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Messalina II

en Grandes Relatos

Ya el sol calentaba alto, casi pasada la cima de su órbita. De la calle llegaba el rumor de carros y gente. El domus aparecía como sumido en un silencio apenas roto por el chocar del agua en las fuentes del jardín.

Un ligero aroma a viandas recién preparadas en la cocina  le hizo abrir los ojos. Sentía el hambre en su estomago.

Su cuerpo, casi dolorido, comenzó a estirarse dejando sus pechos apuntar al techo como queriendo rayar el aire cargado de la estancia. Bostezo  y se froto un poco los ojos antes de llamar a sus esclavas para que la acompañaran al baño.

Apresuradas, tres esclavas entraron en la estancia, acercándose  al lecho para asistir a su ama. Con dulzura extrema la ayudaron a incorporarse. Pasaron por su cara y miembros unos lienzos levemente húmedos  en agua de azahar y rosas. Igualmente se encargaron de recoger su pelo y disponerlo de manera que no se mojara en el baño que ya esperaba caliente junto  al dormitorio. La ayudaron a levantarse y la acompañaron hasta la gran bañera en la que les esperaban metidas en el agua dos esclavas desnudas encargadas del aseo personal de la domina.

La despojaron de la túnica que, un momento antes, pusieran sobre sus hombros y  la dejaron en compañía de las dos esclavas que se apresuraron en tenderle la mano para que no resbalase al entrar.

El agua estaba tibia, acogedora. Sintió revivir su piel y su mente, que aún conservaban el sopor del sueño prolongado.

Unas sabias manos masajearon su cuerpo centímetro a centímetro. No dejaron un solo trozo de piel sin masajear y lavar a conciencia. Impúdicas se acercaron a la calidez de su entrepierna y, con una dulzura sin límites, asearon aquella zona tan intima, provocando con sus pasadas una leve excitación de aquel cuerpo de diosa.

No queriendo excitarse, las retiro suavemente de sus  partes más intimas y siguieron masajeando y limpiando el resto del cuerpo.

Cuando ya se dio por satisfecha se puso en pie, quedando su piel brillante y perfumada iluminada por la luz del sol que se filtraba allá arriba por los cristales del techo. Con unos lienzos suaves secaron paso a paso  hasta la última gota de agua, y la vistieron con una túnica color hueso, amarrada a la cintura con un cordón dorado y verde.

La encargada de su pelo se puso detrás de ella y peino amorosamente los cabellos rubios hasta desenmarañarlos y dejarlos perfectamente colocados. Enmarcando aquel rostro, casi perfecto, de su ama y señora.

Unos ligeros toques de carmín en los labios. Ocre en los pezones  y algo de polvos de talco en las mejillas dejaron lista a la bella mujer para pasar al jardín donde la esperaba un suculento desayuno. Compuesto de frutas, panecillos de miel, frutos secos, leche de cabra y un vino ligero, ideal para quitar la resaca.

Degusto en solitario cada uno de aquellos manjares esperando a que se levantara su invitado. No quiso molestarlo hasta que no despertara por sí mismo. Bien sabía ella cuanto necesitara descansar tras la larga noche.

El agua de la fuente refrescaba las calendas  de Junio que  eran especialmente calurosas y  las sombras de palmeras  daban la sombra precisa  al  lugar. El rumor de la calle apenas si se dejaba oír en aquel paraíso interior. Los cantos de pájaros enjaulados lo llenaban de  alegría y el goteo de la clepsidra le recordó que aun no había hecho sus oraciones matinales.

Se levanto y dirigió sus pasos  hacia el pequeño templete de mármol que se levantaba al final de un camino ajardinado y jalonado de pinos y cipreses que le daban un aire de lugar sagrado al lugar.

Frente a una pequeña estatua de una Venus casi desnuda  se postro de rodillas. En sus manos se quemaban varillas de sándalo y unas candelarias de oro daban al templete  ese aire místico y sagrado que necesitaba para sus oraciones.

En aquella intimidad rogo a la diosa porque todo saliese como tenía pensado. Agradecía, al mismo tiempo, los favores recibidos de ella la noche pasada.

Paso un rato allí postrada hasta que sus rodillas se quejaron de la postura. Se levanto parsimoniosamente y  se inclino ante su deidad antes de retirarse del lugar.

