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Culto

en Amor filial

C u l T o

Es difícil saber toda la verdad. Muchos dirán que era un gurú sectario, un monstruo, un abusador. Para otros simplemente hablamos de la persona más carismática desde, probablemente, Jesús de Nazaret. Esta es parte de la historia de Amitai Berenstein, sus inicios.

I

Desde niño hizo honor a su nombre: Amitai, mi verdad. Nacido en el seno de una familia judía adinerada afincada en Madrid, sus padres, pronto se dieron cuenta de que el mayor de sus hijos pensaba de manera distinta, anormal. Mostraba una rebeldía intelectual difícilmente controlable. Poco o nada se parecía a su hermana dos años menor, Dafna. Sus problemas de conducta no solo se percibían en casa, fueron dos los colegios del que fue expulsado. La etiqueta de “mala compañía” fue un sambenito del que, ni siquiera su astucia, conseguiría librarle. Disfrutaba manipulando a la gente y no dudaba en utilizar su portentosa inteligencia para conseguir lo que quisiera. El tono de su voz, su oratoria, sus gestos, todo fluían de manera natural en él.

A los veinte años la policía nacional lo detuvo por primera vez. Dicen que de camino a comisaría, el joven muchacho, fue capaz de convencer a los dos policías que lo custodiaban de que lo soltaran. Lo más increíble de todo es que a cada uno le dijo lo que necesitaba e incluso estando los tres en el mismo vehículo, surgió efecto. Al conductor le dijo que era inocente y que estaba cometiendo un terrible error mientras que al copiloto lo convenció de que se equivocaban de persona, que él no era Amitai Berenstein.

Lo acusaban de inducción al suicidio. Una ex amante, delante de casi una decena de testigos, se había tirado a las vías del metro ante su impertérrita mirada. «Cuando veas la luz, lánzate a por ella», había oído una señora que el muchacho le susurraba al oído justo antes de que la inocente chica se arrojara. Su pecado simplemente había sido quedarse embarazada sin tenerlo previsto. Fueron dos años de juicios, testigos, víctimas y complicados procesos judiciales hasta que un juez, a la espera de nuevas evidencias y convencido del peligro del chico, ordenó arresto domiciliario revisable mensualmente. Tampoco se le permitía utilizar el teléfono o conectarse a internet si no era en presencia de un funcionario autorizado.

A los veintidós años, encerrado en una lujosa casa en Puerta de Hierro, Amitai supo que necesitaría algún reto para no aburrirse.

II

No creía en nada, ni quería a nadie. Se movía solo por interés y se sentía orgulloso de ello. Todo lo que fuera capaz de conseguir sin utilizar la fuerza le parecía justificable. Su ateísmo a ultranza lo había convertido en una persona sin empatía, en un sociópata. A veces manipulaba a sus supuestos amigos, o mejor dicho adeptos, por simple diversión. Para retarse a sí mismo. No necesitó descolgar el teléfono para que varias chicas, todas ellas físicamente bonitas y con el cerebro contaminado por su verborrea, hicieran cola en la puerta de la casa familiar para verle. Pero el padre, abochornado por la vergüenza, había dado orden de que nadie que tuviera que ver con su hijo accediera a la vivienda.

Aquello enfureció a Amitai. Nunca hizo un solo gesto que le delatara, pero la ira recorrió su torrente sanguíneo como un isótopo radiactivo fuera de control. Hasta las personas más privilegiadas intelectualmente tienen un punto débil, y el de él no era más que el sexo. A su edad contaba sus parejas sexuales por decenas, y no estaba dispuesto a tener que recorrer al onanismo durante meses para satisfacer sus impúdicos deseos. En la primera que se fijó fue en Ximena, la asistenta y cocinera boliviana de la casa. Era una presa fácil, muy fácil, pero su cuerpo fofo y los años no le incitaron el mayor deseo.

La lógica rápidamente le llevó a pensar en Dafna, su hermana. No era la chica más inteligente del mundo, pero su educación judía y el parentesco la convertían en un reto casi imposible. Sintió la excitación recorriendo su entrepierna. No era el incesto lo que le estimulaba, hasta ese momento jamás se lo había planteado, era el desafío lo que le hacía feliz. El tener un propósito para sus siguientes semanas. Durante años apenas se habían hablado. Él la menospreciaba, por su puritanismo y su simpleza. No necesitaba enamorarse de ella, tan solo que le sirviera como receptáculo para su esperma.

