miprimita.com

El porro

en Amor filial

Eran las cuatro y media de la tarde y por fin pude volver a casa. La jornada de trabajo había sido muy dura. Odiaba el nuevo horario, de siete de la mañana a tres de la tarde. Era demasiado y a mis cuarenta años, en estaba consumiendo cada vez más, pero no me quedaba más remedio que aguantar.

Llegué frente a la puerta y, tras abrirla, un aroma familiar me llegó. Uno que me hizo retrotraer a hace veinte años, cuando no era más que un chaval despreocupado. En ese instante, me acordé de tantos felices momentos. Fiestas, amigos, rock callejero, risas, un chica bonita, pero, sobre todo, no pude evitar evocar la fragancia a porro puro. Fue en ese momento cuando me di cuenta. Lo que olía era precisamente a eso, a marihuana. Sin dudarlo, me metí en casa para ver que diantres ocurría.

La entrada daba directamente al comedor, una pequeña estancia cuadrada en cuyo centro había dos sofás, una tele, una estantería repleta de libros al fondo y una cómoda con un espejo encima, pegado a la pared. A la izquierda, había una puerta que llevaba a la cocina. En frente, había otra puerta que llevaba a un estrecho pasillo. Allí había dos dormitorios y un cuarto de baño. No vivía precisamente en una casa muy grande. Claro que ese no era mi problema ahora, sino ver a mi hija allí tan tranquila, sentada fumándose un porro.

Nada más entrar, ella se me quedó mirando con sorpresa, como si no esperara que apareciese. Yo me la observé alucinado, sin poder creer que estuviera haciendo algo así.

—¿Pero qué coño haces? —pregunté ya cabreado.

—Oye, lo normal cuando entras en una casa es saludar —me contestó irónica.

Exasperado, me dirigí a donde estaba ella. Tiré la mochila en uno de los sofás y me senté en el otro, justo al lado de mi hija. La miré. Sostenía el porro entre sus dedos y ya tenía la cara colorada. Estaba claro que no era el primero que se fumaba.

—Olga, sabes que no me importa que fumes maría, pero te he dicho siempre que en casa ni se te ocurra —le dije de forma clara—. Ya veo que eso te la sopla bastante.

—Venga papá —habló ella desenfadada—. Tú también te metías buenos canutos en casa sin que tus padres te pillaran. No seas tan malo.

—Ya, pero es que luego dejas todo esto apestando a ganya. Así que déjalo.

Fui a quitarle el porro, pero ella no tardó en apartarse.

—¡Me quieres dejar tranquila! —me espetó y se fue al otro extremo del sofá.

Ya iba un poquito fumada. Tenía los ojos rojos y se la notaba tambaleante al moverse. El cuelgue debía ser bueno.

—¿Cuantos llevas con este? —pregunté.

—Es el primero —dijo—. A ver si te piensas que me fumo una panzada.

—Pues viéndote, me da la sensación de que así ha sido.

Me miró contrariada. Me encantaba verla enritada. Se ponía igual que su madre, de hecho, eran dos gotas de agua. Pelo rubio claro en una preciosa melena corta, ojitos azules, labios rosados y finos, piel pálida y ese cuerpecito delgado pero bien proporcionada. Ver a Olga así era como ver a mi mujer con la misma edad. Idénticas y hermosas.

Una insospechada nostalgia me inundó de repente. El ambiente tan distendido y el vivo retrato que representaba mi hija de mí ya difunta esposa me hicieron sentir triste. Me recordaba otro tiempo donde todo era más tranquilo y despreocupado. En ese entonces, el mañana no importaba. Tan solo divertirnos y ser felices. Yo lo fui, pero ahora, todo eso quedó atrás. La miré y una enorme desazón atravesó mi ser.

—Anda, pásame el porro —fue lo que le pedí.

Al oírme, mi hija se sorpendió. No era lo que esperaba, por lo visto.

—Este está a punto de acabarse —me dijo—. Si quieres, te lio otro.

—Dame ese y tú lía uno más para los dos.

Asintió conforme con la idea y me lo dio.

Al sostener el canuto, no pude evitar que una sensación de nostalgia invadiera mi ser, agradable al inicio, pero dolorosa conforme el tiempo pasaba. A mi mente venían imágenes de mis correrías como un chaval de los 90. Por la ciudad a las tantas de la noche, de garito en garito, con el vaso de kalimotxo en una mano y el peta en la otra. Las discotecas que no paraban de pinchar Chimo Bayo y Pont Aeri. La música de Ska-P, Platero y tú o Marea amenizando el tugurio de turno. Mis colegas. Mi chica. Todo eso había desaparecido ya.

Tomé una calada y dejé que el embriagador aroma de la maría inundase mis pulmones. Me sentí bien, pero no tardé en toser de forma ronca. Mi hija, que estaba liando el otro porro, se volvió con sorpresa.

—¿Qué pasa, vejete? —me preguntó lacónica—. ¿Ya no tienes tanto aguante como antes?

Oírla hablarme de ese modo me molestó un poquito. En otro tiempo, yo tuve una gran reputación como fiestero. Mi aguante era inmejorable y podría ir puesto de alcohol y maría hasta las trancas, pero todavía tenía marcha para rato. Que mi hija me vacilara ahora me resultó algo humillante, aunque comprendía que mi momento ya pasó.

—Qué quieres, Olga. El tiempo nunca perdona.

Me sonrió de forma tierna y siguió enrollando el porro. La observé con detenimiento. Lo hacía con una maestría única. Me sorprendió bastante. Yo, desde luego, no le había enseñado. De hecho era bastante manco y era su madre quien me los hacía a mí. Ya veo que no fue solo la belleza lo que se transmitió por los genes. Una vez terminó de enrollarlo, apretó bien cada punta y lo encendió con su mechero de plástico rojo desgastado. Me lo pasó sin más.

—Anda, recupera la costumbre —me dijo animada.

Di otra calada y, esta vez, fue como si rejuveneciera. Me sentía más relajado y aliviado. La angustia por el tiempo pasado se desvaneció un poco y eso me reconfortó. Olga se pegó más a mí, hasta estar muy cerca. Nos miramos y ambos sonreímos divertidos. Sabía que no era el típico momento que un padre y su hija deberían compartir, pero para mí, era lo mejor que podía haber.

