello no había contado, y le dedicó a la bruja tal mirada de piedad que hubiera conseguir arrancar lágrimas a los tigres. Aura sabía que Bael era astuto, podía parecer inocente si le daba la gana, pero de cualquier manera no le podía matar, así que aflojó la presa. Bael notó que su estómago era liberado de la presa y pudo volver a respirar.
 
     —No has debido venir a mi casa, Bael. – advirtió ella – No has debido venir con una forma mortal a mi propio terreno. – El demonio sonrió de nuevo. “Arcadio Fugaz” pensó para ella. Aura trató por todos los medios que su cara no la traicionase. – Un hombre con el que me he acostado un par de veces para conseguir su semilla, eso es todo. No significa nada para mí.
 
     Bael había recuperado su expresión cínica de malvada sonrisa. Bajo la forma humana no hablaba si podía evitarlo y con Aura no lo precisaba, así que simplemente pensó en su cabeza: “Eso, lo averiguaré. De todos modos, si él no te importa, habrá gente aquí que sí lo haga. El chico que trabaja para ti. Tu gato. La niña cuya vida salvé para ti…”.
 
     —¿Qué quieres? Pide lo que sea y lárgate. – atajó la bruja. “Todo. Ya sabes lo que quiero, Aura; te quiero a ti sirviéndome. Quiero tu talento entre mis filas, y quiero a todo este maldito pueblo que te desprecia, debiéndome favores. Eso es lo que quiero y lo que tú me darás”. Aura sabía que no debía discutir con él; hacerlo era como alimentar a un troll: una vez le das un poco de pan, y ya no dejará nunca de acosarte para que sigas dándole comida hasta matarte de hambre. Tomó un aire indiferente.
 
     —Haz lo que quieras. Pero fuera de mi casa y de mi jardín; aquí no puedes quedarte. – Bael hizo un vago gesto con la mano sana, como si para él careciese de importancia, dio media vuelta y se alejó. Aura se obligó a sí misma a mirarle, quería comprobar que se marchaba de veras. Mientras lo hacía, una parte de sí misma que detestaba con todo su corazón, una parte de sí misma que chillaba como una mona estúpida, le estuvo recordando lo guapísimo que estaba Bael con forma humana y con esa camisa hecha de agua y con bordados dorados de arena, ¡hasta se veía cómo las olas ondulaban en el tejido, ¿se había fijado, eh, eh?! Cuando al fin desapareció de su vista, entornó la puerta y se metió en su casa. Había sido pura suerte que Bael no se diese cuenta de la presencia de Fugaz en su cabeza. El demonio estaba tan hinchado de vanidad, que no se fijó nada más que en la reacción que producía en Aura y ésta había dejado manifestarse a su parte estúpida para distraer a Bael, mientras por dentro distraía a Fugaz a su vez. Apenas había sido un minuto, y había estado a punto de volverse loca; había sido como mantener dos conversaciones telefónicas a un tiempo con dos personas distintas que te hablan de dos temas totalmente diferentes, y no quieres que ninguna se entere de que también estás hablando con la otra.
 
     “Pero lo esencial era que no notase a Fugaz, y no le ha notado”, se felicitó. De momento, Arcadio estaba a salvo. No le gustaba pensar que estaba encariñándose con él, ni que le echaba de menos, pero sabía que debía mantenerle al margen; Bael le rompería como quien arruga un papel. Mientras tanto, tenía que saber qué tramaba el demonio y hallar la manera de neutralizarlo y mandarlo de regreso; Bael no era tan poderoso como para mantenerse en el mundo humano bajo una forma mortal indefinidamente. Si encontraba una manera de debilitarle y cortarle el acceso a la magia, tendría a la fuerza que volver a su mundo, pero no se trataba sólo de eso: se trataba también de que no tuviera ganas de volver.
 
 
 
     El capitán Bruno y el sargento Buenavista volvían a buen paso hacia la casa cuartel. Generalmente, la ronda de la tarde la acababan a eso de las ocho y permanecían hasta las nueve en algún bar del paseo, único sitio donde había gente, por si se daba el poco probable caso de que alguien, tuviera algo que denunciar. Aquella noche, ya de vuelta a paso lento, pasaron por la casa de Aura. El sargento había tenido bastante antipatía hacia Aura debido a que ella dejó a Fugaz pero, después de la extraordinaria reacción vigoroso-afrodisíaca que le habían producido los caramelos que había cogido de su chiringuito, la gratitud le hacía no saber bien qué pensar sobre ella, de modo que, cuando él y el capitán vieron a aquél tipo altísimo frente a su casa y ella negándole el paso, se quedaron a mirar desde una distancia prudente, que no les permitía oír, pero sí ver. “Si le levanta la mano, intervenimos”, dijo el capitán. “¿Quién a quién?” preguntó Buenavista, y su ocurrencia se llevó una Mirada del capitán. Nadie continuaba una broma después de una mirada como aquélla.
 
     Cuando vieron que el tipo se marchaba sin causarle problemas a Aura, también ellos reemprendieron su camino, pero llevaban bien pocos pasos cuando el capitán le preguntó al sargento qué opinaba de lo visto.
 
     —Capitán, yo no creo que ese tipo sea un cliente de Aura. No es del pueblo, y no tenía pinta de que no la conociese. – dijo Buenavista. Aura sólo vivía en el pueblo durante el verano; apenas llegaba septiembre y se marchaban los veraneantes, ella echaba el cierre de su chiringuito y se iba a su casa de invierno, una chocita situada montaña arriba en la que hacía cestos y leía las cartas y donde también, según se decía, preparaba conjuros por encargo. Conocía no sólo a gente de los pueblos vecinos, sino también de la capital y también a muchos cazadores, pescadores, viajeros que hacían el Camino de Santiago…
 
     —¿Sabes lo que creo yo? Creo que ese tipo es un algún antiguo novio suyo; nunca he visto a nadie que le hable a Aura con esa confianza que tenía él. Y yo diría que ha debido maltratarla de algún modo.
 
     —A ella no le caía bien, estaba claro. – corroboró el sargento.
 
  —Si Aura se figuraba que iba a aparecer, eso explicaría por qué despachó a Fugaz. Si se encontraban, lo mismo el tío ese se ponía violento. – el jefe Bruno permaneció pensando unos momentos. – Creo que debemos decírselo a él. Quizá a Fugaz le haya contado algo de ese tío y pueda decirnos más.
 
     —Pero, capitán, ¿por qué…? – quiso preguntar Buenavista, pero el capitán le interrumpió, impaciente.
 
     —Buenavista, no pensarás ni por un momento que voy a consentir que nadie maltrate a una mujer de éste pueblo, ¿verdad que no? Y como no tenemos pruebas de que lo haga, lo primero es ver si Fugaz sabe algo, y lo segundo hablar con él y con Aura. Y como vea yo que ese tipo pretende ir de listo en mi pueblo, le saco de él a patadas, ¡andando!
 
 
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