Amitai descansaba tranquilamente en el sofá del amplio salón cuando apareció su hermana y se sentó en un sillón algo alejado de su posición. Se obligó a mirarla con ojos lascivos. Se forzó a verla como a una mujer como si eso fuera parte de su preparación, del entrenamiento:

Metro sesenta y ocho, ojos de color miel, pelo castaño ligeramente ondulado, facciones suaves, unos sesenta kilos, pechos generosos, vientre plano, trasero ligeramente respingón, piernas torneadas…

Posiblemente su hermana habría pasado su exigente casting sin problemas. La observaba de arriba abajo, era atractiva, con un cuerpo más que deseable, pero no conseguía sentir nada. A pesar de la decepción sabía que no era un fracaso, que los días y la abstinencia cambiarían la situación, pero, por un momento, se sintió débil. Víctima de los tabús que la sociedad le imponía incluso sin que se diera cuenta.

III

El sofá se convirtió en su nueva base de operaciones y el pijama en su uniforme. Se había convertido casi en un vagabundo en su propia casa. Sin nada que hacer salvo mirar la televisión o leer y sin el mayor aprecio de sus familiares, que le aborrecían y temían por igual. Dormitaba en posición horizontal cuando los pasos de su hermana le despertaron.

—¿Te importa? —preguntó la hermana señalando el televisor, mostrando un programa de ejercicios para practicar en casa.

Amitai se quedó mirándola, vestía con un top deportivo y unos leggins ajustados. Comprendió a que se refería.

—Adelante.

La abominable música sonó inmediatamente, mezcla de electrónico y latino y acompañada de las instrucciones de una rubia siliconada doblada, probablemente, por otra rubia estúpida. Se sintió asqueado de su nueva vida, el cazador cazado. Por un momento la cárcel no le pareció un lugar tan horrible.

—¿No tienes nada mejor que hacer?, ¿estudiar o ir a la sinagoga? —preguntó él recibiendo la callada por respuesta.

Se frotó los ojos y se desperezó, alzó la vista de nuevo y pudo ver a Dafna moviendo el cuerpo al son de la música. Observó detenidamente sus nalgas, tonificadas y formando un precioso trasero en forma de corazón invertido. Pensó que días atrás no había reparado en lo perfecto que era y, como por arte de magia, sintió como su miembro reaccionaba tímidamente. Una sonrisa maliciosa se apoderó del rostro.

—Dafna, por cierto, yo no lo hice —afirmó sin que viniera a cuento.

Ella giró la cabeza ligeramente sin parar de moverse y reflexionó unos segundos antes de decir:

—¡¿Qué?!

Tuvo que subir el tono de su voz para que este se oyese por encima de la música, que ahora sonaba especialmente estridente.

—No lo hice, solo quería que lo supieras. He cometido muchos errores en mi vida, pero quería a Julia. Era mi novia y esperaba que el hijo que llevaba dentro me redimiese de todos mis pecados.

Pudo percibir, satisfecho, como las revoluciones de su hermana disminuían, posiblemente sorprendida por aquella profunda confidencia. Amitai sonrió de nuevo, disfrutando a las espaldas de la joven hermana sin quitar su, ahora sí, libidinosa vista de su cuerpo. En varios movimientos laterales pudo contemplar su pecho de perfil y notó como nuevamente su miembro reaccionaba.

—Me crees, ¿verdad? —añadió con voz queda.

Dafna volvió a girarse ligeramente, descolocada por la situación.

—Yo no tengo que creerte.

El hermano olió la duda y la debilidad de ella.

—No me importa lo que diga un juez sentado en su trono, me importa lo que opine la gente que…me importa —quebró intencionadamente la voz, mostrando ahora él una falsa fragilidad.

La hermana se paró en seco, se giró completamente y le miró con sus enormes ojos miel, estudiándole.

—Son muchas las cosas que cuentan de ti —fue lo único que alcanzó a decir.

Amitai puso cara apesadumbrada, se imaginó recogiendo el Oscar a la mejor interpretación dramática antes de decir:

—Lo sé, y me lo merezco. He sido muy egoísta, pero jamás le haría daño a nadie.

Disimuladamente agarró un cojín y se tapó con él la entrepierna, ocultando lo que empezaba a ser una notable erección. No sabía si le excitaba más su cuerpo o su primera victoria.

—La verdad es que no sé nada de ti —sentenció ella.

—Pues quizás esta prueba que el destino me ha puesto sirva para solventar eso, hermanita.

IV

Su descomunal erección le despertó antes de la hora deseada. Eran diez los días de abstinencia y se había prometido que bajo ningún concepto recurriría a la masturbación. Sintió odio hacia las mujeres. Aparentemente él lo tenía todo, buena estatura, cuerpo fibroso y agradecido, atractivo, sano y con un poder de convicción fuera de lo común. Sin embargo ellas tenían coño, y solo por ello eran una especie superior. «El coño bendito», un instrumento con el que podían controlar el mundo si sabían utilizarlo. Algo tan anhelado que ni siquiera era comparable a la piedra filosofal. La potestad de decir: «Tú sí, tú no». «¡Bendito sea el coño y malditas sean las mujeres!».

