miprimita.com

Tania (II)

en No Consentido

Tania (II)

La oscuridad me rodeaba. Tenía la vaga conciencia de que había objetos en esa habitación, pero no los veía. Solo notaba el calor, el insistente y penetrante calor. Ni siquiera podía pensar si me encontraba allí de pie o sentada, porque mi mente no se paraba a percibir esos detalles. Solo percibía el sonido de sus jadeos y la sensibilidad de mi coño.  Estaba violándome. Otra vez. El sujeto estaba ahí, no sabía si frente a mí, al lado, detrás o rodeándome, pero lo sentía. Apreciaba su presencia. Y me estaba violando, no sabía cómo, de alguna manera, pero lo hacía. Y cuanto más lo hacía, más hinchado estaba mi coñito. Estaba muy excitada, pero no quería estarlo. Escuchaba mis propios jadeos, mezclados con los suyos, y solo con eso quería correrme…

Me desperté, jadeando, sobresaltada. Miré al frente, a mi escritorio, y empecé a tener conciencia de mi cuerpo. Mis dedos, no sabía de qué mano, estaban metidos en mi coño, casi enteros. Y estaba muy húmeda, a punto de correrme. Los saqué en un segundo, y me sentí mal, mi coño ardía para que terminase lo que había empezado, pero me negaba en rotundo.

Llevaba casi dos semanas despertándome de la misma manera, desde que me violaron. A veces, hasta me costaba creerlo, no daba crédito a lo que me había ocurrido. Al día siguiente del suceso, tenía la intención de creer que había sido un mal sueño, pero el semen en mi tanga había sido la mejor prueba para demostrarme que todo había sido real.

El tipo, el desconocido que me violó, quería dejarme embarazada… pero no sabría que tomaba anticonceptivos desde que había empezado mi primera y única relación, con Sebastián. El capullo de Sebastián.

Me levanté y miré mi móvil para comprobar la hora. Faltaban aún algunos minutos para las siete de la mañana. Era lo más tarde que me levantaba desde lo del suceso. Me incomodaba llamarlo por su cruel nombre real, me hacía sentir sucia. Pero eso no evitaba que mi cuerpo se excitase por las noches y tuviese sueños eróticos recordándolo. Sobre todo su voz, su voz tan profunda, tan confiada, tan… conocida. ¿Quién era? Intenté recordar de qué me sonaba, dónde la había escuchado otra vez, pero nada me venía a la mente.

Me fui al baño, me duché con agua fría y bajé a la cocina. No quería tomar café, pues solo haría que me costase más coger el sueño por las noches, así que me decanté por un zumo. Sentada, pensando en esa voz, me encontró mi madre minutos después.

-¿Otra vez levantada tan temprano? – me preguntó dulcemente.

Los primeros días se preocupó, pero solo le dije que me sentía muy descansada y me hartaba estar en la cama hasta las ocho, perdiendo el tiempo, por eso empezaba mi día antes. No quería preocuparla. No le había contado lo del suceso, ni a ella ni a nadie, y así seguiría siendo. Mi secreto.

Yo le sonreí, viendo como se preparaba el café. Mi madre, Lena Pávlov, nacida y criada durante los últimos años de la URSS, había llegado a Madrid poco después de la caída del régimen comunista. Rápidamente, se convirtió en una de las más afamadas cardiólogas de la capital, y al poco tiempo, se casó con mi padre.

Aun a las puertas de los cincuenta años, era una mujer bella. Mi hermano y mi hermana se parecían a ella más que a mi padre, y yo secretamente estaba siempre un poco celosa de ellos. Los ojos claros, tan típicos de los países nórdicos, adquirían matices diferentes en los tres: los de mi madre transmitían confianza, los de mi hermana Gema llenaban de alegría a cualquiera, y los de mi hermano David recordaban al niño travieso que quería convencer a su hermanita pequeña (yo) que en realidad era adoptada después de que un circo ambulante me abandonase en la puerta de nuestra casa.

-Creo que comenzaré a correr por las mañanas. Para llenar mis pulmones del aire puro de la ciudad antes de que se contamine mucho.

-Cariño, -me dijo sonriendo,- el aire de una ciudad como esta siempre está contaminado, a todas horas.

-Sí, como el de una ciudad industrial, ¿no? –preguntó mi padre entrando a la cocina.

La tensión en el ambiente se hizo palpable, y la incomodidad se sentó conmigo en la mesa del desayuno, como hacía la mayoría de las veces que mi padre abría la boca.

Ricardo Ordesa, cirujano jefe de un hospital privado en la capital, soberbio y cruel en algunas ocasiones (en su hogar siempre tenían lugar esas ocasiones), y amigable y sociable en cualquier otra parte, era mi padre. Y yo me parecía a él, pero solo físicamente. Lo detestaba, desde… no sabría recordarlo. ¿Siempre?

