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Kubeo

en Amor filial

K U B E O

I

Supongo que a ojos de mucha gente mi familia no era normal. Sin duda, no era la típica familia tradicional española, dónde lo más exótico que te podías encontrar era un mestizaje entre Comunidades Autónomas. Yo no era plenamente consciente de ello. Llegado a la adolescencia uno ve como “normal” lo que es cotidiano, usual, común, y claro está que mi realidad siempre había sido la misma desde que tenía uso de razón.

Desde niño mi padre me había contado la historia tal y como sucedió. Esta era tan extraña que siempre me pareció un cuento, pero a su vez la había vivido con total normalidad. No fue hasta las primeras veces que fui a casa de mis amigos que me di cuenta de las notables diferencias que existían entre sus padres y los míos. Mi padre es una persona mayor, ahora con casi sesenta años podemos decir que su paternidad fue tardía. Antropólogo por absoluta vocación había recorrido medio mundo en busca de las tribus y sociedades más excepcionales y desconocidas antes de acabar con un trabajo fijo como maestro en la Universidad de Barcelona.

En uno de sus viajes por Brasil y Colombia, recorriendo el río Vaupés, se quedó absolutamente fascinado por las gentes que vivían en su cuenca. Tribus como la Arapaso, la Tukano, los Yuruti o los mismos Kubeo. Todos ellos formaban una amplia y elaborada red de intercambios que incluía matrimonios, rituales y comercio. Fueron estos últimos, los Kubeo, los más receptivos y con los que pudo convivir varios apasionantes meses. Allí conoció a mi madre, una joven enfermiza de catorce años a la que llamaban Querarí, por el afluente del río dónde se encontraba su asentamiento.

Querarí había perdido el precioso color trigueño de la tribu, substituido este por un pálido febril. Posiblemente aquejada de algún parásito, mi padre convenció a los integrantes del asentamiento de que necesitaba ayuda urgente, y que lo mejor es que le dejaran llevarla a la ciudad más cercana. Ellos fueron muy reacios con esta idea, pero ante la imposibilidad de curarla acabaron accediendo. Había demostrado un respeto absoluto y profundo por sus creencias, y esto fue clave para que confiaran en él.

La joven muchacha luchó con fuerza, hospitalizada durante más de dos meses. Tiempo este en el que mi padre, aquel aventurero occidental y sabio, nunca se separó de ella. Después de tanto tiempo se dieron cuenta de que nunca podrían volver al asentamiento, y tras un interminable laberinto de papeles, requisitos, formularios e incluso sobornos, consiguió adoptarla legalmente y se la trajo a vivir a Barcelona, su ciudad natal. Pero él nunca la vio como una hija. Jamás miró fijamente aquellos ojos y tuvo un sentimiento paternal, y ambos lo sabían. Esperó pacientemente hasta sus dieciocho años de edad, cuándo, después de una nueva batalla legal y muchas, muchísimas explicaciones, consiguieron casarse. Así se convirtió legalmente en Querarí Puig, esposa de Oriol Puig y posteriormente madre de Roger Puig.

La luna de miel la pasaron cerca, entre las calas, el mar salvaje y la tramontana de la Costa Brava. Ya había viajado demasiado, pensó mi padre. Me contó que me engendraron en la misma noche de bodas, convirtiendo todo aquello en un relato, si cabe, más de cuento. No un cuento para niños, ni libre de pecados o polémica, pero sí uno dónde todos los personajes eran felices y obtenían lo que querían.

Mi madre siempre fue muy callada, a pesar de hablar perfectamente el castellano apenas pronunciaba dos palabras consecutivas. Sin embargo sus enormes ojos estaban llenos de amor, y con ellos se expresaba mejor que grandes oradores. Se dedicó al hogar, a mi padre y a mí. Siempre con una tímida sonrisa en la boca y un gesto amable. Pocas veces salía a la calle, y cuando esto pasaba y alguien del barrio la veía pensaban que era la segunda esposa de mi padre. «Se debe haber casado con la asistenta», sentenciaban algunos.

