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Humo y fuego.

en Hetero: General

 
     El reloj de la torre de la iglesia dio los tres cuartos. “Las dos menos cuarto”, pensó Nim, y aprovechando que no había nadie en comisaría, se estiró, haciendo crujir la espalda. Quince minutitos más y a casa. Echó un vistazo a la empanada de pimientos, cebolla y trigueros que le había bajado su Magda a media mañana. La verdad que para los dos trozos de nada que quedaban, no los iba a dejar ahí. Es cierto que en casa iba a comer, pero tenía tanta hambre... Se levantó y cogió uno y, como suele suceder, el Destino quiso que justo cuando no estaba en su mesa y tenía la boca llena, se presentase el jefe Bruno a echar un vistazo.
 
    —Vaya, me alegra ver que mis hombres están bien alimentados, ¿te traigo una cerveza también? — masculló el jefe.
 
    —Capitán, que me acabo de levantar la silla, lo juro. — protestó el cabo, haciendo la cruz sobre el corazón. Y para intentar arreglarlo, le tendió el pedazo que quedaba — ¿Usted gusta? La ha hecho Magda.
 
   El jefe Bruno sabía que Magdalena, la esposa de Fontalta, se esforzaba mucho en la cocina, y las cosas no siempre le salían todo lo bien que ella intentaba, pero si sólo quedaba un trozo de empanada, es que mala no podía estar, así que aceptó.
 
    —¿Cómo ha ido la mañana, ha habido movimiento?
 
    —Qué va, ha estado todo tranquilísimo, ni una sola persona, ni llamadas. He aprovechado para hacer papeleo y luego de paso, he estado limpiando un po... ¿capitán? — El cabo miraba a su jefe, que se había quedado con la mirada perdida, masticando muy despacio.
 
      —Esto... ¿lo ha guisado Magdalena?
  
      —Sí, le ha salido muy rica, ¿verdad? — sonrió el cabo. Sólo “rica” no era la palabra que el capitán usaría. Él había cenado varias veces con Fontalta y su mujer, sabía que él era vegetariano, y que ella era una cocinera más bien mediocre. Cuando hacía empanada de verduras como aquélla, solía ser un mazacote de masa espesa con relleno estoposo que no sabía mal del todo, pero que hacía preciso tomar agua a cada bocado para conseguir tragarla. Y eso, cuando estaba comestible. La que ahora mismo tenía en las manos era tierna y crujiente, suave y con un relleno en el que se notaban todos los sabores de las hortalizas y éstas estaban perfectas de textura y cocción, y el sabor general era delicioso. Parecía imposible que de pronto Magda cocinase así, pero entonces se fijó en algo más alarmante, y en cierta manera, relacionado con su presencia allí en un día tan tranquilo como aquél. La bandeja de la empanada era rectangular, bastante grande; calculando a ojo, debía haber dado al menos para diez raciones como esa, y Fontalta se las había zampado todas.
 
     —Sí, está muy buena; ¿te has bajado tú solo toda la empanada?
 
     —Toda, toda, no. El último trozo se lo come usted ahora.
 
     —Ya, ¿y el resto?
 
     —El resto sí. — El jefe Bruno le miró reprobatorio, con los brazos en jarras. No solía regañarle por comer, porque estaba muy delgado, lo habitual es que esa mirada quedase reservada para el sargento Buenavista que estaba muy gordito, pero el cabo se sintió igual de culpable – Tenía mucha hambre, y...
 
     —Mucha hambre, claro. Y esa gula tan tremenda, ¿no tendrá QUIZÁS algo que ver con el pestazo que había anoche en la escalera? — Fontalta se quedó con el último bocado de empanada en los carrillos, sin poder masticar. Parecía un hámster. — Bueno, ¿qué?
 
    —Do. Do, cafidán – articuló como pudo, e intentó tragar.
 
    —Me alegro. Y, ¿tú no sabrás nada acerca de dónde pudo venir ese repelente tufo, verdad que no?
 
    —Eeeh... eeeeh, no, no, capitán, no se me ocurre. ¿A qué olía? Po-porque Magda y yo, como teníamos el horno puesto para la empanada, pues eso, que toda la casa olía a empanada, así que no olimos nada.
 
     —Ya. Pues si toda vuestra casa no hubiese olido a empanada, quizá hubierais notado que apestaba a marihuana.
 