Amitai consiguió salir de su ensimismamiento, de su monólogo interior y fue directo al baño a orinar no sin dificultad. Con la anatomía relativamente controlada fue a la cocina a desayunar, acomodándose en la mesa de la amplia estancia. Ximena servía zumo de naranja mientras su madre leía el periódico y daba pequeños sorbos a su café sin reparar en su presencia.

—¿Cómo quiere el café? —preguntó educada la asistenta.

—Negro como la noche, dulce como el pecado.

Se fondo se oía un suave griterío, lejano.

—¿Qué son esas voces? —preguntó él.

—Tus amiguitos, llevan así desde las ocho, ya podrías decir que se fueran a su casa o a hacer algo de provecho —contestó la madre asqueada.

—Lo siento, no se me permite salir —dijo con cinismo—. ¿Dafna no está?

—Está en la universidad, no todos pueden estar en casa sin hacer nada.

—Ya, a mí me obliga la justicia, ¿cuál es tu excusa, madre? —preguntó Amitai con sarcasmo, hiriéndola en su condición de eterna desempleada.

La madre pensó en no responder pero finalmente no pudo contenerse:

—Trabajar en casa es más duro de lo que parece.

—Claro, que se lo pregunten a la pobre Ximena —siguió él.

La madre, Lea, tenía un perfil similar al de su hija Dafna. Intelectualmente sencilla, se casó con su marido que le sacaba diez años justo al cumplir la mayoría de edad. El acuerdo entre las dos familias fue total y desde entonces nunca más trabajó. Su responsabilidad consistía en ser una buena madre, una buena esposa y una buena anfitriona. Había triunfado en casi todo, pero siendo realistas, con Amitai nunca tuvo una verdadera oportunidad. Primero justificaba sus acciones, luego se apiadaba de él, pero ahora simplemente había dado la guerra por perdida y lo único que le procuraba era no implicarse demasiado. Su comprensión había fracasado, era el turno de la disciplina paterna y el poder de las leyes

El chico desayunó inquieto, sintiendo de nuevo el picor lascivo de su entrepierna. Miró a su madre con los ojos de un demonio. ¿Por qué no?, se dijo a sí mismo. A sus cuarenta y un años era una mujer bien conservada y atractiva. La ausencia de Dafna le había privado de fantasear un rato y no estaba dispuesto a apagar la calentura con meditación. Llevaba el pelo recogido en un moño, mostrando su delicado rostro decorado con unas finas gafas de leer. Su cuello se veía largo y sensual y terminaba en una blusa completamente abotonada que ni así escondía sus dotadas mamas. La cintura se mantenía en su sitio, ni de avispa ni gruesa, y los pantalones piratas ligeramente ajustados a juego con la blusa dejaban ver unas piernas cuidadas.

Amitai decidió divertirse un poco:

—¿Sabes, madre?, no te conservas nada mal la verdad.

Lea alzó la vista por encima de las gafas algo cedidas sobre su nariz, desconcertada.

—Lo digo de verdad, en el colegio mis amigos siempre decían que eras una MILF, ¿conoces el término anglosajón?

—¿En cuál de tus colegios? —contratacó la madre.

—En todos, no sabes todo lo que tuve que aguantar. Allí dónde fura siempre había alguien dispuesto a contarme con detalle las obscenidades que te harían. Hablaban de tus pechos, de tu culo, de tus gruesos labios. Creo que eso fue lo que me traumatizó.

Amitai no necesitaba demasiado tiempo para atacar, era capaz de hacer que el aire pareciera gas natural en décimas de segundo, que con solo un chasquido de sus dedos la presión atmosférica fuera densa e irrespirable. Su rostro cambiaba, su sonrisa burlona mutaba a una seriedad casi ceremonial. El griterío de la calle pareció subir de decibelios a medida que pronunciaba aquellas palabras prohibidas. La abstinencia lo convertían en un animal herido y peligroso, y su recatada madre era la víctima perfecta para sus juegos matutinos.

—Me alegro por ellos —se defendió ella tragando saliva, disimulando una inquietud repentina.

—Yo no, es difícil seguir el camino cuando todos se meten contigo. Me preguntaban si te había visto desnuda, si fuiste tú la que me circuncidó de niño, cómo era sentir tus suaves dedos sobre mi órgano viril. Me interrogaban sobre si alguna vez nos habíamos bañado juntos, sobre si tus tetas se mantenían en su sitio o caían por el peso, curioseaban con la idea de que alguna vez os hubiera oído a ti y a padre fornicando como animales salvajes y sudorosos.

Ximena intentó abandonar la cocina incómoda pero el dedo índice levantado de Amitai fue suficiente para detenerla. Sus ojos profundos se clavaron en la madre que, temblorosa, era incapaz de reaccionar.

