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Infeliz el impío

en Autosatisfacción

“Infeliz el desterrado, que carece de amigos, que aún sus padres le echarán del nido, que en ningún lado tendrá aliados, y sólo verá por doquier enemigos. Pero más, mucho más infeliz el impío. Dueño de nada, negado de todo, pues no puede su carne atravesar la de otro. Sin vida, esclavo, privado de todo, para él el placer será doloroso, y el fuego persigue su intento de gozo. Dueño de nada, privado de todo, no puede su carne atravesar la de otro. Infeliz el cazado, infeliz el perdido, pero más, mucho más infeliz el impío…”
 
 
     Es difícil decir cuándo empezó. Teóricamente, empezó aquélla noche en la que Violeta lanzó la piedra, pero también pudo empezar aquélla tarde en la que Kápsimo salió a tirar la basura en calzoncillos, o incluso aquélla noche en la que una niña empezó a dejar un cuenco de pan y leche en la ventana. Sea como fuere, la historia empezó en un punto indeterminado, pero siempre a través de la mirada de unos ojos de color violeta.
 
      “Igualitos que los caramelos de lilas”, pensó Kapsi, que no sería muy ducho en poesía, pero era un gran amante del dulce. La veía todas las mañanas desde la ventana del salón. Su tío solía volver bien entrada la madrugada y, una vez acostado, el joven quedaba libre de dedicarse a lo que le apeteciera. Y lo que más le apetecía, era parapetarse en el arcón que había bajo la ventana, tras el visillo blanco, y esperar hasta que aparecía. Era desgarbada y no muy alta, parecía de su edad. Menuda, casi flaca, con largos cabellos oscuros enmarcando una carita fina y pálida. Siempre llevaba ropas de colores oscuros; pantalón vaquero, deportivas negras, el abrigo verde que parecía una chaqueta militar, y la carpeta negra sobre el pecho. Solía caminar mirando al suelo, de modo que los cabellos le caían sobre el rostro, así que Kapsi se pasó días y días soñando con el aspecto que tendría. Cuando una mañana sopló un oportuno golpe de viento, la realidad superó todas sus expectativas.
 
     “Son como el agua de lavanda del tío”, pensó. La chica del fondo de la calle, como él la llamaba, era bonita, y eso ya lo había sabido él antes de verla. Pero lo que nunca se le hubiese ocurrido imaginar, es que tuviera unos ojos tan peligrosamente lindos. Peligrosos para él, que no podría jamás dejar de pensar en ella. Peligrosos para ella misma, que quién sabe qué atención podría llamar con esos faroles en la cara. Peligrosos para el tío, peligrosos para su forma de vida y su seguridad. Pero, aun así, no podía dejar de mirarlos.
 
     Aquello había sucedido un par de semanas atrás. El tío Tánaso ya había notado que alguien había conquistado el interés de su sobrino, pero sabía que los gustos del chico eran volubles y casi siempre vulgares, de modo que no le prestó más atención de la habitual, y aún se mostró aburrido cuando se dio cuenta de que Kapsi pretendía hablarle de ello:
 
     —Creo que deberíamos mudarnos, tío — sonrió el joven mientras le preparaba la cama —. Hay una chica en el barrio.
 
     —Kápsimo querido, ¿no llevamos aquí medio año y ya te has encaprichado de otra? Allí donde vayamos, siempre va a haber chicas. En lugar de huir de ellas, debes aprender a tolerarlas.
 
     —¡Pero tío, esta no es como las otras, esta…!
 
     —Esta es una una chica como cualquier otra, hijo — interrumpió Tánaso. El tío tenía la voz de alguien tan intrínsecamente habituado al mando, tan imposibilitado para concebir que alguien no le escuchase que, si se hubiese puesto a hablar en un estadio de fútbol, en menos de cinco minutos el público estaría pidiendo a los jugadores que no armasen jaleo y les dejasen oír. —. Y ya te he mimado bastante accediendo a que nos mudemos cada vez que una cara bonita o un par de tetas te causaban picores. Es hora de que madures y te hagas a la idea de tus responsabilidades. Si seguimos dejando que te alejes de las tentaciones, no te curtirás nunca. Mírate… ¿quieres seguir siendo un impío toda la vida?
 
     —No, pero…
 
     —Pero nada — El tono de su tío era siempre acariciador, siempre tranquilo, pero Kapsi sabía cuándo una conversación se había terminado. —. Me gusta esta ciudad y me gusta este barrio. Me gusta mi trabajo y me gusta vivir aquí. Y mientras me siga gustando, nos quedaremos aquí.
 