     —¿¡A mari...?! — se escandalizó el cabo — ¡Oh, capitán... no puedo creerlo! ¡Es decir, si me lo dice usted, yo le creo, claro, lo que quiero decir es que no sé, no creo, no puede ser!
 
     —Yo tampoco sé, ni creo, ni pensaba que pudiera ser, pero sé muy bien lo que olí. Y olerlo en la playa, en el parque, en la calle, me jode, pero me aguanto. Pero olerlo en mi casa-cuartel me pone de MUY mala leche. Claro está, Fugaz no sabe nada, Buenavista no sabe nada, y tú tampoco sabes nada, así que tendré que pensar que vino del parque, a pesar de que oliese en la escalera. Pero espero no volver a toparme con un olor tan desagradable, o me veré en la obligación de hacer algo igual de desagradable; registrar el domicilio de mis hombres. — Fontalta asintió, y el capitán sonrió y le dijo que para los diez minutos guarros que quedaban, ya podía marcharse, que ya cerraba él, y que felicitase a Magda de su parte por la empanada.
 
   Nim no se lo hizo repetir, cogió la gorra y salió zumbando. El portal de la casa-cuartel estaba exactamente al lado. La verdad que sí sabía de dónde venía el olor que decía el jefe Bruno, pensó mientras subía la escalera camino a su piso. Tenían aquélla maría desecada desde hacía años, desde que se fugaron juntos desde Madrid y lograron esconderse aquí. Se la había pasado su tío Zacarías en una discoteca, se trataba de una hierba azul de no sabía dónde que al parecer era potente, y lo era. En su día, él la había probado y una sola calada ya te dejaba flotando. Al huir juntos, él la había guardado con vistas a celebrar el momento en que por fin estuviesen juntos, establecidos... Debido al problema de Magda, Nim había olvidado que tenía aquélla yerba, pero después del éxito con la crema que le dio Aura, se acordó de ella otra vez. La noche anterior, habían usado un poco, y Nim todavía tenía hambre por ello.
 
    Había que reconocer que daba un globo interesante, pero después de la reprimenda del capitán, lo mejor sería tirar lo que quedaba, pensó Nim al llegar a su piso. Y cuando abrió la puerta, cerró de golpe y aspiró con toda la fuerza que pudo, ¡Magda estaba fumando! Al coger aire ahumado de golpe, el cabo empezó a sentir un ligero mareo. En su casa también olía a incienso, a sándalo y a té recién hecho. Quitando el tresillo, el resto de asientos eran puffs de colores pastel, entre los que abundaba el rosa, la alfombra era peluda y de color lila, y en los cuadros se veía a John Lennon, Jimmy Hendrix, a chicas en desnudo dorsal y grandes flores y letreros de “paz y amor”; el sargento Buenavista solía decir que aquéllo parecía una maldita comuna hippie. No veía a Magda, pero veía la columna de humo que salía de detrás del sofá, y se dirigió hacia allí mientras se quitaba la gorra y se soltaba la peluca bajo la cual escondía un cabello tan largo, que a Buenavista y al jefe Bruno les hubiera dado un ictus si lo hubieran contemplado.
 
   Detrás del sofá, estaba su mujer. Magda estaba descalza, vestida sólo con una camiseta muy holgada del propio Nim en la que se leía “¿Por qué beber y conducir, cuando puedes fumar y volar?”, y fumaba de una preciosa cachimba de cristal iridiscente. La joven le sonrió sin soltar la manguera, tomó una buena bocanada, tragó y expulsó nubes de humo tan espeso que le tapaban la cara por completo. Tenía la mirada perdida y una sonrisa soñadora.
 
     —Hola, poderoso Sha… - musitó, mimosa, ofreciéndole la cabeza de boa de la pipa – Tu humilde concubina te ha echado mucho de menos. Ven aquí.
 
     Nim intentó decirle que acababa de hablar con el capitán y que éste sabía lo de la hierba y no le gustaba un pelo, y le podía caer una filípica como un camión, pero para cuando abrió la boca, el humo perfumado le había entrado ya hasta el cerebelo. Las rodillas apenas le sostenían y la cabeza le daba vueltas.
 
     —Vale. – susurró con una gran sonrisa y se aplastó a su lado.
 
