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Villa Imaxinación

en Amor filial

Villa Imaxinación

Eusebio miraba de reojo a su hijo Efrén, que a su vez observaba a su esposa y sus gemelos corretear por el campo.

—¿Estás seguro de que esto es lo mejor, hijo? —se atrevió a preguntar al fin.

Efrén siguió contemplando a su bella y joven mujer, perseguida por sus muchachos.

—Completamente, lo he hablado ampliamente con el médico. A Julia no le pasa nada malo, es un trastorno completamente inofensivo, una especie de exceso de imaginación. Aquí, en el campo, al lado del lago, será mucho más feliz que en cualquier ciudad.

—¿Y cómo lo harás tú?

—Entre semana no me queda más remedio que estar entre Madrid y Oviedo pero los fines de semana los podré pasar en esta casa con ellos.

Bertu y Bras, los dos pequeños, al fin alcanzaban a su madre y esta, teatralmente, se arrojaba sobre el césped para dejarse abordar por sus hijos.

—¿Y el colegio de los rapazos?

—He contratado a una institutriz austríaca. Seria, muy seria. Vendrá de lunes a viernes y se ocupará personalmente de su educación.

Eusebio empezó a darse cuenta de que su hijo lo tenía todo previsto. Sacó un pequeño frasco de rapé y colocó el polvo de tabaco sobre el dorso de la mano para aspirarlo momento seguido, un mal vicio que se trajo de sus años trabajando en Suiza.

—¿Y Julia se ocupará de la casa? Es una villa muy grande esta que has comprado, hijo —insistió el padre.

—No, hoy mismo llegan Pedro y Ana. Son un matrimonio guatemalteco jovencísimo pero llegan ampliamente recomendados. Harán de guardés de la casa.

—Ya veo que lo tienes todo organizado. Ya sabes que de Oviedo a aquí hay poco trayecto, cuenta con que me pasaré todo lo que pueda para ver que está todo en orden.

—Lo sé papá —respondió Efrén dándole dos palmadas cariñosas en el muslo— no te preocupes por nada. Julia y los niños estarán bien, te lo aseguro. Sé que su afectación puede asustar si no se conoce, pero te aseguro que es un ángel. Un ser absolutamente incapaz de dañar a nadie, y la amo más que a mi propia vida.

I

Los siguientes años fueron tranquilos. Apacibles en aquella villa situada en un lugar de ensueño. Bertu y Bras crecían fuertes y sanos, entre el amor incondicional de su madre, las atenciones de Pedro y Ana y la estricta educación de la señorita Hannah Böhm.  Estaba siendo un mes mucho más caluroso de lo normal. Los muchachos habían terminado las lecciones y jugaban al fútbol en bañador a la orilla del lago. Al rato se les unió la madre. Treinta y un años de excelente figura cubierta por un discreto bañador azul.

Los tres se pelearon por la pelota durante más de una hora hasta que Bertu fue empujado a traición a las aguas del lago que, por buena que fuera la temperatura en el exterior, estaban excepcionalmente frías. Salió tiritando ante las risas de su hermano y la madre y no dudó en perseguirlos a ambos con la intención de pagarles con la misma moneda. Duró otro buen rato la improvisada opereta hasta que consiguió alcanzar a su madre y ambos cayeron sobre la hierba, exhaustos y entre risas. Bras se dejó caer también a un par de metros.

—¿Notáis como respira el suelo? Es Gaia, la Madre Tierra, orgullosa de que revoloteemos sobre ella —dijo Julia en uno de sus tantos excesos de imaginación.

Bertu y Bras la escuchaban relajados, recuperándose del esfuerzo físico.

—Cuando se siente triste, los nuberus usan su poder para hacer que llueva y así ella se nutre del agua para poner los prados verdes. Son seres increíbles.

Bertu había quedado parcialmente tumbado sobre la madre, con sus piernas sobre su muslo y la cabeza descansando en uno de los pechos. Al notar su bragadura presionando directamente contra la desnuda piel de la extremidad de la madre empezó a sentir un extraño desasosiego, una inexplicable y nunca antes experimentada excitación. Julia siguió contándole a los chicos historias de su particular mundo interior mientras que él advirtió el erguido y firme pecho bajo la oreja. Finalmente, sin poder evitarlo, sintió una súbita congoja en su bajo vientre y su entrepierna se endureció.

Abochornado, estudió a su madre y a su hermano que parecían completamente ajenos a esa explosión de emociones y reacciones que estaba experimentando. Su miembro estaba duro como nunca antes y tuvo una casi incontrolable ansia de restregarlo contra la torneada pierna, pero consiguió reprimirse. Le siguió un sudor frío y culpable y una ligera taquicardia y aceleración de la respiración.

Bertu experimentó, por primera vez, lo que era el deseo por una mujer.

II

 Bras se agitaba nervioso en el pupitre. Su hermano parecía estar en otro mundo y él no soportaba más las interminables y soporíferas lecciones de matemáticas de la señorita Hannah Böhm. Esta le daba la espalda y seguía escribiendo aquellos jeroglíficos en la pizarra. Números que para él no tenían ningún sentido. La austríaca era una mujer bella aunque pareciera que se esforzara al máximo para disimularlo. A sus cuarenta años su esbelta figura era tan sensual como poco lo era su vestimenta, ataviada con un soso jersey de cuello alto gris y una larga falda de lana de similar color. Pero ni la poca gracia de su ropa podía evitar que un joven en plena pubertad se fijara en las formas de su cuerpo de manera tan impúdica.

El alumno se imaginaba a la institutriz de todas las indecentes maneras imaginables. En ropa interior, sin nada de ropa, en traje de baño, mostrando su generoso busto. Más que generoso incluso, teniendo en cuenta lo delgada de su figura. La señorita Hannah Böhm no solo tenía los rasgos finos, ojos azules y una preciosa cabellera dorada, también tenía unos senos desproporcionados. Difícilmente podía camuflarlos por recatada que fuera su vestimenta.