No juzgues. Esta ha sido la mejor enseñanza de mi padre. No juzgues, nunca juzgues, ni siquiera a los que te juzgan.

II

En mi casa nunca nadie me cantó una nana, pero siempre descansé con una tranquilidad envidiable. Mi padre me contaba historias de sus viajes, de exóticas tribus y de aventuras mientras que mi madre se limitaba a mirarme y acariciarme el pelo. Recuerdo que tuve mi primera pesadilla pensando en los Sentineleses, los misteriosos habitantes de Sentinel del Norte, famosos por ser beligerantes con cualquier persona que se acercara a ellos. Incluso caníbales, decían algunos. También recuerdo mi primera erección, escuchando las historias de las fogosas tribus de las islas Trobriand, en Papúa Nueva Guinea. Todo lo aprendía de una manera didáctica. No había ninguna faceta de la vida que no pudiera explicar mi padre con alguna rara costumbre de nuestro mundo salvaje.

Probablemente la gente me considera tímido e introvertido. De hecho lo soy, adoro leer, observar, aprender, pero relacionarme siempre me ha costado un poco. Aunque siento que mis compañeros me aprecian, nunca he sido lo que coloquialmente llamarían un chico popular. La diferencia de gustos con la gente de mi edad es, quizás, una barrera insalvable. No me importaba tener una vida ligeramente solitaria, pero llega un día en el que las hormonas toman el control, y los viejos hábitos se vuelven una carga demasiado pesada.

¿Qué solución me daría mi padre? ¿Qué consejo tendría para un jovenzuelo con pocas aptitudes con las mujeres?

No lo sé, porque nunca me atreví a preguntarle.

—Jaque mate, hoy estás un poco dormido hijo —dijo mi padre justo después de avanzar su torre consiguiendo un resultado fatal para mis intereses.

—Sí, ando un poco distraído.

—¿Algún problema? —preguntó rascándose su poblada barba blanca.

—Nada que no solucione un buen descanso nocturno —mentí.

—¿Te he hablado alguna vez de los Senoi? Son una tribu de Malasia que no conocen ni la violencia, ni la delincuencia, ni las enfermedades mentales. ¿Sabes cuál es su secreto?

—¿La meditación?

—Buena respuesta, pero no. Comparten sus sueños. Cada día se reúnen y se explican unos a otros lo que han soñado la noche anterior.

Ninguna de sus historias me dejaba indiferente. Por educación o por genética, pero todo aquello me parecía apasionante.

—¿Los llegaste a conocer?

—Oh sí, en la isla de Malaca, muy enriquecedor el rato que compartí con ellos.

—¿Y cómo son?

—Pacíficos —dijo entre carcajadas—. Son muy sabios, y muy espirituales. Probablemente lo que han conseguido es una sociedad sin estrés. Ni siquiera ellos son conscientes de la grandeza de su pueblo.

Mientras mi padre recolocaba las fichas para una nueva partida podía ver a mi madre, con el pelo suelto, largo y negro, recogiendo la ropa sucia en un canasto para luego lavarla a mano. Incluso un acto tan cotidiano como aquel parecía algo ancestral efectuado por ella.

—Te toca abrir a ti, yo defiendo —anunció él.

Comenzando de nuevo el juego pude notar como ella me miraba, sonriéndome siempre. Los ojos grandes, enormes, con largas pestañas y las facciones delicadas. Sin duda podría haberse presentado para el casting de Pocahontas. A pesar de su escasa estatura y vestir de andar por casa se movía con la elegancia de una princesa amazónica.

—Concéntrate —me dijo después de acariciarme el pelo, recogiendo un jersey que estaba justo detrás de mí para añadirlo al cesto.

Mi padre era el sabio, pero a veces pensaba que mi madre podía leerme la mente. Si eso era cierto, lo único que podía hacer era ruborizarme con la idea.