El matrimonio de mis padres no era feliz, pero tenían una imagen social que mantener. Ambos trabajaban en el mismo hospital, y eran muy amigos del director del mismo, quien tenía una idea muy arraigada de la importancia de la familia y desaprobaba por completo los divorcios o las separaciones… Por lo que para mantener sus trabajos, mis padres tenían que aguantarse el uno al otro, hasta su jubilación por lo menos.

No siempre fue así, todo comenzó cuando mi madre supo que estaba embazada por tercera vez. Yo fui la inesperada, la sorpresa… indeseada, para mi padre. Tenía la familia perfecta, una mujer guapísima e inteligente, unos hijos estupendos y perspicaces, y el trabajo que había luchado siempre por tener… El problema era que todo esto era lo que él quería, y todo estaba organizado y hecho a su manera y según sus deseos, y mi madre se aguantaba algunas cosas porque lo quería…

Hasta que llegué yo… seis años más tarde de que su perfecta familia se había asentado. Al principio estaba contento, como cualquier padre, pero su matrimonio ya estaba resentido, y mi madre llevaba tiempo molesta con él porque no podía hacer lo que ella quería, así que en un momento de rebeldía, engañó a mi padre y en el registro civil no me llamó Isabel, como había decidido él, sino Tania, como mi abuela.

A partir de ahí, los choques entre ambos se hicieron peores, y aunque nadie me culpaba, yo me sentía mal. Es decir, cualquier niño que ve a sus padres discutir se siente mal, pero cuando fui un poco más mayor y me percaté de la profundidad del asunto y de mi relación con él, me sentí más miserable aun. Y si a ello le sumamos que había hecho elecciones en mi vida que no habían sido del agrado de mi padre… tenemos como resultado una relación padre-hija bastante complicada.

Mi madre, ignorando el comentario de mi padre, me preguntó:

-¿Qué te pondrás esta noche? Hoy es la cena con algunos amigos de la familia que te comenté el otro día.

Mi padre se puso tenso.

-Pues no sé. Ya miraré algo en mi armario, no te preocupes.

Pocos segundos después, me dirigí de nuevo a mi habitación.

Estuve en mi santuario todo el día, saliendo solo para comer. Sabía lo que me vendría esta noche: una cena agradable, la actuación de la familia perfecta, conversaciones aburridas, y las odiosas preguntas repetitivas sobre las vidas de los hijos de mis padres… Para pegarse un tiro en la sien…

Mi actuación protocolaria en estas actuaciones la había aprendido con los años, y mi padre se contentaba con ello. Me sentaba a la mesa, comía, respondía y hablaba educadamente, y diez minutos después del postre me retiraba a mi habitación alegando algo. Era una bendición que mi padre me pidiera implícitamente con la mirada que hiciera todo esto, pues no soportaba a muchas de las personas que iban a esta clase de cenas. Mis hermanos, por el contrario, tenían que aguantar todo el tiempo. Ellos eran el orgullo de mi padre, y como tal, le gustaba de presumir de ellos.

Así, preparada y lista para la tediosa velada, bajé a las nueve y media a la entrada para esperar a los invitados en el salón. Con una sonrisa tan grande y tan falsa que ni el botox conseguiría.

Tal y como estaba previsto, todo sucedió como siempre, y mi protocolo de actuación no varió. Entre conversaciones aburridas, yo comía mi bistec con el puré de patatas que había preparado Doña Matilde, la mujer que limpiaba y cocinaba en nuestra  casa y a la que adoraba.

-¿Y cómo le va a la pequeña de la casa? ¿Sabes ya lo que querrás estudiar en la Universidad?

Desde la otra punta de la mesa, noté a mi padre tensarse. Una de las decisiones propias que tomé y que le recordaba lo imperfecta que mi existencia hacía a su espectacular familia. Era algo normal esa pregunta, siempre me la hacía la misma mujer, la señora Pavía nunca recordaba mi edad, y en lugar de preguntarla, intentaba adivinarla.

-Ya empecé el año pasado en la Universidad. En septiembre comenzaré el segundo curso de Historia del Arte.

-¡Oh! Qué bonita carrera. Ismael también está pensando volver a estudiar. No le fue muy bien, pero ahora es más mayor…

“Aguanta, Tania, aguanta”, me repetía a mí misma.

Media hora más tarde, me retiraba a mi habitación con la excusa de una fuerte migraña. Mi padre se relajó visiblemente. Al entrar en mi habitación, me fui directa a ponerme la enorme camiseta de mi hermano que hacía las veces de pijama para mí. Me sentía protegida con ella.