     ¿Qué podía hacer Kapsi, sino asentir? Claro, para su tío era muy fácil, él podía hacer lo que le viniese en gana y, cuando le gustaba alguna chica, le bastaba con ir a por ella y cogerla, pero a Kapsi no. A él, eso le estaba vetado. En tanto que impío, estaba obligado a permanecer virgen. Por la cuenta que le traía.
 
     Que él supiera, era el único de sus hermanos y primos que seguía siéndolo, y eso implicaba soportar mucho cachondeo. Al tío Tánaso eso le venía de maravilla, porque así tenía un sirviente personal del que no tenía en absoluto que preocuparse por cuidar, pero el pobre Kapsi iba cada día más quemado. Sólo esperaba que, al menos, su tío no se percatase de la existencia de la joven. Ya sería restregárselo demasiado.
 
 
 
     Avanzaba la tarde y hacía frío. Su tío pronto se levantaría para ir a trabajar, y Kapsi estaba fastidiado. El cambio de hora invernal le disgustaba, porque implicaba menos tiempo libre para él, y más tiempo bailando el agua a los caprichos de su tío, “Kápsimo, no me has planchado bien los pantalones, la raya está torcida, ¡hazlo otra vez! Kápsimo, no me has afeitado bien bajo la barbilla; Kápsimo, mis zapatos no brillan bastante.” Kápsimo aquí, Kápsimo allá… le iba a gastar el nombre, pensó. Mientras echaba una mirada a la casa, para asegurarse de que todo estaba en orden, decidió encender la tele un rato, quedaba casi una hora para que su tío despertara. A éste no le gustaba la televisión, decía que era diversión para ineptos y gentuza sin criterio, pero a él, que se pasaba los días metido en casa, que sólo podía salir para hacer recados, y que sólo contaba con los libros que le permitía su tío, le entretenía muchísimo. Fue cambiando de canales, hasta que las imágenes de varias personas gritándose llamaron su atención:
 
     “¡Para esto, no es suficiente con tener las tetas grandes! ¡Eres una víbora! No sé qué vamos a hacer, cómo saldremos adelante… ¡Este antro da vergüenza ajena! ¡Es machismo!” Decía la televisión, mostrando a diferentes personas y a varias chicas de grandes pechos en camisetas de tirantes. “Hoy, en Pesadilla en la cocina, el Chef Ramsay tendrá que enfrentarse no sólo a una cocina pobre y a una dirección sin rumbo, también a camareras que se creen modelos, a feministas ofendidas y a familias escandalizadas. Probablemente, el reto más delicado asumido por el chef, en el restaurante “¿Muslo o Pechuga?”.”
 
     Kapsi sonrió, travieso. El programa parecía de lo más interesante. Miró por la ventana para vigilar la luz. Sí, aún tenía tiempo, así que se quitó los pantalones para estar más cómodo y se metió la mano en los slips blancos.
 
     —Estoy en una de las zonas playeras más turísticas de California — seguían diciendo en el televisor, y Kapsi jugueteaba con su miembro, aun blando, disfrutando del suave cosquilleo inicial, y susurrando “vamos… enséñame algo interesante” —. Aquí veranean miles de familias, es un buen sitio para abrir un restaurante, pero no creo que sea la mejor idea abrir un restaurante erótico. Oh, Dios, “¿Muslo o pechuga?”. Parece un poco básico.
 
     A Kapsi también se lo parecía, pero a él eso le encantaba. Todas las camareras se paseaban en shorts que casi eran un tanga y en camisetas de gran escote redondo, algunas de tirantes, otras de efecto roto. Al cámara parecía gustarle tanto como a él, porque no dejaba de regalarle primeros planos. El joven, siempre con ganas, necesitaba mucho menos que eso para alegrarse. En menos de un minuto, el jugueteo de su mano se había convertido en un bombeo frenético y el cosquilleo, en fuertes olas de placer que le hacían estremecerse hasta el ano. Su mano volaba dentro del calzoncillo a toda velocidad, sus piernas se ponían tensas y su respiración era un jadeo. El zumbido cosquilleante le recorría la polla cada vez con mayor intensidad, y la tela del calzoncillo le acariciaba el glande. Luchaba por tener los ojos abiertos para no perderse a las chicas, pero los escalofríos de gusto se los cerraban a cada momento. En ese instante, enfocaron a una camarera que se quejaba de algo; Kapsi no la oía, sólo la miraba. La joven gesticulaba y sus tetas se movían dentro del escaso top. Tenía los pezones erectos, se le notaban.
 