 
*********
 
En otro lugar, y como dos meses antes…
 
          Gertrudis no era amiga de sorpresas; por norma general, no solían ser agradables y si las daba su jefe, menos. Por eso receló cuando vio la cajita envuelta con lazo rosa que descansaba sobre su escritorio, y viendo el modo en que la miraba Zacarías, con el brazo apoyado en la puerta de su despacho, le dieron ganas de llamar a la policía. Figuérez, su jefe, tenía una manera de mirar que sería admitida como acoso sexual a distancia por cualquier juez de la Tierra. La mujer permaneció a distancia prudente del escritorio y del paquetito.
 
     —Señor Figuérez, ¿qué hay ahí? – preguntó, y el hombre sonrió desde debajo de su bigotito castaño pegado a la fina perilla.
 
     —Feliz aniversario. – tosió. – Hoy hace seis meses que trabajas para mí.
    
     —Fantástico, ¿qué hay ahí? – insistió ella, y Zacarías le dijo que lo abriera. Trudy no se fiaba lo más mínimo; conociendo a su jefe, lo más fácil es que la caja contuviera bolas chinas, una foto de él desnudo, un tanga o algo semejante.
 
     —Te doy mi palabra de honor de que no son unas bolas chinas, ¿me crees capaz de regalar algo tan cutre y vulgar?
 
     —Sí. – contestó Trudy, pero tomó la cajita y se decidió a abrirla. A fin de cuentas, Figuérez era un pervertido, pero también una persona, bien podía ser un simple frasquito de colonia. Con cierta suspicacia, pero abrió el regalo. “Será una persona, sí, pero también es un pervertido”, concluyó.
 
     —¿Qué te parece? – preguntó Zacarías – Nada de esas cosas tan arcaicas como bolas chinas, ¡pura domótica!
 
     —Es un…
 
     —¡Un vibrador de clítoris! – confirmó, triunfal, mientras se encendía otro cigarrillo – Mira, está camuflado como si fuera un lápiz de labios, se abre y es una bala vibradora. La puedes llevar en el bolso, o dejarla en casa sin que nadie sospeche; se recarga en la red eléctrica y tiene una batería independiente de más de seis horas, ¡seis horas! Y mira, ¡diseñado por una ginecóloga! Más guay, imposible.
 
     Gertrudis estrujó el papel de regalo en la mano, luchando contra el deseo de hacer lo mismo con la caja que contenía el vibrador, pero antes hacérselo tragar a Zacarías.
 
     —¿No te gusta? – preguntó su jefe. Había en su cara tal expresión de desencanto y pena, que se desarmó. “Es un pervertido y sólo piensa con el nabo. Pero ha pensado en mí y se ha gastado un dinero. Tampoco puedes matarle por ello”.
 
     —No. Lo siento, pero no. – Zacarías chasqueó los dedos con fastidio.
 
     —Claro. Hubieras preferido un dildo, ¡si ya lo sabía yo, y mira que los tuve en la mano!
 
     —¡Hubiera preferido que no me comprara nada así! – chilló. Había intentado no perder los estribos, pero aquello era demasiado – Por favor… no es preciso que me regale nada, pero menos aún, un juguete para adultos.
 
     Gertrudis se sentó en su mesa y empezó a abrir sistemas para iniciar su tarea, pero Zacarías se sentó en su escritorio con expresión desconcertada.
 
     —No entiendo por qué no lo quieres. No sé, yo tenía entendido que los regalos son mejores cuanto más personales, y no hay nada más personal que algo así.
 
     Trudy resopló y se armó de paciencia. Figuérez era un lince para los negocios, pero en inteligencia social, un cero. Mientras que otras personas veían cine y se formaban una idea del amor estilo comedia romántica o Disney, él se había pasado la mayor parte de su vida viendo contenidos porno, y su idea del amor y las relaciones humanas era tan distorsionada como la del primer tipo de personas, pero en su caso los resultados serían mucho más alarmantes. No terminaba de hacerse a la idea de que las enfermeras no llevaban minifalda, que si donaba semen tendría que sacárselo él solito, o que los fontaneros desatascaban tuberías de verdad y no en sentido figurado. Y era muy difícil sacarle de la cabeza que una pareja tendría que intercambiar más de dos frases antes de tener un primer encuentro sexual. Su secretaria intentó explicarse una vez más:
 
     —Desde luego que es personal. Es DEMASIADO personal. – Zacarías se apoyó en el monitor del ordenador, con cara de mucho interés – De acuerdo que los regalos mejores son los personales, pero no en el sentido de “íntimos”, sino en el sentido de “de acuerdo con los gustos de la persona que lo recibe”. Y aún en el caso de que una persona quisiera recibir algo… así, no es un jefe quien debe dárselo, sino alguien con quien tenga mucha más confianza. Un amante, un novio, quizá unas amigas muy cercanas, personas así, pero desde luego no un jefe.
 