Un pedazo de tiza se rompió contra la pizarra y cuando la estupenda fémina se agachó para recogerlo le regaló, involuntariamente, una inmejorable visión de su apetecible trasero. Bras se revolvió aún más inquieto en su asiento viendo como la institutriz contorsionaba su cuerpo incapaz de alcanzar el pedazo roto hasta que finalmente, poseído por un calor que empezaba a ser usual e iba en aumento, agarró con la yema de sus dedos la tela y lentamente comenzó a subirle la falda. La señorita Böhm siguió inalterable buscando por el suelo mientras el muchacho ya vislumbraba la meta, lo que esperaba fuera la visión de una ropa interior de encaje y elegante. Se relamió incluso cuando, a escasos centímetros de su objetivo, la maestra se giró a la velocidad del rayo, incorporándose y cruzándole la cara con una sonora bofetada.

Hannah Böhm no tuvo necesidad de argumentar la extrema acción, se limitó a mirar a aquel indecoroso jovenzuelo con sus ojos gélidos. Mucho más sorprendido estaba Bertu, que llevaba tiempo mirando las musarañas y se había perdido la escena completa. Pasados dos interminables minutos, la educadora decidió seguir con la lección. Bras aguantó el resto de la mañana frustrado, abochornado y con una enrojecida mejilla que ardía más y más con el transcurso del tiempo.

III

El último año a los gemelos se les había hecho, por primera vez, largo. Lo que parecía una vida idílica les empezaba a parecer una cárcel de oro. Su conducta era buena, siendo educados y cariñosos con su amada madre y también con el padre que, aunque ausente la mayor parte del tiempo, pasaba los fines de semana con la familia fuera como fuese. Eran demasiado obvios los cambios físicos y hormonales que habían vivido en los meses anteriores. Su tema de conversación se había reducido a uno, las maravillas del sexo y las mujeres. Maravillas que, a ellos, se les resistían.

Habían terminado las clases de la mañana y ambos fueron directos a la cocina a ver trabajar a Ana. Se conocían desde que ellos tenían seis años y ella tan solo dieciocho, pero a pesar de haber cumplido ya los treinta y dos, la guatemalteca parecía no superar los veintitrés como mucho, teniendo una apariencia muy juvenil. Más que una sirvienta, se había convertido parte de la familia, siendo también su cuidadora e incluso confidente.

Bertu y Bras la observaban sin perder detalle, con aquella especie de vestidito que solía llevar para trabajar y el imprescindible delantal de cocina. Era una mujer atractiva, menuda, de piel trigueña y larga melena negra, recogida a veces en una espectacular trenza. Los hermanos veían como Ana removía el puchero sacudiendo involuntariamente su respingón trasero, bastaba con una sola mirada para poder comunicarse pero Bras fue un poco más allá e incluso le dio un codazo a su compinche señalándole el objetivo. Este gesto no pasó inadvertido para la cocinera, que se sonrió pero decidió pasarlo por alto.

—¿No tienen nada mejor que hacer que estar en la cocina? —preguntó ella divertida.

—Ya hemos terminado las clases de la mañana —fue lo único que se le ocurrió contestar a Bertu.

—Ya veo… —dijo ella siguiendo con su trabajo.

Ahora la contemplaban picar una cebolla de perfil, percibiendo como los pechos separaban ligeramente el delantal de su cintura. Senos ni grandes ni pequeños, del tamaño justo. Ana percibió de nuevo las desvergonzadas pupilas de los adolescentes clavadas como agujas en su cuerpo, y se sintió entre halagada y avergonzada. Al fin y al cabo, estaban en la edad.

—Ana… —comenzó Bras.

—¿Si?

—¿Cómo es que Pedro y tú no habéis tenido hijos?

A la sirvienta le pilló por sorpresa aquella pregunta, pero no le cambio el buen humor.

—Pues porque no se dio la ocasión.

—Ya… —fue lo único que dijo el muchacho— Pero vosotros…

La guatemalteca cogió aquella insinuación al vuelo, dejó su tarea y se giró mirando directamente a los chicos intentando disimular una sonrisa.

—¿Nosotros qué?

—Vosotros…¿lo hacéis, no?

—¿Hacemos el qué? —insistió ella con la intención de incomodarlo.

—¿Folláis no? —intervino ahora Bertu siendo, poco usual en él, el más lanzado de los dos hermanos.

—¡Pero bueno! —exclamó ella exagerando la indignación—. ¡Largo de aquí, pervertidos!

Los echó de la cocina atizándoles con un trapo, riéndose los tres por aquella travesura. El resto del día fue según lo previsto. Comida, un pequeño descanso, y vuelta a las clases. Cuando por fin la institutriz abandonó la villa los gemelos volvieron en busca de Ana y esta vez la encontraron en su habitación, la más pequeña de la casa y la única situada en el piso de abajo. Irrumpieron sin aviso ante la sorpresa de la sirvienta que, alarmada por un momento, interrogó:

—¿Pasó algo?

Los gemelos permanecieron allí de pie unos segundos, cabizbajos y como si fueran a confesar la mayor de las atrocidades.

—Me están asustando muchachos, ¿la señora está bien?

—Sí, sí, mamá está bien, se ha tumbado un rato —adelantó Bertu.

—¿Entonces? ¿Qué son esas caras?

—Ana, no ha pasado nada, somos nosotros —intervino ahora Bras.

—¿Qué os pasa?

Los tres se miraban de pie en aquel pequeño cuarto, intercalaban miradas.

—Ana...—volvió Bras—. Sabes que nosotros prácticamente nunca salimos de la villa. Estudiamos y vivimos aquí desde que somos pequeños, solo una vez al mes vamos con papá a Oviedo y recorremos la ciudad, a excepción de algunas vacaciones.

—Sí, ¿y pues?