—¿Cuantos te solías fumar al día en tus buenos tiempos? —me preguntó.

Me sorprendió aquella cuestión y lo cierto era que no sabía en un inicio que responder, pero no tardé en hacerlo, sobre todo por cómo se animaba el ambiente.

—No lo recuerdo muy bien —dije dubitativo—, pero había días que podían llegar a ser doce.

—Joder, ¡eso sí que es ir bien puesto! —comentó ella con sorpresa—. Yo, a partir del tercero, caigo rendida.

—Eso es que los chavales de ahora sois unos flojeras —hablé burlón—. No tenéis la fortaleza que poseíamos nosotros.

—Ja, pero seguro que en alcohol te tumbo yo.

Noté a mi hija muy desafiante con todo esto. Parecía más que dispuesta por querer competir conmigo y ver quién de los dos aguantaba más de farra. La llevaba clara.

—Yo podía meterme más de diez botellines de cerveza y siete u ocho vasos de kalimotxo en una sola noche. Y te lo digo en serio, el kalimotxo tiene más alcohol que cualquiera de los bebercios que tomáis ahora.

Olga se echó a reír al escucharme. Su risita era tan bonita, como la de su madre. Suave, corta, sin caer en algo estridente o maniático. Me encantaba oírla.

—¡Joder papá, no puedo creer que fueras el rey de la cogorza! —exclamó muy divertida.

—Pues sí, lo era —aseguré convencido.

Me miró con sus ojazos azules. Sus pupilas estaban algo dilatadas, efecto del porro que estaba fumando. Se lo pasé y ella le dio una fuerte calada. Aspiró todo el aire como si lo necesitase para vivir. La notaba insaciable. Expulsó todo tras aguantar un poco y me preguntó:

—¿Cómo es que no seguiste?

Me quedé un poco pensativo, con la mirada perdida en algún lugar de la estancia.

—Naciste tú.

Cuando dije eso, Olga me miró con los ojos bien abiertos. Su reacción me divirtió bastante. No creyó que se fuera a sentir aludida. Notándola algo azorada por mi referencia, decidí continuar.

—Yo en ese entonces no pensaba en otra cosa que no fuera en pasármelo bien. No tenía ninguna responsabilidad —lo rememoraba todo con cierta mezcolanza de alegría y tristeza—. Entonces, tu madre quedó embarazada y todo cambió para mí.

Olga aspiró más aire del porro. Veía como sus labios rosados lo atrapaban y me pareció muy sugerente. Mi hija tenía una forma muy elegante y provocativa de fumar. Dejó escapar el aire por su boca, viendo como el humo salía a presión y desaparecía en el aire como una bruma invisible.

—¿Ahí fue cuando ya maduraste?

—Pues sí, a base de tortas —reconocí—. Busqué trabajo para pagarnos una casa y todo lo necesario. Luego, tú naciste y tu madre consiguió un empleo, nos casamos… En fin, el resto ya lo conoces.

—Hasta su muerte.

Aquella frase atenazó mi corazón. Mi hija me pasó el porro para que le diera otra calada y su suave fragancia me calmó. Ya me sentía algo adormecido por su efecto. De repente, Olga se acurrucó a mi lado y yo la abracé con mi brazo izquierdo. Apoyó su cabecita en mi hombro y comencé a acariciar su pelo rubio.

—¿La echas de menos? —preguntó.

—Muchísimo —respondí entristecido.

Mi esposa murió en un horrible accidente de tráfico hacía ya ocho años. Tanto mi hija como yo quedamos muy afectados por ello, pero a pesar de todo, decidimos seguir adelante. Sobre todo yo, quien me tendría que responsabilizar de cuidar a una niña muy afectada por la muerte de su madre. Fueron tiempos difíciles, pero por ella, lo aguanté lo mejor que pude. Ahora, sin embargo, reconocí que deseaba derrumbarme.

—Tu tranquilo, papá. Yo aún sigo aquí.

Me volví. Olga me observaba con una expresión muy dulce. Sus ojos ya no estaban tan rojos y el brillo de sus azuladas pupilas era resplandeciente. Me resultaba tan bella que lo único que deseaba era perderme en su espléndida visión. De repente, me abrazó, de forma suave y cálida. Hundí mi cabeza en su pelo rubio y la rodeé por los brazos. Me sentí más aliviado.

—Gracias, cariño —dije con voz renuente—. Me alegro tanto de tenerte aquí.

Fue difícil cuidar de mi hija, más cuando entró en la adolescencia. Por ese entonces, comenzó a salir con sus amigas y siempre le decía que volviera temprano, que no me hiciera ir a buscarla. Tuvimos bastantes peleas y hubo ocasiones en las que perdí los estribos hasta tal punto de que llegué a creer que Olga se acabaría largando de casa por mi culpa. Por suerte, no fue así. Al final, ambos entendimos que solo nos teníamos el uno al otro. Y yo me tuve que recordar que en mi adolescencia fui, si cabía, peor. Ahora, ella estaba en la universidad y, aunque seguía con sus escapaditas, no resultaba tan grave.

—¿Me dejas que fume un poquito del porro? —me pidió mientras todavía estábamos abrazados.

Me di cuenta de que tenía el canuto cogido por los dedos índice y corazón de mi mano derecha. Me separé de ella y se lo di.

—Uy, ya casi está acabado —señaló mientras lo cogía—. Creo que ahora me voy a preparar otro.

—¿No crees que ya hemos fumado suficiente? —le indiqué algo preocupado.

Ella ignoró mis palabras. Dio una buena calada al porro para terminar de apurar lo poco que quedaba y, acto seguido, se preparó otro. Vi cómo se inclinaba sobre la mesa de madre, sacaba el papel de tabaco y el echaba la marihuana por encima para luego enrollarlo, lamerlo por un lado para dejarlo bien pegado y tenerlo listo para fumar.

—¡Lo has convertido en todo un arte! —dije muy sorprendido.

—Jiji. Si, supongo que lo he ido perfeccionando con el paso de los años.

Lo encendió y empezamos a fumarlo. Ella me lo pasaba a mí y luego yo se lo devolvía. Lo compartíamos con una naturalidad impresionante, como si llevásemos toda la vida, aunque la verdad, jamás hice algo así con mi hija. Suponía que la costumbre de hacerlo por separado con su propio grupo de amigos hacía que ahora no nos resultase complicado esto, aunque creo que la conexión padre-hija también podía tener algo que ver.

