Estirpe de poder
Carlos Enrique Beltrán de Alfonso, más conocido como Carlos el Negro por su afición a la vestimenta de este color y a los caballos frisones, había sido uno de los saqueadores, busca tesoros y ladrones de arte más importantes del siglo XX. Más prolífico que el mismísimo Erik el Belga y, desde luego, mucho más cuidadoso. En los años ochenta ya amasaba una considerable fortuna, fue entonces cuando decidió retirarse, abriendo varios negocios legales que a su vez servirían para blanquear las cantidades ingentes de dinero sucio que poseía. Se hizo construir un palacete en las marismas del Ampurdán, y allí intentó vivir en paz junto a sus hombres y a su esposa, una jovencísima maorí traída, casi como botín, de sus últimas expediciones por el Pacífico. En mil novecientos noventa y tres nace su primer hijo Tristán Carlos Beltrán Onetoa, apodado el Príncipe, y dos años más tarde su hija Aronui Sofía Beltrán Onetoa, más conocida como la Mestiza. Esta es la historia de su primogénito, una historia de celos, violencia, sexo y ambición.
1.1
El Príncipe practicaba la esgrima junto a uno de los hombres de confianza de su padre, el robusto Ignacio Palanca.
—Cuchi, er tío mamón este. ¡Tú! ¡Javea! En guardia o te arranco la sonrisa d’un sablaso.
Palanca llevaba más de treinta años viviendo en Cataluña, pero nada le había manchado su acento granaíno, haciéndolo a veces casi incomprensible. Una nueva arremetida del chaval que le alcanza en toda la panza. A sus trece años, Tristán ya era un joven esbelto y bastante desarrollado, de mirada despierta e inteligencia natural.
—¡Foh! ¡Será cabrón! Anda déhame un rato que etoy apollardao perdío.
El chico hizo una reverencia burlona y se cambió, satisfecho con sus progresos.
—Le dises a tu padre que noz’hemo exo una pachá de entrená, ¿vale?
—Palanca, ¿no podías hablar español bien por una vez? —ironizó el muchacho.
—No hablo mal el español —dijo él, esforzándose—. Lo que pasa es que hablo un perfecto andalú.
Tristán paseó entonces por los extensos dominios de su padre, cruzándose momentáneamente con su hermana que, a sus once años, jugaba con muñecas de trapo cobijada por la sombra de un gran alce. Le llamó la atención el ruido de cascos cercano y pronto apareció el padre montado en su querido Willem II, un portentoso frisón al que trataba como un miembro más de la familia, sino mejor. El progenitor, le observó desde las alturas, con semblante serio y acariciándose su frondosa barba blanca.
—¿Has estado practicando?
—Sí, padre. Palanca ya no es rival para mí —contestó con una sonrisa.
—Palanca está gordo y viejo, pero si le tocas los cojones sería capaz de arrancarte los ojos y ni lo verías venir. Hijo, te lo he dicho muchas veces, nunca subestimes a tu rival.
—Sí, padre —dijo cabizbajo.
Tristán se fijó en su mano agarrando las riendas, grande, varonil y llena de anillos. Luego en la cadena de oro que colgaba del cuello y aterrizaba sobre la camisa negra, el viejo seguía siendo imponente, pensó.
—Anda, ves a darle de comer a los perros, este fin de semana iremos de caza.
Obedeció el hijo, acercándose hasta donde solían estar, cargado de chuletas y arroz. Livingston y Hook, los dos sabuesos, le arrebataron la comida casi de las manos. Eran unas auténticas fieras, bloodhounds adiestrados desde cachorros. Jugó con ellos un rato después de que se saciaran y decidió volver a la casa. Sentada en la entrada, en una mecedora en el exterior, vio a su madre tatareando y trabajando unas pieles. La hermosa Tahupotiki Onetoa, hija de Tonga y reina de la casa. Sonrió al verle, sin dejar por un momento sus quehaceres.
Ya en el interior del palacete una de las sirvientas, la que estaba encargada exclusivamente de sus cuidados, le acarició cariñosamente la nuca y le dijo:
—Tienes el baño preparado, ves antes de que se te enfríe.