—Pues pasa que no podemos más. Todos los días es la misma historia es como aquella película que vimos juntos, ¿te acuerdas? La de la marmota, Atrapado por su pasado.

—Qué buena peli —dijo ella sonriendo por primera vez desde que había empezado aquella extraña e improvisada reunión.

—Buena para verla, pero no para vivirla —afirmo ahora muy serio Bertu.

—Chicos, deberían hablar con su papá, yo no puedo ayudarles en esto.

—El caso es que sí puedes, Ana —contestó Bras volviendo a coger el liderazgo.

—¿¿Yo?? —dijo la sirvienta realmente confundida.

Bertu se dio cuenta de que la puerta se había quedado entreabierta y aprovechó para cerrarla mientras que su hermano proseguía:

—Ana…nosotros…nunca hemos visto a una mujer.

—¿Cómo que no han visto nunca a una mujer? —repreguntó ella subiendo algo el tono, remarcando su incredulidad pero sospechando ya por dónde iban los tiros.

—No Ana, ¡no! Ya me entiendes joder, nunca hemos visto a una mujer de verdad. ¡Nunca! ¡Ya sabes a lo que me refiero!

—¡Habla bien! —le increpó ella—. Déjense de estupideces y váyanse.

Incómoda, la guatemalteca hizo ver que recogía una ropa que estaba sobre la cama, intentando dar por cerrada la conversación.

—Ana por favor, por favor, no nos hagas esto —suplicó Bertu entre gimoteos.

—¡Basta! Vayan a dar una vuelta, que me van a gastar el nombre —respondió ella sin levantar la vista de su tarea.

—Por favor, nunca te hemos pedido nada así. Estamos aquí como si fuéramos prisioneros. Es normal que tengamos curiosidad. ¿Crees que es fácil para nosotros pedirte algo así? Nos hemos atrevido porque para nosotros eres parte de la familia y te queremos.

—Qué cara más dura —susurró la criada intentando no sonreír.

—Lo decimos en serio —atacó de nuevo Bertu—. No podemos vivir así.

Finalmente volvió a dejar la ropa sobre la cama, alzó la vista y mirándolos fijamente sacudió la cabeza de forma negativa, con paciencia. Los adolescentes percibieron que empezaba a ablandarse y su corazón dio un vuelvo antes de rematar:

—Solo queremos ver a una mujer, una vez, y nunca más te pediremos nada. ¡Lo juramos!

Ella siguió negando pero se sintió atrapada por la pena, la comprensión y el cariño que les tenía a los chicos.

—Solo una vez Ana, solo mirar —rogó Bras sabiéndose vencedor.

La sirvienta miró en todas direcciones, quedándose un instante obnubilada observando el techo y terminó diciendo:

—Solo un momento, y les juro que si alguna vez se entera alguien los mato.

Los hermanos aceptaron llenos de nerviosismo y emoción, como niños la mañana de reyes. La guatemalteca dudó otra vez, puso los ojos en blanco de paciencia y lo primero que hizo fue descalzarse. Después comenzó a subirse el vestido, dejando a la vista de los excitados adolescentes primero sus piernas y luego sus braguitas negras. Ahora la prenda recorría la cintura en dirección ascendente hasta mostrar el sujetador negro a juego para finalmente desaparecer por encima de la cabeza. Dejó el vestido sobre la cama y miró a los ansiosos jovenzuelos.

Realmente era la primera vez que los gemelos veían a una mujer en ropa interior, y aquella bonita y delicada muchacha no era para nada una mala primera experiencia. Ana siguió observándoles y enseguida se dio cuenta de que no se iban a conformar con solo eso, llevó sus manos a la espalda y con algo de dificultad consiguió desabrochar el sostén. Lentamente lo dejó caer sobre el suelo y, estratégicamente, tapó sus desnudos senos con los brazos. Bertu y Bras no perdían detalle, disfrutando de cada centímetro de su piel y temblorosos por la situación.

—¿Suficiente? —preguntó ella haciéndose la inocente pero sabiendo perfectamente cuál sería la respuesta.

No hizo falta que hablaran, sus miradas eran de por sí una súplica. Como pudo llevó sus manos hasta la goma de las braguitas, procurando en todo momento no mostrar más de lo imprescindible, y las bajó hasta librarse de ellas por los pies. Ahora la sirvienta hacía equilibrios para tapar su pubis y los pechos. Los dos adolescentes seguían estudiando su anatomía, completamente absortos. Bras fue el primero en notar el crecimiento del bulto de su pantalón, pero no tardó en acompañarle Bertu.

—¿Contentos?

Bertu se acariciaba inconscientemente la entrepierna por encima de la ropa mientras el hermano meditaba la mejor forma de expresarse:

—Bueno…

—¡¿Ahora qué les pasa?! ¡Cómo les agarre Pedro los colgará de un árbol!

—¡Si es que no se te ve nada! Jolín...

De nuevo la guatemalteca puso los ojos en blanco en señal de paciencia, inspiró profundamente y finalmente abrió los brazos mostrando su anatomía al completo. Los jóvenes parecía que hubieran encontrado la piedra filosofal, con los ojos abiertos como platos recorrían su cuerpo al fin sin barreras de ningún tipo. Un cuerpo menudo pero bonito, con grandes areolas negras alrededor de los erectos pezones, una cintura considerablemente firme y generosas y sensuales caderas. Bras fue el primero que se movió para poder deleitarse con un trasero firme y bien formado entretanto que Bertu estudiaba su sexo, con el pubis depilado en forma de pequeño triangulito.

—¿Ya me puedo vestir? —preguntó la sirvienta con un tono con tendencia al enfado.

No era fácil dar por satisfechos a dos sacos de hormonas que vivían alejados de la sociedad. Aunque el plan de los gemelos estaba ampliamente conseguido, estos fueron incapaces de detenerse. Fue Bras el primero que, acercándose un poco más, llevó su mano hasta una de sus nalgas. Ana volvió a inspirar profundamente, ahora sí realmente molesta, pero el adolescente a falta de impedimento siguió palpando el glúteo, manoseándolo con cuidado. Bertu se sintió excluido y, sin dejar de acariciarse compulsivamente la erección por encima del pantalón, lanzó la garra libre hasta alcanzar uno de los pechos.

