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Lobos del alba.

en No Consentido

Cientos de gritos resonaban en mitad de la noche. La oscuridad parecía ocuparse de devorarlos entre su espesa negrura, impidiéndoles escapar. Cualquiera diría si esto no era acaso una funesta señal del fin de los tiempos y, tal vez, así era.

La aldea ardía por completo. Todas las casas eran devoradas por las llamas, elevándose sobre el cielo mientras su brillante fulgor anaranjado iluminaba la penumbra. Se podía escuchar el crepitar de los hogares al irse consumiendo y ya algunos comenzaban a derrumbarse ante el incandescente ardor. El sonido de piedra cayendo y de madera quebrándose era la única melodía que se escuchaba ya. Los gritos hacía tiempo que dejaron de sonar. Sus dueños habían sido ya silenciados para toda la eternidad.

El lugar estaba regado con los cadáveres de los habitantes. Había de todo. Mujeres, niños, ancianos y hombres. Casi todo el poblado estaba allí presente. La sangre derramada cubría el lugar con un brillante resplandor escarlata, dándole un toque tan hermoso como macabro. En los rostros de aquellos cuerpos aún se podían ver las expresiones de horror dibujadas, ultima reacción de todas aquellas pobres personas. Sus muertes fueron horribles, producto de la cegada ira de unos guerreros que consumaban así una brutal venganza, aunque ninguno de aquellos imberbes tenía nada que ver con lo ocurrido, pero, tristemente, se habían convertido en el blanco de su furia. Él lo observaba todo, impasible y resiliente.

Kasiel había sido testigo de tan terrible y monstruoso ataque. Allí no había soldados ni guerreros, tan solo gente inocente, meros campesinos que, si alguna vez se enfrentaron con ellos, fue para proteger a sus familias. Todos fueron masacrados sin piedad, ejecutados de forma bárbara en el nombre del Imperio. Él mismo tuvo que participar. No le quedaba otra o sus compañeros le condenarían por ser un blando. No lo era. Sin dudarlo, el caballero segó la vida de cada víctima sin piedad, usando su larga y poderosa espada. Fue algo terrible, pero tuvo que hacerlo.

Agachado y con su pierna izquierda flexionada, apoyando la rodilla en el suelo, el hombre respiraba de forma profunda, buscando recuperar algo de vitalidad. Notaba el peso de su negra armadura, la cual parecía amenazar con derrumbarlo. El sudor recorría su piel, descendiendo en pequeñas gotas por su rostro. La espada, bien aferrada por la empuñadura, se hallaba clavada sobre la húmeda tierra, en pose recta y vertical. Gracias al resplandor del incendio a su alrededor, pudo fijarse en las manchas rojizas de sangre que impregnaban la hoja. Un pequeño recordatorio del abominable crimen cometido, aunque poco le importaba ya. Para sus adentros, ya no era un valeroso caballero. En verdad, se sentía como la nada. Poco tenía ya importancia para él.

Siguió observando el escenario, fijándose en cada cuerpo sin vida que hallaba y escuchando el sonido de las llamas devorándolo todo, su nueva melodía. Entonces, se fijó que entre todos esos cadáveres, uno de ellos se movía. Al inicio, parecía tan solo como si su sombra lo hiciese, pero no tardó en atisbar que aquella persona se movía. Por lo tanto, estaba viva.

El caballero se incorporó y comenzó a caminar en dirección hacia el maltrecho superviviente. Las piezas de metal de su armadura emitían un leve chirrido con cada paso emitido. Resopló un poco mientras veía como aquella persona se arrastraba por el suelo, como si creyera que lograría escapar de ese infierno. Le divertía pensar en lo ignorante que era sobre su desgraciado destino. No tardó en llegar a su lado y colocó su espada cerca de la impía alma, clavándola de nuevo en la húmeda tierra, como si estuviera simbolizando el fatal desenlace que no tardaría en sobrevenir. Fue entonces, cuando ella le miró.