Tristán obedeció, subiendo apresuradamente al piso de arriba y desnudándose en su habitación para salir desnudo, con el mismo ímpetu, al pasillo camino del baño. De nuevo se encontró con Affoué, la sirvienta marfileña. Esta se quedó quieta, sorprendida al ver al joven tal y como llegó al mundo, entre avergonzada y asombrada por lo rápido que había crecido.
—El baño, Tristán —le recordó ella, bajando la mirada.
El Príncipe también la miró, consciente de su belleza. Se fijó en sus enormes ojos, su piel color café rojizo y la excelente figura que el uniforme no conseguía disimular.
—Ya voy —se limitó a decir, casi en un susurro.
Ella alzó la vista un par de veces más, confirmando que el muchacho no se había movido ni un centímetro.
—Tristán…
Salió por fin de su obnubilación y recuperó la marcha, pasando obligatoriamente por el lado de la preciosa y abochornada Affoué. Abrió la puerta del baño y pudo ver la humeante bañera, esperándole.
—Affoué —dijo—. Me duele todo, estoy muy cansado, ¿podrías ayudarme con el baño, por favor?
La sirvienta marfileña se quedó atónita. No bañaba al chico, por lo menos, desde hacía seis años, pero tampoco sabía cómo salir de aquel atolladero.
—Te espero dentro —insistió él.
Entró al fin cerrando la puerta tras de sí y allí lo encontró, acomodado dentro de la bañera y con la esponja en la mano, esperándola. Él le hizo un gesto, indicándole que le frotara la espalda, y ella le obedeció. Se recogió el pelo rizado y fuerte en una coleta y se puso manos a la obra. En su interior se mezclaban muchos sentimientos, el cariño por el muchacho, la sorpresa, las sospechas de que Tristán estuviera creciendo demasiado deprisa y la confusión sobre si estaba haciendo lo correcto. Le enjabonó los brazos, el cuello, la espalda y el torso, y cambió entonces el gel por el champú para hacer lo mismo con su pelo.
—Eso es, gracias Affoué, de verdad que siento todo el cuerpo dolorido.
—Claro —dijo ella.
Hacía mucho que no le llamaba señorito y le tuteaba. A los dos les había parecido siempre una cursilada y habían optado, años atrás, por llamarse con el nombre de pila.
—Las piernas también, por favor —indicó él levantando la primera y sacándola del agua.
Agarró de nuevo la esponja, la lubricó con gel y desplazándose al extremo de la bañera comenzó a recorrer la joven y blanquecina extremidad. Tristán, al contrario que su hermana, había salido con los rasgos y la tonalidad de piel completamente occidentales, sin rastro de su genética maorí. La marfileña superó el sofoco, moviéndose lenta y cuidadosamente por el cuerpo, primero una pierna y después la otra siguiendo las instrucciones. El Príncipe la estudiaba con detalle, fijándose en el bonito escote que le regalaba el uniforme al tener que inclinarse para frotarle.
—Esto ya está —anunció ella.
—Affoué —dijo con un nudo en la garganta—. Falta…algo.
El impúdico jovenzuelo miró fijamente los ojazos negros de la sirvienta y esta, muy a su pesar, comprendió perfectamente a qué se refería. Pensó en desafiarle, pero no quería problemas, ni con él ni mucho menos con su padre, que no era famoso por su paciencia. Se arremangó e introdujo mano, esponja y antebrazo dentro del agua con espuma, alcanzando a ciegas el órgano viril del muchacho. Tristán sintió enseguida el desasosiego, tan solo con la primera caricia. Notaba la esponja recorriendo su bajo vientre, y pronto la entrepierna se endureció, entrecerrándole los ojos por el placer forzado. La sirvienta se dio cuenta enseguida, le enjabonó delicadamente el bálano, soltó la esponja en el fondo de la bañera y con la mano sacudió, intencionadamente, dos veces el erecto miembro. Pudo oír como el impúdico chico gemía y fue allí cuando se retiró, completando su pequeña venganza por aquella humillación.