     “No lleva nada… No lleva nada deba… aaah… haaaaaaaaaah…”. Sus nalgas se contrajeron y le hicieron dar varios brincos en el asiento, mientras una sensación dulcísima le bañaba de pies a cabeza y le dejaba derrotado. Un manchurrón apareció en su ropa interior, y un par de gotitas blanquecinas brillaron en la tela y se escurrieron, a la vez que una gran sonrisa se abría en la cara de Kapsi. Su imaginación le había pensar en La chica del fondo de la calle, en que fuese ella la dueña de aquéllas hermosas tetas y le abrazase cariñosamente la polla entre ellas hasta regarlas con su esperma, mmmmmh… Le gustaría montarse fantasías de penetración, pero esas no sólo estaban fuera de su alcance, sino que además no le proporcionarían ningún placer, sólo un gran dolor. Era preferible fantasear con, dentro de lo que cabía, lo posible.
 
     —Más te vale que me desinfectes el sofá — Kápsimo pegó un brinco y se le escapó un chillido agudo, e intentó taparse o subirse los pantalones, pero sólo atinó a cubrirse con un almohadón —. Y también ese cojín.
 
     —¡Tío… tío, no es… verás, iba a…! ¡A cambiarme de ropa, eso es! Y… y puse la tele, empezó el programa, y me distraje…
 
    —No te humilles más aún y sal a tirar la basura, pequeño inútil. — Era como una corriente de hielo en la espalda, pensó Kapsi. No como los escalofríos divertidos de un cubito, sino como una congelación incapacitante, un frío de muerte que se expandía por su columna y dejase sólo dolor; así eran la voz del tío Tánaso y su gesto de asco.
 
     Agachó la cabeza y obedeció. Ya estaba en la cocina cuando se dio cuenta de que había olvidado en el salón sus pantalones, pero no le pareció juicioso volver a buscarlos. “Bah, a fin de cuentas, será sólo entrar y salir, nadie me va a ver”, se dijo y apañó las dos bolsas. Podía haberse acordado de sacarlas antes, ojalá se hubiera acordado. Su tío tenía un olfato de lobo, sin duda había olido la basura aún antes de salir de su alcoba. Que le reprochase un error en la casa, aunque era malo, podía aceptarlo, pero ¡siempre tenían que pescarle cuando se tocaba un poco! Kapsi pensaba que formaba parte también de ser un impío, aunque nadie se lo hubiera mencionado expresamente. Muchos años atrás, en su infancia, ya la primera vez que se dio cuenta que el darse tironcitos producía cosquilleo, su madre le pescó. Y desde entonces, no recordaba una vez en que le hubieran dejado terminarse una paja a gusto. Y quien dice eso, dice cualquier otro fallo. Sus hermanos, sus primos, todos cometían errores, haraganeaban u “olvidaban” hacer cosas, pero siempre era a él a quien descubrían. Siempre.
 
     —Bonitos calzoncillos.
 
     —¡AH! — Kapsi pegó un respingo y se tapó detrás de uno de los cubos. La chica le miró a los ojos, y el joven sintió que su cara despedía fuego. Ya era bastante malo que le hubiese visto alguien, pero además había sido precisamente ELLA. La chica del fondo de la calle. La chica de los ojos violetas. Su cerebro, tan poco oportuno como cualquiera de sus parientes, le recordó que hacía menos de un minuto la había imaginado entre sus piernas, abrazándole la polla con las tetas y exprimiéndole hasta sacarle la leche. Sintió con horror que su miembro quería alzarse de nuevo, y si sólo de él hubiera dependido, hubiera salido volando de allí en aquél momento. Pero la mirada de la joven, esa mirada violeta llena de simpatía, quizá algo traviesa incluso, le tenía preso. Buscó a la desesperada algo que decir, pero no se le ocurría absolutamente nada. La chica sonrió. Ella no parecía incómoda.
 
     —Me llamo Violeta — dijo —. Tenía ganas de pescarte fuera de tu casa. Veo cómo me miras todas las mañanas cuando voy a la Universidad, pero entonces voy siempre con el tiempo justo. Y por las tardes, no te veía ya. He preguntado por ti a mucha gente, pero nadie parecía conocerte. ¿Cómo te llamas?
 
     En aquél momento, Kapsi no tenía corazón, tenía un solo de batería oligofrénico. Tuvo que hacer el esfuerzo varias veces antes de lograr hablar.
 
     —Kápsimo. Kapsi, para acortar.
 