—No sabes las veces que he maldecido a Edipo y su complejo, las larguísimas noches de onanismo que te he dedicado influenciado por la crueldad infantil, condenado a ser el conejillo de indias que Freud seguro deseó. Solo soy una víctima que decidió correr hacia adelante, intentando vivir en un mundo sin normas ni tabúes, y tengo que aguantar que vosotros me juzguéis. Pero no, no, no soy yo quién se pasa horas arreglándose en el espejo, ni el que luce joyas. Eres tú la que coqueteas con tu sola presencia, ¡tú la que incomodas con tu maquillaje al rabino!, ¡¡tú!!

La cucharilla del café cayó de los dedos paralizados de la progenitora, rompiendo el extraño hechizo con el ruido. Aguantando las lágrimas fue ella la que abandonó, casi a la carrera, la cocina, seguida, ahora sí, de Ximena. Las facciones llenas de falsa ira de Amitai volvieron a relajarse, convirtiéndose en una sonrisa triunfal. Siguió desayunando tranquilamente.

V

Dafna volvía a entrenar en el salón cuando llegó su hermano. De nuevo vestía con unos leggins y un sujetador deportivo que a Amitai le pareció incluso más pequeño que el de la última vez. Era el único momento en el que se permitía enseñar su cuerpo, en la intimidad de su hogar.

—¿Puedo quedarme por aquí, hermanita? Me aburro tanto…

—Claro —respondió ella bastante alegre.

Su relación había mejorado. El joven astuto había sabido acercarse a ella en un tiempo récord, pero ni su brillantez le iluminaba sobre cómo traspasar ciertas barreras.

—Llevo solo quince días y no tengo revisión del caso hasta dentro de dos semanas más. No sabía que echaría tantísimo de menos el solo hecho de caminar entre los árboles de cualquier parque. Si no me va bien la vista no creo que pueda aguantar.

—¡Claro que podrás! —intentó animarle sin dejar de moverse al ritmo de las instrucciones.

Los ojos de Amitai, poseídos por la privación carnal, repasaron libidinosos palmo a palmo su cuerpo.

—Es fácil decirlo, pero no sabes lo que es estar aquí incomunicado. Sin poder hablar con mi gente, con una familia que me detesta.

Dafna paró en seco el ejercicio, sintiendo la llamada de la responsabilidad fraternal. Se sentó a su lado y dijo:

—Nadie te desprecia, y lo sabes.

—Quizás tú no, siempre fuiste la mejor de todos, pero padre y madre me odian.

Los enormes ojos de la hermana observaban la frágil mirada de él, compasivos.

—No te odian, ningún padre odia a su hijo, simplemente nunca te han comprendido.

Siguiendo con su papel de flor desvalida el muchacho reposó su cabeza lentamente en el sudoroso hombro de Dafna.

—Creen cualquier barbaridad que dicen de mí, a cualquiera excepto a su propio hijo. Soy ateo, y eso no pueden perdonármelo. Simplemente intento vivir tranquilo sin hacer daño a nadie. Me asquea una sociedad llena de normas.

—Todos necesitamos límites.

—Eso es una estupidez que nos inculcan para controlarnos, lo descubrí por mi cuenta y simplemente me hice adicto a la libertad. Cometí errores y entonces tu Dios me castigó quitándome lo único que me ilusionaba, a mi futura familia. ¿Dónde está la bondad en eso? No te engañes hermanita, un ser bondadoso nunca permitiría eso, jamás pisaría la cabeza de alguien que con esfuerzo lucha por salir a flote.

La semilla estaba implantada.

—Son pruebas que…

—Olvida eso, cree en lo que quieras, pero yo he vivido demasiado para creérmelo —le interrumpió el hermano.

—Amitai —dijo ella con voz queda.

—Discúlpame, eres libre de creer en lo que sea, tan solo os pido los mismos derechos para mí. No te molesto más hermanita, no me apetece hacer nada. Gracias.

Se retiró antes de que la hermana pudiera reaccionar, nuevamente feliz con su actuación.

VI

Los siguientes días fueron buenos, de acercamiento entre hermanos, confidencias y empatía. Amitai estaba haciendo un trabajo increíble con Dafna, pero eran ya veinte días y sentía que sus necesidades físicas se incrementaban más rápido que sus progresos. Apenas dormía por las erecciones interminables, que ahora aparecían incluso antes de acostarse. El joven gurú supo que debía hacer un salto de fe. Pasaban pocos minutos de la doce cuando notó que su falo estaba tan tieso que parecía capaz de atravesar el pantalón del pijama. Orgulloso en su empeño de no aliviarse él mismo se puso en pie y salió a hurtadillas del cuarto. Realmente no tenía un plan, por primera vez se movía por impulsos.