—Eso es todo —informó abandonando la estancia.
El Príncipe la maldijo por dentro, frustrado, pero consciente de que aquella experiencia, aunque escasa, era la primera que tenía con una mujer adulta.
1.2
Carlos el Negro y su muchacho llevaban horas enfrascados en una partida de ajedrez. El chico había hecho una buena apertura, metiendo un peón en territorio enemigo y dominando el centro, y el padre se negaba a sacrificar ninguna pieza para salir del mayúsculo lío, incapaz de reconocer el mal comienzo.
—Padre, te va a costar salir de esta.
—Mocoso insolente, no soy como Napoleón, dispuesto a sacrificar sus hombres para ganar un sitio estratégico.
—Esto no es la guerra, y en ajedrez se llama gambito, y es lo único que te puede dar una oportunidad.
—La paciencia me hará ganar, engreído.
—Dime de lo que presumes…
El padre, harto, tiró todas las piezas al suelo con su enorme mano para después agarrar a su vástago por el cuello de la camisa y acercarlo a escasos centímetros de su rostro.
—No tengo paciencia porque no la necesito, ¿entiendes? Si quiero algo lo cojo, no espero a que nadie me lo regale. Eso nunca lo entenderá un mimado y aburguesado enclenque como tú.
Soltó al fin, al asustado chiquillo, y se puso en pie.
—Vete a ayudar a tu madre con lo que sea que haga, con las mujeres es donde tienes que estar —sentenció.
Tembloroso, aguantando el llanto, obedeció. Y es que el padre era de mecha corta, pero no por eso conseguía acostumbrarse a sus salidas de tono. Luego probablemente le compensaría, con un paseo a caballo o una excursión con los perros, pero antes debía pasársele la calentura. A ambos. Encontró a madre y hermana en las cocinas, preparando unos hokey pokeys, un típico dulce maorí. Un toffee de caramelo dulce especialmente esponjoso. La madre sonrió al verle, no era una mujer de muchas palabras, no con él al menos, pero desprendía siempre dulzura.
—Tonto —exclamó su hermana, por pura inercia.
—¿Affoué no os ayuda? —preguntó Tristán, aburrido.
—Hoy no —fue la única contestación que recibió
La madre era indudablemente hermosa, tenía veintinueve años, dando a luz por primera vez solo con dieciséis. Y es que el padre no solo tenía un carácter fuerte, sino que nunca se había dejado frenar ni por leyes, ni por moralidades absurdas. Tahupotiki había abandonado entonces su Tonga natal siendo una adolescente, probablemente no enamorada, pero sí fascinada por aquel viril aventurero en busca de una vida mejor. Vivía por y para la familia, y nunca se había arrepentido.
—¿Y dónde está? —insistió él.
La madre le miró, escudriñando dentro de él. Por un momento el joven sintió que podía leerle el alma, pero deseó equivocarse.
—No lo sé.
Apareció entonces el padre, luciendo una sonrisa que había tardado menos de lo esperado en llegar.
—¿Pokeys? —preguntó al ver a madre e hija con las manos en la masa.
—Sí —respondió la esposa mostrándole una amplia sonrisa.
—Fenomenal, adoro estas “cosas”. Tristán, hijo, ven conmigo.
Le siguió, a la expectativa de dónde lo llevaba. Anduvieron un rato por el terreno mientras que el padre comenzó su discurso:
—Debes perdonarme, tú no eres ni una mujer ni una niña. Siempre he tenido mal perder, y está claro que iba a perder, eres un chico muy astuto.
Le sorprendió tanta sinceridad, y le reconfortó.
—Tu sitio está con nosotros, con Palanca, con Juanito y conmigo —siguió él.
De repente oyeron unos gemidos y poco después pudo verlo con sus propios ojos. Era Hook, uno de los sabuesos, tumbado sobre la maleza y aparentemente malherido.
—Creemos que ha sido un tejón, son mucho más agresivos de lo que la gente cree.
