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Malleus Maleficarum II

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Capítulo II

Odio el pan, es insípido, duro y lo como todos los días, lo peor es que no puedo decirlo en voz alta, aunque haya días en particular que quisiera gritarlo a los cuatro vientos mientras lo arrojo lejos con todas mis fuerzas.

La claridad de la mañana a duras penas penetras las tupidas nubes del este, mi madre hace el esfuerzo de sonreír mientras bromea sobre la dureza del pan, como si eso hiciera menos tortuoso tener que comerlo.

Bueno, como decía mi tía Elly, por lo menos tenemos algo que comer, y eso, en este pueblo abandonado de la mano de Dios, es ya un milagro del cual estar agradecida.

A veces quisiera irme, pero no podría dejar a mi madre, aunque es joven, jamás podría conseguir esposo, la mancha de mi familia es demasiado grande, pero a mi edad, incluso yo debería tener un pretendiente, aunque en este pueblo es imposible.

Las fuertes pisadas en la madera gastada y casi podrida de nuestro pórtico resonaban como puñaladas en mi interior, sabia quien era su dueño y al ver el rostro constipado de mi madre, solo pude confirmarlo.

Con un fuerte golpe, la endeble puerta de nuestro hogar se abrió, mientras el agrio olor de sudor combinado con perfume caro casi me hizo vomitar, el Magistrado del pueblo había llegado, como cada lunes.

-Muy buenos días bellas damas.- Exclamó con su voz flemuda mientras desnudaba con la mirada a mi madre sin ningún ápice de vergüenza, a sabiendas que era casi el dueño del pueblo, y más, de la casa a medio derruir que nosotras llamábamos hogar.

Cornelius McClellan, era la representación total de la opulencia, tan gordo que sus finas prendas compradas en la ciudad parecían cortarle la circulación, incluso los anillos en sus dedos le brindaban una coloración extraña a sus blancos dedos.

Los McClellan fueron una de las familias fundadoras de Blair, y las pocas tierras fértiles que quedaban, eran parte de su herencia, haciéndolo el hombre más rico del pueblo.

Claro, el problema era que uno de los pocos pozos con la suficiente agua para mantener su ganado y las cosechas, estaba en nuestra propiedad, o lo que antes podíamos llamar como tal.

Cornelius arrancó de mis manos el pan duro que tanto odiaba, y con prepotencia se lo llevo a la boca dándole un gran mordisco, provocando en mi una risa de burla que no pude ocultar.

El obeso Magistrado al sentir la dureza y sabor arenoso del pan viejo, lo escupió con asco como si de carne podrida se tratase, mientras levantaba su mano hacia mi rostro queriéndolo golpear con violencia.

El impacto en mi mejilla fue menos violento del que esperaba, aunque igual el escozor latía caliente en mi piel, pude levantar mi rostro desafiante, como invitándole a golpearme de nuevo.

Y hubiera sido así, de no ser por la rápida reacción de mi madre, que con suavidad puso sus manos en el aguado pecho de Cornelius, invitándolo a ir a su habitación con sus caricias.

Me quede sentada en el comedor sola, todavía con una increíble rabia y odio en mi interior, no por el golpe del Magistrado, eso era lo de menos para mí, sino por saber el sacrificio que cada lunes debía de hacer mi madre para poder tener un techo sobre nuestras cabezas.

Fui a mi habitación que estaba conjunta a la de mi madre, y me acerque a la vieja cómoda que aunque deteriorada, cumplía con creces su función, tapar la pequeña abertura que me permitía, como siempre, espiar lo que hacían.

Con sumo cuidado y delicadeza, mi madre quitaba las finas y apretadas ropas de Cornelius, sabia la razón, si llegaba por accidente a soltar un botón, o romper la tela, su rabia se traduciría en golpes y humillaciones brutales.

Cuando por fin estuvo desnudo, el Magistrado ordeno a mi madre desvestirse por completo, mientras él se sentaba en la cama con las piernas abiertas exhibiendo su gordo falo morcilloso.

Solo con la mirada, Cornelius ordenó a mi madre a acuclillarse ante él, con su firme y blanco culo en pompa, mientras ella llevaba el gordo falo a su boca, metiéndolo con pericia dentro de ella.

El honrado Magistrado no podía evitar poner sus azules ojos en blanco, cuando mí experimentada madre subía y bajaba con su boca en su ya crecido miembro.

Pensé que esta vez, la venida de Cornelius seria rápida, pero él previendo eso, separo los labios de mi madre de su polla incorporándola de golpe y poniéndola a cuatro patas sobre la cama.

El Magistrado viendo el culo redondo de mi madre abierto ante él, no tardo en propinarle un par de sonoros azotes, que hicieron a mi madre respingar y soltar pequeños gritos ahogados.

El sexo de mi madre parecía brillar, siempre hemos sido lampiñas y solo una muy fina capa de vellos castaños recubría su fruto del pecado que Cornelius estaba a punto de profanar con su gordo y erecto falo.

Gritos enredados en una turbia combinación entre dolor, humillación y placer retumbaban en la habitación aun ante el vano intento de mi madre de callarlos con las sabanas, ante la sonrisa sádica del Magistrado.

Mi propio sexo se calentó ante la imagen de perversión y sórdido pecado que como cada lunes, presenciaba entre odio y fascinación, la representación del sadismo más básico me perturbaba y despertaba en mí el deseo.

Con un profundo alarido animal, Cornelius se vino dentro de mi madre que lo acompaño con su propio grito liberador, cayendo luego a la cama agotada y humillada por sus actos y la forma en que cada vez, parecía disfrutarlo más.

Salí rápido de mi habitación y me senté de nuevo en el pequeño comedor, intentando calmar mi respiración agitada por la excitación, a los pocos minutos, el Magistrado se retiro de la casa sin decir nada, más que dedicarme una mirada extraña que no supe descifrar.

Al ver que mi madre no salía de su habitación, decidí salir de la casa y darle su espacio, tal vez un paseo por el bosque me regresaría la paz mental que necesitaba para bajar ese calor que todavía brota de mi centro.

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