Entró en el dormitorio de Dafne y permaneció un rato frente a ella, esperando a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. La hermana estaba tapada solo con la sábana, Amitai la agarró y lentamente la retiró, dejando al descubierto su cuerpo tapado solo con unos pantaloncitos shorts y una camiseta de tirantes.

«Recatada en la calle, sexy en casa», pensó.

La calentura fue a más si eso era posible, observando sus pezones clavados en la tela, sus muslos entreabiertos como si fueran una invitación carnal. La deseaba, más que a ninguna de sus antiguas amantes. Aunque era frío como el hielo su respiración se agitó ligeramente por la situación. Colocó sus dedos en la parte interior de las piernas y con sumo cuidado las abrió un poco más, se deshizo del pantalón de pijama y desnudo de cintura para abajo se colocó entre ellas, presionando con el glande directamente sobre su sexo, separados solo por la fina tela que vestía ella.

—Mmm —balbuceó ella entre sueños.

Amitai se tumbó completamente sobre la hermana, convirtiéndose en una impúdica sábana de carne y hueso. Abrió los ojos de golpe, asustada y desorientada.

—Shhh, tranquila hermanita, soy yo, Amitai, no pasa nada.

Empezó a mover las caderas, restregando el erecto miembro sobre sus partes mientras que ahora sus traviesas manos se colocaban encima de los pechos y los acariciaban por encima de la ropa. Percibió que Dafna estaba a punto de decir algo pero con colocar su índice sobre sus labios fue suficiente para que no lo hiciera.

—No pasa nada, de verdad, confía en mí. Sabes que jamás te haría daño, necesito que me ayudes con mi cautiverio. No puedo permitirme equivocarme otra vez, no puedo salir de casa. Solo te tengo a ti.

La respiración de ella se desbocaba junto a sus pulsaciones. En shock sentía a su hermano acariciándole los senos y presionando contra su vagina con tanta fuerza que parecía que la tela fuera a ceder de un momento a otro.

—Olvídate de todo lo que has aprendido, del pecado, de los tabúes. El sexo es algo maravilloso, lo practique quien lo practique. Te necesito.

—Para, ¿qué haces? —consiguió decir ella en un hilo de voz casi imperceptible.

Amitai siguió metiéndole mano mientras que hábilmente, colocándose momentáneamente a un lado de la cama, le bajó el pantaloncito hasta quitárselo por los pies. Comprobó que su hermana tenía poco vello púbico y se preguntó si se lo arreglaría, estaba tan excitado que le dolía el pene por la presión sanguínea. Su hermana seguía inmóvil, emitiendo un pequeño sonido que parecía el sollozo de una mariposa. El hermano volvió a acomodarse entre sus piernas y justo cuando la punta tocó su templo sagrado Dafna le empujó con una fuerza inesperada, volviéndolo a dejar a un lado, con la espalda presionada contra la pared.

—Estás loco, ¡vete de aquí! —le ordenó en voz baja pero autoritaria—. Como venga padre te matará.

El muchacho volvió a acercarse a ella, intentando sobarle los pechos que ahora la hermana se protegía con los brazos y restregando su lubricado pene por su muslo.

—Necesito ayuda hermanita, por favor —imploró él.

Ella forcejeó unos instantes mientras intentaba que entrase en razón.

—Soy tu hermana, ¿te has vuelto loco?, vete por favor, vete.

Se resistía, avergonzada por la situación y bastante asustada, pero Amitai no estaba dispuesto a darse por vencido.

—Eres la única que me comprende, por favor, solo necesito ayuda hasta la vista. Te juró que no lo podré aguantar.

—No, ¡no!

El hermano fue ganando terreno, magreando pechos con dificultad y acercando su sable hacia el objetivo cuando de repente, la dulce mano de la hermana le agarró el falo.

—No estoy casada, nunca lo he hecho.

Aquello descolocó completamente al astuto chico, sabía que era una reprimida pero no hasta el punto de llegar virgen a los veinte años. Quiso decir algo elocuente pero con el delicioso tacto de su mano en el miembro y la revelación solo pudo decir:

—No pasa nada.

La hermana empezó a moverse, comenzando una patosa e improvisada masturbación mientras concluía:

—Estás loco si crees que me he guardado todo este tiempo para un libertino enfermo como tú.

La abstinencia y el morbo de sentir como su puritana hermanita le sacudía la piel dejó nuevamente sin palabras a Amitai, que solo pudo gemir de placer. Aquella inexperta paja sabía mejor que el más experimentado de los coitos.

—Mmm, ohh, ohh.

La hermana seguía tocándole mientras preguntaba:

—¿Se hace así?

—Ohh, ohh, ohh, mmm, sí, síi, síi.