El perro sangraba abundantemente de una pata y mostraba otra herida importante en el lomo, sus quejidos eran desesperados. El chico se agachó para estar con él, sin saber muy bien cómo reaccionar ni qué hacer. El Negro no se hizo esperar más, sacó un revólver del cinto y se lo ofreció al muchacho.
—Ayúdale, quítale el sufrimiento.
Tristán miró al padre desconcertado, superado completamente por la situación.
—¡¿Padre?!
—Lo sé, hijo, no he dicho que sea fácil. Pero es lo que hay que hacer.
—¿Y…un…ve-ve-veterinaro? —preguntó tartamudeando.
—Vivimos en un sitio donde las cosas son así. Sin veterinarios, sin médicos a kilómetros a la redonda, así es como hemos elegido vivir. No podría hacer nada por él, créeme.
—Pe-pero padre…yo…
—Tú —le dijo el progenitor tajante sacudiendo el arma para obligarle a empuñarla.
Tristán la sostuvo entre las manos temblorosas, le pareció que pesaba una tonelada.
—Es un revólver, no tiene secreto, apunta a la cabeza y aprieta el gatillo.
El muchacho titubeó de nuevo pero la severa mirada del padre fue suficiente para conseguir que enderezara el brazo con dificultad.
—Eso es, apunta, aguanta la respiración, y dispara.
El sabueso le miró fijamente, como entendiendo su destino. Tristán apuntó, asustado como nunca lo había estado.
—¡Dispara! —gritó el padre en el preciso momento en el que el jovencillo reunió los arrestos necesarios para presionar el gatillo.
Lo vivió a cámara lenta, como si el tiempo se detuviera. Pudo ver el impacto en el ojo del perro y como su vida se extinguía para siempre después de un gemido agudo. Observó las chispas provenientes del tambor del revólver y el humo saliendo del cañón. El ruido fue ensordecedor, inesperado. Por un momento su oído derecho pareció recibir también el balazo, explotando en el interior para después quedarse un molesto pitido. El zumbido disminuyó, pero nunca más se fue, convirtiéndose en un terrible y crónico acúfeno, regalo de su llegada, decisión del padre, a la edad adulta.
—Lo has hecho bien, volvamos a casa. Mandaré a Palanca para que lo entierre.
1.3
El Príncipe permaneció encerrado en su habitación durante dos días. Sin comer y bebiendo agua tan solo cuando era imprescindible. Tumbado en la cama sin sacarse la escena de la mente y enloqueciendo por el maldito silbido instalado en su oído. Tenía solo trece años y había perdido las ganas de vivir. Y si decidía salir adelante, sería solo por una razón, vengarse. Convertido en un Conde de Montecristo de segunda oyó a alguien golpear la puerta.
—¿Tristán? ¿Estás bien?
Era la preocupada e inconfundible voz de Affoué.
—Te traigo la cena, y esta vez no pienso irme hasta que te la termines —dijo abriendo la puerta aun sin permiso y entrando en el dormitorio bandeja en mano.
Lo encontró tumbado boca abajo, colocó la bandeja en la mesilla y se sentó en el borde de la cama.
—Tristán, cariño, estas cosas pasan. Los animales mueren.
Levantó la cabeza y la miró con rabia, luego se convenció de que la sirvienta no sabía toda la historia y consiguió relajar el gesto. Olió los huevos fritos con patatas, su plato favorito, pero no quiso probar bocado por puro orgullo.
—¿Por qué vienes tú y no mi madre?
—Ya sabes que tu madre…es una mujer muy discreta —contestó ella sorprendida.
—¿Es que no me quiere?
—¡Pues claro que te quiere! ¡No digas tonterías!
Se arrepintió de preguntarlo, sabía perfectamente que le quería. Igual que sabía que ella jamás intercedería entre su padre y él por su exacerbado sentido del respeto. Seguramente sufría como la que más por culpa de su improvisada huelga de hambre.
—Come, por favor —suplicó la marfileña.
Él dudó, pero sus tripas estaban a punto de hacerse con el control de todo.
—Cenaré si te quedas aquí conmigo —faroleó.