Dos ojos esmeraldas reflejaban el candor del fuego que ardía alrededor de los dos. Parecían dos verdosas esferas que flotasen en mitad de la oscuridad, aunque en realidad, estaban engarfiadas en el rostro de aquella muchacha. Era joven, probablemente no pasaría de los dieciocho años. Portaba ropajes típicos de campesina. Camisola blanca, larga falda marrón clara y unas recias botas. Una coleta en espiral le serpenteaba por su espalda. El pelo marrón claro tenía un brillo cuasi dorado bajo la luz de las llamas. La morena piel estaba llena de polvo y sangre seca, pero eso no afeaba su bella imagen. Se trataba de una doncella muy hermosa. Kasiel entrecerró los ojos. No esperaba encontrar algo así, aunque, por otro lado, le pareció muy oportuno. Se deshizo de los guantes de cuero que cubrían sus manos y, sin perder tiempo, se abalanzó sobre ella.

La chica comenzó a gritar y forcejear, pero quedó bien claro que quien tenía mayor fuerza era el caballero. Kasiel la agarró por los brazos, estirándolos hacia arriba y colocándolos bien rectos sobre el suelo, por encima de su cabeza. Notó la expresión guerrera en el rostro de la muchacha, pero sabía que de poco le iba a servir.

—Si te resistes, será peor —le advirtió con claridad—. Además, puedo ser muy gentil si te portas bien.

La única respuesta que recibió por parte de ella fue un pegajoso escupitajo en la cara. Kasiel se limpió con una mano y, tras mirar el esputo derramándose por sus dedos, le asestó a la chica una fuerte guantada. El golpe la dejó momentáneamente noqueada, aunque todavía era consciente de todo. El caballero, furioso, comenzó a desvestirla.

Sus manos no tardaron en levantar la falda de la joven, quien no dudó en patalear como respuesta. El hombre, sin dudarlo, llevó una de sus manos al cuello y apretar con violencia. Ella no tardó en paralizarse al notar la presión y comenzó a emitir fuertes gorjeos, como si se estuviera asfixiándose. Mientras, la otra mano de Kasiel se metió bajo la falda y retiró las bragas de la muchacha, pasándolas por entre sus piernas.

Una vez retirada la prenda interior, le quitó la mano del cuello y, con ella, se apartó la escarcela que cubría su cintura. A continuación, se bajó el pantalón que llevaba, respirando muy agobiado mientras lo hacía. La chica trató de revolverse de nuevo, pero Kasiel la atrapó, colocándose encima de ella y aferrándola por los brazos de nuevo. La pobre emitió un gemido de desesperación.

—No te pongas así —dijo el hombre—. Ya verás cómo te gusta.

Sin dudarlo, el tipo cogió con su mano el duro miembro y lo dirigió a la entrepierna de la chica. Ella emitió un fuerte grito y se revolvió desesperada, pero de poco le sirvió. Kasiel tenía el peso de su cuerpo bien echado encima y la había cruzado por atrás de los brazos, aferrándolos con su mano. Bramando como una bestia desbocada, el caballero introdujo su enhiesto pene en el interior de la joven.

Lagrimas surcaban su marchito rostro mientras Kasiel la penetraba. El hombre gimió al sentir su falo oprimido por aquella estrecha y cálida gruta. Empujaba poco a poco, notando lo bien atrapado que se hallaba.

—¿Así que virgen? —preguntó encantado—. Bueno, en algún momento tenías que estrenarte.

Aquella última frase parecía sonar divertida, pero para ella no lo era. Desde su posición, podía verlo como un espectro de pálida piel cuyos ojos refulgían un brillo escarlata como las mismísimas llamas que los rodeaban. El hombre emitió otro sonoro gemido cuando empujó una vez más. El dolor era intenso allí abajo y el rasgamiento de su himen se sintió como si la estuvieran empalando con una lanza.

—Ya está —anunció imperturbable Kasiel—. Ahora viene lo bueno.