Se dirigió al interior del domus, donde esclavos y esclavas pasaban de un lado a otro. Unos limpiando, otros llevando en sus brazos comida y frutas camino de la cocina. Otros retirando las cortinas para dar paso a la luz del día. Algunas esclavas se encargaban de redecorar la estancia principal para la tarde que llegaba.

Floreros de plata se llenaban de rosas frescas que aromatizaban el aire. Olor a pan recién hecho llegaba desde la cocina. Un ir y venir  siempre acompañado de reverencias a la domina y saludos.

Penetro en la estancia dedicada a los negocios. Un lugar ocupado por una mesa central bellamente tallada. Algunas estanterías repletas de rollo de pergamino. Sobre la mesa una pluma y tinta junto a legajos por firmar.

A su presencia se acerco el escribano que tenía a su servicio. Un “saludos señora” acompañado de una reverencia la recibió.

Se sentó sobre la silla, casi trono, incrustada de marfil y ébano  y comenzó a leer los distintos pergaminos que su escribano ponía ante ella.

E n unos ponía su sello de oro que llevaba en el dedo, otros los rechazaba casi enfadada, otros simplemente los colocaba a un lado casi sin mirarlos. Mientras su escriba le explicaba cada uno de los escritos que ponía ante ella. Recibió algunas explicaciones y le dio algunas órdenes sobre el trigo para vender o sobre que esclavos necesitaba para su nueva mansión, allá en la costa, lejos del bullicio de la ciudad.

Paso un buen rato allí, resolviendo los problemas económicos de diario junto a su escriba y encargando  nuevas necesidades que cumplir por parte de este.

Estos eran los problemas diarios de una mujer adinerada y sola en aquella gran ciudad de Roma.

Un mensajero entro pidiendo permiso en la estancia y alargo un pliego lacrado hacia ella. Lo tomo, rompió el sello y, tras sonreír para sí misma. Mando que se retirara.

Abandono el despacho dejando a su escriba sumido en un montón de pergaminos. Enviando mensajeros a distintos lugares y calculando ingresos y gastos del mes.

Del jardín le llego el rumor de una voz varonil que le hizo comprender que ya su invitado se había levantado.

Entro en el con una amplia sonrisa en la cara. La misma sonrisa que la recibió en las duras facciones de su invitado.

-Saludos, Cornelio. Espero que hayas descansado bien.-

-Saludos Mesalina. Ciertamente el sueño ha sido reparador. Francamente, la noche fue larga y agotadora.-Contesto él mientras le invitaba con una mano a tomar asiento, justo a su lado-

Ambos conversaron largamente sobre la noche pasada mientras él daba cuenta de los alimentos que los esclavos le ponían delante. Comía con hambre, necesitaba reponer la energía perdida.

La conversación paso de un tema a otro como encadenando  la amistad que los unía. Él pronto partiría hacia Dacia para hacerse cargo de algunos problemas surgidos en las fronteras y bien sabía que tenía que apurar los pocos días que le quedaban en la capital del imperio.

Los ojos de ella no perdían  detalle de los gestos, de la cara, de las manos de su  invitado. Cierto  calor aun conservaba en su interior de la noche pasada y no podía impedir contemplar aquellos labios que se moría por morder, por sentir en su piel de nuevo. Pero no era el momento propicio y se contuvo.

Lleno ella misma la copa vacía  mientras le sonreía amablemente. Ya llegara la tarde, ya llegara…se decía para sí.

Dado fin de las viandas, una esclava paso a limpiar las manos del soldado con un lienzo impregnado en agua y limón.

Ambos decidieron dar un paseo por el enorme jardín de la mansión mientras esperaban la caída del sol.

El aire aparecía embalsamado del olor que los mil rosales  dejaban escapar de sus flores rojas. Seleccionados uno a uno por su fragancia y florescencia. Un arduo trabajo encargado a su jardinero, un esclavo ya mayor pero ducho en flores, arboles y vegetación. Altos pinos aportaban la sombra necesaria para que el ambiente fuese fresco y el agua cantarina de fuentes y fontanelas aumentaban la sensación de frescor.

A lo lejos podía contemplarse la gran columna de Trajano, justo delante del foro. Una obra que rivalizaba con cualquier otra llevada a cabo por los distintos emperadores.