Affoué asintió con la cabeza, sonriendo. Segundos después el Príncipe atacaba huevo, patatas y pan, todo a la vez. Todo mezclado, engullendo como un reo que acaba de salir de galeras. La sirvienta se relajó al verle alimentarse al fin. Le quería, a pesar de sus defectos.
—Afu, ¿tú tienes novio?
—¿Novio? —repreguntó sorprendida—. ¿Es que ves a algún novio por aquí?
—Ya, ya —siguió hablando el chico con la boca llena—. Pero te vas los sábados por la tarde y no vuelves hasta el lunes por la mañana.
—Claro, es mi tiempo libre.
—Que sí —insistió el muchacho paciente—. Pero que si en tu otra casa tienes novio.
—¿Y a qué vienen estas preguntas, petit ragot?
Tristán tragó un trozo de pan con dificultad que se le había hecho bola y continuó:
—Porque yo te quiero Afu, más que cualquier novio, y algún día serás mi esposa.
La sirvienta sonrió, incluso se sonrojó.
—¿Sabes que tengo diez años más que tú, verdad?
—Padre tiene más de treinta más que mi madre.
—Ya, pero no es lo mismo.
No era un argumento convincente para el Príncipe, siempre había sido más maduro de lo que decía su partida de nacimiento. Por un momento el hambre y la pena habían enseñado su lado vulnerable, pero estaba recuperando fuerzas.
—Es lo mismo Affoué Zokora, y algún día yo poseeré todo esto y tú serás mi reina.
La marfileña aún asimilaba aquellas palabras con aires proféticos, enredó sus dedos entre la melena del joven cariñosamente y respondió:
—Nous verrons, mon petit prince.
Tristán terminó de cenar y apartó el plato, miró los interminables ojos de la africana y, masticando los últimos trozos, dijo:
—Serás mi reina.
Affoué le aguantó la mirada, con ternura, se dispuso a levantarse entonces y recoger el plato, pero fue abordada por los labios del chico, que aterrizaron sin permiso sobre los suyos. Ella se apartó al instante, se pasó la yema de los dedos por los mismos y susurró:
—Tristán…
Pero el mancebo no se amilanó, hizo otro intento y esta vez consiguió estar un par de segundos piel con piel antes de que la sirvienta lo apartara.
—Tristán, por favor.
—Afu solo quiero besarte, por favor. No sé qué se siente. Estoy aquí rodeado de hombres una vez he vuelto del colegio, solo te tengo a ti. Por favor.
—No, no puede ser.
—¿Por qué?
—Porque es inapropiado —contestó ella con la vista perdida en el suelo.
—¿Por qué?
—Tristán, basta, lo sabes perfectamente. Eres un niño y yo tu cuidadora.
—No soy un niño, si tengo edad para disparar y matar la tengo para besar a una mujer.
Ella lo miró sorprendida, no tenía noticias de ningún arma y mucho menos de alguna muerte violenta. Intentaba atar cabos, pero el muchacho no le daba tiempo a pensar. Decidió borrar eso de su memoria, asumir que hablaba de temas de caza, cuando recibió el tercer beso. Se dejó hacer, solo un poco, sin moverse. Para saciar la curiosidad del inexperto chico. Notó entonces la joven lengua forcejeando entre sus labios, suplicando una breve y codiciada entrada.
—¡Mm! Tristán, ¡eso sí que no!
—¡Joder Afu! —refunfuñó él.
La sirvienta puso el rostro más serio del que fue capaz y le dio una colleja diciéndole:
—Habla bien.
Después hizo otro intento de irse, de agarrar las sobras y volver al piso de abajo, pero el Príncipe se lo impidió sujetándola del antebrazo.
—Serás mi esposa, es normal que quiera catarte.
A la africana se le abrieron aún más los ojos, desencajando el rostro e incluso poniendo cara de ofendida con aquel comentario tan impropio de alguien de su edad.
—¿Catarme?