—¿Se puede saber qué hacen? —preguntó ella en un susurro, conteniéndose.

—Es solo un momento Ana, por favor, solo queremos saber qué se siente.

Aquel experimento que en un principio casi le había parecido hasta tierno, se estaba convirtiendo en algo muy incómodo e incluso peligroso. Bras siguió magreándole las posaderas mientras que Bertu hacía lo propio con su busto, alternando entre ambas mamas y jugando con los pezones.

—Déjenlo ya o gritaré, les di mucho más de lo pactado chicos.

—Un minuto más, te lo suplico —rogó Bertu casi lloriqueando.

Bras quiso saber también que se sentía manoseando aquellos pechos y se intercambiaron, pero Bertu dio un paso en falso y poco después de comenzar su inspección por detrás llevo la mano hasta su sexo, rozándolo con los dedos.

—¡¡Basta!! —anunció la sirvienta con autoridad, alejándose con un respingo de los libidinosos dedos para taparse rápidamente con el vestido.

Con la prenda por encima intentando cubrir su cuerpo les señaló la puerta de manera implacable y los hermanos supieron que el juego había llegado a su fin.

IV

Fueron meses caóticos, no fue fácil el camino . Aquella concesión de la sirvienta había sido, sin duda, un grave error. El acoso fue imparable, la importunaban a cada momento. Espiándola, colándose en su cuarto, abordándola mientras hacía la comida o cualquiera de las tareas de la casa. La relación entre los jóvenes y Ana se había convertido en un infierno para ella. Aunque los muchachos nunca consiguieron pasar de los tocamientos no perdieron la esperanza de conseguir algún día llegar hasta el final, de sorprenderla en un renuncio, en un momento de debilidad. Se habían convertido en un par de chicos atléticos, adolescentes con el cerebro contaminado por las hormonas. Cazaban en grupo o por separado, como los lobos.

Era sábado y comían todos juntos en la mesa del jardín, el día era espléndido, especialmente soleado y caluroso. Efrén había invitado al pequeño ágape al abuelo, su padre, además de a la señorita Hannah Böhm en señal de agradecimiento por tantas horas dedicadas a la enseñanza de sus hijos. Ana servía plato tras plato ante la atenta i libidinosa mirada de los gemelos, pero aquella tarde no fue la única víctima de sus calenturientas mentes. La institutriz había sucumbido al inusual calor y se había vestido con una fina blusa blanca y una falda marrón que terminaba por encima de sus rodillas, casi una pornográfica provocación viniendo de la recatada maestra. La falda parecía aún más corta sentada en la silla y la blusa, metida por dentro de esta y ceñida a su figura, resaltaba su generoso busto. El moño y las gafas lejos de darle un todo distinguido la convertían en una especie de sensual bibliotecaria sacada de las más oscuras y profundas fantasías de los hombres.

—Me alegro de que los chicos avancen y de que se sienta a gusto trabajando con ellos señorita Böhm —agradeció el padre sinceramente.

La austríaca se sintió halagada y empezó a contestar con la educación y el agradecimiento que se le esperaba:

—El placer es mío —dijo antes de detenerse en seco al notar la palma de la mano de Bras sobre su muslo, que se sentaba justo a su derecha—. Son dos muchachos excelentes.

Consiguió terminar la frase casi atragantándose, sorprendida por aquella descarada e impune invasión, consciente de que una reacción violenta por su parte podía crear un conflicto de proporciones difícilmente manejables.

—Hannah es de la familia, un ser celestial enviado para cuidarnos —añadió la madre con su habitual tono dulce y agradecido, además de fantasioso.

—Muchas gracias —contestó ella carraspeando mientras podía notar la mano de su alumno magreándole lentamente la pierna.

Su genio habitual rápidamente fue aplacado por la incómoda situación, sabiéndose entre la espada y la pared. El abuelo también preguntó sobre sus nietos y ella, como pudo, salió del paso con monosílabos. Los tocamientos siguieron, envalentonándose Bras y avanzando en dirección a su entrepierna, arrastrando la falda por el camino.

—La verdad es que son buenos chicos —concluyó el abuelo ajeno a la situación.

El alumno disfrutó de la situación hasta llegar a rozar con la yema de los dedos su ropa interior, momento en el que la institutriz se levantó como un resorte de la mesa, pálida  como la harina. Por un momento el muchacho entró en pánico hasta que la burda excusa de la maestra lo tranquilizó:

—Vais a tener que perdonarme, no recordaba que tengo que hacer una gestión importante en la ciudad y será mejor que me vaya.

El resto de comensales la miraron asombrados.

—¿No puedes ni esperarte al postre? —preguntó Efrén, el padre.

—Mucho me temo que no —fue la única respuesta.

Los varones se levantaron de la mesa en por educación mientras el padre ordenaba:

—Hijos, que uno de vosotros acompañe a la señorita Böhm al coche por favor, Hannah, ha sido un placer contar con su compañía.

Obviamente a Bras le faltó tiempo para ofrecerse, ante la negativa de la maestra que insistía en que no era necesario. El coche no podía estar más alejado, casi al otro lado del lago, apartado de la villa y además cobijado por grandes pinos. Cuando estuvieron a pocos metros del coche, la profesora se volvió hacia el adolescente con la intención de abofetearle, pero no tuvo tiempo. Bras se abalanzó sobre ella haciéndole perder el equilibrio, cayendo los dos al suelo sobre la hierba y pinaza. El muchacho se colocó encima poseído por el deseo, frotando desesperado su cuerpo contra el de ella.