Se recostó sobre ella y pudo sentir su rostro muy próximo. El asqueroso aliento calentaba su piel, emanando una fragancia pestilente a cerveza barata y saliva reseca. Los pelos de su barba negra rozaban como astillas afiladas por sus mejillas. Intentó darle un beso, pero la joven se resistía a otorgárselo. Mientras, sus caderas se movían de forma arrítmica, clavándose en su interior. Cada estocada añadía más dolor a su ser al tiempo que parecía darle placer al fantoche.

—No seas así —comentaba con voz agónica—. Ser follada por un valeroso caballero como yo es lo mejor que te puede pasar.

De repente, empujó con mayor fuerza que antes, clavándola hasta lo más profundo de su ser. A la joven se le escapó un súbito alarido y todo su cuerpo se revolvió con violencia. El daño que estaba recibiendo era irreparable y la angustia en su ser inmensa. Su entrepierna ya debía sangrar mientras aquel malnacido la deshonraba sin piedad. Él continuaba empujando, como si no fuera responsabilidad suya lo que le hacía. Ella dejó salir más lágrimas, como si estas fueran el único bálsamo que podría aliviar la fuerte tortura que padecía.

Kasiel estaba a punto de llegar. Aquel coño tan estrecho y caliente le estaba proporcionando un placer indescriptible. No tenía nada que ver con los chochos desgastados de las putas que se había follado en algún maloliente burdel. Este era uno puro y él se estaba ocupando de dejarlo bien abierto. Siguió empujando con ganas y, entonces, cuando notó fuertes espasmos en su miembro, se corrió.

—¡Joder, si! —gimoteó.

Ella sintió los regueros de semen recorriendo su interior, llenándola de un pegajoso calor del que parecía que ya no se podría desprender. El tipo tembló varias veces y balbuceó ininteligibles palabras en medio de su orgasmo. La joven se limitó a ladear la cara, tratando de no mirarlo. Tras venirse, Kasiel terminó derrumbándose sobre ella, sintiendo el peso tanto del cuerpo como de la armadura del caballero.

El hombre estaba ido, como si su alma hubiera viajado al más allá. Tuvo que respirar varias veces para ir recuperándose. Poco a poco, se fue serenando. Desde luego, follarse a aquella muchacha le había venido perfecto para eliminar todo el agobio que le había embargado por la matanza en la que participó no hacía mucho. Se incorporó un poco, mirando a la chica, quien permanecía con su cabeza puesta de lado. Tal como estaba, le parecía muy hermosa. Pensó en llevarla al campamento. Quizás a sus compañeros les gustaría echarse una canita al aire también.

—¿Que? ¿Has pasado un buen rato? —preguntó sin más.

Los ojos de la joven volvieron a clavarse en él. Eran tan verdes que parecían estar lanzándole algún tipo de encantamiento que fuera a dejarlo cautivo para siempre. En cierto modo, así se creía ver ante la espléndida belleza de la chica. Sonrió un poco, aunque aquella mueca desapareció de su rostro cuando un cuchillo fue directo hacia él.

No consiguió esquivarlo a tiempo, aunque, con suerte, no se clavó en toda su cara. Pese a todo, su rostro se vio surcado por una fuerte cortada que iba desde el mentón hasta la mejilla izquierda, arrancándole en el proceso la zona central de los labios y media nariz. El alarido que Kasiel profirió fue inmenso y cayó hacia atrás, retorciéndose por el terrible dolor que recorría todo su ser.

Con los ojos llorosos se llevó una mano a la herida, tratando de evitar que la sangre dejara de salir, aunque de poco le sirvió. Las lágrimas se mezclaban con la hemoglobina mientras el caballero buscaba poner fin a tan terrible agonía. Miró hacia arriba y se encontró con la mujer de pie, portando en su mano el cuchillo de combate que él llevaba atado al cinto. Debió cogerlo mientras se recuperaba de la buena corrida que acababa de tener.