Tristán se dio cuenta de su error, hizo una mueca como disculpándose y siguió:
—No quería decirte eso. Yo te quiero, lo sabes muy bien. Sabes que eres lo que más me importa en el mundo y que lo estoy pasando fatal, no sé ni lo que digo. Pero también soy un…¡un hombre! Mucho más de lo que te crees. Y te deseo, lo viste el otro día mientras me bañabas. Estas cosas se notan.
—Son cosas normales de la edad —se sorprendió a si misma justificándolo—. Es lógico que estés confundido.
—Es mucho más que eso —perseveró el muchacho mientras le ponía ahora la mano sobre la pierna cubierta por el ceñido pantalón del uniforme—. No puedo dejar de pensar en ti.
—Sientes curiosidad por conocer a una mujer —dijo ella.
—No, siento curiosidad por conocerte a ti —le rectificó mientras su mano recorría su muslo, acariciándolo—. Yo jamás te trataría mal, nunca te obligaría a nada o te forzaría a hacer algo que no quisieras. Conmigo serías feliz.
Affoué estaba tan confundida que había perdido completamente la capacidad de discernir entre lo que era normal y lo que no. El muchacho siguió tocándole la extremidad, ganando centímetro a centímetro hasta que se detuvo en su entrepierna, momento en el que la marfileña apretó los muslos con fuerza, atrapándole los dedos en señal de negación.
Tristán, ante aquel paso en falso, la retiró rápidamente y la puso en su mejilla, acariciándosela.
—Oh, Afu, eres tan guapa.
El pantalón del chico era un volcán, con una sonada erección que ansiaba libertad y consuelo. Deslizó sus dedos de la mejilla al cuello y siguió bajando hasta llegar al escote, rozándole el canalillo discretamente para finalizar la maniobra sobre su pecho izquierdo, palpándolo por encima de la ropa. La respiración de ambos se aceleró. Él por la excitación y ella por los nervios. Viendo que la sirvienta no se zafaba, siguió manoseándole el pecho, disfrutando por primera vez de la anatomía de una mujer. Le agarró entonces la mano y se la llevó al bajo vientre, mostrándole lo que sentía por ella de la manera más gráfica posible.
—¿Ves lo mucho que te quiero?
Continuó disfrutando de su cuerpo, de ambos pechos de la enmudecida sirvienta, que se debatía entre lo correcto y lo piadoso. Se bajó lo suficiente el pantalón del pijama para liberar su erección, potente y vigorosa, y restregó la inerte mano de la marfileña por ella.
—Siempre pienso en ti Affoué, a todas horas —insistió él mientras seguía con los impúdicos tocamientos—. Por favor, tócame tú también, por favor.
Después de varios intentos de colocarle la mano sobre su miembro, consiguió al fin que esta se agarrara casi como un automatismo, y la guio entonces mostrándole los movimientos que deseaba, arriba y abajo, lenta y acompasadamente.
—Así es, eso es, eso es Afu —dijo el Príncipe entre pequeños gemidos.
La acompañó un poco más en aquellos placenteros vaivenes hasta que vio que funcionaban solos, sin asistencia. La mano de la sirvienta masturbaba al mancebo en una especie de segundo ritual que lo llevaba de lleno a la edad adulta. Con ambas manos libres aprovechó para disfrutar plenamente de su generoso busto, colando incluso uno de las manos por el escote hasta alcanzar uno de los senos cubierto solo por el sujetador.
—Afu, Afu, ¡Afu! ¡Mm!
Tristán abandonó sus pechos y le agarró la cara, acercándola a la suya y besándole, esta vez sí, como un hombre. En cuanto sus lenguas se entrelazaron no aguantó más, eyaculando y sintiendo como su cuerpo se contorsionaba. La sirvienta pudo sentir sus espasmos entre la mano, y luego parte de la simiente temblada resbalar por sus dedos mientras terminaba el trabajo con unas últimas y delicadas sacudidas. El Príncipe se tumbó de nuevo, agotado y complacido, y pudo ver como su cuidadora se miraba la pegajosa mano sin saber muy bien que hacer.
—Te lo decía en serio Affoué, algún día serás mi reina negra.