    Zacarías asintió. Se fue a su despacho, y volvió con un paquete mucho mayor.
 
     —Pues menos mal que se me ocurrió comprar esto. Por si acaso metía la pata. – sonrió. Gertrudis estuvo a punto de negarse, pero Figuérez asintió, insistiendo en que lo abriera. Algo le decía que se iba a arrepentir, pero lo hizo. El grito ahogado de sorpresa que emitió, le hizo saber a su jefe que había dado en el clavo, y sólo por un ejercicio de autocontrol inmenso, no pegó un salto en el aire.
 
     Gertrudis estudiaba Historia del Arte. Era una carrera que le encantaba y la llevaba con pasión. Una de sus épocas preferidas era el Renacimiento, y su artista favorito de favoritos, sería siempre Miguel Ángel. Lo que tenía sobre la mesa en aquél momento era lo último que podía esperar de Zacarías Figuérez: que él le hubiera prestado suficiente atención a ella como persona y no como mujer, como para saber eso. “Miguel Ángel: obra completa”, decía el título del libro. Venía en una caja protectora en la que se veía el detalle de la mano de la Creación de Adán, tenía láminas desplegables para ver las pinturas y hasta incluía las poesías del genio italiano. Trudy conocía aquél libro. Sabía lo que costaba. Efectivamente, se arrepentía de haber abierto el regalo.
 
     —Señor Figuérez… - estaba a punto de llorar – Esto sí que no me lo esperaba. Se lo agradezco de todo corazón. Pero no puedo aceptarlo. – empujó el libro hacia él. Le pareció que pesaba mil toneladas, le dolía renunciar a ello. Pero sabía que debía hacerlo. Zacarías había pasado de la alegría al estupor.
 
     —Pero, pero, pero, ¿¿por qué?? – logró articular - ¡Si lo quieres! ¡Te gusta! ¡Esto no puedes decir que no te guste ni un poquito!
 
     —Sí, es cierto. Me gusta mucho, mucho más que un poquito. Pero es un regalo excesivo. – sonrió. Una sonrisa triste, la más triste que Figuérez había visto en su vida – Es demasiado, es muchísimo. Ni lo puedo corresponder, ni lo puedo agradecer. No puedo aceptarlo – Zacarías intentó objetar algo más, pero ella le interrumpió – No. Señor Figuérez, no insista: no me lo voy a quedar. Se lo agradezco en el alma, pero no lo puedo aceptar.
 
     —Me dejas hecho polvo. No va con segundas – se apresuró a aclarar. Con gesto abatidísimo tomó el libro y se metió con él en su despacho. Gertrudis empezó a trabajar, intentando apartar de su mente el maravilloso tesoro al que acababa de renunciar. No era tanto orgullo como sentido del juicio; Zacarías no le iba a echar en cara que él le había regalado un libro carísimo para que se acostara con él, pero el quedárselo la hubiese colocado en una situación muy incómoda. Quisiera o no, se sentiría en deuda, y lo último que quería, era estar en esa posición con alguien como su jefe.
 
     Zacarías, encerrado en su despacho, ojeaba el libro. Había supuesto que a ella le encantaría, que daría saltos de alegría, que quizá hasta le daría un besito en la mejilla. También había soñado que ella abrazaría el libro y le diría con ojos mimosos “Gracias por el regalo, ¡por favor, pídeme lo que quieras!”. O incluso que ella se abriría la blusa y le diría algo como “Yo también voy a darte un regalo, ¡tómame ahora mismo!”. Pero una vez más, sus sueños no se hacían realidad. Sí, le había encantado, pero sólo había servido para ponerla triste porque se había pasado un huevo y no quería aceptarlo. Era la primera chica que conocía que no quería regalos y menos aún caros, ¿qué se hacía con una mujer así, por favor? Y lo gracioso es que era así como a él le gustaba. Fría, insobornable, incorruptible como Elliot Ness. Seis meses, y ni siquiera había conseguido que le tutease.
 
     En fin… Guardó el librote en su caja protectora y lo colocó en una estantería. La verdad que desentonaba mucho junto al resto de libros como “Ley de locales comerciales”, “Nueva normativa europea para locales con espectáculo”, “La filosofía del tocador” o “Gatitas con picores”, pero no pensaba devolverlo a la tienda. En primera, así si Trudy lo quería consultar, podría hacerlo. Y en segunda, como la esperanza es lo último que se pierde, quizá lograse hacérselo aceptar. Mientras tanto, había que ir pensando en otra cosa.
 