En pocos segundos Dafna había alcanzado una gran velocidad, experimentando por primera vez con la anatomía de un hombre. Amitai sentía tanto placer que temblaba, ni siquiera podía coordinarse para seguir sobando sus deseables pechos.

—Ohh, ohh, ¡ohh!, ¡ohh!, ¡¡ohh!!

—Es así verdad, ¿sí?, te gusta, ¿lo hago bien?

—Ohh, ¡¡ohh!!, síi, síi, muy bien, ¡¡muy bien!!

El hermano sintió una fuerte descarga antes de derramarse, salpicando la mano y la pierna de la inocente chica y alcanzando un brutal orgasmo. Tuvo que morderse el labio para no despertar a sus padres. Exhausto, se quedó tumbado con la cabeza encima de uno de sus pechos mientras que la hermana, abochornada, se vestía rápidamente con el pantalón short.

—Debes irte —fue lo único que le dijo.

 

VII

Amitai se despertó sobresaltado. El espasmo le arrancó de un extraño sueño en el que el cuerpo de Dafna era el protagonista. Hacía menos de siete horas de lo ocurrido y su cabeza, lejos de estar más despejada, estaba más confusa que nunca. Envenenada por el morbo de lo prohibido. Se levantó de un salto y enseguida sintió la presión de la piel luchando contra el pijama. El alivio no había tenido efecto, más bien había despertado a una bestia aún más oscura de lo imaginado. Fue directo a la cocina donde se encontró la mesa puesta y a Ximena lavando algunos platos.

—¿Y mi hermana?

—Ha ido a la universidad, hoy ha salido muy puntual.

Comenzó a degustar los cereales frustrado, con la bayoneta calada, tiesa hasta el dolor. Odiaba sentirse vulnerable, no tener el control de la situación. Su madre entró y aunque dudó al verlo sentado en la mesa, finalmente se decidió a desayunar con él mientras leía el periódico, sin alterar la rutina matutina. Como de costumbre, su blusa llegaba hasta el cuello pero no disimulaba unos pechos descomunales. Amitai sintió que su miembro tenía vida propia.

—Hoy tienes las tetas especialmente grandes, madre.

Lea fue incapaz de alzar la vista y Ximena directamente salió de la cocina disimulando con el mocho, incapaz de vivir una escena similar a la de la última vez.

—Aunque no sé qué es lo que más me pone de ti, si tus melones o el culo en forma de cereza, no me extraña que Dafna esté tan buena habiendo salido de tu interior.

Salió la leona, la madre protectora:

—¡Deja a tu hermana en paz monstruo degenerado! ¡Ríete de mí si quieres pero apártate de ella bestia indecente!

Que fácil era encontrar su punto débil, pensó, disimulando su habitual sonrisa de autosuficiencia.

—La dejaría en paz con gusto si me permitieras reventarte el culo. ¿Qué pasa madre?, ¿no te gusta la sinceridad? Fuisteis vosotros los que me privasteis de mis amigas, intentando convertirme en una especie de mártir célibe.

—¡Eso no es sinceridad, eso es querer hacer daño!, ¡mentiroso! ¡¡Asesino!!

En todo ese tiempo la madre nunca había hablado sobre las acusaciones de Amitai, con aquella acusación el hijo se sintió dispuesto a todo. Se levantó de la mesa y se quitó el pijama, liberando una gigantesca erección, señalándola con la mirada mientras gritaba:

—¡Te parece esto mentira, falsa reprimida!, ¡seguro que disfrutas poniéndome cachondo!

La madre apartó la vista pero él fue ganando metros hasta llegar a su posición, acercándole el falo a la cara, aprovechándose de que seguía sentada.

—¡Mírame! ¡Contempla lo que me haces sentir! ¡Acepta que te cabalgaría como a una yegua salvaje!

Lea lo empujó con un brazo sin mirar diciéndole:

—¡¡Apártate lunático!! ¡Estás poseído! ¡¡Tú no eres mi hijo!!

Amitai volvió a acerarse y rozó su mejilla con el glande mientras que con la mano la agarraba del moño.

—Con más razón aún, si no soy tu hijo ya no hay barreras, ¡chúpamela! Si no lo hacen mis esclavas lo tendrás que hacer tú.

Ella se defendió con ambos brazos cuando el muchacho, cegado por la calentura, le agarró la blusa por la solapa y de un fuerte tirón se la abrió hasta la cintura, dejando a la vista su deseable escote y los enormes senos cubiertos solo por el sujetador blanco, desparramando por el suelo varios de los botones, rotos.

—¡¡Suéltame!!

—¡Cállate y métetela en la boca joder! —ordenó mientras una de sus manos ya magreaba los pechos—. ¡¡Seguro que a padre se la chupas a demanda!!