III

El jueves por la tarde decidí quedarme en la piscina del colegio a nadar. Aprovechando que había un carril vacío descargué toda mi adrenalina con la intención de calmar mis instintos de pubertad algo tardía. Llevaba casi dos horas braceando en aquellas aguas domesticadas cuando empecé a sentirme exhausto. Finalmente di la sesión por concluida y después de una larga ducha volví a casa. Al llegar vi a mi madre preparando algo de cena para la noche en la cocina americana.

—¿No está papá?

—Universidad —me respondió mostrándome una sonrisa con todos sus preciosos y alineados dientes.

—¿Tan tarde?

—Reunión.

No me sorprendió la escasez de palabras, pero sin embargo sí noté algo extraño en su vestimenta. Normalmente llevaba ropa cómoda. Pantalones de lino y blusas o camisetas de tirantes. Solía andar descalza por casa incluso en invierno, pero era muy poco habitual verla ligera de ropa. De hecho me di cuenta en ese mismo instante que jamás la había visto desnuda a pesar de su habitual naturalidad. Aquella tarde había algo raro en ella. Llevaba puesto un pantaloncito blanco, muy pequeño, probablemente de pijama y en la parte de arriba tan solo un sujetador del mismo color. No pude evitar contemplarla, por la simple curiosidad. Cuando entré al otro lado de la isla de la cocina en busca de un vaso de agua mis ojos recorrieron todo su cuerpo, desde los dedos de los pies al cabello negro azabache. Mis ojos se quedaron clavados en su escote, momento en el que ella me miró, observó también su escote, volvió a mirarme y sonrió.

En ese momento sentí tanta vergüenza que agarré el vaso de agua y salí casi corriendo de allí, alegando que iba a terminar unos deberes para mañana. ¿Qué habría pensado mi madre?, yo tan solo curioseaba, examinaba algo que no era habitual. ¿Por qué me sentía tan abochornado? ¿Por qué parecía que hubiera hecho algo malo? Pensé en lo bien que me iría aplicar un poco de filosofía Senoi en aquel momento. De todas formas ella había sonreído, lo que significaba que nada le había parecido raro. Claro que con su gesto era más que evidente que sabía, o mejor dicho…pensaba, que me había fijado en sus pechos. Mi cabeza daba vueltas y vueltas sin parar, añorando la intimidad de la piscina, deseando que la cena pasara lo más rápido posible para poder encerrarme durante horas junto a mi almohada.

Una hora después mi padre entró en mi habitación, vestido aún de calle y anunciando que la cena estaba lista. Tragué saliva antes de acudir. Mis padres seguían como siempre, con mi padre contando anécdotas de la reunión de profesores  que acababa de tener y mi madre atenta, dulce y servicial.

—Cariño, por una vez déjanos ayudarte —dijo mi padre viendo que su esposa retiraba los platos y se disponía a servir el postre.

No contestó, se limitó a hacer un gesto de agradecimiento y a seguir con la que consideraba que era su tarea. Alcé la vista probablemente por primera vez en toda la cena y me fijé en que su atuendo no había cambiado, fijándome ahora en sus tonificadas piernas, sus generosas nalgas y la fibrosa espalda, completamente descubierta a excepción de la tira del sujetador. A pesar de que el postre era frío no pude evitar sentir calor, traspirar e incluso notar inquietud.

—Hijo, ¿te pasa algo? —preguntó mi padre.

—Creo que no me encuentro bien, demasiado tiempo en remojo en la piscina, me estará saliendo un catarro.

—Jengibre, canela y tomillo, quedarás como nuevo.

No respondí, pero claramente pude ver la cara de incredulidad de mi madre ante mi repentino malestar.

—No debe ser nada —dije con los ojos clavados en el plato.

—Será mejor que descanses, mañana a primera hora te despierto y me dices si estás bien para ir al colegio. No te fuerces, sé que estás nervioso por los estudios, pero más vale un día de reposo que una semana.