—Hannah mmm, Hannah…

La austríaca apenas forcejeaba, aturdida por lo que estaba sucediendo y el alumno seguía restregándose y magreándole el cuerpo por encima de la ropa. Intentó besarla con tanto ímpetu que sus gafas salieron despedidas y su moño se deshizo en una alborotada melena, Bras se sintió protagonista de una fantasía erótica.

—Es usted tan guapa señorita Böhm, mmm.

Hannah se dio cuenta de que sobre ella ya no había un niño, de que aquel era el cuerpo de un joven-adulto desbocado por el deseo. Incapaz de reaccionar su atacante ganó terreno y consiguió subirle la falda y colocarse entre su entrepierna, presionando el bulto de su pantalón contra su sexo. La erección del chico era tan exagerada que casi podía notar como atravesaba sus bragas, como la penetraba a través de la ropa. Ahora la embestía desesperado contra el suelo de manera patosa pero con ímpetu.

—Está usted tan buena señorita Böhm.

La austríaca miraba ahora el cielo azul con motas blancas y se dejaba hacer, quedándose petrificada a su merced. En todos los años que llevaba viviendo en Asturias tan solo había mantenido una fugaz relación con un chico de Oviedo, hacía más de tres años que no se sentía deseada por nadie y, aunque intentó mentirse a sí mismo, se excitó. Su código ético la invalidaba para participar de aquello, pero decidió no impedirlo. Bras seguía aprovechándose de su cuerpo, abriéndole incluso la blusa para disfrutar de las deseables vistas de su escote mientras que sus caderas se movían arriba y abajo. Hannah deseó que aquel vigoroso jovenzuelo le arrancara la ropa interior pero la excitación y la inexperiencia del chico hizo que no fuera necesario, le agarró los glúteos con fuerza, estrujándolos y apretando su sexo contra la erección se corrió entre espasmos y un gemido fuerte y seco, quedándose exhausto pocos segundos después. Ni siquiera se había bajado los pantalones.

Un par de minutos después se retiró de encima rodando por el suelo. La profesora, completamente insatisfecha y aún algo en shock se levantó, se adecentó la ropa y después de recoger sus gafas del suelo subió al coche y se fue sin mediar palabra. Bras se quedó en el suelo disfrutando del momento durante un buen rato.

De nuevo en la villa, Bertu había entrado en la casa y se había dirigido a la cocina para ayudar a Ana a traer los postres. O eso es lo que había anunciado antes de abandonar la mesa. Al ver a la guatemalteca de espaldas a él terminando de emplatar cerró la puerta y se acercó sigilosamente. La sirvienta estaba tan concentrada que ni siquiera había reparado en su presencia cuando él la abrazó por detrás. Ella hizo un ruido de paciencia con los labios antes de preguntar:

—¿Quién es, Bras o Bertu?

Apretó aún más sus brazos, estrujándola entre ellos y arrimándose. Rozó su cuello con los labios y subió las manos hasta alcanzar los pechos mientras respondía:

—¿Quién crees que soy? Tu favorito.

La cocinera intentó zafarse sin mucha convicción, lamentablemente acostumbrada a este tipo de situaciones.

—No sé quién es, son igual de pervertidos ustedes dos.

Bertu siguió metiéndole mano despacio, sabiendo que antes o después la respuesta sería definitiva y, como siempre, una negativa acompañada probablemente de amenazas con contárselo a su marido. Era un equilibrio en el que si jugaba bien sus cartas podría disfrutar un poco de su anatomía, pero que un paso en falso lo mandaría todo al traste.

—Sí, pero solo yo estoy enamorado de ti —afirmó con descaro.

Ana casi estuvo tentada de reírse, volvió a empujarle sin éxito y comenzó la mediación.

—Seguro. Anda, déjese de estupideces y ayúdeme con los postres.

Bertu tenía la erección presionando contra el apetecible trasero de la trigueña mientras que una de las manos abandonaba el esponjoso tacto de sus pechos para ir en busca de su entrepierna y acariciarla por encima del vestido de trabajo. La sirvienta se agitó con fuerza y el chico respondió agarrándole el sexo con fuerza, apretujando sus obscenos dedos contra él. Los ojos de ella casi se salen de las órbitas al notarse agarrada de tan impúdica forma, luchando ahora con más ímpetu pero obteniendo el mismo resultado.

—¡Déjeme!

Pero Bertu no la dejó. Estaba tan excitado que se veía incapaz de parar y siguió manoseándola hasta que ella consiguió darse la vuelta. Durante un par de segundos se miraron, quietos, estudiándose. Cuando la sirvienta hizo un amago de irse él volvió a atacarla con fuerza, besándole en labios y cuello mientras que sus manos nuevamente se recreaban en senos y glúteos.

—¡Basta! ¡Basta ya! ¡¡Se ha vuelto loco!!

Esta vez Ana levantó incluso la voz, arriesgándose a que alguien les oyera pero dispuesta a correr el riesgo. El adolescente enseguida le tapó la boca y suplicó:

—Por favor Ana no puedo más, ¡no puedo más! ¡Voy a estallar!

La guatemalteca consiguió librarse de la mordaza y amenazarle:

—Le juro que esta vez lo diré todo. ¡Se lo contaré todo a su papá y su mamá!

—¡¡Me da igual!! —respondió él sin dejar de sobarle todo lo que podía.

Nervioso, inundado de testosterona y adrenalina, consiguió desabrocharse el pantalón y liberar una perturbadora erección, tiesa como una bayoneta dispuesta a actuar. A la cocinera se le volvieron a poner los ojos como platos y por un momento captó la desesperación del muchacho y también el peligro real que corría, decidiendo en cuestión de segundos intentar una solución intermedia.

—Vale, ¡vale! ¡Tranquilícese!

Hubo otro minuto de quietud absoluta, sin ataques ni defensas, de estudio de la situación. Bertu no sabía a qué se refería ella con aquella especie de rendición cuando notó su cálida y delicada mano posarse en su miembro.

—Ya pasó… —insistió ella mientras comenzó las caricias.