 
**********
 
     Nim sentía la lengua como de cartón, y le daba la impresión de que si alguien le apretaba su inexistente tripa, le saldría humo por las orejas. Pese a estar tumbado, le parecía que flotaba sobre el suelo; su cuerpo le pesaba toneladas, pero él se sentía muy ligero. Magda sentía el cerebro como envuelto en algodón dulce; pegajoso, lento, y de colores extraños.
 
      Estaban tirados entre los cojines del suelo, tumbados y mirando el cielo azul a través del balcón, recortado por las copas de los árboles del parque y el pinar. Más allá del mismo, quedaba ya la montaña, y a lo lejos del todo, la curva del mar, por donde llegaban nubes gruesas de color verde sucio. Tormenta, y fuerte. Los dos sabían que tendrían el aparato eléctrico encima en menos de una hora, y que había que cerrar las ventanas, pero ninguno de los dos pensaba levantarse a hacerlo. Aparte de que fumar allí tumbados era demasiado agradable para interrumpirlo por tan poca cosa, en ese momento no podían levantarse; la cachimba les había aflojado las piernas y ninguno de los dos podría sostenerse si lo intentara.
 
    Hacía calor, el calor excesivamente quieto y pegajoso que precedía a la tormenta. Magda tenía calor, pero Nim tenía la ropa pegada a la piel. Se había quitado la peluca bajo la que ocultaba unos cabellos tan largos que le llegaban más debajo de los hombros, y tenía toda la melena sudada y pegada a la frente. Se había desabrochado la chaqueta del uniforme y descalzado. No se sentía con fuerzas para soltarse el pantalón. Magda, incapaz asimismo de quitarse la amplia camiseta, simplemente se la levantó, dejando al descubierto su vientre y la línea del bajo pecho. Nim tosió, y el humo de la cachimba envolvió por un momento el cuerpo de su mujer, lo acarició y se desvaneció muy despacio, como si no quisiera abandonarlo. “Tampoco lo haría yo si pudiera” logró pensar.
 
     Hacía sólo cuatro días que habían logrado consumar su relación, y desde entonces habían tenido sexo con mucha frecuencia, pero la noche anterior la fumada había sido superior a sus fuerzas y les había derrotado. Nim estaba seguro de que ahora iba a suceder lo mismo, pero la verdad que le importaba poco; otra cosa le importaba más, y era que Magda no sabía que su feroz vaginismo no se había curado por arte de magia. O mejor dicho, sí se había curado por arte de magia, dado que había sido Aura, “la bruja”, quien le dio la pomada que destensó sus músculos y que había permitido al fin que pudiesen hacer el amor, en lugar de contentarse sólo con caricias. Magda era una gran seguidora de la meditación, la relajación, el yoga… pero eso de la brujería, no casaba con ella, y se había opuesto a que Nim le pidiese consejo; éste lo había hecho a escondidas. Al cabo no le gustaba tener secretos para con su costilla y pensó que cuanto más lo retrasase, peor sería.
 
     —Magda, cielo… Si te digo una cosa, ¿me prometes que no te enfadarás? – le pasó la cabeza de boa, y ella sonrió.
    
     —Ahora mismo, no me haría enfadar nada, dulzura. Dime. – la joven aspiró con los ojos cerrados, y el cabo confesó.
 
     —¿Recuerdas que me dijiste que no querías consultar a Aura sobre lo nuestro? – preguntó, mirando sólo al cielo, para no leer en sus ojos si se molestaba o no. – Pues… bueno, pues al final lo hice. Me dio una pomada, te la puse mientras dormías y gracias a eso, ahora va todo tan bien, no fue mala idea, y yo siento haberte engañado, sí, pero no siento haberle contul… consut… condul… bueno, haberle pedido consejo.
 
     El humo que Magda soltaba, subía en aros y en nubes lentas. Volvió la cara para mirarla, y encontró una mirada de cierta sorna.
 