Sentí la suave brisa que entraba por la ventana y… ¿La ventana? Me giré y la encontré abierta. Extrañada, la cerré. Haciendo memoria para saber cuándo lo había abierto, sentí algo detrás de mí, y en el segundo siguiente, al intentar girarme, tenía una mano tapando mi boca y un fuerte brazo alrededor de mi cuerpo, incapacitando mis manos. El pánico se apoderó de mí.

-Hola, muñeca –murmuró la misma voz que me había atormentado todas las noches y todos los días pasados.- ¿Me echabas de menos? Yo a ti sí…-olió mi cabello.- Mucho… no te imaginas cuanto.

Intenté zafarme para escapar, pero como la ocasión anterior, apretó más su agarre. Quise abrir mi boca para intentar morder su mano, pero ni de lejos podía de la presión que ejercía sobre mi boca.

-Deja de resistirte. Si nos escuchan, diré que has sido tú la que me invitaste, y serás la vergüenza de tu padre… otra vez. Y no quieres eso, ¿a que no, muñequita?

Pero, ¿qué mierda? ¿Cómo sabía tanto sobre mí? Al sentir que dejaba de moverme, sonrió en mi pelo.

-Así me gusta. Ahora vamos a divertirnos un rato, sin hacer ruido o nos descubrirán y ya te imaginarás la cara de tu padre al humillarlo delante de sus amigos.

Quitó primero el brazo, y a continuación la mano, pero más lentamente, por si gritaba y tenía la intención de gritar o algo. No hacía falta, me había dado de lleno en mi punto flaco. Por mucho que me desagradara la actitud de mi padre, temía ponerlo en una mala situación que le hiciera avergonzarse de mí. No sabía de lo que sería capaz.

El extraño encendió mi lámpara de la mesita de noche, y apagó el resto de luces de la habitación. Me giré lentamente para mirarlo, esperando ver quién era, pero tenía un pasamontañas. Cuando me miró, me dio una sonrisa.

-La única norma es no hacer ruido –dijo acercándose a mí. – Y por supuesto, obedecerme, o ya sabes que podría pasar...-explicó acariciándome la mejilla, yo me estremecí. – Vas a sentarte sobre la alfombra, mirando hacia el espejo que tienes ahí- señaló con la cabeza el espejo de pie que tenía al lado de mi armario.

Me senté donde él me dijo, temblando un poco. Odiaba temblar. Él se sentó detrás de mí, poniendo sus piernas a ambos lados de mi cuerpo. Con la débil luz de la lámpara, pude ver que era un hombre alto, fuerte y, vestido todo de negro como iba, imponente. Suavemente, me empujó para atrás, contra su pecho, y acercó su cabeza a mi oreja.

-Solo relájate y obedece.

Con sus manos, me acarició las piernas, los muslos, subiendo la camiseta que utilizaba de pijama hasta las caderas. Me separó las piernas poco a poco, y mis nervios se dispararon a medida que las abría más, hasta ver como mi tanga se reflejaba en el espejo. Flexionó mis rodillas, y colocó mis pies a ambos lados de sus piernas, dejándome completamente expuesta ante el espejo. Me atreví a mirarle a la cara, y vi su expresión llena de lujuria.

Sus manos se fueron a mi coño cuando estuve en la posición que él quería, y empezó a acariciarme por encima del tanga. Su erección despertaba poco a poco, y cuando me rozó el clítoris y yo salté de la impresión, la sentí alargarse considerablemente.

No pude evitarlo por más tiempo y miré hacia el espejo. Era una imagen muy erótica, y me olvidé que se suponía que no debía hacer algo así. Ver esa imagen, a mí tan pequeña, recostada sobre el pecho de un hombre tan grande, siendo tocada delante de un espejo por ese mismo extraño… el de la voz desconocida, el mismo que me había dado los orgasmos más intensos de mi vida…

Se me escapó un gemido tembloroso cuando comenzó a acariciar mi clítoris con círculos. Inconscientemente, me recosté más sobre él, apretando mi culo a su polla, palpitante.

Al sentirme así, apartó el tanga dejando al descubierto mi coñito, y uno de sus dedos se aventuró entre mis labios, húmedos de la excitación, dejando que se impregnase con los jugos que lloraban de mi vagina, para metérmelo lentamente. Su dedo era largo, y a medida que entraba, lentamente, notaba como mis pezones se endurecían.

Volví a gemir, esta vez un poco más alto.

-Shh. No deben escucharnos, ¿recuerdas?

Comenzó a mover su dedo en círculos, y mis jadeos se escucharon un poco más fuertes. Dejó de masturbarme, y yo, contrariada y sin pararme a pensar que eso era lo que se suponía que debía desear, lo miré a la cara cubierta por el pasamontañas.

-Si quieres que siga con mi dedo en tu coño, tendrás que ser más silenciosa, muñeca, o pararé.