—Te embriaga bien —comenté—, pero no se te sube tanto como con otras.

—Ya, esta es una variedad suave que un colega mío cultiva en su casa —me explicó—. Te coloca, pero no al punto de volverte tonto de remate.

Lo cierto era que algo colocado ya andaba, pero todavía era consciente de lo que hacía. Volví a mirar a Olga. Estaba de perfil, dándome una mejor panorámica de su rostro y figura. Era perfecta. Alguno la vería como una chica menuda y delgaducha, pero para mí, trasmitía una elegancia y fragilidad que me resultaban irresistibles. Su madre era algo más voluptuosa, pero ella estaba fenomenal. La estreché por su cintura y la atraje más a mí. Me sonrió, sorprendida por la acción.

Continuamos fumando el porro con calma, deleitándonos en su magnífico sabor y haciendo virutas de humo en el aire. Todo estaba normal hasta que recordé lo que Olga acababa de decir sobre su amigo. Un súbito escalofrío recorrió mi espalda y sabía que no era efecto de la maría. La miré un poco preocupado y ella se tomó cuenta.

—¿Qué pasa? —preguntó algo incomoda.

—No, solo que antes me has comentado algo sobre el colega ese que te pasa la maría.

Olga se quedó parada ante lo que le decía. No estaba muy cómoda por los derroteros que estaba tomando la conversación.

—¿Y?

Me sentía nervioso por cómo me hablaba. Estaba claro que había ciertas cosas de las que era mejor no hablar con tu hija. Por lo visto, todavía no tenía aprendida la lección.

—Solo digo que tienes amigos y, bueno, que me parece bien —comenté intentando sonar lo más amable posible, aunque más bien, parecía impertinente.

—Mira, solo es un colega, ya está —me dijo como si quisiera zanjar el asunto—. No hay nada más.

Aquella respuesta no me dejó satisfecho. No quería ser pesado, pero, pese a tener “la conversación, nunca supe quiénes eran los chicos con los que había salido mi hija y si, había tenido sexo con ellos. Solo de pensar en eso, el corazón se me aceleraba.

—Ya, pero yo lo que digo… —traté de decirle.

Olga me interrumpió sin más.

—Papá, si quieres saber si he tenido sexo, la respuesta es si —dijo de forma tajante—. Y si, lo he hecho con algunos amigos.

Joder, sí que era directa. Me pilló con la guardia baja y no sabía que decirle.

—Olga, tampoco era mi intención…

—Sí que lo era —volvió a interrumpirme—. Y mira, lo entiendo. Te preocupas por mí y tal, pero en serio, no me ha pasado nada grave.

Me quedé a cuadros ante la manera directa de hablarme. No hacía ni un rato, compartíamos nuestra soledad de forma feliz y ahora, las cosas se estaban poniendo muy tensas.

—¿Tomáis precauciones?

La cara fastidio de mi hija ante esa pregunta fue impagable.

—Claro, papá —respondió—. No somos tan tontos como para no saberlo.

Eso me divirtió bastante. De hecho, me reí pot dentro un poco.

—Ya, eso decimos todos —comenté sarcástico—. Pero un buen día, se te olvida ponerte el condón y tienes una sorpresa.

—Te lo repito, somos muy cuidadosos con ello —Notaba a Olga ya muy exasperada.

—¿Cómo crees que naciste tú?

Un silencio incomodo se formó en ese momento. Olga ladeó la cabeza, como si quisiera evitar mi mirada. Yo sentí que acababa de meter la pata bien hasta el fondo. Alargué la mano para tocarla y calmar su temple, pero ella la apartó.

—Cariño, yo…no pretendía decirlo de esa manera —dije desesperado.

Me miró. Podía notar cierta tristeza en sus ojos, algo que me mató por dentro.

—¿En serio?

—Por supuesto, sabes que nunca fuiste un error para nosotros —le aseguré—. Solo es que viniste ante de lo previsto, pero tampoco significa que nos pareciese algo malo.

No parecía enfadada conmigo, al menos, no demasiado. Sin embargo, podía notar lo molesta que estaba.

—Podrías haber usado otras palabras —me dijo.

En ese momento, la abracé. Agradecía tanto a la creación tener a una hija como ella. Olga fue como una bendición del cielo. Puede que trastocase tanto la vida de su madre como la mía, pero al final, las hizo mejores.

—Lo siento —me disculpé—. No pretendía ser así de brusco.

—Vale, vale —decía indiferente—, pero apártate, que te voy a quemar con el porro.

Al oír eso, me separé. Nos miramos y nos volvimos a reír como locos. Era una situación tan delicada como ridícula. Creo que tan solo nosotros dos éramos capaces de acabar de esa forma y me hacía tan feliz.

—Entonces, ya has tenido relaciones —dije en ese momento, no con mucho agrado.

Mi hija seguía sonriente. No parecía molestarla que hablase de algo tan privado para ella.

—Pues claro —me respondió—. ¿Tan mal te parece que tenga sexo?

—No, es solo que no me puedo creer que mi pequeña haga esas cosas.

La verdad, no era algo que concibiese. Para mí, Olga era mi adorada niña, a la que tanto quería y protegía. No podía creerlo, pero, me temía que debería hacerlo.

—Lo siento, pero sí, me acuesto con chicos —dijo ya de forma directa. Estaba claro que tendría que vivir con esa revelación.

—¿Y cuantos han sido? —pregunté de repente.

Olga me miró con asombro. Sus ojitos estaban bien abiertos y su boquita se quedó semi-abierta en una expresión de sorpresa.

—Papá, esas cosas no se preguntan.

La verdad, llevaba razón, pero dado el relajado ambiente en el que nos hallábamos y la confianza que no teníamos, pensé que tampoco había nada de malo.

—Solo es curiosidad —hablé despreocupado—. No me enfadaré ni nada por el estilo.

Indecisa, Olga parecía estar sopesándolo. Eso me hizo sentir algo ansioso. Iba a indagar en una parte privada de mi hija, algo que ningún padre se atrevería a hacer, pero a mí me tenía en ascuas. No sé, pero en esos momentos, me sentía…excitado por escucharla.

—Bueno, he estado con ocho chicos —contestó al final.