     —Ya lo sabía. – sonrió – El miércoles fui a verla, y le pregunté si tú habías ido a verla antes, y me dijo que no tenía sentido intentar mentirme, cuando yo ya lo sabía. – Nim puso cara de sorpresa – Cielo, no era normal que, de golpe y porrazo, mi cuerpo se arreglara solo. Y encima, qué curioso, justo cuando tú me propones consultar a Aura, y yo te digo que no. – chupó de nuevo y le soltó el humo cerca de la cara. Las volutas le acariciaron las mejillas con la suavidad de un beso. – Le di las gracias a ella, y ahora te las doy a ti. Tres besitos de agradecimiento.
 
     Con dificultad, Magda se acercó a él y le besó en la frente. Luego, en la mejilla, y por fin se dirigió a la boca, pero Nim la frenó.
 
     —Espera. Si es mi besito de gratitud, quiero recibirlo donde y como quiera yo. – Se incorporó y señaló el balcón abierto.
 
     —¿Ahí? – a su mujer se le escapó la risa floja – Pero Nim, nos pueden ver desde el parque, ¡no hay cortinas! – El cabo avanzó de rodillas hasta el balcón; a diferencia de la terraza, era muy pequeñito y estrecho, a duras penas podía uno sentarse en la silla plegable, y Nim la llamaba “la terraza del infarto”, porque el arquitecto no había tenido mejor idea que no hacerla al nivel del piso, sino a un nivel inferior de dos pequeños escalones, de modo que la primera vez que uno entraba, como no fuera con cuidado y los viera, se pegaba un susto de órdago y tenía la sensación de caer. Se quitó la guerrera del uniforme, la abrió y la ató por las mangas a las barras de la barandilla. No mucho, pero algo tapaba. Después se sentó en el suelo con las piernas estiradas e hizo un gesto con la cabeza para que Magda se acercara.
 
     “Pues si a él le importa un pimiento que nos puedan ver, yo no voy a ponerme en plan remilgos”, pensó ella. Como pudo, acercó la cachimba hasta el balcón hasta dejarla a su alcance y se sentó a horcajadas sobre las piernas de Nim. En el estrecho balconcito no quedaba sitio para nada más, pero no estaban apretados. Al menos, en lo referido al espacio del piso. En cuanto al espacio vital, empezaron a apretarse muy deprisa. Nim aspiró de la cachimba hasta llenarse los pulmones y contuvo el humo; Magda le besó y sus lenguas juguetearon entre sí, mientras él le pasaba el humo perfumado, que escapaba en pequeñas volutas por la comisura de los labios de ambos. Apenas empezaron a besarse, las manos de él pensaron solas y empezaron a deslizarse por el cuerpo de la mujer, una hacia los pechos, la otra hacia las nalgas.
 
     —Cabo Fontalta… - dijo ella, en tono de falsa regañina – No sea ansioso, tenemos toda la tarde.
 
     —Sí, pero yo llevo sin ti todo el día. – qué bien le quedó, ni él se esperaba que le saliese una respuesta tan bonita y tan bien dada. A Magda también debió encantarle, porque le dedicó una mirada lánguida, un “oh”, y se levantó la camiseta para ponerle las tetas en la cara. Nim la abrazó en un temblor y se maravilló de la sensación de calor y dulzura que le producían, tan blanditas, suaves y calientes. Su virilidad, ya juguetona, se alzó como un mástil, y ella lo notó. Le gustaba sentirla presionando contra sus bragas, le gustaba mucho. Cuando recordaba que sólo pocos días atrás le había inspirado pánico, le daban ganas de llorar de alegría, ¡qué tonta había sido al no ir mucho antes a ver a Aura! Se frotó contra aquél tronco caliente, moviendo sus caderas hacia delante y atrás, y el gemido de Nim le destrozó el corazón, al mismo tiempo que su cuerpo se inundaba.
 
     El cabo temblaba de excitación entre los brazos de su mujer, y sus caderas se movían buscando el calor del pubis de ella. Quería abrirse la bragueta, pero no quería dejar de tocarla; sus manos se habían perdido bajo la camiseta, le apretaban los pechos y se los movían. Magda se alzó el borde de la prenda y lo sostuvo con los dientes, para que él pudiera mirarla. Nim sonreía, alternando entre mirarla a los ojos y a las tetas, aquéllas preciosas tetas que le cabían exactamente en las manos y que eran tan suaves y calientes, y que hacían gemir de forma tan deliciosa a su mujer cada vez que él las tocaba. Magda estaba colorada de excitación, ¡le encantaba que su Nim la tocase! En tanto tiempo sin poder tener sexo completo, habían dedicado toda su atención a las caricias, y a fuerza de ello habían descubierto que Magda podía tener orgasmos sólo acariciándole los pechos. Haciéndole cosquillas en los pezones, justo… ¡haaaaaaaaah…! ¡Justo como Nim se las hacía en ese momentooo…!
 