—¡Maldita puta de mierda! —comenzó a gritarle—. ¡Cuando te atrape, te rajaré como a una cerda y te sacaré las tripas para que se las coman los perros!

La amenaza resultaba temible, pero eso no pareció amedrentar a la joven. Sin dudarlo, se dio la vuelta y echó a correr.

—¡Eh, no huyas! —dijo Kasiel alarmado—. Vuelve aquí, ¡zorra cobarde!

Con un intenso dolor en su cuerpo, la muchacha no dejó de correr. A su alrededor, los edificio seguían ardiendo, como si el fuego no pareciera extinguirse nunca. De hecho, por un momento, parecía que las llamas se dispusieran a envolverla en su cálido aliento. En cierto modo, así lo deseaba para terminar con aquel horrible sufrimiento de una vez por todas.

Atrás, el caballero la seguía con torpes zancadas. Su cara ardía y la sangre no dejaba de manar de su herida. Al final, acabó tropezando. Ella siguió corriendo, ignorando a su perseguidor, hasta que logró internarse en el bosque.

Continuó su carrera, evitando los árboles y piedras que lograba atisbar por el camino. Tropezó en un par de ocasiones, pero no tardó en recomponerse y seguir corriendo. Pese al terrible dolor en su entrepierna, no dejaba de hacerlo. Lo único que deseaba era escapar, no sabía adonde, pero mientras fuera lejos de su antiguo hogar mejor. Deseaba olvidarlo todo, alejarlo de su mente para siempre. Poco a poco, la luz del alba comenzó a salir por el este y la oscuridad se fue retirando.

Exhausta, llegó hasta el borde de un riachuelo y se derrumbó. Clavada de rodillas sobre el chinorro, dejó que sus ojos se anegasen de lágrimas y comenzó a llorar. Se quería sentir afortunada de haber logrado sobrevivir, pero no podía. El recuerdo del monstruoso ataque, la muerte de sus seres queridos y la violación de ese asqueroso caballero la atormentaban demasiado. Mientras ella seguía así, un inconfundible sonido comenzó a resonar. Inundó todo el bosque y se fue convirtiendo en una agradable melodía que a la chica le resultaba familiar.

Al llegar el alba, el aullido del lobo resonaba.

Eso hizo que recuperase su cordura y que obtuviera fuerzas para seguir. Todavía no había terminado. Aún le quedaba un largo camino por recorrer, no solo para salir de allí, sino para seguir viviendo. Y eso hizo.

Se levantó y, al otro lado del riachuelo, vio a un lobo. El animal tenía sus amarillentos ojos posados en ella. Se asustó un poco, pero cuando un aullido cercano resonó con fuerza, el lobo se dio la vuelta y regresó a la maleza. Escuchó varios pasos agitando la vegetación y supo que debía ser su manada.

Cerró los ojos y respiró hondo. Ella había perdido la suya, pero no tardaría en encontrar una nueva. Sin pensarlo, retomó la marcha y continuó su camino. Sería largo, pero si llegaba lejos, más a salvo estaría.

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20 años después.

Los dos hombres corrían despavoridos. Asustados, bajaron por una pequeña colina hasta dar con un pequeño desfiladero donde lograron resguardarse.

Kasiel sentía el punzante dolor de las dos flechas clavadas en su cuerpo al moverse. Una la tenía clavada en la barriga, la otra en el hombro. Respiraba muy continuo, como si se estuviera ahogando. Sus ojos marrones estaban ahora blancos, sin poder creer que hubieran acabado en tan terrible situación. Volvió la vista al muchacho que le seguía. Un joven caballero recién juramentado que blandía su espada nervioso. Le devolvió la mirada al instante.

—Quédese aquí —dijo apoyado contra una de las paredes de la quebrada—. Voy a ver si encuentro movimiento.

Fue asomarse un poco y acabó con una flecha clavada en la cabeza. Kasiel ni se molestó en avisarle.