Al no tener capacidad para hacer ningún movimiento, ni asentir, ni negar, ni suplicar, él prosiguió con su tarea. Pero introdujo otro dedo esta vez, y el ritmo de sus caricias aumentó. Me mordí el labio para evitar dejar escapar algún otro sonido, y fijé mi vista en mi coño. Lo estaba masturbando, me estaba masturbando él a mí… Y se sentía jodidamente genial.

Mi cuerpo no aguantaba mucho más esa excitación, y sin darme cuenta, me encontré adelantando el pubis hacia el encuentro con sus dedos. Él lo notó, sonrió mirándome en el espejo, y me dijo:

-Voy a aumentar un poco más el ritmo, pero recuerda que debes estar calladita.

Metió un tercer dedo… y empezó a follarme el coño. Abrí mi boca, pero la cerré rápidamente para aguantar el intenso gemido que quería salir de mi garganta. Presioné mi espalda más contra él, sin poder evitarlo, eché la cabeza hacia atrás como si estuviese poseída, y cerré los ojos para sentir el orgasmo y nada más.

Las convulsiones de mi coño apretaron sus dedos, y mi respiración se volvió muy irregular durante no sé cuánto tiempo. Cuando abrí los ojos, mis piernas aun temblaban y mi cuerpo estaba satisfecho. Pero una vocecita en mi cabeza me recordaba que esto no había acabado aun.

-Límpiame los dedos –me ordenó acercándolos a mis labios.

Me saboreé a mí misma, y mi coño palpitó con mi propio sabor en sus dedos. A medida que chupaba y me deleitaba lamiendo mis jugos, mi respiración se fue normalizando. Él puso mis piernas sobre la alfombra y se levantó. Lo vi dirigirse a mi cama y coger mi almohada para tirarla delante del espejo, a un metro de mí.

-Quítate la camiseta y levántate.

Abrí mucho los ojos. Irracionalmente y sin percatarme, mi mente, la parte que ya se había recuperado del orgasmo, relacionó la idea de la protección que sentía con la prenda de mi hermano con la imposibilidad de este sujeto a poder hacerme nada si la llevaba puesta. Todo en un segundo. Pero mi mente se volvió a equivocar, como venía haciendo tan a menudo últimamente.

Me quité la camiseta, y él me tendió la mano para que se la diese. Yo temía que fuese a romperla, pero solo la dejó en mi cama. Con las piernas inestables, me levanté, y él me llevó delante del espejo. Cogió mis manos y las puso en el espejo, me agachó un poco, bajó el mojado tanga hasta las rodillas y llevó sus manos a sus pantalones. Escuché la cremallera abrirse y no pude aguantar más.

-¿Quién eres? –susurré.

El me miró por el espejo, no me contestó, y sin apartar la mirada de mi cara, me metió rápidamente la polla. Esta vez no me dolió tanto porque ya me había corrido, y ante la sensación de estar tan llena en un segundo, me mordí el labio para aguantarme el gemido.

Empezó a moverse, sacándola y metiéndola. Una y otra vez. Sin quitar sus ojos de mi cara, observando con deleite mis cambios de expresión. Cuando cerraba los ojos del disfrute, cuando abría mi boca de la satisfacción, y cuando la cerraba para no dejar escapar ningún sonido. Sentía el sudor en mi espalda, el fuego en mi coño y la presión en mi bajo vientre. Iba a correrme… y más que las otras veces.

El pareció notarlo, y aumentó el ritmo. Mis esfuerzos por mantenerme callada eran enormes, me consumían, y mis piernas estaban empezando a fallarme.

Me corrí muy fuerte, los ojos se me giraron, su semen me inundó el coño, y sentí como si lo exprimiera. Creo que hice algo de ruido porque cuando volví a recuperar la consciencia, y aun con su polla dentro de mí, me había tapado la boca con una mano, y con el otro brazo me sujetaba por la cintura para no dejarme caer. No me había percatado de que no sentía mis piernas.

Salió lentamente de mí, y miré hacia mi coño, viendo caer las gotas de  su semen. Chorreaban por mis labios vaginales, haciendo surcos por mis piernas. Muchas de ellas. Era una visión muy caliente.

Se guardó la polla, me subió el tanga, notando como se humedecía más por su leche, y me dirigió, cogiéndome suavemente por los hombros, hacia mi cama.

-Que duermas bien, muñeca.

Se dirigió a la ventana, la abrió y empezó a bajar por una cuerda amarrada a la canaleta.

Como hipnotizada, me puse la camiseta de mi hermano, destapé la cama, me metí en ella, y recogí con mis dedos su semen para llevármelo a mis labios. Lo saboreé, y con solo la primera lamida, estaba excitada de nuevo.