    Los brazos de Magda se acalambraron, las manos apretando el cinturón de Nim, ¡qué placer! El cabo sonreía sin dejar de frotarse contra ella, mientras cosquilleaba los pezones con la punta de los dedos, o se los pescaba entre ellos y los pellizcaba. Magda se restregaba contra la erección de su compañero y se ponía más roja cada vez, notaba las bragas empapadas y calientes, y los escalofríos de placer eran más intensos cada vez.
 
     —No pares, sigue, sigue. – rogó, a la vez que intentaba desabrocharle el cinturón, y no le era nada fácil porque le temblaban las manos, pero lo logró. Nim respiraba a golpes, mirando cómo su mujer le abría la bragueta y le sacaba el miembro, ¡qué golpe de placer cuando ella lo tomó con la mano y lo acarició! Magda se hizo a un lado las bragas y se frotó directamente contra su pene, sin metérselo. -¡Mmmmmmmmmmmmh…! – Era pura suavidad, pura dulzura, ¡se deslizaba contra su clítoris de un modo maravilloso, delicioso y picante! Nim puso los ojos en blanco y le apretó las tetas en una convulsión, pero enseguida siguió cosquilleándole los pezones mientras ella se frotaba con rapidez, con ansia. Los muslos le temblaban y él sentía aquéllos temblores contra sus piernas. Estaba a punto de correrse y lo sabía. Quería que lo hiciera, quería que explotase de placer con sus pezones, y se metió uno en la boca, y succionó.
 
     Magda desorbitó los ojos, tembló de placer y se le escapó un grito sin querer, ¡qué vergüenza! Se tapó la boca mientras las chispas de gusto le torturaban el pezón y le subían hasta las orejas, y le daban escalofríos en la nuca. Nim se rió por lo bajo y siguió chupando mientras no paraba de cosquillear el otro pezón y su polla se frotaba contra la sensible perla del sexo de su mujer. Esta logró mirarle a los ojos, aún tapándose la boca con la mano, y Nim supo que estaba llegando. Notó cómo ella se ponía tensa, cada vez más tensa. Cómo su mano libre en su nuca se crispaba y cómo los gemidos se le escapaban por más que intentase evitarlo, y en el momento justo, movió las caderas y se metió de golpe dentro de ella.
 
     Magda gimió de tal modo que ni con las dos manos logró acallar el sonido, su cuerpo tembló y una poderosa oleada de gusto rompió en sus pezones y en su coño al mismo tiempo. La ola fuerte la hizo tensarse y dar un brinco de placer. Otras olas más suaves le hicieron relajarse y quedar a gusto y satisfecha, con una deliciosa sensación de calma. En medio de maullidos de gusto, se abrazó a Nim y le besó, acariciándole la lengua con la suya, acariciándole la espalda, los hombros, y al fin el cabello y la cara. Sólo entonces se dio cuenta que, si alguien les había visto, con la manga de la chaqueta que les tapaba, nadie habría visto sus caras, sólo a una mujer que follaba con un hombre de cabello largo. “Mañana a estas horas, todo el mundo dirá que le he puesto los cuernos a Fontalta”, pensó, pero antes de poder decírselo, su Nim empezó a moverse; quería terminar él también.
 
    La joven no quiso hacerle sufrir, y botó con energía sobre su polla. Nim se recostó en las barras y la agarró de las nalgas, gozando de las profundas embestidas, gozando de estar dentro de ella, algo de lo que se había visto privado durante años. Podía sentir todo el recorrido de su interior, húmedo y cálido, tórrido. Tan dulce, tan apretado y estrecho, ¡cómo le abrazaba la polla! Magda hacía círculos sobre él, y luego subía y bajaba, y luego se frotaba de atrás adelante, y luego… ooooooooooh, ¡¿cómo era posible sentir tanta felicidad, tanto bienestar?! Se fundía, notaba el gustito hacerse más y más intenso, y no intentó retenerse, se dejó ir. Acarició las mejillas de Magda y se lo anunció:
 