—De acuerdo papá —contesté levantándome de la mesa, girándome rápido para no cruzar la mirada con mi madre y abandonando el salón casi a la carrera.

IV

Después de aquella tarde extraña, los siguientes días fueron más normales. Mi madre me miraba, atendía y sonreía, nada nuevo si no fuera porque a mí me costaba levantar la cabeza en su presencia. El lunes comimos todos juntos, algo extraño ya que mi padre entre semana difícilmente podía venir a casa al mediodía. Después del pequeño banquete él oteaba un libro sobre los Himba, una tribu del norte de Namibia, mientras yo me fijaba en mi madre que, de espaldas a mí, fregaba el suelo. Sentí paz, por primera vez en días. Contemplando a la Kubeo y recuperando las sensaciones de normalidad que tanto anhelaba. Mi padre era mi padre, mi madre era mi madre y yo, era yo. Un adolescente que a veces las hormonas revolucionadas le hacían tener pensamientos absurdos, temores infundados y actitudes algo patéticas.

—¿Sabíais que el color rojizo de la piel de los Himba se debe a que se untan con ocre, manteca y hierbas? Por lo visto les protege de los rayos del sol.

La expresión de mi madre era de alegría, siempre irradiaba felicidad cuando su marido estudiaba y hablaba apasionadamente de algo. Además esto era muy común.

—Son monoteístas y adoran al Dios Mukuru.

—Yo me voy a hacer la mochila y me pasaré por el colegio a nadar.

—¿Hoy no tienes clase, hijo?

—No, por las tardes solo el jueves, que repasamos con la tutora los avances del “Treball de recerca”.

—¿Y cómo lo llevas?, ¿necesitas ayuda?

—No, gracias papá. Prefiero terminarlo y entonces ya te lo dejaré leer para que puedas opinar.

Sonrió orgulloso antes de decir:

Si me esperas veinte minutos salgo contigo, he quedado con el decano para hablar de las conferencias del próximo trimestre. Te puedo acercar si te apetece.

Sobre las seis y media di por concluida mi sesión de natación y andando sosegadamente volví a casa. Mi vida volvía a ser plácida y tranquila y esperaba que ninguna de mis paranoias volviera a irrumpir sin permiso en mi cabeza. Abrí la puerta saludando, me fui hasta el salón y en la cocina abierta volví a ver a mi madre. Por un momento pensé que mi mente me jugaba una mala pasada. Estaba al otro lado de la isla limpiando la encimera, solo la veía de cintura para arriba, suficiente para saber que esta estaba desnuda.

—Agua —me dijo señalando un vaso, mostrándome que me lo había servido esperando mi llegada.

Perplejo, avancé pasito a pasito hasta su posición y al pasar el mueble que tapaba su cuerpo pude ver que en la parte de abajo nuevamente vestía aquel pequeño pantalón blanco de días anteriores. Veía sus pechos de perfil, grandes y vencidos por la gravedad balancearse con los movimientos del trapo. Se giró hacia mí, apuntándome con aquellos pechos que nunca habría imaginado tan bellos y generosos, con los pezones grandes y erectos mientras que señalando el vaso repetía:

—Agua.

Pude notarlo en sus ojos, en la expresión de su cara. Pude percibir como me estudiaba, como escudriñaba en mi interior intentando averiguar mis sentimientos al verla semidesnuda. Yo seguía en shock, con la vista clavada en su canalillo, comprobando como sus senos se abrían ligeramente hacia afuera. Quizás no fue una reacción normal, pero tampoco lo era aquella actitud exhibicionista.  Después de examinarnos mutuamente, se dio la vuelta y poniéndose en pompa, regalándome ahora un primer plano perfecto de sus glúteos, limpió el suelo con el mismo trapo con el que limpiaba la encimera. Conseguí salir de mi obnubilación y cogiendo el vaso me fui a mi habitación, andando con la soltura de un nonagenario después de una maratón.