     —Es un nombre bonito. Nunca lo había oído. — Ella había esperado pacientemente, sin el menor gesto de extrañeza, y eso le dio algo de valor para continuar. Se apoyó en la tapa del cubo, mientras intentaba ignorar que tenía que permanecer algo alejado de él, si no quería atravesarlo con la erección.
 
     —Vivo aquí con mi tío. He salido a tirar la basura. Me estaba poniendo el pijama, pero mi tío no tiene espera, por eso salí así. — “¡AAAAAH, me estoy comunicando! ¡Estoy hablando con ELLA! ¡AAAAAAAH!”, pensó. Si a eso se le podía llamar pensar, lo que daría para un interesante debate, pero que no tiene cabida aquí.
 
     —A mi abuela le pasa igual, todo ha de ser dicho y hech…— Violeta se quedó con la frase en el aire y miró hacia la puerta principal de la casa. Kapsi no necesitó mirar. Ya sabía quién estaba allí.
 
     —Buenas tardes. — Su tío sonreía por un lado de la boca.  Con el ondulado cabello negro, los ojos azules y la nariz recta, ofrecía un grotesco contraste con su sobrino de grasientos cabellos rubios que crecían en su cabeza como un pajar revuelto, su piel paliducha con espinillas rojizas del tamaño de monedas de dos céntimos y su nariz torcida. Por no hablar de que éste iba en camisa marrón vieja y desplanchada con marcas de sudor en los sobacos, y los calzoncillos (no muy blancos) que olían al pequeño desahogo de hacía un momento, mientras que su tío llevaba una camisa plateada abierta hasta el pecho, pantalones negros que le hacían parecer aún más alto, y todo en un perfecto estado de revista. Cualquiera se daría cuenta de hacia dónde se inclinaba la balanza, pero Tánaso no se distinguía por su sentido de la compasión:
 
     —Kápsimo, no seas grosero; preséntame a esta encantadora señorita. — sonrió y bajó los escalones de la entrada tendiendo la mano a la joven, pero ésta le miró con suspicacia y dio un paso atrás.
 
     —No se moleste. A usted no tengo demasiadas ganas de conocerle, si no le importa. Adiós.
 
     Se dio la vuelta y se marchó, con su respingona naricilla elevada en gesto de indignación. Tánaso la vio marchar con sorpresa primero, pero enseguida sus puños se apretaron de ira y sus mandíbulas casi rechinaron, ¿pero quién se creía que…? El sonido de una risilla ahogada a sus espaldas, fue la guinda. Se volvió lentamente.
 
     Kápsimo no podía creer lo que acababa de pasar. Aquello había sido un desaire directo. Más que eso, ¡habían sido unas calabazas con todas las de ley! ¡A su tío le había fallado un acercamiento por primera vez! Que él supiera, no había pasado nunca, y su tío se había quedado sin habla, cosa que tampoco antes había ocurrido nunca. Por más que intentó contenerse, no lo logró: se le escapó la risa. Y claro, su tío Tánaso, ofendido, frustrado y con ganas de pagar esa frustración con alguien, le oyó. “Esta noche tendré que dormir boca abajo. Y en unos cuantos días no podré sentarme”, pensó. Y cuando su tío le sonrió cariñosamente, le tomó por los hombros y le pellizcó una mejilla, se corrigió. “Quizá sean un par de semanas”.
 
 
 
     Aquélla noche, Violeta hizo algo que llevaba más de diez años sin hacer: subió al ático de su casa y miró por la ventana. Desde allí se dominaba casi toda la calle, y podía ver la casa de Kapsi. El chico le había gustado. Le llevaba gustando casi desde la primera vez que le vio, mirándola. Parecía tan solitario, tan retraído, tan tímido como ella. Violeta había perdido a sus padres siendo niña, tanto que apenas los recordaba. Carecía de hermanos y sólo su tía abuela pudo hacerse cargo de ella, una mujer tan mayor que a veces no se sabía con exactitud quién cuidaba de quién, pero lo peor no era eso. En realidad, la anciana nunca había sentido el menor cariño hacia la pequeña, hija de su sobrino favorito con una mujer que ella siempre desaprobó, y no se molestó en ocultarlo a la niña.
 
      Acostumbrada desde muy pequeña a los gritos y las censuras, Violeta no pudo jamás tener amistades. Todas eran ahuyentadas por su horrible abuela, y nada ansiaba más la pequeña que tener un amigo, un solo amigo. Recordó aquél verano en que leyó que uno podía dejar pan y leche para los pájaros, y empezó a dejar un cuenco en su ventana todas las noches, con la esperanza tener al menos la compañía de los animales. Jamás vio a ningún pájaro, no importaba lo mucho que intentase velar, pero a la mañana siguiente, el cuenco estaba siempre vacío, y eso la llenaba de ilusión. Hasta que su abuela lo descubrió.
 