Los pillaron en un cruce entre montañas. Sabía que aquella no era la mejor ruta, pero tenía prisa por volver a la ciudad para cobrar el botín y fue tan estúpido que ni se percató de por dónde iban. Cuando quiso darse cuenta, varios arqueros les atacaron desde lo alto de los acantilados, abatiendo a la mayoría de caballeros que iban con él. Luego, una partida de soldados a caballo les sorprendió y acabó con los supervivientes. El muchacho y él fueron los únicos afortunados que consiguieron escapar, pero terminaron por caer de sus monturas y tuvieron que continuar el trayecto a pie, acabando ahora en esta situación.

El ahora comandante de las tropas imperiales apretaba los dientes al notar el incesante dolor de sus heridas. La flecha clavada en el hombro le había llegado hasta el hueso y con cada movimiento de su brazo, le producía un suplicio terrible. La otra, bien enterrada en su vientre, estaba haciendo que se desangrara por dentro. Como fuera, estaba bien jodido. Y así iba a acabar cuando escuchó el relincho de unos caballos y a varias personas desmontar. Llevó su mano al cinto, preparado para desenvainar su espada.

Los caballeros que aparecieron no eran de su ejército. Sus armaduras eran grises claras, a diferencia de las negras que portan los soldados del Imperio. Llevaban capas rojas y cascos redondos, como los que pertenecían a las tropas de la Alianza, esos malditos bastardos que querían liberarse del yugo que Kasiel había ayudado a crear.

Lo rodearon en un imperfecto círculo y sacaron sus espadas. Los miró a todos, esperando ver quién de ellos le atacaría. Estaba lleno de rabia, pero con ganas de luchar. Si iba a morir, al menos, deseaba llevarse por lo menos, una vida consigo. Sin embargo, ninguno se movió. El comandante los observó por lo que parecían ser horas, sin ver ni un solo atisbo de movimiento en ellos. Fue entonces, cuando escuchó la llegada de alguien más.

—Apartaos —dijo una regia voz.

Los caballeros así hicieron y dejaron pasar a un guerrero imponente. Portaba la misma armadura que ellos, pero la capa que recubría su cuerpo era azul oscura y sobre el casco, llevaba una oscura pluma de gavilán decorando la visera. Además, el peto metálico de la armadura venía decorado con unas alas grabadas en oro que le conferían un aura celestial. Kasiel supo quién era. Ese a quien todos llamaban “el ángel de hierro”.

Se acercó hasta el comandante, quien permanecía algo agazapado por culpa de las heridas, y lo observó con detenimiento.

—Levantaos —le ordenó el caballero. Reticente, se incorporó.

Ahora que se hallaba a su misma altura, se pudieron mirar con algo más de propiedad. No era tan alto como esperaba y, desde luego, no resultaba tan intimidante. El ángel de hierro había sido uno de los caballeros que habían tenido en jaque al Imperio. En tan solo dos años, había ayudado a ganar varias importantes batallas y logró reconquistar la antigua capital de uno de los reinos caídos. Para colmo, se había batido en duelo con algunos de los mejores guerreros, derrotándolos sin piedad, y logró capturar a varios importantes líderes militares. Ahora, Kasiel era uno más.

El comandante lo miraba desafiante, sin pensar en ceder. Sin dudarlo, se preparó para desenvainar su espada, pero los caballeros a su alrededor se adelantaron y lo retuvieron, impidiendo que pudiera defenderse. Su enemigo lo observaba impasible.

—¡Maldito bastardo! —farfulló Kasiel—. No eres más que un sucio cobarde.

El ángel de hierro no pareció inmutarse ante sus palabras. De hecho, se acercó más, hasta quedar apenas a centímetros de él.

—No, comandante, tu eres el sucio cobarde.

De repente, el caballero se quitó el casco y Kasiel quedó sin habla. La cicatriz en su rostro comenzó a picarle de nuevo, como si un viejo recuerdo hubiera decidido volver a visitarle.