Era casi la hora de cenar cuando rompí mi rutina y decidí ducharme nuevamente, por tercera vez aquel día si contábamos la ducha aclaradora de cloro del colegio. Mi padre había llamado diciendo que se iba a retrasar, que la conversación con el decano estaba muy interesante y habían decidido continuarla en una improvisada cena. Yo notaba el agua resbalar por toda mi piel y me sentía incapaz de cenar a solas con mi madre. Ni siquiera tenía hambre aun con el esfuerzo realizado por la tarde. Empecé a enjabonarme cuando se hizo fuerte el miedo de que estuviera cerca de vaciar el depósito del agua caliente y un chorro helado impactase contra mi cuerpo. Pasaba la esponja por el torso cuando vi como la cortina de la ducha se corría y aparecía nuevamente mi madre en topless.

«Joder…»,

Sin mediar palabra, ni siquiera un triste monosílabo, llevó su mano directamente a mi miembro y lo acarició con una delicadeza extrema, juzgando claramente mi reacción. Yo contuve la respiración como si estuviera nadando entre corales, completamente embobado mientras ella seguía recorriendo mi falo con sus suaves yemas. Sin llegar en ningún momento a agarrarme el pene, tan solo con el ligero contacto, este empezó a crecer de tamaño hasta quedarse en estado de media erección. Entonces me miró por última vez, directamente a los ojos, traspasándolos, me regaló una sonrisa que por primera vez parecía más pícara que dulce y salió del baño. Sentí que acababa de pasar una especie de examen, y después como mi pequeño mundo se desmoronaba.

V

Mis sueños fueron raros, muy raros. Imágenes de mi madre medio desnuda, de aquella extrañísima exploración ginecológica, irrumpían en mis pensamientos.  La mañana del martes en el colegio fue más o menos igual, con aburridas clases a las que era incapaz de prestar atención. Temía la hora de comer. Rezaba para que mi padre también pudiera asistir como el pasado día y así no estar a solas con mi progenitora. Pero cuando llegué a casa, en cuanto crucé por la puerta, me di cuenta de que la situación empeoraba. Mi padre dejaba un maletín y un trolley en el recibidor mientras mi madre terminaba de poner la mesa para comer.

—Tranquilo hijo, de momento tu madre no me ha echado de casa.

—¿Y esta maleta?

—El decano me pidió ayer que fuera a la convención de Asturias, por lo visto Pablo Errando está indispuesto y finalmente no podrá asistir.

—¿A Asturias?

—Sí, me voy hasta el viernes. Me da tiempo a comer con vosotros por eso.

«Joder, joder, joder».

Sentí un nudo en la garganta, agobio, estrés, un pudor que no sabía que era capaz de tener. Lo primero que pensé es que esa misma tarde compraría un cerrojo para mi cuarto de baño, ya que ni siquiera me duchaba tranquilo. Iban a ser unos días muy largos. Acomodados todos en la mesa del salón, mi padre repasaba los temas que se iban a tratar en la convención.

—Vaya, “costumbres sexuales rituales, significado y folklore”, interesante tema.

Comía con dificultad el arroz con verduras mientras mi padre seguía con las ponencias:

—Los Sambians de Papúa ingieren el semen de sus mayores para convertirse en guerreros. Uy, disculpad, quizás no es un tema agradable para la comida.

Yo jugaba con el arroz, revolviéndolo con el tenedor y escuchando a mi padre leer el resumen de la charla.

—Los Trobriandeses comienzan a tener relaciones sexuales a los seis años y por lo visto en S’Aut d’Eau, Haití, mezclan el sexo con el vudú.

«En Haití me gustaría estar a mí hoy».

—En el Tíbet se practica la poliandria, los hermanos pueden compartir la misma mujer, y en la tribu de los Kubeo la madre desvirga al hijo como rito de iniciación a la edad adulta.

«¡¡¿¿Qué??!!, ¿pero de qué mierda habla? ». No me podía creer que mi padre hubiera dicho algo así sin reparar en ello. ¿Es qué no recordaba de dónde había salido su esposa?, ¿quizás pensaba que eso era algo arcaico o que solo se practicaba en el Vaupés? Estaba tan concentrado que incluso pensé que ni se había dado cuenta de lo que había salido por su boca.