Me quedé callado cuando la escuché. No me enfadaba la respuesta, tan solo, no esperaba que me lo fuera a decir así de directa. Se trataba de una cualidad muy sorprendente de mi hija, el cómo iba al grano en todo asunto.

—¿Te horroriza? —me preguntó al verme tan callado. Noté cierto resquemor en si voz.

—No, tranquila —le dije, intentando calmarla—. Es solo que…no me lo esperaba.

—¿Tu hijita no es tan niña buena como tu pensabas? —habló con voz picara.

Se acercó a mí hasta quedar muy próxima. La miré. Notaba en sus ojos un brillo malicioso. Eso me alteró, pero mantuve la compostura.

—Venga, papá, seguro que de joven estuviste con muchas chicas.

Aquella afirmación me hizo reír un poco. Al hacerlo, Olga me miró extrañada.

—Cariño, no he estado con tantas como tú crees —le respondí.

Olga estaba asombrada ante mi reacción. Ahora era ella quien estaba pillada.

—Ah no, ¿y con cuantas has estado entonces?

—Solo con tu madre.

Cuando dije eso, noté como mi hija se quedaba de piedra. Por lo visto, la imagen que tenía de su padre no se correspondía con quien era en realidad.

—Pe…pero, si has salido muchísimo. Siempre ibas borracho y colocado —comenzó a decir Olga estupefacta.

No pude evitar echarme a reír ante su reacción desmedida. Le había roto todos los esquemas.

—Lo sé, pero el caso es que quería mucho a tu madre y ha sido la única mujer con la que he estado —dije con convicción, mostrando lo mucho que la amaba.

—Y en todo este tiempo desde que ella murió, ¿no han habido otras?

Ahí me pilló. Eso fue algo que tocó en lo más profundo de mí ser y ella pareció notarlo, mostrándose preocupada.

—Papá, sé que la querías, pero tienes que buscarte a alguien —me dijo consternada—. No una novia, pero, por lo menos, una chica con la que pasar un buen rato. Han pasado ocho años desde su muerte.

Que gracia. Ahora era mi propia hija quien me daba lecciones a mí. Lo peor, era que llevaba razón, aunque no estaba muy por la labor de reconocerlo. Desde que mi esposa muró, mi mundo se acabó para siempre. Solo me quedaba Olga y, desde entonces, me encerré en ella. Sabía que tenía que salir, pero me costaba un horror hacerlo ahora. No podía.

—Olga, no hay nadie como tu madre —le contesté apesadumbrado.

—Claro, pero tienes que abrirte a otras personas —decía ella con preocupación—. No puedes aislarte en ti mismo. Tienes que salir y conocer a otros.

—¿Crees que no lo he intentado? —la encaré—. He salido con mis amigos, he conocido a chicas, pero ninguna está al nivel de lo que ella fue. Su recuerdo pesa mucho en mí y simplemente, no puedo encontrar a nadie que la equipare.

—Pero tienes que dejarla ir —hablaba ya desesperada—. Si no lo haces, ¿cómo piensas algún día tener otra relación?

La miré y ya no pude más. La abracé como si no tuviera otro lugar en donde sostenerme y comencé a llorar. Llevaba mucho tiempo con este lastre atado a mí, arrastrándolo desde el día que ella murió, que ahora, simplemente no podía desprenderme de él. Sin embargo, necesitaba hacerlo.

—Tranquilo papá —me decía Olga con tierna voz mientras me desahogaba—. Yo estoy aquí para ayudarte.

Cerré los ojos, notando mis lágrimas derramarse por las mejillas. Sentí los dedos de mi hija acariciando mi pelo mientras su cuerpo chocaba contra el mío. Percibía su calor, su fragancia a mujer, su suavidad. Todo aquello me estaba calmando el dolor que tanto me oprimía, aunque, también despertaba otra cosa. Un instinto de deseo que ya había asomado alguna vez, pese a que lograba doblegarlo. Ahora, parecía querer emerger.

Me despegué y pude verla. Estaba preciosa. Era mi querida hija, el vivo retrato de la única mujer a la que había querido y entonces, me di cuenta. A ella también la amaba. Con sus dedos, me secó las lágrimas, de una manera parecida a como yol e hacía cuando era más pequeña. Mi corazón retumbaba con cada segundo pasado. Me estaba adentrando en un abismo sin fin, en un lugar muy peligroso.

—Tu eres lo mejor que tengo ahora, mi vida —le dije.

Ella sonrió. Me parecía que podría encandilar a cualquiera con esa expresión. Estaba radiante.

—Y tú para mí. —Acercó su rostro muy peligrosamente al mío— Solo nos tenemos el uno al otro.

Entonces, me besó. Sin pedir permiso, sin ver siquiera alguna señal que le permitiría hacerlo. Tan solo apretó sus labios contra los míos.

Abrí mis ojos de par en par, sin poder creer lo que estaba pasando. Sus finos labios rozaban mi boca y se apretaban más, tratando de no despegarse. Me resultaba tan sensual que mi polla no tardó en reaccionar y ponerse dura. Sin embargo, por mucho que mi cuerpo mostrara deseo, decidí que lo mejor era cortar eso.

—Olga, para —dije tras separarla.

Ella miró con sorpresa.

—¿Qué es? —preguntó extrañada.

—Lo que acabas de hacer…no está bien.

—Solo pretendía ayudarte —dijo con vehemencia—. Te veo tan triste que a lo mejor esto te puede animar.

Se volvió a acercar con intención de besarme, pero la detuve. Ante esto, su reacción fue muy negativa, mostrándose disconforme con mi actitud.

—Cariño, son los porros —trate de decirle, buscando una explicación ante tan raro comportamiento—. Es por eso que me has besado. Venga, vamos a dejarlo aquí…

—No es verdad —me replicó ella—. Te quiero y deseo hacerte feliz.

Me besó otra vez. El contacto suave y cálido me gustó. Mi hija no era brusca y salvaje como otras mujeres, sino calmada y pasional. En eso, también se parecía mucho a su madre. Me encantaba. Era lo que había buscado con tanto ahínco y nunca hallé. Ahora, la tenía justo delante y la necesitaba, pero me lo negaba sin cesar. Ya estaba empezando a hartarme de tanto conflicto moral y decidí coger lo que tanto se me ofrecía. Estreché a Olga y la atraje hacia mí, poniendo en contacto nuestros cuerpos.