     La vieja le gritó y la llamó “mocosa ingrata” por desperdiciar así la leche que tanto costaba. Le dijo que los pájaros eran ratas con alas que transmitían enfermedades y arrojó el cuenco por la ventana. Violeta se echó a llorar y permaneció llorando mucho rato, mucho después de que su abuela amenazase con sacarla a pasar la noche fuera si no la dejaba dormir. Debía ser ya de madrugada cuando oyó ruidos al pie de su ventana. Ruidos de succión, como si alguien sorbiera con pajita.
 
     Se asomó a la ventana, y lo vio. Al principio no supo qué era, parecía un paraguas plegable pequeñito que se moviera solo, pero enseguida reconoció a su visitante nocturno, ¡un murciélago! Un murciélago pequeño, negro y rojo, que se comía el pan reblandecido y sorbía la leche del cuenco de plástico. Violeta se quedó embelesada mirándolo. Al menos, aunque sólo fuese por una vez, había podido ver quién se había estado comiendo el pan y la leche.
 
     Esa tarde se había sentido un poco como en aquella ocasión. Kapsi había sido como el murciélago pequeñito, hasta le parecía que se lo recordaba un poco. Y apenas había logrado verle y hablar con él, aparecía aquél desagradable tío suyo, como en su día la vieja, que pretendía fastidiarlo todo. Sí, qué duda cabe que el tipo era atractivo, mucho, pero, ¿no se daba cuenta de que molestaba? ¿No tenía un poquito de tacto? No, no era eso, ahora que lo pensaba. Más bien parecía que estuviera acostumbrado a que todo el mundo le adorase. Sin duda pensó que ella iba a caer rendida a sus pies nada más verle, no parecía concebir otra posibilidad.
 
      “Quizá he sido grosera con él”, pensó ahora. “El hombre debe pensar que todas las mujeres del mundo le encuentran irresistible, quizá ninguna le haya dicho nunca “no”, y yo he sido muy cortante. Sin quererlo, pero tal vez he sido maleducada”. De pronto se sintió mal por haber herido los sentimientos del tío de Kapsi, y pensó que, al día siguiente sin falta, debía volver a su casa. Para conocer a Kapsi, pero también para pedirle disculpas a su tío. A fin de cuentas, si ella y su sobrino iban a ser amigos (y quién sabe, quizá novios), tendrían que llevarse bien de todos modos. “Disculparse siempre hace bonito”, se dijo, y bajó a acostarse.
 
 
 
     —Estaré aquí a eso de las seis, quizá un poco antes — dijo Tánaso —. Asegúrate de tener mi alcoba lista — Su sobrino asintió, y su tío le dio una palmada en el trasero que le hizo cerrar los ojos y ahogar un grito de dolor. —. No me digas que aún te duele, ¡eres un quejica!
 
     Kapsi no podía decirle a su tío que era tan cínico que su aliento corrompía los metales, pero podía mirar y tenía miradas muy expresivas. Su tío se rio y se marchó. Pensando en aquélla niña de ojos violetas.
 
     “Se ha enfrentado a mí”. Se dijo. “Tenía el glamour activado, y me ha ignorado por completo, es una inmune al glamour. Creo que ya sé quién es la nueva tentación de mi sobrino y, por una vez, ha tenido buen gusto. La haré mía. Y, quién sabe, a lo mejor el chico…”
 
 
 
     Ya a solas, Kapsi sacó un buen montón de hielo del congelador y se lo puso por los hombros, dejando que el agua agradablemente helada se deslizara por sus torturadas espaldas sembradas de cicatrices. Con la mano izquierda se colocó otro puñado en las nalgas. El frío le hacía estremecer, pero ¡qué alivio! Como él pensaba, las señales iban a durar. “Pero me ha hablado. Y le gusto. Le gusto yo, no le tío”, pensó. “Es horrible, pero también es estupendo. Y lo sería más aún si yo no fuese un impío. Sólo quiero eso, por favor… sólo pido una cosa, quiero poder unirme a ella, quiero dejar de ser un impío”.
 
 
 
    Con toda mi simpatía y un fuerte abrazo para Fran, Rubén, José Antonio, Germán, Khalid, Carlos, Javier, Dany, Carlos (el otro) y Fuen, los compañeros de mi curso de doblaje. Y para el profe Jessie, que nos enseñó a doblar docu-reallity.

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