—Cometiste muchos pecados, tantos, que ya ni los mismísimos dioses te pueden perdonar —siguió hablando el ángel—. Pero, muchos años atrás, cometiste el más grave de todos y hoy, viene para darte tu castigo.

Esos ojos verdes fueron los mismos que le miraron en la oscuridad de aquella noche, pero su largo pelo era tan negro como el que tenía él la noche de aquella violación. No podía ser posible.

—Sobre esa roca —mandó a sus caballeros.

Al tiempo que lo llevaban hasta allí, ella se puso a su lado.

—¿Sabes por qué los lobos aúllan durante el alba? —preguntó criptica.

No supo que decir. Estaba en shock, incapaz de creer lo que veía. Llegaron hasta la roca, plana y redonda por los lados.

—Lo hacen para llamar a los miembros que se pierden —respondió ella en un susurro—. Mi madre me lo contaba de pequeña y, aún, lo sigue haciendo.

Esa última revelación lo dejó perplejo. Seguía viva. La buscó por muchos años, tratando de devolverle la misma herida que ella le dejó años atrás, pero nunca consiguió encontrarla. Ahora, le devolvía el otro golpe, lo que le hizo aquella terrible noche.

De rodillas, le colocaron la cabeza sobre la fría roca. Comenzó a temblar ante el frio contacto, aunque más lo hizo al escuchar como desenvainaban una espada. Lo agarraron con fuerza de las manos y alguien apresó su cabeza por el cogote para que no pudiera levantarla. De repente, sintió una hoja afilada rozando su nuca.

—Comandante Kasiel Antares, es condenado por la Alianza de los Reinos Caídos a ejecución inminente de un número incontable de crímenes, incluidos saqueos, asesinatos, secuestros, profanación de lugares sagrados, entre otros —recitó el ángel de hierro con suma ceremonia—. Y yo lo condeno por la violación de mi madre, el peor momento de su vida, aunque eso, le trajo algo bueno. A mí.

La espada fue alzada en el aire. Kasiel tomó aire una vez y, cuando la hoja cayó, lo dejó escapar. El arma precipitó sobre su cuello y lo cortó de un solo golpe. La cabeza cayó rodando por el suelo y un gran reguero de sangre manó de la cortada.

La mujer, todavía sosteniendo la gran espada entre sus manos, miraba temblorosa la ejecución que acababa de realizar. Un par de lágrimas discurrieron por sus mejillas. Respiro inquieta y limpió la hoja con su propia capa. Tras eso, volvió a envainarla.

—¿Que quiere que hagamos con la cabeza? —preguntó uno de los caballeros.

Sus ojos verdes cristalizaron por un momento al ver como su soldado sostenía la testa del hombre que había sido su padre. Con algo de calma, respondió:

—Enviadla a la capital del Imperio. Será una muestra de lo que les espera a esos bastardos si deciden no rendirse.

—Así se hará, mi ángel —dijo el hombre mientras inclinaba en señal de respeto.

Una vez terminada, volvió hacia su caballo. Comenzó a caminar, en dirección a la hueste principal, que la esperaba a la salida del desfiladero. Mientras, no dejaba de pensar en todo lo que le había sucedido desde que se unió a la guerra. Lo hizo por su deseo de acabar con el Imperio, pero en el fondo, lo hacía para encontrar al hombre que la engendró y acabar con él por ello. Su madre siempre a advirtió de nunca tomar ese camino, pero al final, lo había hecho. Ahora que su venganza estaba consumada, podría pensar que estaría perdida, pero no era así. Tenía un propósito, acabar con el Imperio y, cuando se reunió con sus tropas, supo que ellos eran la manada que la acompañaría en su lucha. Igual que aquellos lobos acompañaron a su madre en su huida por el bosque.

Miró al horizonte una vez más, donde el alba ya despuntaba. Todavía quedaba mucho por hacer.