Con solo ese gesto al muchacho le temblaron las piernas de placer y emoción. Ana le masturbaba con una dulzura impensable después de tan extrema situación, aumentando el ritmo de los tocamientos justo en el preciso momento.

—Mmm sí, oh sí, eso es —dijo él disfrutando cada segundo.

Continuó con el solidario acto cuando pronto volvió a notar las manos del chico por su cuerpo, manoseándole un pecho y después la nalga.

—Ohh, mmm. Te amo Ana, te lo creas o no.

—Vale, vale, relájese.

Todo iba bien hasta que Bertu volvió a inquietarse, subiendo la intensidad de los tocamientos e incluso acercándose más a ella. Ana Intensificó las caricias pero vio que no conseguía el efecto deseado.

—¿Qué pasa? ¿Qué le pasa?

—Nada Anita, nada, que hacerme una paja ya puedo yo. Necesito sentirte —dijo apartando su mano del miembro e intentando subirle el vestido.

—No, ¡no! ¡¡Ni se le ocurra!

Siguió disputándole el vestido e insistiendo:

—Necesito más preciosa, un poco más.

—Bertu…¡para! —ordenó ahora consciente de cuál de los dos hermanos era el que estaba llegando tan lejos.

Ella se retiró, apoyándose en la encimera y tirando uno de los platitos del postre, pero ni el estruendo de la cerámica contra el suelo hizo que aquel saco de hormonas entrara en razón. Consiguió levantarle el vestido y cuando estaba a punto de colocar el glande contra sus bragas finalmente ella, realmente asustada, le empujó con fuerza hasta separarlo medio metro.

—¡¡¿¿Te volviste loco de remate o qué??!!

Bertu calibraba cuál era el siguiente paso cuando la cocinera, resignada, sacaba una goma de pelo del bolsillo del vestido y se recogía la larga melena en una coleta quejándose entre dientes:

—Quiere algo nuevo, pues de acuerdo pero no lo que usted se cree niñito malcriado.

Ante la sorpresa del adolescente Ana se arrodilló sobre el frío mármol de la cocina, y volviendo a la masturbación desde esa nueva posición acercó sus labios y comenzó a lamerle el lubricado falo, deteniéndose en alguna ocasión para seguir despotricando.

—Se creen que soy una puta, esto es lo máximo que me va a sacar.

La sirvienta se metió aquel pedazo de carne entero en la boca y prosiguió con una excitante y bien ejecutada felación. Succionaba, lamía y acariciaba, demasiado para un virgen salido quinceañero que, en menos de cinco minutos, eyaculó con la fuerza de un torrente, impactando el primer chorro dentro de la boca y, después de que ella se retirara a toda prisa, rociándole la cara y el pecho. El joven tenía la cara desencajada por el placer y parecía al borde de un ataque de asma cuando la guatemalteca le increpó:

—Haberme avisado.

V

Ningún territorio del país se había salvado ese verano del calor. Tampoco el norte que contaba, año tras año, con temperaturas más elevadas. Esa semana ni siquiera la brisa nocturna daba un respiro a los habitantes de la villa. Bertu y Bras dormían en sus respectivas camas cuando los despertó el ruido de su puerta abriéndose. Su madre irrumpía sigilosamente en la habitación para anunciar:

—El cielo llora.

Eran más de las dos de la madrugada, y aunque a sus dieciocho años conocían perfectamente la condición de Julia, les sorprendió aquel derroche fantasioso en horas tan intempestivas.

—¿Mamá?

—Venid conmigo, el cielo llora.

Los gemelos se miraron extrañados y, a pesar de vestir solo con el pantaloncito del pijama, decidieron obedecer. Siguieron a su progenitora por los pasillos y escaleras de la propiedad hasta salir al exterior. Una vez allí se alejaron un poco de la luz de los faroles inextinguibles de la casa para tumbarse sobre la hierba.

—¿Podéis verlo? —preguntó ella, que vestía solo con un camisón.

Su madre tenía una imaginación inconmensurable, y vivía en su mundo, pero no solía decir algo así por nada. Los chicos estudiaron el cielo con detenimiento hasta que por fin Bras pudo ver una estrella fugaz.

—¿Lo visteis? —insistió ella.

Efectivamente, el cielo lloraba. Como cada año las lágrimas de San Lorenzo hacían acto de presencia para decorar el estrellado manto. Julia observaba aquel hecho fascinada. Susurraba cada vez que detectaba una estela.

—Llora, y no sé la razón.

—Mamá —tranquilizó Bertu —no creo que el cielo llore. Yo creo que son luces de alegría. Que está feliz.

—¿Seguro? Las xanas también creen que llora.

Las xanas. Si la primera erección de Bertu fue con el muslo de su madre, la de Bras había sido oyendo sus historias, seres femeninos, pequeños y de gran belleza que habitaban, desnudas, los bosques.

—Claro que es de alegría, nos lo has contado siempre, está feliz porque Gaia está en equilibrio, ¿verdad? —participó ahora Bras.

Julia pareció reflexionar unos segundos antes de dar esa explicación por buena.

—De acuerdo. Hoy dormiremos todos juntos, como cuando erais niños. Debemos estar juntos.

A los gemelos les pareció una idea ridícula, pero estaban  dispuestos a acceder para que su madre estuviera tranquila. Tenía una sensibilidad extrema y no iban a ser ellos quienes perturbaran su felicidad. Volvieron a la villa y se metieron en la amplia cama de matrimonio, Julia en el centro y sus hijos uno a cada lado. Los tres se miraron. La ventana estaba abierta para combatir el calor y entraba la suficiente luz de la luna y de las luces del jardín que permanecían encendidas toda la noche. La madre sonreía mientras observaba a sus dos niños convertidos en hombrecitos.

—¿Qué? —Terminó por preguntar Bras intimidado por aquellos ojos grandes y almendrados.