Estatuas de  Náyades, Mercurio y otros lares, jalonaban el paseo. Bellamente cinceladas en mármol traído de las colinas occidentales.

Un pequeño senador, hecho con hiedras trepadoras, acogía en su centro un banco, igualmente de mármol, que invitaba a sentarse.

La pareja descanso en él por unos momentos mientras seguía animada la conversación. Las manos del buscaron las de ella que se dejo hacer. Bajo su cabeza, sabiéndose oculto a miradas inoportunas, y beso con pasión aquellos labios rojos que no dudaron en entreabrirse para recibir en su interior el sabor de una lengua extraña.

Ambos se dejaron llevar por el ritmo de su latir y  sus manos acariciaron con avaricia el cuerpo ajeno. La túnica de ella se entreabrió dejando al descubierto un pecho que rápidamente él bajo a besar y lamer, arrancando de los labios de Mesalina gemidos de hondo bienestar. Un pezón, duro y dulce, salto entre aquellos dientes voraces y pareció derretirse al contacto con su saliva.

Las manos de ella viajaban arriba y debajo de la espalda hercúlea y bien definida mientras inclinaba la cabeza hacia atrás dejándose amar.

Sus gemidos aumentaron cuando una mano se poso sobre su muslo y ascendió hasta llegar a las proximidades de su triangulo deseado. Separo un poco ambas piernas, lo justo para que unos dedos juguetones rozaran su intimidad, arrancando nuevos gemidos de placer.

Pronto, aquellos dedos sabios, dieron con el botón del placer al que se apresuraron en acariciar mientras redoblaba los ataques a aquel pecho henchido y voluptuoso.

Ya no podían parar, no querían parar. La mano de ella se coló tras la tela de la toga hasta alcanzar el obelisco venoso que apretó hasta el delirio entre sus dedos. Lo noto duro y algo húmedo en su cabeza. Lo agito sabiamente para que fuese él esta vez el que soltara gemidos de verdadero placer entre la hiedra que los ahogaba.

Sus cuerpos comenzaron a temblar ligeramente. La ropa resbalo hasta el suelo  y él se pudo deleitar en la hermosura de aquel cuerpo casi perfecto que se quebraba entre sus manos a cada pasada de  su  boca por su pecho o su cuello.

Pronto fue la impaciencia de sentirse llena la que impulso a Mesalina a ponerse de pie delante del, abrir sus piernas y sentarse, casi frenéticamente, sobre aquel trozo caliente de carne que pujaba entre las piernas del soldado.

Lo sintió entrar arrasando, conmocionador. Lo sintió hasta la boca de su estomago hurgar en su útero.

Las manos del pasaron a la parte baja de su espalda para agarrarla bien y que no escapara de sus embates. Ahondó una y otra vez aquel cuerpo lascivo hasta sentir como su miembro casi multiplicaba su tamaño por dos, hasta sentir los jugos de ella resbalar por sus testículos.

Hundió la cara entre aquellos pechos nacarados hasta que la convulsión que nacía en la base de su cráneo lo traspaso entero para terminar en una explosión de semen que la inundó a ella por dentro hasta llevarla al paroxismo.

Permanecieron un largo rato abrazados, como si no quieran romper aquel contacto tan intimo. Los ojos cerrados. La boca del saboreando aun la punta de un pecho agitado. Las manos de ella crispadas entre el negro pelo de su nuca.

Poco a poco comenzaron a volver de aquel viaje al paroxismo y desanudaron perezosamente sus cuerpos. No sin antes darse un largo beso, promesa de venideros placeres compartidos.

Recompusieron sus ropas y se acicalaron lo justo como dar la apariencia de que nada había ocurrido en aquel paseo.

Desanduvieron lo andado hasta penetrar de nuevo en la mansión. El murmullo de los esclavos seguía trasegando los pasillos de la mansión. Nada parecía haber cambiado en su ausencia.

Los últimos rayos de sol rozaban el tejado del domus y algunas antorchas del exterior comenzaron a alejar las sombras que se cernían ya, mensajeras de la noche.

El día se marchaba, y con él, comenzaba la segunda parte de los festejos en honor del dios Dionisio en la casa de Mesalina.

Continuara...