—Los Tahitianos tienen al “mahu”, un hombre homosexual que suple a las mujeres si estas escasean.

«¡Qué me importará a mí el mahu este!».

—Se te hará tarde —dijo mi madre mientras me observaba fijamente, sorprendiéndome con una frase tan elaborada. Seguramente sabedora de mi incomodidad.

—Uy sí, será mejor que me centre en estos manjares —respondió mi padre apartando el programa por un rato.

El resto de la comida siguió casi en silencio, conmigo sin apenas probar bocado y mi padre dándose prisa dispuesto a emprender su viaje cuanto antes. Despidiéndose de nosotros le dije:

—Voy contigo papá, así puedes dejarme en el colegio, me apetece nadar un poco.

—¿Seguro?, llevas un par de días raro, sin hambre. ¿No estarás demasiado débil para nadar? Si al final tiene que salirte un catarro lo empeorarás.

—No, no, no te preocupes. Me siento mejor y hacer deporte me abrirá el apetito.

—De acuerdo, vamos pues, pero tómatelo con calma.

Hice caso a mi padre, si tomárselo con calma significa nadar durante casi tres horas hasta la extenuación, claro. De camino a casa anduve lento, meditabundo, con el dorsal ardiendo por el esfuerzo. Parecía que daba los últimos pasos camino de la cámara de gas, pero en mi caso ni siquiera había degustado “la última cena”. Luego pensé que estaba exagerando, era obvio que mi madre actuaba raro desde hacía días, pero quizás para ella culturalmente hablando lo único que hacía era cerciorarse de que ya era sexualmente maduro, activo. Recordé nuevamente el consejo de mi padre:

No juzgues, nunca juzgues, ni siquiera a los que te juzgan.

Entre en mi casa en una mezcla de preocupación, pudor, pero también sintiéndome algo tonto por darle tanta a importancia a algo que probablemente era anecdótico. Me avergoncé por sentir miedo, como si las enseñanzas de mi padre o mi singular familia no hubieran hecho mella en mí. Seguro que lo de mi madre era una simple comprobación, no había que darle más vueltas. Aunque era difícil. Al llegar al salón me alegré de no encontrármela ni allí ni en la cocina americana y fui directo a la habitación.

«Salvado», pensé. Por la noche solo tenía que cenar con normalidad y poco a poco ir dominando mi paranoia. Culpé nuevamente a las hormonas mientras me cambiaba, poniéndome cómodo con el pijama. Me tumbé cómoda y justo cuando me disponía a relajarme con algo de música la puerta de mi habitación se abrió de par en par, casi de manera fantasmagórica. Segundos después mi madre cruzó la entrada, completamente desnuda, llevando solo un gran collar rojo y amarillo que cubría parte de sus voluptuosos pechos y el cuerpo pintado con rallas horizontales y diagonales de color negro con algo que recordaba a la henna. Me fijé en que también llevaba el mentón decorado con la misma cenefa y luego mis ojos fueron directos a clavarse en su sexo que sin estar depilado, parecía arreglado y recortado.

—Shhh —ordenó con suavidad mientras se acercaba lentamente a mí.

Yo seguía tumbado en la cama, completamente en shock, con la boca abierta de la manera más cómica y patética. Se quedó justo en frente de mí, se quitó el collar para colgarlo en un flexo que había al lado de mi escritorio, me volvió a mirar y me pareció que erguía su cuerpo para mostrarme sus deslumbrantes senos. Farfulló algo en su lengua natal mientras parecía exhibir su anatomía y enseguida se acomodó encima de mí, muy despacio, moviéndose como una encantadora de serpientes mientras clavaba sus rodillas a cada lado de mis caderas y se sentaba sobre mis partes, presionando su sexo contra mi miembro, separados solo por la fina ropa del pijama.