Ella no contestó. Tan solo enredó los dedos en su pelo cariñosamente, sonriendo. Al rato, miró hacia el lado contrario y se acurrucó en el hombro de Bertu.

—Mis pequeños...

Se sentía feliz rodeada de los dos hombres de su casa. El abrazo se extendió. Tumbada de lado, instintivamente, movió su pierna para depositarla encima del vástago. Aquel gesto inocente, sintiendo el muslo acercarse a su entrepierna, hizo que Bertu recordara con absoluta exactitud la tarde de juegos en el lago cinco años antes. Parece mentira la nitidez con la que algunos recuerdos perduran en el cerebro de una persona incluso teniendo tan solo once años de edad. Recordó el chapuzón, las risas, el bañador azul de su madre y, también, su erección. Fue más consciente que nunca de que la primera vez que sintió excitación en su vida fue, ni más ni menos, que tumbado sobre ella. Con solo el recuerdo y la situación pudo notar a su dormido miembro reaccionar, y cuanto más luchaba con aquel despreciable pensamiento, peor era.

Julia, con tan solo treinta y seis años era una fémina espectacular. Guapa y con un precioso y proporcionado cuerpo. Eran pocas las veces en las que los hermanos la podían observar ligera de ropa. Quitando algunos baños en las que acudía con su traje, no recordaban la última vez que la habían podido ver en camisón o pijama. El de aquella noche era especialmente bonito, plateado, satinado y corto, demasiado corto.

—Pero bueno, cariñitos familiares y no me invitáis —dijo Bras acercándose también y abrazando a su madre desde detrás, completamente ajeno a la angustia de su hermano gemelo.

Con la pequeña vibración el muslo de Julia se restregó de nuevo sobre las partes de Bertu, haciéndolas reaccionar ya de manera inequívoca. Él estaba tan abochornado que apenas podía respirar.

—Mis pequeños —volvió a decir la madre.

Bras se relajó abrazado al cuerpo de su madre hasta alcanzar una dulce duermevela. Estaba entre dos mundos, ni dormido ni despierto. Más a gusto que en mucho tiempo. Su cuerpo se había ido aproximando aún más al de la progenitora hasta que su falo había terminado acomodándose contra su deseable trasero. Julia tenía ahora el camisón por encima de la cintura y podía notar perfectamente a su hijo presionando contra sus nalgas, separados solo por la ropa interior de ambos. Bras no era plenamente consciente de lo que estaba pasando, pero no quería despertarse nunca, desprenderse de la placentera sensación.

Al otro lado Bertu seguía luchando contra sus impulsos perdiendo definitivamente la batalla. Alcanzando tal enderezamiento que la tela del pijama empezaba a quedarse pequeña para cubrirlo.

—Mmm —gimió Bras entre sueños e instintivamente comenzó a balancear su cuerpo, restregando suavemente su bragadura contra los firmes glúteos de la madre.

Enseguida alcanzó también una nada desdeñable erección, aumentando ligeramente los movimientos de pelvis. Con los movimientos el muslo volvió a restregarse contra el miembro de Bertu que parecía una roca maciza. Él no supo que hacer, solo fue capaz de tragar saliva. Traspiraba consciente de que el color que sentía nada tenía que ver esta vez con la cálida temperatura de las últimas noches.

—Mmm sí —volvió Bras mientras seguía arrimándose.

Bertu tenía los ojos cerrados con fuerza, los abrió en un acto de valentía y pudo ver los de su madre observándole. Su cara no era de sorpresa y mucho menos de enfado, era de ternura y comprensión. Restregaba la pierna contra la rigidez del hijo con total naturalidad. Las miradas seguían estudiándose, calmas, tranquilas.

Finalmente Bras se despertó, parando aquel movimiento en seco para enseguida darse cuenta de lo que estaba pasando. Sintió miedo, vergüenza, pero se convenció a sí mismo de que tanto su hermano como su madre dormían y no eran conscientes de su excitación. Su pene seguía clavado contra las perfectas posaderas de la progenitora y no tuvo el coraje de retirarlo. Como una pequeña prueba lo apretó aún con más fuerza y, viendo que no había respuesta, reemprendió los movimientos de manera casi imperceptible. Su brazo izquierdo rodeaba a su madre por encima de la cintura y podía sentir sus pechos apoyados en él. Se excitó aún más.

Bras acelero el ritmo e incluso subió un poco más el brazo para apretujar los senos de Julia, todo con la esperanza de que el sueño de esta fuera profundo. Pero Ella estaba más que despierta, y era absolutamente consciente de todo lo que estaba pasando. En una meditada decisión se desprendió del aprovechado hijo y se acercó aún más al abochornado, tumbándose completamente encima de él. Bertu pudo sentir el delicado cuerpo de su madre posándose suavemente encima, con el camisón convertido casi en un sujetador y con las braguitas aterrizando justo encima de su monte.

Bras alzó la cabeza sin entender muy bien que estaba pasando, incapaz de asimilar que quizás su madre había huido de sus pecaminosos tocamientos. Vio la cara de desasosiego de su hermano y el cuerpo de ella, de espaldas, tan solo cubierto por unas finas braguitas negras y un maltrecho camisón. Con el espectacular culo boca arriba y las piernas y gran parte de la espalda desnudas. Pensó que era el ser más perfecto que jamás había visto y sintió una envidia infinita.

La madre seguía descansando sobre Bertu, que permanecía impertérrito. No hizo falta que se moviera, fue su miembro el que cobró vida propia, agitándose a espasmos contra el sexo de Julia. Con cuidado y terror, colocó una de sus manos en la espalda de la madre y la acarició. Ella tenía la cabeza sobre su hombro impidiendo que pudiera ver su expresión. Bertu continuó con las caricias y ante su atónito gemelo deslizó la mano hasta llegar al trasero y lo acarició casi inocentemente.