     —Magda, vidita… me corro… me corro dentro,… ¡dentroooooooommmmmmmmmmmmmh…! – su compañera le besó para intentar acallarle, pero sólo lo logró en parte, ¡el cabo sentía tanto placer, que no le era posible callárselo; todo su cuerpo hormigueaba de gusto! Sintió la descarga salir disparada dentro del cuerpo de su mujer, como si ella la aspirara, y le parecía que el alma se le escapaba por entre las piernas. Mientras la respiración se le normalizaba, notó la caricia de un beso sobre sus labios, y el sabor del tabaco de lilas condimentado. Dejó que a la vez la lengua de Magda y el humo de la cachimba penetraran su boca, y abrazó a su mujer. Una gotita de agua le cayó en un brazo, y enseguida otra, y de golpe muchas más. Se separaron para mirar; grandes nubarrones de color azul oscuro con bordes amarillentos estaban casi sobre ellos, y la lluvia ya caía con fuerza. Magda miró el cabello largo de su marido, goteando agua, y le pareció que era guapísimo. Mucho más guapo de lo que ella le había visto nunca.
 
     Si se hubiera tratado de un simple chaparrón, hubieran seguido allí, bajo la lluvia, pero una tormenta de esas características no era para tomarla a broma, y menos en una terraza de barandillas metálicas, de modo que fueron dentro y cerraron todas las ventanas. Hicieron bien; en pocos minutos empezaron a sonar truenos que se acercaron con rapidez, y casi enseguida vieron caer rayos muy cerca, en el parque y el pinar. Envueltos en toallas, se sentaron frente al ventanal, a mirar la tormenta. 
 
 
 
     En el piso de arriba, Fugaz tenía en los cascos rock a todo volumen, y también miraba la tormenta. Se había puesto los auriculares porque, a través de su ventana abierta, le llegaba toda la fiesta de Fontalta y Magda y ni quería ser cotilla aún involuntario, ni quería morirse de envidia. La tormenta reflejaba muy bien lo que sentía. Abandonado por Aura sin tener una razón, la tristeza se le mezclaba con la rabia; también en su interior estallaban rayos y truenos. Había intentado hablar con la joven desde que ella le dejó pero, misteriosamente, nunca la encontraba. Cuando la buscaba en el chiringuito que regentaba en la playa, resulta que había salido, y César, el chico que la ayudaba, nunca sabía a dónde. Cuando la buscaba en su casa, que siempre estaba abierta, resultaba que la encontraba cerrada y sólo encontraba al gato bufándole. Aura no tenía teléfono, ni fijo ni móvil. Y por más rondas que hiciera por el pueblo, por más que la esperase aquí o allá, jamás daba con ella. Se estaba escondiendo de él y lo sabía, y eso le cabreaba más aún. Tenía que hallar una manera de dar con ella y hablar con calma. Y al oír, aún a través de los cascos, el grito de placer de Magdalena, pensó que ya sabía cómo.
 
 
 
 
     En su casa sin cerrar, Aura leía las cartas para sí. Para ella, era como para otra persona leer un diario, sólo que en lugar de leer lo que había sucedido, leía lo que iba a suceder. O al menos, lo que más probabilidades tenía de suceder, dado que el futuro tiene la maldita costumbre de no parar quieto un segundo, porque cuando lo hace, se ha convertido en pasado. La tormenta le había hecho sospechar. No es que fuera nada realmente raro, las tormentas en verano eran frecuentes en aquélla época, pero no de tal violencia ni electricidad; esas solían darse más bien para principios de otoño. Mucho se temía la razón de la misma, pero aún así consultó. Lo que veía en las cartas no le gustaba lo más mínimo.
 
     El mundo protesta y se queja cuando algo que no le pertenece, algo hostil y egoísta, pretende llegar a él. La llegada de una presencia maligna, siempre es precedida de fenómenos naturales poco agradables, como tormentas de inusitada violencia, temblores de tierra, incendios espontáneos o tempestades. Son como la incubación que precede a la enfermedad. Aura lo sabía, y sabía también que ella sólo conocía a una presencia maligna que pudiera estar interesada en aparecer en esa parte del mundo. Podía sentirle acercándose, disfrutando de que ella supiera que lo hacía y mandándole “avisos de llegada” llenos de cinismo. Aura no quería pensar en su nombre, porque sabía que hacerlo, aunque sólo fuera pensarlo, le daba más fuerza, pero cuando cayó el siguiente rayo, todo el pelo de su gato, Sócrates, se erizó, y el animal se metió bajo su silla, bufando. Estaba asustado, no sabía dónde ir, y sólo había una cosa que inspirase miedo al tuerto Sócrates: Baelzhabud.
 
 
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