La madre no conseguía levantarse de la silla cuando el hijo comenzó a sacudírsela con furia, sin dejar ni un momento de meterle mano y golpeando con el glande en su rostro.

—¡¡Vamos!!, quédate quieta o te juro que iré a por tu hija —insistió mientras presionaba la punta contra sus labios.

Lea dejó de defenderse pero cerró la boca con fuerza, moviendo la cara de un lado a otro para librarse de la anatomía de Amitai, que seguía masturbándose a gran velocidad.

—Mmm, mmm, ¡¡ohh!!, ¡¡ohh!!, menudas tetas tienes madre, son mejores que las de Dafna, ¡¡¡ohh!!!, ¡¡ohh!!, mira como me pones, mmm, mmm, ¡¡mmm!!

La madre se resignó, cerrando los ojos incapaz de mirarle.

—¡¡Ohh!!, ¡¡ohhh!!, ¡¡ohhhhh!! —siguió gimiendo Amitai, pajeándose y con una mano que se había conseguido colar por dentro del sostén y manoseaba ahora las mamas a placer.

—¡¡¡Oohhhhhhhhhhh síiiiiiiiiiii!!!!

Finalmente eyaculó, teniendo un espasmo tan fuerte que hizo temblarle las piernas y embadurnando a su progenitora con chorros de semen que impactaron en su pelo, cara y escote. Ella enseguida, aprovechando la repentina calma, se tapó como pudo con la maltrecha blusa y poniéndose de pie al fin huyó de allí, devastada por la situación.

VIII

Los siguientes días fueron un absoluto descontrol. La madre no volvió a quedarse sola en casa. Siempre tenía algo que hacer fuera y solo venía al hogar si en él estaba su marido. Eso dejó a Amitai el camino libre con Dafna. Libertad para acosarla en cualquier situación. En la ducha, por la noche, cuando hacía ejercicio. Hasta tres veces al día el hermano acudía a su encuentro, desesperado. Siempre comenzaba con él acariciándola y con ella masturbándolo por compasión. Cada vez eran menos necesarias las súplicas. Cada vez era distinto lo que Dafna sentía.

Faltaba solo una noche para la vista, la hermana estaba despierta cuando Amitai irrumpió en su habitación de madrugada. Esperándolo. Este, distinto a las noches anteriores, se tumbó a su lado.

—Buenas noches hermanita. Quería darte las gracias, mañana es el día y no podría haber llegado sin ti. Me habría vuelto loco o habría acabado por quitarme la vida.

La mano del astuto joven acariciaba su vientre, trazando círculos alrededor del ombligo mientras seguía:

—Eres lo único bueno que me ha pasado en la vida, un ángel. Nunca te lo he dicho, pero espero que sepas lo mucho que te quiero.

Ahora se deslizaba lentamente hacia abajo para juguetear por encima de su sexo. Dafna sintió un escalofrío, su respiración agitarse, las pulsaciones aumentando. Le pareció que la tela del pijama era incluso más fina.

—Si supieras como yo todas las mentiras que nos han inculcado, sabrías lo especial que eres, disfrutarías de tu cuerpo sin complejos.

La modulación de la voz de Amitai era precisa, perfecta. Podría hablar de la lista de la compra y probablemente habría resultado igual de convincente. La hermana sintió una calentura desconocida, prohibida. El inteligente hermano adentró su mano por dentro del pequeño pantalón del pijama, avanzando por su pubis hasta llegar al clítoris y comenzó a estimularlo con movimientos circulares.

—Mmm.

Dafna gimió ahogadamente, reprimiéndose. Pero los dedos expertos del amante siguieron acariciándola.

—Si supieras lo maravilloso que es el sexo, lo especial, lo incomparable…

—Mmm, mmm.

El hermano frotaba simultáneamente sus labios vaginales, abriéndola a un mundo nuevo de sensaciones y placer.

—Mmm, ohh, ohh.

La hermana se mordisqueaba el labio inferior por el placer, contorsionando el cuerpo.

—Hoy vas a descubrirlo todo —sentenció.

Le quitó el pijama de manera casi ritual, tanto el pantalón como la camiseta. Sus pechos eran generosos, tersos, jóvenes. Le abrió las piernas sujetándola por las rodillas y desnudándose él también se acomodó encima. Colocó el glande en la entrada de su cueva y antes de penetrarla le advirtió:

—Te dolerá un poco, pero muy pronto el dolor se transformará en gozo.

Amitai se introdujo en su interior despacio, sintiendo un inmenso placer gracias a la estrechez del conducto y de manera casi imperceptible pudo notar como el himen se rompía a su paso. Ambos estaban tan lubricados que no fue tan difícil como esperaba, pero Dafna tuvo que taparse la boca para que no se oyeran los gemidos de dolor.