A Bras le hirvió la sangre y sin disimulo fue él quién agarró las piernas de Julia y comenzó a masajearlas. Piernas largas, esbeltas, torneadas y sensuales. Las acariciaba como ningún hijo lo haría con una madre, no, por lo menos, desde épocas pretéritas. Recorría su piel con lujuria mientras observaba hacer lo mismo a su hermano con las nalgas, cada vez más animado. Parecía un concurso en el que ambos muchachos pretendían llevarse un pedazo de la madre.

Las cuatro zarpas recorrían el cuerpo de mujer, espalda, glúteos, pies, muslos y caderas. Había empezado la competición, una peligrosa en la que se puntuaba tan solo traspasando los límites de la cordura. Bertu, engallado, agarró el resto del camisón y lo retiró por encima de sus cabezas, sintiendo ahora los perfectos pechos de Julia aplastados contra él. En la maniobra perdió su objetivo, aprovechándose Bras y manoseando el anhelado trasero. Bertu seguía teniendo a su favor la posición y no pudo resistirse a moverse. Adelante y atrás, frotando su descomunal erección contra el cubierto sexo de ella.

Su hermano retiró ligeramente las braguitas tan solo por la parte de detrás, mostrando los firmes glúteos y acariciándolos por primera vez sin barreras. Siguieron manoseando aquel cuerpo durante rato, demasiado rato. Nerviosos, ansiosos y desconcertados. Pararon cansados, encallados en aquella situación. Mirándose el uno al otro con su presa en medio de los dos. Hablando con la mirada. Bras retiró, casi a cámara lenta, la ropa interior de su madre, haciéndola desaparecer. Maniobra que aprovechó Bertu para quitarse, no sin cierta dificultad, su pantalón. Pudo sentir ahora el vello púbico de Julia contra su erección, aprisionada entre los dos cuerpos. Fue en ese momento la primera vez en mucho tiempo que ella reaccionó, acomodando hábilmente la entrada de su vagina en el glande de su hijo y, como por arte de magia, penetrándose.

Bertu tembló como nunca, al borde del colapso. Sentía por primera vez en su vida su miembro prisionero de tan excitante conducto. Y entonces ella se movió ante la estupefacta mirada del otro hijo. Era casi imperceptible, pero mucho más que suficiente.

—¡Oh! ¡¡Oh!! ¡¡OooOghhh!!

Julia siguió cabalgando aquel mástil con maestría, con amor, con ternura y con mucho sexo.

—¡¡Ohhh!! ¡¡¡Ohhh Diós!!! ¡¡Ohhh!!

Permaneció en esta posición durante menos de cinco minutos y entonces, con suma destreza, se incorporó consiguiendo sentarse a horcajadas sobre él sin en ningún momento retirar el falo de su interior. Los movimientos eran tan sutiles que a veces parecía no moverse, pero Bertu ya estaba a punto de explotar de placer. Bras no aguantó más y decidió unirse, llevando sus manos desde detrás y apretujándole los pechos, jugueteando con los afilados y duros pezones.

—¡¡¡Ah!! ¡¡¡Ah!!! ¡¡¡Ahh!!! ¡¡¡Ahh!!!

Julia supo que llegaba al fin y contorsionó su cuerpo lo suficiente como para que la fricción que sintiera Bertu fuera tan poderosa que estallara de placer, llegando a un brutal orgasmo y eyaculando en su interior.

—¡¡¡Ohhhhhhhhhh síiiiiii!!!

Descansó un par de minutos encima de él, ensartada aún por una erección que iba a menos y sin dejar de sentir ni un minuto las manos de su otro hijo manoseándole el cuerpo entero. Levantó el pubis lo justo para invitar a Bertu a que se retirase y este rápidamente se hizo a un lado. Recuperó el aliento y sin más demora se colocó a cuatro patas sobre la cama, regalándole la tan ansiada vista a Bras que casi se muere de emoción, con su cuerpo en pompa y dispuesto. No esperó ni un segundo, se colocó detrás y su sable buscó la apertura de su cueva como un cerdo una trufa. Le agarró con firmeza de las caderas y la penetró sin compasión, embistiéndole con todas las fuerzas.

—¡¡Ohh!! ¡¡Ohh!! Me toca a mí, ¡me toca a mí! ¡Mmm! ¡¡Mmm!!

Las acometidas empezaron a buen ritmo y fueron subiendo las revoluciones, se excitaba ver los pechos de su madre moviéndose en círculos con cada embestida.

—Mmm sí, ¡¡mmm sí!! Eres un ángel mamá, ¡un ángel!

La cama temblaba y chirriaba mientras Brass podía notar sus testículos rebotando contra aquellos glúteos de acero.

La madre también gimió. Había permanecido con una sonriente pero impasible cara mientras desfogaba a su otro hijo, pero este consiguió arrancarle pequeños gritos de incomodidad.

—¡¡Oh síii mami, que buena que estás!! ¡¡Ohh!! ¡¡Ohhhh!!

 Ella sentía que aquello era justo. Que eran adolescentes con una curiosidad natural por el cuerpo de una mujer y que no era su culpa tener que vivir en estado de medio-aislamiento. Le pareció sano, normal y bonito aunque nuca lo hubiera planeado.

—¡¡¡Ahh!!! ¡¡Ahh!! ¡¡Ahh!!

Finalmente Brass se derramó en su interior, llegando al clímax entre espasmos y ensordecedores gemidos.

Los tres se tumbaron exhaustos, exactamente en la primera posición de la noche, con la madre en el centro y ellos a los lados. Vuelta al inicio salvo por la desnudez, el sudor y el agotamiento. Permanecieron así durante horas, hasta que el sol empezó a colarse por la ventana. Con el sol, Bertu fue el primero en despertarse. Primero su miembro que instintivamente se apretujó contra el querido muslo de su madre. Le siguió Bras que, al ver la escena, también se excitó nuevamente. La madre agarró el pene de su hijo mientras observaba al otro que seguía restregando el suyo en su pierna.

Sonrió.