A partir de ahí, todo se descontroló. Mi hija, tan pegada, se restregaba como una loca. Yo la abrazaba con ganas, con amplia necesidad de que nunca se separase. Sentíamos el aliento pasando de una boca a otra, al igual que la saliva. Nuestras lenguas no cesaban de chocar y enlazarse en húmedas uniones. El deseo era irrefrenable y mi chiquilla parecía dispuesta a demostrarlo. Sin perder más tiempo, se colocó encima de mí, enlazando sus piernas contra mis caderas, poniendo nuestros pubis en contacto.

Estaba empalmado y sentir la entrepierna de mi hija restregarse contra mi endurecida polla me volvía loco. No cesaba de besarla, no solo en la boca, sino también en sus mejillas y cuello. Lamía su tersa piel y ella gemía encantada. Nuestras manos no se estaban quietas. Mientras que las de ella desabrochaban los botones de mi camisa y comenzaron a acariciar mi torso, las mías terminaron amasando su apetitoso trasero. Las palmas abarcaban esos redondos glúteos atrapados en el pantalón vaquero y los apretaban con ganas. Disfrutaba como nunca de lo que se me ofrecía.

—Papá, te quiero —me dijo en un leve susurro.

—Yo a ti también, mi vida —hablé yo, inmerso en ese maravilloso encuentro.

La verdad era que no me sentía mal por nada de lo que hacía. Amaba a Olga, no entendía si se trataba de un amor puro de hombre a mujer o solo de padre a hija, pero como fuera, me impulsaba a quererla. Mis manos abandonaron su precioso culito y fueron hasta su cintura. La sostuve con delicadeza mientras nos besábamos con dulzura y entonces, la miré.

—Cariño, quiero quitarte la camiseta —le comenté.

—Claro —contestó ella encantada.

Alzó sus brazos y le quité la prenda. Un sujetador rojo ocultaba sus preciosos pechos y no tardé demasiado en quitárselo. Así, dejé al descubierto sus tetas, redondas y pequeñas, pero bien firmes. Mis manos no tardaron en acariciarlas con sumo cuidado y eso, excitó a Olga.

—Oh, papá —suspiró excitada.

Besé su cuello y descendí por el hasta devorar uno de los pechos. Su pezón, rosado y puntiagudo, lo engullí con ganas. Mi hija gritó exasperada al chupar y morder ese botoncito carnoso. Me afané por ponérselo bien durito y pasaba mi lengua por él, dejándolo más empitonado. Luego, fui a por el otro, y los gemidos de Olga me indicaban que estaba disfrutando. Tras un rato así, me cogió de la cabeza para que la mirase. Sus ojitos azules brillaban deslumbrantes.

—¿Que es cariño? —le pregunté.

—Quiero chuparte la polla —respondió sin más.

Era lo más caliente que había dicho en mi vida. Por supuesto, deseaba que lo hiciera.

Me recosté sobre el respaldo del sofá mientras que Olga se ponía de rodilla. Entonces, me desabrochó el pantalón y comenzó a tirar de él. Al retirarlo, dejó al descubierto mis calzoncillos, donde ya se evidenciaba un gran bulto, muestra de la erección que tenía.

—Vaya, no sabía que tu hija te pusiera tanto —señaló divertida.

—Yo tampoco lo creía, pero esto está siendo muy excitante.

—Lo sé. Es increíble y no quiero que cese.

Me bajó los calzoncillos y al fin, mi polla quedó libre, bien dura y tiesa apuntando hacia arriba. Mi hija, al verla, se quedó alucinada y podía notar una expresión de encanto en su rostro. Sin dudarlo, la cogió con una mano y empezó a acariciarla.

—Jo, papá. Tienes una buena herramienta —comentó encantada.

Yo comencé a gruñir cuando empezó a menear su mano, retirando el glande con cada suave movimiento. Ella no perdía detalle de mi aparato, inspeccionándolo con sus ojos. Podía notar como de la punta salía líquido transparente, clara evidencia de mi excitación.

—Veo que está a punto —habló entusiasmada.

Iba a decir algo, pero lo único que salió por mi boca fue un ronco gemido cuando Olga decidió empezar a chupar mi pene. Se metió la punta en su boquita, engulléndola con ganas y se la tragó un poco. Al mismo tiempo, movía su mano de forma rítmica, haciéndome una placentera paja.

—Mi vida… —mascullaba desesperada.

Con los ojos entornados, veía como mi hija seguía tragándose mi aparato hasta la mitad, haciendo pequeños ruiditos en el proceso. Podía notar la calidez de su boca tan maravillosa como única. Su lengua paladeaba las paredes del tronco y notaba los dientes rozando la piel. De repente, se la sacó de dentro. Pequeños hilillos de saliva colgaban de mi miembro y de la comisura de sus labios. Aferrándola con ganas, comenzó a pasársela por su rostro.

—¿Mamá te hacía esto? —preguntó entonces.

No me gustaba que sacara el recuerdo de su madre en aquel mismo momento, pero al verla con mi polla por toda la cara, un morbo tremendo recorrió mi mente.

—Jamás —le contesté—. De hecho, no me la llegó a chupar mucho. No le gustaba.

—¿Te lo hago mejor yo?

No sabía a qué venían esas cuestiones. ¿Acaso pretendía compararse con ella para ver si era mejor? ¿Qué sacaba de ello? Mi mente no discurría en esos momentos para esclarecer esas incógnitas. Ver a mi hija golpeteándose las mejillas con la punta de mi miembro me nublaba la razón.

—Cariño, deja de hacerme esas preguntas y mámamela, por favor —le solicité desesperado.

—Vale.

Dio un besito sobre el glande y comenzó a lamerme la polla de una forma increíble. Su lengua era una húmeda espiral que serpenteaba por todo el falo, recorriendo cada centímetro de este. Cerré mis ojos con ansiedad mientras sentía aquella calidez por todas partes, llevándome al éxtasis más increíble. Lamía con tanta ansia que hasta esa lengüecita llegó a mis huevos, los cuales saboreó y dejó bien mojados. Tras eso, volví a entrar en su boca, sitio del que ya no deseaba salirme.