—Mmm, mmm, ¡auuuuuiii!

—Shhh, tranquila hermanita, es solo un momento, el dolor se va, confía en mí.

El falo del hermano estaba aprisionado con fuerza, impidiendo ahora sí el movimiento. Le gustó tanto que por un momento pensó que se correría enseguida.

—Mmm, ohh, ohhh, así, lo haces muy bien, lo haces genial, relájate.

Mientras que con las manos le sobaba los pechos y las nalgas intentaba moverse por aquel angosto túnel, besando cariñosamente el cuello de su amante.

—Ohh, ¡¡ohh!!, ¡¡ohh!!, bien hermanita, bien, aguanta un poco, mmm.

Dafna seguía sintiendo un dolor insoportable, pero sorprendentemente su excitación no bajaba y estaba dispuesta a sufrir por la recompensa. Poco a poco el chico consiguió mover las caderas, metiendo y sacando su carne, despacio, del interior de ella. El o poder gritar, la primera vez de la hermana, todo le daba al acto un morbo irrefrenable. Ahora fue ella quien se animó un poco, moviendo ligeramente la cintura y agarrando los glúteos de su amante con ambas manos.

—¡¡Ohh!!, ¡¡ohhh!!, ¡¡ohhhhh!!, mmmm, mmmm, ¡¡¡¡ohhhhhh!!!!

El placer era desmedido, el dolor empezaba a relegarse a un segundo lugar y el coito aumentaba sus revoluciones.

—¡¡¡ohh!!!, ¡¡¡ohh!!!, ¡¡¡ohh!!!, ¡¡¡ohhhhhh!!!

Cada vez más cómodos fornicaban como animales, ajenos a todo y a todos, oyendo los crujidos del colchón a cada embestida.

—¡Joder, joder, me voy a correr hermanita joder, que buena que estás, ¡¡¡ohh!!!, ¡¡¡ohhhh!!!

Amitai notaba ahora sus testículos rebotando contra su hermana, la penetraba más fuerte, más hondo y más rápido, sacudiéndola sin piedad.

—¡¡¡Ohhhh síiiiii, síiiiiii, síiiiiiiiiiiii!!!

Eyaculó con la fuerza de un torrente, muriendo de placer entre una nube de espasmos y chorros de semen, estrujando con fuerza uno de sus pechos mientras descargaba hasta la última gota en su interior. Ella también pudo sentir las contracciones, teniendo una especie de orgasmo que, aunque débil, fue suficiente para terminar con la represión. Ambos quedaron abrazados, exhaustos. Retiró el miembro y lo dejó reposar contra su ingle. Enseguida supo que tendría ganas de repetir.

Amitai y su padre llegaron a casa sobre las dos. La vista había sido un éxito rotundo, no solo se había levantado el arresto domiciliario sino que el fiscal había retirado los cargos por falta de evidencias. No por nada la familia disponía de un ejército de abogados a su servicio. El muchacho estaba exultante mientras que el padre parecía tener un rictus más relajado que las semanas anteriores. En la gran mesa del salón les esperaban Dafna, Lea y Ximena preparada para servir la comida. La hermana se alegró sinceramente con la buena nueva, mientras que la madre seguía sin demostrar ningún tipo de sentimiento. Desde el ataque en la cocina lo poco que se dejaba ver parecía ida. La comida transcurrió con normalidad, ninguno hablaba hasta que Amitai rompió el silencio:

—Padre, madre, hermana, aprovecho que estamos todos reunidos para anunciaros que me voy de casa, me independizo. Es hora de que cree algo por mí mismo, gracias por vuestras enseñanzas.

La hermana pareció confundida mientras que el padre dijo entre dientes:

—¿De qué demonios vas a vivir?, bueno, es igual, no sé qué sentido tiene preguntar.

—Antes de irme, quería agradecer a Ximena sus años de servicio, para mí es como de la familia. Tampoco me querría ir sin decirle a padre lo bien que me ha ido la disciplina que me inculcó.

Se oyó a los comensales masticando con dificultad, preocupados.

—Y por supuesto también a madre y a Dafna por su apoyo incondicional. Especialmente el de las últimas semanas. De verdad, no tengo palabras para expresar la suavidad de los pechos de madre, su gusto por los sujetadores de encaje y las placenteras sensaciones que sentí restregando mi capullo desprotegido por su cara.

Los tres parecieron atragantarse mientras él seguía con su discurso de despedida:

—Sin olvidar la delicada mano de Dafna pajeándome a todas horas o la dulzura con la que se dejó romper el virgo, es algo que nunca olvidaré.

El padre se levantó de golpe, con expresión de odio, violencia e incluso de infarto, cuando su hijo concluyo:

—Por eso, querida familia, gracias. Gracias de corazón, ¡y pudriros en el Gehena!