—Ma…má…

—Shhh —insistió ella.

Aposentada como estaba se movió sensualmente con sus caderas, adelante y hacia atrás, muy lentamente frotando su cuerpo contra el mío, con sus pechos bailando al son de la música de su cuerpo. Me agarró las manos y las llevó directas a sus pechos, invitándome a acariciarlos mientras que seguía con aquella ancestral danza. Noté sus erectos y enormes pezones colarse entre mis yemas y ella enseguida sintió mi erección atrapada contra su pubis, ansiosa por atravesar la ropa. Yo seguía magreándole los pechos, luchando contra los tabús sociales pero inequívocamente excitado mientras ella me quitaba con maestría la parte de arriba del pijama.

—M…am..á….

Se deslizó hacia abajo y agarrando la goma del pantalón me lo quitó por los pies con mi ayuda, liberando la que posiblemente era la erección más salvaje de toda mi vida. Sin perder ni un momento el contacto visual conmigo se acercó a mi falo y se lo introdujo en la boca, succionándomelo hasta tres veces con fuerza para volverse a retirar, dejándolo completamente lubricado.

—Mmmm.

Entonces se tumbó encima, presionando ahora sus enormes y puntiagudas mamas contra mi pecho a la vez que hábilmente introducía el glande en la entrada de su vagina y, sin previo aviso, se penetraba hasta el fondo. Gemí al notar mi sable en su interior, aprisionado con fuerza por su musculosa cavidad mientras ahora, con extrema sutileza, se movía arriba y abajo.

—¡¡Ohh!!, mmm, ¡ohhh!

Siguió con aquel movimiento, incrementando la rapidez y la fuerza mientras ahora su lengua recorría mi cuello provocándome un escalofrío. A cada delicada maniobra el placer era mayor, ahora no necesité invitación para que mis manos volvieran a sus excepcionales tetas y las manosearan con furia, moviéndolas de manera circular mientras me ordeñaba lenta y lujuriosamente.

—¡¡Ohh!!, ¡¡ohh!!, ¡mmm!, ¡¡oh!!, ¡¡oh!

Empezó entonces a cabalgarme con fuerza, salvajemente mientras pude ver como sus ojos se quedaban en blanco a cada acometida y yo seguía metiéndole mano desesperadamente.

—¡¡¡Ohhh!!!, ¡¡¡ohhh!!!, ¡¡ohhh!!, ¡¡ohh!!, ¡¡mmm!!, ¡mmmm!, ¡¡mmm!!, ¡¡¡ohhhhhh!!!

 

Me excitaba de sobremanera notar sus ingles chochando contra las mías, con sus movimientos largos en los que a veces parecía que mi polla se fuera a escapar para luego atravesarle las entrañas. La cama chirriaba mientras mi madre seguía cabalgándome como si fuera una especie de espíritu amazónico.

—¡¡Ohh!!, ¡¡ohh!!, ¡¡ohhh!!, ¡¡ohhhhhhh!!, ¡¡ohhhhhhh!!

Aquello era demasiado placentero y por mucho que me concentré no pude retrasarlo más. Le agarré el trasero con fuerza mientras me corría, penetrándola hasta lo más hondo y descargando chorros de semen en su interior a cada fortísimo espasmo, alcanzando el orgasmo más brutal de toda mi vida.

—¡¡¡Ohhhhh síiiiiiiiiiiii!!!

Ella volvió a mover las caderas para quedarse hasta la última gota mientras que mis ojos se nublaban por el placer. Después de eso, estando yo exhausto y ella prácticamente sin despeinarse, se tumbó a mi lado y me abrazó. Quise besarle en los labios pero ella retiró la cara diciendo:

—Solo novia.

Antes de recuperar el aliento y empezar lo que seguramente iban a ser horas y horas de sentimientos encontrados y vicisitudes morales recordé las palabras de mi padre por última vez:

No juzgues, nunca juzgues, ni siquiera a los que te juzgan.