Abrí mis ojos y me encontré a mi hija chupándome la polla con ganas. Mi miembro se lo tragaba con una entereza magnifica. Salía y volvía a meterse con suma facilidad. Dios, esta chica había aprendido muy bien. Su cabeza se movía de delante a atrás con un maestría única. Me miraba de forma viciosa con sus ojillos azules, haciendo que mi excitación aumentase. Una de sus manos sostenía la base del pene y la otra empezó a acariciar mis huevos. Los tocaba meneándolos de un lado a otro y luego los apretaba con dulzura, añadiendo más gozo si cabía.

Todo precipitó de un modo tan inesperado que ni me di cuenta. Estaba tan atrapado por esa maravillosa visión de mi hija haciéndome una felación y con cada sensación que me transmitía que ni me percaté. Me corrí como hacía tiempo que no hice. Mi polla expulsó chorros y chorros e semen que acabaron en la boca de Olga. Yo me estremecí de pies a cabeza, retorciéndome como si fuera de goma. Cerré los ojos y sentí las fuertes contracciones de mi miembro la eyacular con ganas. Ella seguía chupando como si nada.

Caí sobre el sofá destrozado. Jamás me había sentido así y si ya pasó antes, no lo recordaba. Tardé un poco en recuperarme y al abrir mis ojos, encontré a Olga lamiendo los últimos restos de semen que quedaban sobre mi polla. Parecía una gatita que estuviera bebiendo leche de un plato. Resultaba enternecedora a la par de atrayente. Cuando terminó, me lanzó una arrebolada mirada.

—¿Te ha gustado? —preguntó mientras apoyaba su mejilla derecha en mí ya algo fláccida polla.

Me quedé sin palabras. Esta no era la hija que yo había criado. Al menos, nunca la vería así más.

La hice levantar y ella se puso de nuevo encima de mí. Nos besamos con desesperación, como si estuviéramos necesitados de ese contacto y así era. Degusté el pastoso sabor de mi semen al paladear su lengua. No era la primera vez que lo probaba. Su madre ya me lo dio a probar cada vez que me la chupaba.

—¿Te lo has tragado todo entero? —pregunté impertérrito al separarnos del ósculo.

Ella ladeó la cabeza un poco y me miró algo avergonzada. Una risueña sonrisa se dibujó en su rostro.

—Pues si —respondió.

Yo estaba alucinando.

—Pe…pero, ¿cómo sabes chuparla tan bien? —fue mi siguiente cuestión.

—Práctica, supongo.

Decidí no darle más vueltas a la cosas. La volví a besar y comencé a acariciar su cuerpecito, tan suave y cálido.

—Papá, te juro que siempre tuve cuidado con esos chicos —me dijo entre medias de tanto beso—. No quiero que pienses que lo hago con cualquiera.

—Cariño, no me importa con quien estés —le dije en ese momento, acariciando con tranquilidad su pelo rubio—. Lo único que espero es que sepas lo que haces y no te metas en líos.

—Por eso no debes preocuparte, siempre tomo las precauciones necesarias.

Satisfecho con su respuesta, la envolví en mis brazos, la levanté en peso y la coloqué en un rápido movimiento sobre el sofá, dejándola tumbada bocarriba. Carcajeó divertida al ver lo que hacía.

—Papi, ¿qué es esto? —preguntó.

—Nada, solo que te voy a hacer lo mismo que me encantaba hacerle a tu madre —contesté sin más.

Sonriendo incrédula como estaba, Olga me miraba mientras le desabrochaba el botón de su pantalón.

—Oye, si te preguntaba antes por mamá era para saber que te gustaba que te hiciera —dijo sin venir mucho a cuento, pero supuse que al hacerme todas esas cuestiones sobre mi esposa, pensó que me estaba incomodando—. No quería ofenderte, solo ver de qué forma te podía hacer gozar.

Me incorporé y le di un suave beso en su boca.

—Cariño, no me has ofendido —le hablé con ternura—. Soy muy feliz de tenerte. Eres todo lo que tu madre me ha dejado y me alegro tanto de que estés aquí.

—¿Y ahora qué es lo que quieres hacerme? —me preguntó.

Sonreí de forma malévola y ella me replicó con la misma expresión al verme así.

—Ahora, voy a comerte el coño, no solo porque era algo que me encantaba hacerle a tu madre, sino porque además, quiero descubrir tu sabor.

Olga me miró muy sorprendida. Sin perder más tiempo, tiré de su pantalón y lo deslicé por sus piernas. De ese modo, quedó con unas finas bragas rojas, dándole un toque muy sexy y erótico. Me quedé sin palabras ante lo que contemplaba. Mi hija era una belleza indescriptible y única.

—Eres increíble —dije maravillado.

Sin dudarlo, le quité las bragas y ella se abrió de piernas para mostrarme su sexo. Ante mí, tenía su precios rajita rosada. Sus labios estaban semiabiertos, mostrando su húmedo interior. Un pequeño triangulo de vello púbico rubio coronaba su monte de Venus. Le parecía la cosa más hermosa que había visto en muchos años y, sin dudarlo, se lanzó a probarla.

—Agh, ¡papi! —gimió Olga muy excitada.

Mi lengua recorría aquel maravilloso lugar. Su sabor, fresco y húmedo, me imbuyó de una nostalgia que creí jamás recordar, una sensación que no había vuelto a experimentar en mucho tiempo: sexo y porros. Tan solo faltaba el Robe taladrándome los oídos con su agrietada voz para terminar de transportarme al pasado.

—¡Si, si! —gritaba mi pequeña mientras atacaba su clítoris.

Se retorcía gustosa, encantada de como la estaba devorando. La podía ver retorciéndose, cerrando los ojos y abriendo la boca para dejar escapar todo el aire que había en ella. Sus manos recorrían su cuerpo entero y acabaron en sus pechitos, donde se apretó los rosados pezones, buscando mayor estímulo al ya brindado. Todo aquello hizo que mi miembro volviera a ponerse duro. Provocado por mi hija, impensable, pero era lo que había.

—¡Agghhh! —gritó con fuerza— ¡Me corro!

Todo su cuerpo convulsionó de forma repentina y un estallido de humedad invadió mi paladar. Me tragué todos los flujos que Olga expulsaba. Pude notar como su coñito sufría varios espasmos y emitió varios grititos que me resultaron enternecedores a la par que excitantes. Su madre gritaba mucho, pero ella era más discreta. Me encantaba. Al fin, se relajó.

Yo continué lamiendo su sexo, limpiándolo de cualquier resto de su placer que quedase. Olga respiraba placida, muy tranquila tras el orgasmo recibido. Me incorporé y pude admirarla con tranquilidad. Estaba tan serena que no podía más que sentirme dichoso de tenerla a mi lado.

—¿Te ha gustado? —pregunté.

Olga todavía seguía con los ojos cerrados, aunque no tardó en abrirlos. Entonces, me miró con mucha ternura.

—Si papá —contestó muy alegre—. Nadie me había hecho algo igual.

—¿Nunca te han comido el coño? —dije sorprendido.

—Pues no —me aseguró ella—. Yo siempre se la he chupado a mis ligues, pero ellos nunca me han devuelto el favor.

—Eso está muy mal —sentencié—. Un hombre debe satisfacer a una mujer en todo lo que ella quiera.

—Menos mal que tengo a mi papi para eso.

Nos volvimos a besar. En ese momento, noté como mi polla se encontraba apoyada en su coño. Empecé a restregarla, notando que Olga se estaba volviendo a humedecer. Enseguida, comenzó a gemir excitada.

—Vuelves a estar caliente.

—Sí, estoy muy cachonda.

Me miró y enseguida adiviné en esos ojos sus intenciones. Quería follar, igualita que su madre. La diferencia era que si con mi esposa teníamos sexo de forma automática, con Olga era algo más difícil.

—No creo que debamos —dije antes de que ella hablase—. No tengo condón y además…

Me puso su dedo índice en mi boca, callándome al instante. Su mirada seguía siendo intensa. Me estremecí.

—Tomo la píldora —habló sin más—. Y no me vengas con tabúes y demás leches. Ahora, solo disfrutemos.

Estaba claro que resistirse no era una opción, así que cedí sin perder más tiempo.

Coloqué el glande justo en la entrada de su vagina y empujé. Ni que decir que entré a la perfección. El coño de mi hija estaba bien lubricado, así que adentrarme en ella fue fácil. Ella se estremeció al sentirse penetrada. Pensé que tal vez la estuviera molestando, aunque no noté que fuera así. Y una vez la tenía metida por completo, me dispuse a follarla.

—Sí, papa, fóllame —me dijo Olga.

Aquellas palabras no hicieron más que encenderme. Sin dudarlo, la cogí por las caderas y comencé a empujar.

—Ah, ¡no pares! —me pedía mi pequeña con su dulce voz.

Me movía con intensidad. Trataba de no ser muy brusco, pero al mismo tiempo, quería mantener un buen ritmo. Intentaba demostrarme a mí mismo que aún seguía capaz de follar con ganas y lo cierto, era que no me faltaban.

Olga gemía con fuerza mientras le clavaba mi polla en lo más profundo de su ser. Bajé para besarla y no tardé en topar con sus dulces y ansiados labios. Nos fundimos en una intensa unión, tanta como la que había en nuestras entrepiernas. Embestía con ganas, sintiendo mi sexo atrapado en ese cálido lugar en el que tanto hacía que no estaba.

Las sensaciones me resultaban muy familiares. No solo las caricias y los besos, sino el olor, el calor, la suavidad del cuerpo femenino. Todo me remitía a ese olvidado pasado que tanto echaba de menos. No dejaba de besar a mi hija, aunque por momentos, creía que era su madre. En ningún momento quería revivirla a través de ella, pero al verla retorciéndose de placer, no podía evocar su reflejo.

Olga gritó con fuerza cuando sufrió su ansiado orgasmo. Noté las paredes de su vagina oprimiendo mi pene al sufrir cada espasmo. Su cuerpo tembló bajo el mío y vi como quedaba rígida para luego relajarse. Dejé que descasara un poco y me dediqué a besarla con suavidad.

—Lo haces muy bien —me dijo muy melosa.

—¿Quieres que continúe? —le pregunté.

Ella me sonrió como única respuesta.

Volví a mover mis caderas con ganas, dispuesto a proporcionarle el mayor placer posible a mi hija. Olga volvió a gritar con ganas, disfrutando de cada acometida que le daba. La besé de nuevo y esta vez, mi boca no se quedó solo ahí. Descendí por su cuello y llegué a su par de preciosos pechos, los cuales volví a chupar y lamer. Succioné sus pezones hasta ponérselos bien duros, lo cual le encantó. Seguí así hasta que logré que se volviera a correr de nuevo.

 Cuando dejé que se recuperase, me miró fijamente. Me estremecí un poco al notar sus ojitos azules clavados en mí.

—Ahora quiero yo encima —dijo en un suspiro.

No la hice esperar.

Me salí de su coñito y me recosté bocarriba en el sofá. Ella se colocó sobre mí y no tardó en clavarse mi polla en su interior. Enseguida, volví a sentirme atrapado en ese apretado calor que tanto me gustaba. Olga no pudo evitar que un gemido se le escapase por la boca y comenzó a moverse, dispuesta a gozar como nunca.

—¿Te gusta esto, cariño? —pregunté muy ansioso a mi hija.

—Sí, papá —decía excitada mientras me cabalgaba—. ¡La siento tan dentro de mí!

—Y yo a ti.

Sus caderas se movían de forma rítmica mientras mi duro miembro barrenaba el estrecho conducto. Olga gritaba con fuerza y sentía como apretaba sus piernas, como si tratara de succionarme la vida por el pene. Yo coloqué mis manos en su cintura, aunque no tardaron en viajar hacia sus pechos y acariciarlos con ganas. En las palmas, notaba como sus duros pezones se clavaban como cuchillos. Apreté con suavidad y añadí más placer al que ya sentía mi hija.

Tanta cabalgada intensa me estaba llevando ya al borde del paroxismo. Llevábamos tanto rato follando que ya empezaba a sentir que me vendría en muy poco tiempo. Eso me desesperó un poco, pues no quería acabar sin que mi hija llegase.

—Olga, no me falta mucho para correrme —la alerté con precaución.

—Aguanta, un poco. No queda mucho para llegar a mí también.

—Lo intentaré…

No me dejó terminar porque se inclinó y me dio un fuerte beso. La abracé y me resigné a lo inevitable. Mi hija no cesaba de moverse como una posesa y yo llevé las manos a su culito para guiarla mejor. Mientras nuestras lenguas jugueteaban, me moví con fuerza, haciendo que mi polla se clavara más en ella, En mi boca, podía escuchar como resonaban sus gemidos. Sus pechos arañaban mi torso con tanto vaivén y noté un fuerte estremecimiento en mi ser.

Olga se despegó de mí, alzándose como una ardiente bailarina. Todo su cuerpo temblaba y el mío también lo hizo.

—Papá, ¡me corro! —anunció en un súbito aullido.

Yo también gemí como un loco y sentí como mi polla descargaba todo el semen dentro de mi hija. Ella, por su parte, se convulsionó varias veces. Cerró sus ojos y emitió un fuerte grito que se asemejaba al canto de una sirena. Su vagina se contraía de forma intensa, aprisionando más mi miembro y sorbiendo toda la lefa que expulsaba. Cuando todo terminó, Olga terminó desplomándose sobre mí.

Permanecimos un buen rato de esa manera. Respirábamos con dificultad y notábamos nuestros cuerpos sudorosos. Acaricié la espalda de mi hija, deslizando mis dedos por su suave piel. Podía notar cada una de sus vertebras, sobresaliendo como pequeños promontorios. Ella había apoyado su cabeza en mi pecho y parecía estar escuchando cada una de mis respiraciones. Seguimos así hasta que decidí hablar.

—¿Estás bien? —pregunté.

—Si —contestó ella—. ¿Y tú?

—Igual.

Escuché una carcajada. Bajé mi mirada y vi como giraba su cabeza hacia mí. Sus ojitos azules brillaban con intensidad. La notaba muy feliz con lo ocurrido.

—¿Te arrepientes? —fue lo siguiente que dijo.

Me quedé pensando en que decirle. En esos momentos, tendría que ser un mar de dudas, debatirme entre el deseo y la moral con la que me había educado, pero en ese instante, no me sentía mal. Más bien al contrario, estaba conforme.

—No —respondí.

Oír eso pareció alegrar a la chica, quien sonrió muy alegre ante ello. Me dio un suave piquito y continuó mirándome muy arrebolada. Acaricié su rubio pelo, notando lo sedoso que era. Mis dedos se perdían entre sus finas hebras.

—¿Tu crees que volverá a pasar?

—No lo sé.

Su mirada me atravesó ante mis palabras. Ella quería más. Yo no lo tenía tan claro. La noté un poco apenada.

—Olga, ya veremos —dije para tranquilizarla—. Ahora no quiero que esto se complique.

—Es que siempre estás tan solo —comenzó a hablar afligida—. Ya que yo soy la única mujer en tu vida, quizás podríamos, pero si no quieres….

Tuve que besarla de nuevo para calmarla. Tenía su rostro frente al mío y me dije que llevaba razón. Era la única mujer en mi vida, tal como su madre lo fue en el pasado. A lo mejor, era momento de que ocupase su lugar a mi lado, pero ya pensaríamos en eso en otro momento.

—Venga, vamos a limpiar todo esto —comenté, intentado desviarme a otra cosa.

Olga lo entendió al instante y se desacopló de mí. Al salir mi polla, pude ver que ya estaba algo flácida, además de brillante y llena de restos de nuestro placer. Luego miré el coño de mi hija y vi como mi semen salía de dentro.

—Mierda, lo voy a poner todo perdido —habló molesta.

—No pasa nada —la tranquilicé—. Luego lo limpiamos.

Sonrió al escucharme.

Nos limpiamos con unos pañuelos que había en la cómoda y luego nos dedicamos a recoger todo el destrozo. Yo tomé toda la ropa para llevarla a la lavadora mientras que Olga vaciaba el cenicero lleno de porros en la bolsa de la basura. Me fijé en su cuerpo, tan menudo y delgado como bonito. No pude evitar observar esas piernas tan firmes, ese culo redondo, esas tetas saltarinas. Sin poder aguantarme, fue hacia ella y la abracé por detrás.

—¡Papi! —exclamó sorprendida.

Hundí mi cabeza en su pelo y acaricié su piel. Aspiré el aroma que emanaba de ella y luego, besé su cuello. Llegué hasta el oído y le susurré:

—Eres lo mejor que me dejó tu madre en este mundo.

La noté exaltada.

—Te quiero —dijo, y, acto seguido, se volvió para mirarme.

Sus ojos azules refulgían como dos hermosas estrellas. No pude más y la besé como no había hecho en mucho tiempo.

—Por favor, deja que me quede contigo —suplicó—. Te haré muy feliz.

Un escalofrío recorrió mi espinazo. Sabía dónde me estaba metiendo y tenía claro lo peligroso que era, pero ya no me importaba. Me encontraba muy feliz, más que en ningún otro momento reciente.

—Esta noche, duermes conmigo.

Su rostro se iluminó. Me dio otro beso y terminó de volverse. La abracé y prolongamos la unión un poco más, pero no demasiado. Mi polla estaba en pie de guerra y mi hija tenía ganas de más, así que tuve que frenarla porque sabía cómo podríamos terminar de nuevo.

—Venga, vamos a comer algo que tengo mucha hambre —dije.

—Yo ya estoy más que satisfecha —comentó muy alegre.

Reí ante su ocurrencia y le di una palmadita en el culo que ella me devolvió con mucha gracia. Estaba a punto de volver a lo mío cuando me acordé de una última cosa.

—Y cómo te he dicho antes, no quiero verte fumar más porros en casa.

No quedó muy contenta Olga al decir esto, pero me dio a entender que lo haría. Esperaba que así fuera.

Sé que debo ser un padre enrollado y siempre lo he sido, pero uno también tiene que ser bien estricto con su hija, aunque luego se la folle, claro.

----------------------------------------------------

Ya que has llegado hasta aquí, me gustaría pedirte algo. No una rosa o dinero (aunque si de esto ultimo te sobra, un poquito no me vendría mal), tampoco un beso o tu número de teléfono. Lo unico que solicito de ti, querido lector, es un comentario. No hay mayor alegría para un escritor que descubrir si el relato que ha escrito le ha gustado a sus lectores, asi que escribe uno. Es gratis, no perjudica a la salud y le darás una alegría a este menda. Un saludo, un fuerte abrazo y mis mas sinceras gracias por llegar hasta aquí. Nos vemos en la siguiente historia.

Lord Tyrannus.